21 de julio, 1812; Santa Marta, Salamanca, España.
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Una vez que la sombra bloqueó la mayor parte de la luz a sus pies, España se obligó a alzar su rostro el máximo ángulo que le fue posible.
A pesar de sus ojos empañados por el ardor, él fue capaz de apreciar los párpados caídos tras los cuales unos orbes verdes oliva lo observaban con fijeza. Los mechones de su flequillo caramelo que amenazaban con cubrir sus cejas se agitaron cuando este dejó escapar un suspiro y sacudió su hombro derecho, gesto que hizo que él agachase su cabeza hasta el brazo que tenía extendido en su dirección, cuya mano sostenía lo que parecía un trozo de pan.
Su chaqueta marrón era un descanso considerable para su vista.
España ladeó su cabeza, haciendo que uno de los rizos de su flequillo le cayese sobre un ojo.
Su hermano sacudió su mano con efusividad, aunque no hizo más que continuar el silencio.
Él inspiró hondo pese al dolor de sus costillas.
—No tengo hambre, Portugal —musitó mientras dejaba caer su cabeza. A continuación, flexionó sus rodillas sobre su pecho y abrazó sus piernas a la vez que dejaba escapar una respiración entrecortada.
El suspiro que lo prosiguió sonó alto y claro a pesar del ligero pitido en sus oídos.
—Tienes que comer.
España soltó un pequeño resoplido.
—No tengo hambre —reiteró.
Su hermano presionó la suela de la bota en el terreno, ocasionando un crujido al aplastar una serie de piedrecillas.
—Mira, sé que no te puedo arrastrar hasta el campamento para que te reúnas con Inglaterra, pero, por lo menos, colabora un poco. —Él hincó una de sus rodillas en el suelo y, en cuanto sus ojos volvieron a cruzarse, extendió la mano que sostenía el trozo de pan y presionó sus labios con fuerza a la vez que sus cejas se arqueaban—. Por favor…
Después de dejar escapar un bufido, él alzó su rostro.
España arqueó su ceja antes de imitar la inclinación de su cuello y atisbar la espesa capa de nubes oscuras que impedía el paso de la mayor parte de los rayos del sol. Él no pudo evitar ceder ante el peso de su rostro y arquear la ceja al percatarse de que la única fuente de luz eran las múltiples fogatas del campamento, ubicado a los pies de la pequeña colina arenosa en la que se había establecido.
Y ni siquiera eso le evitaba apreciar las chaquetas de tonalidad escarlata entre las carpas.
Sacudió su cabeza y se forzó a devolver sus ojos hacia las nubes, entre las que captó un ligero destello violeta. Él no se percató de que había retenido la respiración hasta que el estruendo hizo retumbar la tierra, y su cuerpo le obligó a liberar el aire con un episodio de tos áspera.
Pequeñas gotas carmines se depositaron sobre la tierra.
España se apresuró a cubrirlas con su suela mientras tragaba la masa cálida y espesa en su boca, aunque el pequeño bufido que escuchó le dijo que no había logrado su objetivo.
Antes de siquiera poder alzar su cabeza, tenía el áspero extremo del trozo de pan sobre sus labios.
—Cómetelo. No voy a irme de aquí hasta que no me haya asegurado de ello.
España apretó sus labios y llevó su cabeza hacia sus espaldas hasta que su nuca se chocó con la piedra con cierta brusquedad. Apretó sus dientes cuando la zona decidió volver a palpitar.
—Se avecina una tormenta —musitó—. Deberías estar a cubierto, junto al resto.
La porción de pan contactó esta vez con su mentón, y él no tuvo más remedio que resoplar y alzar su pesado brazo. Hizo un esfuerzo para que las dos partes de su mandíbula se separasen, y consiguió arrancarle un pequeño trozo.
Apenas lo masticó antes de tragarlo y sellar sus párpados para reprimir el cosquilleo en su garganta.
—Tú eres quien debería estar a cubierto en una carpa —repuso Portugal.
España abrió sus ojos y los llevó de vuelta hacia el campamento. De un momento a otro, las hogueras se habían convertido en varias columnas de humo que destacaban en la oscuridad.
—Me moveré de aquí en cuanto Wellington dé la orden.
Observó cómo los puños de su hermano se presionaban, aunque no tardó en alzar su brazo y emitir un pequeño tintineo metálico. A España no le hizo falta seguirlo con la mirada para apreciar la cadena dorada de su reloj antes de que volviese a guardarlo.
—¿Prefieres soportar una tormenta a estar unas cuantas horas con Inglaterra en la carpa de al lado?
