Capítulo 14 El ejército gerudo
Vestes y Nuvem volaron de forma firme, siguiendo la guía de Zenara. Cuando Zelda se quejó de no tener ya la brújula, la líder de las gerudo se lo tomó como una ofensa. "Soy hija del desierto, podría guiarme sin usar ningún aparato shiok como ese". Zelda sabía que las gerudos usaban las estrellas, pero la noche no estaba despejada. Una densa nube las ocultaba. No intervino, ni discutió. Se encontraba cansada. Había caminado hasta la cueva de la Saga, había luchado contra ella, en una especie de sueño, pero notaba el cuerpo igual que si hubiera batido en duelo en la realidad. Dio una cabezada, estuvo a punto de caerse. Vestes descendió un poco y redujo la velocidad.
– Zelda está agotada, necesita dormir – dijo Vestes, cuando Nuvem se detuvo a su lado.
– No, sin parar, debemos llegar a la fortaleza – insistió Zenara. Zelda se rascó un ojo, y dijo que ella podía aguantar, que no bajaran el ritmo.
Se obligó a permanecer despierta, aferrándose a las plumas de Vestes, segura en su ancho lomo. Cuando ya tenía los ojos cerrados, sintió que Vestes hacía un giro en el aire, y por fin estaban sobre la fortaleza gerudo. Zenara ordenó descender en la terraza principal de la casa de la líder, y allí las dos ornis por fin tomaron tierra. Zelda no era la única a la que le costaba mantenerse en pie. Vestes soltaba aire por el pico y pestañeaba, y Nuvem fue la primera en caer redonda. Zenara empezó a ordenar en gerudo, y las mujeres obedecieron sin discutir ni hacer preguntas. Se llevaron a Nuvem a uno de sus dormitorios, y Zenara le dijo a Zelda que se buscara un rincón tranquilo, que ella ya sabía moverse por allí y que durmiera. La despertarían en unas horas para iniciar la marcha hacia el cañon Ikana.
Horas después, cumplió su promesa. Encontró a Zelda bajo una palmera en el jardín, tendida bocarriba con las manos cruzadas sobre el estómago. A su lado, Vestes dormía, con el pico enterrado bajo su ala. A cada suspiro, las plumas se rizaban y volvían a su sitio. Zenara las miró, con las manos en la cadera. En ese rato, la gerudo había hecho venir a una curandera, y le habían puesto de nuevo un topacio en la frente. Había hablado ya con la sacerdotisa, y escrito una larga carta. La tenía en la mano. Miró alrededor, vio la mochila de Zelda, y metió allí la carta. La chica pelirroja se removió en sueños, y se despertó bruscamente. A punto estuvo de atravesar a Zenara, pero no lo hizo porque la espada que había cogido fue justamente la Espada Maestra.
– Estamos todas listas. Partimos ya. Si vamos a buen ritmo, llegaremos al cañón Ikana en tres días. Pero si las señoritas necesitan descansar más… – y Zenara sonrió de forma sesgada.
– No, yo estoy bien – Zelda guardó la Espada Maestra. Tomó la mochila y vio que Vestes también se había incorporado.
– Nuvem, en cambio, se encuentra demasiado malherida. Se queda aquí, con las niñas y la sacerdotisa mayor – dijo Zenara. Para haber sido la causante del deterioro de la pobre orni, no parecía muy apenada. De hecho, miró a Vestes y le propuso quedarse allí con su amiga. La orni negó con la cabeza.
– Cuando todo acabe, se reunirá con nosotros. Necesita recuperarse – Vestes tomó su arco y se agachó un poco para dejar que Zelda se subiera a su lomo.
– No, no es necesario. La Chica Fuego tiene su propio caballo. Será mejor que tú nos adelantes y nos digas si ves a más enemigos – le ordenó Zenara. Zelda se frotó los ojos otra vez. Estaba hambrienta, pero sabía que podría comer un trozo de carne seca de camino a los establos, por lo que no dijo nada. En su lugar, se preguntó si lo último que había dicho Zenara le había sonado dulce, para ser dicho por la gerudo más borde y menos paciente del mundo.
Cabalgaron, tal y como había dicho Zenara, en perfecta formación. Levantaban nubes de polvo a su paso. La primera noche, una de las gerudos le dio a Zelda ropajes de la tribu, unos pantalones bombacho de color azul, una camisa ajustada de color dorado y unas babuchas. Esas ropas aguantaban mejor el polvo. Para no sentirse observada de más, Zelda se recogió el cabello en una tensa coleta, y además, se puso el velo. Tenía más sentido en pleno desierto que en la fortaleza, porque le protegía del calor y del polvo. Vestes, cuando la vio, le dijo:
– Pareces una más de ellas… Hasta estás igual de bronceada.
– Me lo han dicho alguna vez – Zelda no tenía espejo, pero se imaginaba que así, pelirroja y con el velo, se parecía a la Nabooru que fue la Sabia del Espíritu en la época del Héroe del Tiempo. Se imaginó qué diría Link al verla. Cuando había usado ropas gerudo en Hyrule, había tenido problemas. Solo en el pequeño palacio de Link había podido llevarlas, una versión con más tela. "Ahora que lo pienso, nunca me ha dicho si le gustaba o no como iba, no me ha hecho nunca ningún comentario a mis ropas".
Alcanzaron el cañón de Ikana tras tres jornadas muy parecidas, donde durmió poco, comió menos y pensó demasiado. Tenía ganas de rescatar a Nabooru, la que ella conocía, y también regresar junto a Link, y presumir ante él cómo de bien había realizado la misión. Puede que no muy bien al principio, cuando la atraparon, pero después había luchado contra la criatura de metal, y había sobrevivido. A propósito, evitaba pensar mucho en los cuerpos de las dos ornis fallecidas.
Vestes regresó de una patrulla, y anunció que las tropas del cañón Ikana estaban formadas por humanos, criaturas como orcos, goblins, y algo que la watarara describió como "caballos con cabezas humanas". Zenara y otras gerudos escucharon con el ceño fruncido y miradas extrañadas, pero fue Zelda quien dijo el nombre de esa criatura:
– Centauros. Los vi en el Mundo Oscuro, son duros de pelear, pero no imposibles. Os recomiendo atacar a distancia. No sabía que hubiera también en nuestro mundo…
– Hay más. No me he atrevido a acercarme, no sé dónde pueden tener a Nabooru, la Sabia del Espíritu, pero hay una cajas grandes, bien cerradas y atadas al suelo con cuerdas. Creo que son armas, pero por el tamaño, no sé lo que pueden ser.
– Vamos a pensar en lo peor – Zelda se dirigió a Zenara en idioma de las gerudos, y tradujo lo último que había dicho Vestes. Lo hacía más para el resto de las capitanes gerudos que para la líder. Añadió de su propia cosecha: – Pueden ser guardianes, os hablé de ellos. Vais a necesitar unos buenos escudos, y armas bien resistentes. Sus puntos débiles son los ojos, las patas y también el núcleo azul que tienen debajo. Tened mucho cuidado con sus rayos, las patas tienen garras puntiagudas, y también si sueltan unas bolas de metal. Estas estallan como bombas, hay que repelerlas o alejarse.
– Parece que este enemigo sabe lo que hace. Se enfrenta con armas muy novedosas, pero las gerudos somos fuertes. No le tememos a nada.
Zelda también pensaba así, sin embargo, no estaba tan segura. Hacía solo unos 13 años, en el cañón Ikana había una población. Link le contó que sus habitantes sufrieron una terrible horda, que las gerudos, entonces aún aliadas de la corona, lograron repelerlas, pero al final los habitantes tuvieron que huir de estas tierras. Desde entonces, este cañón estaba deshabitado. Zelda había visto las ruinosas casas y granjas, bajo el implacable sol del cercano desierto, y entendía que no era un lugar fácil. Sin embargo, siempre tenía una sensación extraña cuando lo cruzaba, como si pudiera imaginarse a las personas que allí vivieron.
Organizaron el ataque. Como ellas venían desde abajo, el enemigo las vería, era inevitable. Por eso, llevaban unas placas de metal, con pinchos, que les ayudarían a repelerlos mientras iban ascendiendo. Las mejores arqueras, armadas con flechas con explosivos, fuego, y también veneno, dispararían lo más alto posible, subidas a torretas. Zelda volvió a vestir sus ropas, incluida la cota de mallas y las hombreras. Para no delatar su posición, puso una tela en el escudo espejo, y, aunque llevaba la empuñadura de la Espada Maestra, también tenía la ballesta, y la espada regalo de los príncipes.
Las gerudos, como los ornis, se pintaban el cuerpo con dibujos para darse ánimos en la batalla. Mientras se preparaba, una de estas mujeres entró en la tienda donde estaba Zelda, y, sin mediar palabra, le dibujo el símbolo del fuego en la mejilla derecha, y también le espolvoreó sobre los ojos un trazo rojo. Para el combate, Zelda se había embardunado el pelo con barro rojo, y lo llevaba estirado y recogido, para que no le molestara. Al alejarse la mujer, justo cuando estaba envolviendo el escudo espejo, Zelda se vio a sí misma. Sí que podía dar miedo, con ese aspecto tan fiero. Y desde luego, le daba confianza. Estaría mejor con las ropas gerudo, pero ella no tenía su constitución fuerte. Si resultaba herida con sus escasos ropajes, no sobreviviría. No esta vez.
– Zelda – la llamó Zenara. La líder entró sin llamar, igual que la anterior gerudo. Entre ellas no tenían muchas normas protocolarias, algo a lo que Zelda estaba acostumbrada. Mientras se daba la vuelta y se colocaba el escudo espejo en la espalda, sintió que Zenara la miraba fijamente.
– ¿Ha empezado el ataque? Estoy lista, vamos.
– No, aún no. Deja que… – Zenara la volvió a mirar fijamente –. Desde luego, si fueras más alta y fuerte, podrías pasar por una de nosotras.