—¿A un campamento rodeado por soldados ingleses? —corrigió—. ¿Después de que se atreviesen a pedirme mi colaboración para saquear Ciudad Rodrigo y Badajoz, entre otras? —Hizo un esfuerzo para volver a alzar su rostro y cruzar sus miradas, con la fuerza del hervor de sus venas. Le pareció que sus párpados cubrían una mayor porción de sus ojos y que sus cejas castañas habían descendido, pero no hizo nada por apuntarlo más que intentar alzar sus comisuras—. Por supuesto. Además, el océano… —Él sintió cómo el nudo en su garganta se hacía más grande—. El océano me ha hecho apreciarlas.
Su hermano tuvo el detalle de flexionar sus rodillas hasta que sus ojos coincidieron con los suyos sin esfuerzos adicionales.
—¿Sigues recibiendo correspondencia del otro lado?
España cedió ante el peso de sus párpados y soltó un pequeño suspiro.
—Ponte a cubierto, Portugal —murmulló—. No te preocupes por mí.
Los pequeños golpecitos a su alrededor hicieron más soportable el silencio que continuó a sus palabras. Aunque pronto las gotas adquirieron tal intensidad que su impacto en su piel al descubierto hizo que el dolor en sus huesos fuese aún peor.
Tuvo que resistirse para escupir el pedazo de pan, que había vuelto a ascender por su garganta.
—Es muy fácil decirlo. —La voz de Portugal se filtró entre la furia de la lluvia—. Pero no te olvides que nadie más que tú tiene la culpa de la situación en la que te encuentras.
Él no se molestó en abrir sus ojos, ni siquiera cuando el sonido de los pasos que podía escuchar entre un trueno y el siguiente quedó completamente solapado por la tormenta.
Estaba demasiado ocupado con sus manos entrelazadas en la superficie resplandeciente de la madera frente a la que se había sentado, con aquel extenso documento que tenía a tan poca distancia que casi podía percibir el roce del papel con las yemas de sus dedos. No pudo evitar sobresaltarse al sentir una presión sobre su hombro, aunque, en cuanto giró su cuello y se cruzó con los ojos claros y la peluca blanca de Domingo de Iriarte, se apresuró a tirar de sus comisuras.
—¿Todo bien? —musitó el hombre.
No fue capaz de otra cosa que no fuese asentir con la cabeza con premura.
—Por supuesto. —Su dedo no le sirvió para aflojar el pañuelo de su cuello.
Observó que los labios de su ministro plenipotenciario continuaban en movimiento mientras intercambiaba su atención entre él y el frente, pese a que sus palabras no lograron alcanzar sus oídos.
Incluso cuando aquel instante le parecía tan lejano, podía recordar a la perfección sus dos grandes preocupaciones.
La primera no había hecho más que proyectar en su cabeza el momento en el que una muchacha de piel oscura, con sus ojos verdes entrecerrados y su cabello negruzco ligeramente rizado, sujeto en una pequeña cola de caballo y con un vestido de tonos rojizos, tuviese en sus manos la misiva que había mandado al llegar a Basilea, el día anterior; el 21 de julio de 1795. Era capaz de apreciar el ardor en aquellos orbes una vez terminase de leer la carta y se tapase la boca con la mano para reprimir un sollozo.
Era capaz de imaginarse las palabras que le dirigiría, fruto de la ira.
Y él no podía hacer más que agachar la cabeza y apretar sus labios.
Porque apenas había pasado un siglo desde que le había despojado de una parte de sus territorios para entregárselos ahora al mismo que le arrebataba por completo el control sobre ella.
Al mismo que no había ocupado el asiento junto a su ministro plenipotenciario; su tocayo, de hecho, François Barthelemy, que se encontraba imprimiendo su firma en el papel. Una vez que lo hubo hecho, le entregó la pluma a Domingo de Uriarte, que no tardó en sumergir la punta en el tintero e imitar las acciones de su homólogo.
En cuanto su ministro volvió a presionar su hombro, España se puso en pie de un salto y le arrebató la pluma de entre los dedos. La hundió en el tintero y la extrajo para dirigirla hacia el papel, aunque, una vez que sus ojos encontraron el lugar en el que le tocaba firmar a él, no pudo evitar percibir lo vacío que se vería entonces el lado francés.
Puso su mano bajo la pluma, con una gota en su punta que no tardó en desprender y caer sobre su palma, filtrándose en cada arruga posible.
Tosió con ligereza y llevó sus ojos hacia el ministro francés, que había enarcado ambas cejas.
(Y España se había encaminado hacia su perdición.)
—¿Y… dónde está Francia?