Era lo más parecido a un elogio que le había dedicado la hermana de Nabooru. Zelda asintió y le dio las gracias. Zenara parecía la misma de siempre, una vez que había sustituido la gema para su frente. A la hora de pelear, las gerudos llevaban sus bombachos, un peto de metal ligero ajustado al cuerpo, y sus babuchas se ataban con unos cordeles de cuero resistente. En su mano, Zelda reconoció la Cimitarra de la Ira, el arma que perteneció a la madre de las dos hermanas. La había visto en alguna ceremonia, se consideraba un arma sagrada y ni Zenara ni Nabooru se atrevían a tocarla. Lo poco que sabía Zelda es que era un arma muy resistente, capaz de cortar con facilidad el acero. Zenara solía usar un sable curvo propio, que llamaba el Colmillo, un poco más grande. Este lo llevaba al cinto.
– Necesito pedirte un favor. Cuando encuentres a Nabooru, dásela – y le dio la cimitarra de la Ira, en su propia funda de cuero. Zelda dudó –. No suelo pedir favores, pero este es por el bien de mi hermana. Ella sabrá. Y, para ayudarte, tengo esto. He notado que peleas de forma brusca, sin la fuerza de antaño. Creo que deberías beber esto – y le tendió un frasco, lleno de un líquido amarillento.
– Brebaje de combate. Se lo dais a las novatas. Yo no soy una de ellas – Zelda miró tanto el sable, que ahora estaba en su mano, como el frasco que le ofrecía Zenara.
– Siempre hay una primera vez para todo: Para escucharme a mí pedir un favor, para aceptar una ayuda en el combate – Zenara insistió –. Bebe, no seas cría.
Zelda se colocó el sable de la ira. La mirada de Zenara era desafiante, casi divertida, cuando vio que la chica destapaba el frasco y olía el interior. Solo pudo ver que llevaba alcohol. Lo tomó de un trago, sin dejar de mirar a la gerudo, y solo cuando lo tragó se le ocurrió preguntar qué llevaba.
– Bulbo rayo destilado, y también corazón de moldora – la gerudo se rio al ver la expresión de asco de Zelda –. Hace años, te acordarás, acabaste con uno en el desierto. Con los despojos hemos hecho muchos remedios y elixires, este era el último. Gran honor luchar contigo, Fatat Naria – dijo en gerudo, antes de marcharse.
La refriega comenzó, tan de repente que no le dio tiempo a ver dónde estaba Vestes. La orni se había pintado ella también los dibujos de guerra de su tribu, y se había colocado como una de las arqueras. Al fin y al cabo, tenía mejor vista y era veloz con el arco. Fue ella quien avisó que el enemigo estaba arrojando grandes bolas de metal con pinchos. Se clavó en la primera placa de defensa, y las gerudos se mantuvieron firmes, pero al lanzar una segunda bola de pinchos, el peso las hizo retroceder. "Es mi turno", se dijo Zelda. Las flechas volaban de varias direcciones, del enemigo y de las aliadas. Zelda corrió, con una lanza gerudo en una mano y la otra sobre la bolsa de flores bombas (gracias Grunt, amigo, se dijo mentalmente). Trepó por encima de los cuerpos de las gerudos, mientras les gritaba que aguantaran.
Al llegar arriba, lanzó una primera flor bomba a las bolas que ya venían de camino, mientras que usó la lanza de palanca para destrabar la que ya tenían pegada a la guarda. La desvió, y cayó por un lado del cañón, hacia lo profundo. Sin darse un respiro, Zelda dio otro salto, y empezó a soltar flores bomba con toda la puntería que pudo, desviando de este modo el resto de las bolas que el enemigo lanzaba. De esta manera, las gerudos llegaron al final de la cuesta. Se apartaron, y usaron un arriete contra el portalón. Zelda ya había desechado la lanza, y ahora combatía con el resto de gerudos, cara a cara con el enemigo.
Vestes no había exagerado. Había orcos, grandes y fuertes, tremendamente apestosos. Puede que en ese número dieran miedo, pero era lentos, torpones. Caían sin cesar bajo los ataques decididos y firmes de las gerudos. Zelda fue consciente de que Zenara estaba allí, su rostro cubierto por el velo, pero sus ojos llenos de rabia. La bebida que le había dado tenía sus efectos, pero eran sutiles. Zelda se notaba decidida, sin vacilar. El corazón bombeaba con fuerza, y sus músculos se habían tensionado, veía mejor por los laterales, y a largas distancias, casi se sentía que le saldrían alas como un orni y podría volar junto con Vestes. Bajo su espada, derribó orcos, goblins y lizalfos. Ahora que ya sabía que había eléctricos, usaba la ballesta para darles en el cuerno antes de que empezaran a lanzar su rayo, y si se veía acorralada, le bastó con usar semillas de luz. No les daba oportunidad de volver a pillarla desprevenida.
Las gerudos habían logrado entrar en la empalizada, y ahora se esparcían por el campamento enemigo en abanico. El terreno era más llano, y, aunque los dos ejércitos tenían bajas, ninguno parecía querer retroceder. En el momento en que vio que el fuerte estaba ya rodeado de gerudos, Zelda se escabulló. Tenía una misión clara: encontrar a Nabooru. Las cajas que Vestes había visto en el aire estaban en el centro, y no parecían tan grandes para albergar guardianes. Golpeó una, no escuchó nada, y entonces las abrió, usando una lanza de goblin para ello. En el interior, no había guardianes, ni tampoco prisioneros, sino piedras de color gris y marrón. Había muchas.
"Hierro. En el cañón Ikana había minas".
Recordó que Link le había contado que los primeros colonos de esa zona lo hicieron para explotar las minas de hierro del cañón. Pero hacía años que estaban agotadas. El cañón quedó más como una línea de defensa contra las gerudos que como yacimiento minero. Link tenía la teoría de que quizá, si se excavaba a mayor profundidad, podrían recuperar el hierro y volver a utilizar el cañón, habitarlo otra vez. Era un proyecto que había propuesto a los gorons, justo antes de que empezara toda la pesadilla de Vaati.
"Zant lo sabe, y está usando algo para extraerlo" Zelda miró alrededor. Sí, había una tienda cubierta, grande, con restos de carbón en la entrada. Saltó de encima de la caja y corrió en esa dirección, mientras a su alrededor las gerudos y las criaturas seguían su lucha. Esquivó algún ataque, se detuvo a tiempo de ayudar a una que estaba retrocediendo ante tres goblins, y continuó su lucha hasta llegar a la tienda. Nada más entrar, se encontró con un gran agujero, que se perdía en las profundidades del cañón.
"Nabooru, resiste, voy a ayudarte" se dijo. Notó que la Espada Maestra vibraba. "Vamos, ayúdame. Vamos a liberarla".
A medida que se hundía en la profundidad de la mina, el ruido de la batalla iba quedando atrás. Caminaba a tientas, usando un farol que encontró. Era la única luz que había en el lugar, el resto estaba oscuro. Olía mal, a cerrado, al sudor de los monstruos. Zelda pensó que quizá lo que estaban atacando no era un ejército, sino más bien a los mineros que el tal Zant había asignado para excavar la zona. Al fin y al cabo, esos cacharros que usaba, los guardianes, necesitaban hacerse con metal. ¿Verdad? "Otra cosa que preguntaré a Link, o a Kandra, si alguna vez se atreve a acercarse a mí".
No había tenido mucho tiempo para pensar en el comportamiento de la chica. No había vuelto a hablar con ella desde el Pico Nevado, y desde entonces, solo Vestes la había visto. Había curado a la orni, y le había indicado dónde estaba Zelda. Estaba segura de que ella siguió a los lizalfos, pero no la ayudó. ¿Había pretendido ver donde estaba la guarida, o buscaba otra cosa?
Servía de muy poco pensar en esto mientras se hundía en la oscuridad de la mina. Se tropezó con algo, e iluminó el suelo: había barras de metal y madera en el suelo. Alzó el farol, y se encontró con una especie de carro sin ruedas. Lo miró, extrañada, y le dio un empujón con una mano. Tuvo que emplear un poco de fuerza para darse cuenta de que se movía sobre los hierros. "Nunca he estado en una mina, no sabía… Los gorons excavan, pero ellos usan cestas de metal que se cargan en la espalda. Claro que ellos son enormes y fuertes".
Estuvo tentada en subirse a una y empujarse por las minas, pero no lo hizo, porque desconocía por donde ir. Llegó a una bifurcación, y se detuvo, pensando. Si estos monstruos tenían a Nabooru prisionera, ¿estaría en lo más profundo de la mina? La Espada Maestra vibró otra vez. Zelda sacó la empuñadora, y se sorprendió de ver un halo de luz en el escaso metal que había sobrevivido. Brillaba y vibraba más si apuntaba a un túnel en concreto. "Gracias, espíritu de la espada. Estaría bien que me dijeras tu nombre, si tienes uno" Avanzó cuesta abajo, esquivando más carros y las traviesas de metal y madera.
Lo primero que sintió fue el olor. Era intenso, a animal. Zelda levantó el farol, y se encontró con una gran caverna. Dentro, no estaba Nabooru, pero sí una gran jaula de metal. En su interior, hacinados, agitando las alas, y gritando, había un centenar de pájaros iguales al Gashin. Pelícaros. Sin pensarlo mucho, Zelda fue hasta la puerta de la jaula. Había una puerta, con un candado. Tomó la cimitarra de la ira y la usó para golpearlo hasta que se rompió, con una chispa y un ruido metálico. Los pelícaros no salieron, aunque la puerta estaba abierta de par en par. En su lugar, caminaban en círculos, observando a la persona que tenían delante. Zelda levantó el farol y dijo:
– Soy vuestra amiga, huid. Vamos, ¿qué os pasa?
Caminó entre ellos, y de nuevo, la Espada Maestra volvió a vibrar. Zelda dio un paso hacia el centro de la jaula, y se encontró de frente con un pelícaro distinto a los demás. Para empezar, estaba encadenado y con una máscara sobre el pico. Por unos instantes, pensó en Picocuerno. Pero no, este pelícaro, al verla, agachó la cabeza y la miró, con ojos suplicantes.