El hombre parpadeó.
—¿Francia? ¿Qué quiere decir con eso? Yo represento a Francia.
España se obligó a inspirar hondo.
—Me refiero a François Bonnefoy.
El rostro del hombre se agrió de tal forma que él se obligó a mirar a Domingo de Iriarte, que apretaba sus labios y fruncía su ceño. Antes de que tuviese ocasión de poner sus pensamientos en palabras, España devolvió sus ojos hacia el ministro francés, que había apoyado sus manos en la mesa e inclinado su cabeza hacia él.
—Firme el tratado, y quizá luego podremos hablar de él —musitó, pese a que era perfectamente consciente de que Domingo de Iriarte podía escucharlo. Sus manos empujaron la tablilla que aguantaba el papel hacia él.
España inspiró hondo antes de acercar su pluma al documento y firmar.
Más tarde en el día, cuando François Barthelemy ya le había expuesto sus… condiciones, Domingo de Iriarte se había despedido de él y disculpado por no poder acompañarlo hasta París.
—Tenga mucho cuidado, don Antonio —había murmurado tras poner sus manos en sus hombros, todavía en la entrada del edificio—. Si tengo suerte, una vez que el Tratado sea ratificado por Su Majestad, volveré para acompañarlo a París.
Él se había esforzado por esbozar una sonrisa.
—Por supuesto, don Domingo. Le esperaré.
(Había llegado solo a la capital francesa a mediados de septiembre. Sería casi un año más tarde, al detenerse en Gerona, que se enteraría de que el hombre había fallecido de tisis cuatro meses justos después de la firma del Tratado. No había querido ver el mensaje que el Señor había querido enviarle en su momento.)
Recordaba la forma en la que el nudo de su garganta se había hecho más grande cuando le habían guiado hacia un castillo de fachada blanca; hacia sus mazmorras. Pese a que era consciente de cuál sería el resultado, España había ignorado la voz de su cabeza que le pedía salir de ahí.
Una vez se hubieron detenido frente a las rejas de la última celda y el carcelero le hubo cedido la pequeña lumbre, él pudo acallar todas las voces e introducir la mano que sostenía la vela entre las rugosas barras.
(Un error más que sumar a su colección.)
—¿Francia?
Su voz rebotó por el habitáculo.
Le respondió un gañido, que le hizo guiar sus ojos hacia una de las esquinas. La luz que él sostenía empezó a temblar al percatarse de la presencia de una figura escuálida cubierta con nada más que un simple camisón rasgado y amarillento con una serie de manchas rojizas, que se encontraba acurrucada en un punto sumergido en las tinieblas.
Incluso cuando él intentó encorvarse, fue demasiado tarde.
España pudo ver las simples hebras pálidas en las que se había convertido su largo cabello dorado, que ahora ni siquiera llegaban para cubrir el anillo de costras en su cuello. También los cortes y manchas, de una mezcla de tonalidades entre moradas y amarillentas, en sus brazos, manos y piernas.
—¿F-Francia?
«Es una trampa», musitó una voz en su interior.
Él sacudió su cabeza y la empujó al lugar más recóndito que pudo encontrar.
¿Cómo iba a serlo?
Mientras se encontraba absorto en sus pensamientos, una rata negra del tamaño de un conejo había encontrado oportuno aproximarse a los pies de Francia.
Él soltó un gruñido y, sin pensarlo demasiado, arrojó la vela con su platillo al suelo de la celda. Por suerte o por desgracia, no había nada que pudiese prender más allá de un poco de paja, que ni siquiera logró alcanzar. El tintineo del sostén sobre el suelo sobresaltó a Francia y al animal, que profirió un chillido horrendo antes de huir.
España se permitió suspirar, aunque su atención no volvió a dirigirse hacia el carcelero.
—¡No podéis tenerlo aquí encerrado para siempre! —exclamó.
El carcelero se limitó a encogerse de hombros y sacudir su mano en su dirección.
—Está loco —farfulló—. Dicen que lleva así desde que le volvió a crecer la cabeza, y no sé siquiera si es en sentido figurativo.
España parpadeó antes de devolver sus ojos hacia la cárcel. Atisbó que Francia había alzado su rostro hacia él, y no pudo evitar tragar saliva al fijarse en los orbes azules, que por opacos habían terminado por perder su tonalidad tan característica. Él abrió su boca, aunque de inmediato volvió a cerrarla para fruncir sus apenas existentes labios.
Al principio, en aquella sala en Basilea, se le había pasado por la cabeza que estaría junto a Irlanda. Le era imposible huir de los periódicos y la información sobre la revuelta que se estaba preparando, y, según le había hecho saber la propia Irlanda, Francia era una pieza clave.