– Voy… Sinceramente, no esperaba rescatarte a ti, sino a Nabooru, pero entre pelirrojos hay que ayudarse, ¿no?
Este pelícaro tenía las plumas de un intenso color rojo. Zelda volvió a golpear las cadenas, en el punto más débil, pero no lograba romperlas. Estaban hechas de un material aún más duro que el acero. Entonces, sintió que alguien le daba un golpetazo en la espalda. Fue más como un saludo, pero Zelda se maldijo a sí misma por haber descuidado la guardia. Se giró, la cimitarra en alto, dispuesta a pelear. Sin embargo, no lo hizo, aunque tampoco bajó el arma.
Kandra Valkerion y Gashin, las dos, miraban a Zelda. Había sido la pelícaro quien la había saludado así. La chica le tendió una llave y dijo:
– Prueba con esto. Acabo de robársela a un orco.
Zelda la aceptó, pero sin dejar de apuntarla con la cimitarra.
– ¿Has venido a ayudarnos?
Kandra sonrió. La última vez que se vieron, le pareció que estaba cansada y enfadada, pero en esta ocasión, la vio triste y agotada.
– En realidad no. He aprovechado el ataque de las gerudos para introducirme en la mina por otra entrada, y buscar esta jaula. Pero tú te has adelantado – señaló al pelícaro pelirrojo –. Liberálo, por favor. Me duele verle así.
Zelda obedeció. A ella tampoco le gustaba. Gashin agitaba las alas y se acercó al otro pelícaro. Le tocó con el pico, y le escuchó el mismo ruido que hacía cuando quería que Zelda la acariciara. "Se conocen, son muy amigos, ¿hermanos?" pensó, mientras lograba liberar el primero de los cuatro candados. El pelícaro movió la pata, y golpeó a Zelda en el pecho con tanta fuerza que la chica se cayó de espaldas. Quizá, si no hubiera bebido el brebaje de Zenara, le habría roto varias costillas. Sin embargo, se pudo levantar sin problemas, aunque sabía que, en unas horas, cuando pasara el efecto, lo sentiría más fuerte.
Con cuidado, prestando atención no solo al pelícaro prisionero sino también a Kandra, logró liberar la otra pata. Cuando le quitó la máscara, el animal soltó un gran grito, desplegó las alas ante Zelda y se elevó en el aire, sin mirar atrás. Al hacerlo, de inmediato los demás pelícaros salieron, detrás de su líder. Zelda se quedó agachada, viéndolos pasar. Kandra se acercó y, sin preguntarle si estaba bien, la puso en pie y dijo:
– Hay que marcharse, ya. Él está aquí.
– ¿Él? ¿Marcharnos a dónde? Hay que encontrar a Nabooru, la sabia del espíritu, la hermana de Zenara, la líder de las gerudos – Kandra la tenía agarrada del brazo, y le apretaba –. ¿Pero qué haces?
Kandra intentaba sujetarla, agarrándola con su extraordinaria fuerza. Le apretó la muñeca y trató de desarmarla, pero Zelda, con el brebaje aún sus venas, la agarró a su vez, se encogió y lanzó a Kandra por los aires. La muchacha cayó sobre sus propios pies, y se acercó a Zelda.
– Él, Zant, está arriba, en el arca. Lleva ahí a tu amiga, ya no puedes ayudarla – Kandra intentó golpearla, usando su escudo luminoso. Zelda la esquivó, y se escurrió otra vez –. No hay tiempo, debes huir, no debe verte… Él cree que estás muerta. Ahora mismo, el que lo crea es una gran ventaja. ¿No te das cuenta?
– Matará a todas las gerudos, no puedo abandonarlas – recordó la destrucción de Términa –. Escucha, Kandra, no voy a pelear contigo, pero tengo que irme. Nabooru está en problemas, si me dices que ese tipo la tiene. Con tu ayuda o sin ella, no me importa…
Zelda se giró y salió de la jaula, dejando a la chica atrás. Tarde, se dio cuenta que había perdido el farol, pero se pudo guiar por el olor a los pelícaros, intenso a medida que iba subiendo por los túneles. La Espada Maestra estaba callada, y mentalmente le preguntó si estaba haciendo bien en dejar atrás a Kandra. La respuesta vino al escuchar el aleteo de Gashin. Como una flecha, la pelícaro la alcanzó, la agarró con sus patas y la sacó de la cueva. Sin dejar de aletear, la impulsó hacia arriba en el aire, y Zelda se vio flotando en el vacío, con la batalla a sus pies, y por encima, una sombra que tapaba el sol. Gashin se colocó debajo, y esta vez quien la sujetó fue Kandra.
– ¡Suéltame! Hay que ir a por Nabooru, déjame – Zelda se debatió entre los brazos de la chica, forcejeando.
– Iremos al arca, cabezota – dijo entre dientes –. Iré contigo, pero te advierto que no pienso volver a salvarte el pellejo – y la dejó en la grupa de Gashin. Zelda se sujetó a las plumas de la pelícaro.
Desde el aire, era difícil ver si la batalla estaba a favor de las gerudos o del ejército enemigo. Arriba, el arca les esperaba. Al menos no soltaba esos rayos aterradores, pero no podía sentirse a salvo. Vio que de la misma arca saltaban guardianes, tantos como los que había atacado la fortaleza de Pico Nevado. Aunque ella les había hablado a las gerudos de esa posibilidad, e incluso les había hecho dibujos, no sabía si ellas podrían derrotarles. Temió, con el corazón dividido entre ayudarlas o salvar a Nabooru. Busco apoyó en la Espada Maestra, pero esta no hizo ninguna señal.
Apretó los dientes, dejó de mirar abajo y dirigió su mirada al arca. Gashin las dejó en la cubierta, a pocos metros que salvaron dando un salto. Kandra ya había desenvainado su espada de luz y el escudo. Zelda usó esta vez la espada de los príncipes de Gadia. Se les echaba encima un montón de hombres–orcos, iguales a los que vio en su primera incursión. Bajo el sol del mediodía, el arca no parecía tan terrible. Extraña, llena de criaturas feas, pero también más normal. De piedra gris que brillaba bajo el sol, con esos extraños dibujos y garabatos. Zelda y Kandra se abrieron paso, luchando con sus armas. La chica de negro era capaz de cambiar de forma su espada, y si lo necesitaba se transformaba en un hacha que partía miembros, o en una daga pequeña para defenderse en la corta distancia. Zelda escuchó un silbido, y al mirar arriba, vio a Vestes. Llevaba sobre ella a Zenara. La líder se arrojó entre los enemigos, una lanza gerudo en una mano, su colmillo en el otro. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y el sudor corría por la piel morena. Sin duda, había bebido también el brebaje de las novatas. Vestes les daba apoyo desde el aire, lanzando flechas certeras. Desaparecía, cuando se quedaba sin ellas, hacía un barrido por la cubierta, le robaba un carcaj a un enemigo y volvía a levantarse en el aire. Dejaba caer a algún desgraciado que había apresado, que desparecía entre las nubes.
Llegaron al centro del arca, dejando tras las cuatro un montón de cadáveres de los enemigos. Zelda se encontró luchando espalda contra espalda con Zenara y Kandra. Entonces, por fin, los enemigos se retiraron. Habían escuchado una orden inaudible para todos menos para Gashin, que aterrizó inquieta al lado de Kandra. Si pudiera hablar, sin duda la pelícaro les estaba pidiendo que se fueran.
De la plataforma donde, casi un mes antes, Zelda había hecho estallar el núcleo, bajó una persona. Era alto, vestido con una túnica gris y cubriendo su rostro una fea máscara. Ahora que se fijaba, era como la cara de los lizalfos, pero aún más reptil. Zelda levantó la espada y el escudo espejo, preparada. Esta vez, la pillaba llena de energía, de fuerza, con una buena cota de mallas. No iba a dejar que la hiriera otra vez.
Sin embargo, Zant no las atacó. Se llevó la mano al rostro, se quitó la máscara parcialmente y sus ojos, los mismos ojos que tenía Link, se dirigieron a Kandra. Sonrió, y entonces dijo:
– Me has traído a la heroína de Hyrule, viva, para que acabe otra vez con ella. Gracias, Kandra.
La muchacha tensó la mandíbula, miró a Zelda y dijo:
– No es eso, yo no...
– No me importa. ¿Dónde está Nabooru? Responde, no tenemos tiempo. Como la hayas hecho daño, juro que te dejaré todos los huesos rotos – Zelda avanzó hacia Zant, con la espada en alto. Este sonrió. Se puso de nuevo la máscara y, en lugar de enfrentarse a Zelda o huir, elevó las manos al cielo.
Las cuatro escucharon un chirrido de metal, seguido de un fuerte temblor, que dividió el arca en dos. De su interior, salió una criatura enorme, una especie de gran gusano de metal, muy parecido con el que habían acabado en la guarida de los lizalfos. Solo que este volaba, con unas alas de metal y tela. En el centro mismo del cuerpo enorme, Zelda contempló horrorizada que había una persona, rodeada de cadenas.
Era Nabooru.
Mientras esto sucedía, Zant había desaparecido. Las alas del animal levantaron un aire tan fuerte que derribó a las chicas. Vestes gritó el nombre de Zelda, y la agarró para que ella misma se subiera a su lomo. Kandra silbó, y Gashin la ayudó. Zenara clavó su espada en el suelo del arca y logró mantenerse.
– ¡Id! Salvad a mi hermana.
Zelda volvió a dudar. No sabía si era buena idea dejar a Zenara sola con el tipo este. En la cubierta, estaban apareciendo más criaturas, pero la líder de las gerudos se puso en pie y empezó a pelear. Lo último que vio Zelda antes de que Vestes cruzara un banco de nubes fue la figura de la gerudo luchando.