Pero él estaba ahí y, por lo que sabía, ella estaba sola.
No supo por cuánto tiempo se mantuvo mirándolo, pero fue el suficiente para que las manos que mantenía sobre los barrotes ejerciesen la fuerza para separarlos.
Una vez que se percató de ello, España inspiró hondo y se giró de medio lado hacia el carcelero.
—No podéis mantenerlo aquí encerrado. Liberadlo.
El hombre inspiró hondo y pegó su espalda en la pared.
—La Convención lo quiere ahí. Dicen que…
España impactó uno de los puños que había apretado frente a la celda en el escritorio de madera, con tal ímpetu que partió su superficie en dos.
—¡Me da exactamente igual! ¡No puede estar aquí! —Apretó sus dientes con tal de intentar contener las ganas de presionar sus manos contra su cuello hasta su último aliento—. Como usted mismo ha dicho, está medio loco. Acabamos de firmar un Tratado, así que dígale a su Gobierno que me puedo quedar aquí en París a cuidarlo bajo vigilancia, pero en un sitio mucho más cómodo. Créame cuando le digo que él no es ninguna amenaza para ellos. No debería serlo.
A pesar de la oscuridad, España estuvo seguro de que la tez del hombre había empalidecido incluso más con las dos últimas frases.
—L-Lo consultaré.
Y, para su sorpresa, la Convención había accedido a su petición a los pocos días de ser disuelta. España se había encontrado en una pequeña habitación que distaba mucho de la prisión, aunque la cercanía al Sena no mantuviese en mejor estado las paredes, en las que se iban generando manchas que iban creciendo hasta el punto de cubrir por completo los bordes.
Pero poco podía importarle.
Francia, por lo menos, había recibido ropas nuevas y una cama con las sábanas limpias.
«Es una trampa», había vuelto a decir la voz, en un tono más alto.
España la había ignorado.
Lo había tenido que dejar por una orden de su Rey de volver al Palacio de San Ildefonso lo más pronto posible. Para esos momentos, los ojos de Francia todavía permanecían opacos, aunque sus cabellos habían vuelto a crecer hasta alcanzar sus hombros, la mayor parte de las heridas habían sanado —salvo la de su cuello, que solo había perdido las costras para dejar un anillo rojizo sobre su piel—, era capaz de dar dos pasos para alejarse de la cama y hablaba.
Por sus labios salían palabras sin ninguna clase de coherencia, pero hablaba.
Y parecía reconocerlo.
Aquello le había bastado para azuzar a Lucero con brío y salir por fin de ese país de locos.
(No lo había visto antes de que su cuerpo se hundiese en el océano Atlántico, con la piel y los ojos amarillentos y un hueco donde deberían haber estado sus tripas con la forma de una bala de cañón. Tampoco después, una vez que se había despertado en las profundidades y había conseguido llegar a la superficie y nadar hasta las costas de Cádiz para que lo transportasen a un lugar seguro.)
No lo había vuelto a ver hasta que había entrado en aquella estancia en Madrid, iluminada por la simple lumbre de una hoguera junto a la que él había estado sentado. Recordaba la gracilidad con la que había caminado hasta el taburete frente a España, engalanado con aquel uniforme azul, de una tonalidad similar a la de sus ojos brillantes y un alto cuello blanco acompañado de un pañuelo, y se había sentado frente a él, con sus labios fruncidos.
España mantuvo su atención en el líquido granate de su vaso de cristal, que no tardó en volver a aproximar a su boca. Su sorbo fue interrumpido por el estruendo del fusil de Francia al momento de contactar con la superficie de la mesa, aunque España no giró su rostro en su dirección como para que sus ojos se encontrasen.
No hasta el instante en el que dejó su vaso de vuelta en la superficie de madera y los labios de Francia se curvaron en una sonrisa. En sus ojos había un brillo que no hizo más que sumar al nudo de su garganta, y en sus manos una pequeña bolsa de cuero, de la que extrajo un puro.
—Entiendo que es una… —Se interrumpió para inspirar hondo, y procedió a recoger el cigarro de la mesa antes de ponerse en pie y acercarlo a la hoguera. Una vez que en la punta hubo surgido un círculo rojo intenso, él lo retiró y se lo puso entre los labios para aspirarlo. De los orificios de su nariz salieron dos columnas de humo mientras comenzaba a rodear la mesa, arrastrando sus dedos enguantados por la superficie—. Sé que ahora mismo nos encontramos en una situación desafortunada.