Suerte que llevaba una ballesta, y muchas flechas. Vestes era capaz de disparar el arco porque usaba sus patas para sostener la flecha y apuntar. Sin embargo, con Zelda en su lomo, su puntería era peor. Disparaba a los ojos, a las escamas acristaladas, y la criatura se quejaba, pero de inmediato atacaba, con un tirabuzón. Cuando se mantenía en el aire, en horizontal, Zelda vio que Nabooru quedaba prisionera en la parte superior. Kandra no tenía un arma para atacar a distancia. Recordó que la chica le había hablado de que había tenido una lanza en su palo de luz, pero que se le rompió.
Había que usar la cabeza.
Zelda pensó en las veces que había sido Link quién le había propuesto como atacar. Silbó a Vestes y le hizo un gesto para que subiera. El viento del desierto, caliente y seco, levantaba más y más polvo, y se le hacía difícil ver. Con un gesto, logró hacerle a entender a Kandra que debía acercarse. Gashin y Vestes llegaron por encima de una nube, escondidas allí. Zelda gritó, por encima del viento:
– ¡Kandra! ¡Intenta aterrizar cuando esté en horizontal! ¡Libera a Nabooru y llévatela!
– ¿Y vosotras? – gritó Kandra. Ahora que se fijaba, la chica tenía una capucha oscura y una especie de máscara de metal que le cubría la mandíbula. Era la primera vez que lo veía, quizá era su forma de protegerse del terrible viento que le cortaba la piel a Zelda.
– ¡Distraeremos a la criatura, la obligaremos a estar en esa posición! – Zelda le pidió a Vestes que debían regresar, y la orni asintió, no sin antes decir:
– ¡Le duele cuando le damos a la parte inferior, el vientre debe ser más blando! ¡Disparemos allí!
Zelda preparó la ballesta, y se ató el cordón a su muñeca. Dijo un "vamos allá, Vestes". La orni abrió las alas, planeó, y entonces las plegó, mientras el cuerpo lo colocó en posición de ángulo, casi vertical. Zelda se había aferrado a las plumas de Vestes, y para ayudarla, se pegó lo más posible. El viento ululaba a su alrededor, y le hacía llorar. La orni hizo un giro completo, y atravesaron de este modo la capa de nubes y salió por debajo de la criatura. En cuanto notó que la orni volvía a desplegar las alas, se irguió y miró alrededor. Vestes había hecho un vuelo magnífico: estaban justo debajo de la parte superior. Tenía razón la orni: había una zona con menos escamas. Tanto ella como Zelda dispararon sin parar, la criatura se quejaba de dolor, y voló en plano horizontal. Una pequeña mota de polvo negra cruzó el aire, y la vio aterrizar en el caparazón.
El plan estaba en marcha. Zelda y Vestes dispararon, todo lo que podían, pero Zelda se estaba quedando sin flechas. Vestes ya no tenía muchas más, y la escuchó trinar de rabia. Habría que atacar con otra arma, pero la espada implicaba acercarse más.
Debajo, estaba el arca. Al pasar cerca, vio que Zenara seguía en pie. De hecho, ya no quedaban más criaturas, ni rastro de Zant. Vio la silueta de Zenara, que las miraba, como esperando.
– Vestes, hay que ayudar a Kandra, tarda mucho – le pidió. La criatura estaba herida, no muerta, pero le costaba mantenerse.
Con otro giro asombroso, la orni volvió a subir, por encima del gusano. Kandra había partido dos cadenas, pero Nabooru seguía allí, sin moverse. Vestes se acercó todo lo que pudo, y, sin vacilar, Zelda se tiró.
En ese momento, el extraño amuleto que le había regalado la Saga del Fuego empezó a brillar. La Espada Maestra vibró, y Zelda tuvo la revelación: podía liberar a Nabooru, con lo que quedaba de la espada. El tiempo se detuvo, mientras Zelda sacaba la empuñadura en el aire. La Espada salió de la vaina, y era casi como siempre, solo que ahora brillaba de color azul. Antes de aterrizar, ejecutó un giro en el aire, y el propio halo azul de la espada se convirtió en un arco. Recorrió la distancia hasta llegar a Nabooru, y las cadenas se deshicieron. Kandra cogió a Nabooru de la cintura, se la echó encima de un hombro y salió corriendo hacia Gashin. La pelícaro cogió a la sabia del Espíritu, y Zelda las vio desaparecer, dejando a Kandra atrás, en dirección a la superficie más cercana, que era el arca. "No, que está Zant..." pensó, pero no se detuvo. Cayó en la superficie, dio una voltereta y se puso en pie. Kandra la miró y preguntó:
– ¿Ahora qué?
– Es de metal – Zelda tocó la superficie. Era igual que el gusano que habían derrotado en la guarida de los lizalfos, solo que este era más pequeño –. Los rayos le hacen daño, pero yo no…
No sabía cómo hacer igual que los lizalfos. Quizá, si supiera magia. Miró a Kandra, y esta negó con la cabeza. La criatura estaba descendiendo, y lo hacía en dirección a la batalla de abajo. No quería imaginar qué sucedería si caía sobre las gerudos.
De repente, Kandra agarró a Zelda del brazo, y la empujó al aire. Zelda no tuvo tiempo ni de quejarse, porque Vestes la recogió en su lomo, mientras que Kandra se cogió a su pata.
– Hora de irnos – dijo, y Vestes obedeció. Zelda se quejó, trató de convencerla, pero la orni las dejó de regreso al arca.
Zenara estaba allí, de pie. Sostenía el cuerpo de su hermana, aún desfallecida. Miró a Zelda, sonrió y después levantó la mano derecha. Enseguida, alrededor de la gerudo se formó una corriente de rayos amarillos. Al mismo tiempo que Zelda trató de evitarlo, corriendo hacia la líder de las gerudos, Zenara sonrió y chasqueó los dedos.
El rayo que surgió de ellos fue el más grande que jamás había visto Zelda. Ni siquiera en pleno mar, donde las tormentas eran terribles que hundían barcos. Tarde, recordó el motivo por el que Zenara no conjuraba el rayo, el poder que le legó la matriarca gerudo. El rayo impactó en la criatura, con tanta fuerza que saltaron escamas sobre ellas. Zelda se protegió como pudo, pero estaban al descubierto allí. Las escamas caían como cuchillas, y partían y resquebrajaban la superficie. El arca se tambaleó, y la superficie se inclinó. La criatura se convirtió en cenizas, y cuando llegó al suelo, se deshizo en el aire. El arca, en cambio, aterrizó sobre el cañón Ikana, inclinada, con un fuerte estruendo. Zelda y Kandra estuvieron a punto de caer. Gashin, y Vestes fueron veloces: la muchacha sostuvo a Nabooru y a Zenara, ambas inconscientes. Vestes trató de apresar a Zelda, pero de repente, la orni recibió un golpe de un trozo del arca, que la desequilibró, y no pudo aferrar a Zelda ni con sus patas ni con su ala.
Lo último que vio la labrynnessa fue el abismo de Ikana cerrándose sobre ella.
Abrió los ojos, cuando sintió que no estaba cayendo. En su lugar, se elevaba. "La muerte será esto, salir del cuerpo y verlo todo desde arriba, ¿no?" Había creído que al menos le esperaban aún unos cuantos años, que en realidad habría vivido hasta los 100, o 150, había gente en Ciudad Simetría así de vieja… Sin embargo, solo habría vivido hasta los 36. "Bueno, eso es ser vieja también".
Se incorporó, pestañeó, y trató de ver. Debajo de ella, había fuego, que venía del arca. El elixir de las gerudos ya no corría en sus venas, y sentía los dolores de las costillas, los músculos agarrotados, y también las heridas, que no la habían molestado, ahora le escocían. Zelda se incorporó, aún más. Sus manos tocaban unas plumas suaves de color rojo.
Estaba ya fuera del cañón. El arca había caído justo en la profunda apertura, y se había destruido. Y ella estaba volando a lomos del pelícaro rojo que había rescatado. Zelda le acarició, y le dio las gracias. El pelícaro dio un grito, y sobrevoló el campo de batalla. Quedaban restos de fuego, y los cuerpos amontados de criaturas, pero las gerudos estaban allí, de pie, y eran numerosas. Habían ganado. Zelda se alegró de distinguir las figuras de Kandra, Vestes, Gashin y también a Nabooru. Su amiga estaba sentada en el suelo, al lado de Zenara. La sonrisa de Zelda se congeló. Por instinto, dio un golpe igual que si estuviera montando sobre un caballo, con los talones, pero el pelícaro no se ofendió. Bajó, y entonces Zelda llegó al suelo.
Le costaba mantenerse en pie, pero lo logró, apoyada en la espada. Se acercó, tambaleante, y cayó de rodillas ante las dos hermanas gerudo. Vio que Vestes y Kandra se asombraban, pero no le dijeron nada. Con la mano derecha, tocó la frente de Zenara. Estaba fría. Los ojos de la gerudo estaban abiertos, miraba al cielo con la expresión vacía, sin ningún hálito de vida en ella. Zelda miró a Nabooru. Su amiga, que tenía un rubí en la frente, lloraba. Tenía un aspecto terrible, llena de heridas, pero nada le dolía más que verla llorar.
– Conjuró el rayo, sabiendo que ella podía morirse si lo hacía… Ha dado su vida para destruir a la criatura y el arca, y salvarnos a todas – susurró Nabooru, mientras cerraba los ojos de la hermana. La Sabia del Espíritu la miró –. La guerra siempre se cobra víctimas.
Zelda asintió, y no pudo moverse. En algún momento, una gerudo se la llevó a una tienda donde atendían a las heridas. Zelda solo estaba agotada. Se tumbó en un rincón, tras beber agua, y decir que no necesitaba ayuda médica. No tenía nada grave, solo le dolía el cuerpo. Ya no era capaz de sentir más que esto.
Y descubrió que podía echar de menos a Link aún más de lo que lo hacía a cada minuto.