El crujido bajo sus dedos no fue suficiente para que España le apartase la mirada. Tampoco la arcada que le invadió cuando Francia le dio una calada al puro y envió el humo en su dirección, y que ocasionó que sus dedos redujesen el recipiente a escombros.
Fragmentos que sintió clavados en su palma y dedos.
Pero procuró ignorarlos.
Al igual que los leves pinchazos en su pecho, el interior de sus brazos y debajo de la mandíbula.
El suspiro de Francia se lo hizo más sencillo.
Aunque no el contacto con sus pupilas.
Él se inclinó hacia España, hasta el punto en el que podía oler los restos del puro en sus ropas.
Tragó saliva, pidiendo que el nudo de su garganta sirviese para retener la bilis que quemaba las paredes de su faringe.
—Esperaba verte en Bayona —musitó.
España inspiró de una forma áspera, aunque no se permitió apartar sus ojos de los azules de Francia. Necesitó apretar sus labios al sentir cada uno de los cortes que tenía en su piel.
—¿Aquello te hubiese facilitado las cosas? —masculló, sin prácticamente pensar.
Los labios de Francia se fruncieron mientras desviaba sus ojos hacia la puerta del establecimiento, que, según pudo percibir España, había dejado entreabierta y permitía que un pequeño haz de luz se filtrase en la habitación.
Intercambió una breve mirada con el hombre detrás de la barra, que lo observaba con sus ojos bien abiertos. Apreció su nuez destacando en su garganta, y después dirigió su atención hacia el fusil sobre la mesa. España chasqueó su lengua ante sus pensamientos, sacudió su cabeza y apoyó su mano sana en la superficie con tal de ponerse en pie.
Tiró de las solapas de su chaqueta e inspiró hondo.
—No tengo nada que hablar contigo. —Mantuvo sus ojos fijos en las losetas del suelo.
En cuanto pasó a su lado, los dedos de Francia se envolvieron alrededor de su brazo.
—Por favor, España… —La presión fue tal que consiguió que los pinchazos se intensificasen en la zona.
Él intentó apartarse y dobló su brazo. El agarre de Francia se hizo tan intenso que España no pudo retener un siseo. Le dio entonces un codazo, pero él no reaccionó. Sin siquiera darse cuenta, la mano llena de fragmentos de cristal se había cerrado en un puño.
No recordaba cómo sus nudillos se habían encontrado con la mandíbula de Francia, logrando apartarlo. Sus piernas no habían reaccionado, y su homólogo se había tomado la libertad de llevarse una mano al lugar del impacto, manchado de rojo carmín, antes de gritar unas palabras que no era capaz de reproducir por culpa de aquel maldito pitido.
España había recibido un golpe seco en su nuca, y unas manos se habían aferrado a sus brazos y le habían empujado en dirección hacia Francia, que lo miraba con su ceño fruncido.
Los chillidos, con trazas de tanto español como francés, le habían hecho girarse hacia la puerta.
Y entonces había explotado.
Algo que él apenas podía rememorar, más allá del omnipresente sabor metálico en su boca, el cálido y espeso líquido sobre su rostro y manos, la garganta en carne viva y el intenso dolor de sus hombros.
Lo siguiente había sido abrir sus ojos y encontrarse con un cielo estrellado. Él había intentado levantarse, pero una mano lo había clavado en la madera. De lo siguiente que se percató era de que estaba en movimiento, cubierto con una manta que aislaba el resto de su cuerpo del frío que podía sentir en su rostro.
La tez arrugada de un hombre no había tardado en recibirle con una pequeña sonrisa.
—Vamos hacia Sevilla —le había comentado—. Ahí podrá recuperarse y estar a salvo junto al resto. Lo necesitamos.
No había tenido voz para preguntar los detalles, y sus párpados le habían pesado tanto que había decidido sucumbir a ellos.
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22 de julio, 1812; Santa Marta, Salamanca, España.
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Una sacudida de hombros le hizo abrir sus ojos de nuevo, para encontrarse a su hermano con sus rodillas flexionadas a su nivel y con una ceja ligeramente arqueada. Se percató de un peso sobre él, que, al alzar ligeramente sus brazos, se mostró como una manta azul que la lluvia había conseguido malograr.
Sin que hubiese cumplido su cometido de protegerlo del agua.
—Vamos. —Portugal le ayudó a quitársela de encima y extendió su brazo en su dirección—. Wellington dice que nos movemos.
España tragó saliva, sintiendo la miga aún atrapada en su garganta.
Y, una vez se hubo puesto en pie por su propia cuenta y una brisa le revolvió el cabello, supo que era el momento de volver a encontrarse con él.
