El comienzo
Eran mediados de marzo y los árboles de cerezo daban cuenta de la temporada más bella en Japón. El suave tono rosáceo adornaba parques y avenidas, llenando de calidez y serenidad a cada una de las personas que transitaban rumbo a sus labores diarias.
El reloj marcaba las nueve de la mañana, y en Kioto se empezaba a notar el movimiento habitual bajo la tímida compañía de algunos rayos de sol. Niños corrían hacia los parques y jóvenes aprovechaban las vacaciones luego de un largo período escolar, pero entre aquella multitud que iba y venía caminaba, sin prisa y con audífonos puestos, cierta azabache rumbo a la que sería su nueva actividad rutinaria.
Mikasa Ackerman provenía de la ciudad de Sendai, ubicada en la Prefectura de Miyagi. Hija de padre alemán y madre japonesa, se crió rodeada de las montañas y del puro aroma que la naturaleza desprendía durante todo el año. Su infancia la vivió como cualquier otro niño entre juegos, escuela y paseos al aire libre, y aunque no tenía hermanos, nunca se sintió sola ya que siempre recibía la amada atención de sus progenitores.
Cuando cumplió doce años, conoció por primera vez el concepto de mudanza. Su padre había conseguido un ascenso dentro de la compañía donde trabajaba y, como no quería alejarse de sus mujeres favoritas, decidió llevarlas a Kioto con él.
Aquello fue algo que la llenó de incertidumbre. Había conocido otras ciudades, sí, pero solo mediante viajes que no duraban más que tres días. Le resultó inquietante dejar la tierra donde nació y vivió grandes momentos, pero era parte de la naturaleza humana experimentar cosas nuevas, y junto con las palabras reconfortantes de su madre, pudo acostumbrarse a la idea hasta que ese día finalmente llegó.
Una vez que todo estuvo empacado, se emprendió el largo viaje a la que alguna vez fue la capital de la nación. Fue evidente, durante el trayecto, el contraste del paisaje, pero fue mucho más impactante cuando llegaron. Los edificios, los centros comerciales, la cantidad de personas… fueron detalles que Mikasa no pasó desapercibida y que se dijo, internamente, formarían parte de su vida desde ese instante.
Empezó la escuela secundaria en una de las instituciones más importantes de la ciudad. Los nervios del primer día eran comprensibles, pero no pasó mucho para que se esfumaran y se integrara a esa nueva rutina donde conoció a muchas personas, unas más simpáticas que otras.
Con la ayuda de su mamá, se adaptó más rápido de lo que imaginó a ese nuevo ambiente cargado de dinamismo. Le gustaba ver las actividades que jóvenes y adultos realizaban de vez en cuando en las plazas o parques, y fue precisamente en uno de esos días que, volviendo del supermercado, vislumbró a un grupo de chicos haciendo pequeñas carreras en una pista de cemento usando patines. Se quedó un rato observando, entre intrigada y maravillada hasta que su madre la bajó de la nube y la hizo volver en sí.
—Hija, ¿estás bien?
—¿Eh? Ah, sí. No es nada.
Empezó nuevamente a caminar, no sin antes echar un último vistazo a aquella actividad que había atrapado enteramente su atención.
Pero esa no fue la única vez. Cuando tenía algo de tiempo, se pasaba por el lugar los fines de semana y se quedaba a admirar, desde lejos, lo que aquellos muchachos hacían con tanta concentración, pero, sobre todo, sin dejar de divertirse.
Cada que regresaba a casa, bajo la constante brisa de otoño, se preguntaba cómo se sentiría tener ruedas bajo sus pies y correr libre como el viento.
"¿Será complicado patinar? ¿Cómo se logra mantener el equilibrio sin caerse? Mmm… aunque de gana pienso en eso si no tengo patines".
Pero ese sueño no manifestado se hizo realidad cuando, llegada la Navidad, sus padres le regalaron un par de ejemplares junto a todo el equipo de seguridad.
Sus hermosos ojos grises no salían del asombro, todavía sin poder creerlo.
—¿E-Esto es…? Pero ¿cómo…?
—Hace ya mucho tiempo noté que estabas interesada en ello —dijo su madre—. Se lo comenté a tu padre y él aceptó la idea, pero tuvimos que esperar hasta hoy para darte la sorpresa.
—Ojalá sea de tu agrado —sonrió él.
La azabache siguió observando cada cosa que había en la caja. ¿Que si era de su agrado? ¡Por supuesto! Y aunque fue muy inesperado, se los hizo saber con un enorme abrazo de agradecimiento.
—Son los mejores padres del mundo.
Y, sin más preámbulo, al día siguiente comenzó a practicar. Fue un proceso relativamente largo en el que experimentó caídas y una serie de desafíos respecto al equilibrio, pero estaba tan entusiasmada que dio todo de sí hasta que pudo manejarlo con soltura e, incluso, realizar pequeñas pruebas de velocidad.
Todos los días, luego de acabar sus obligaciones académicas, salía a dar paseos por el barrio, los mismos que le servían para pulir más sus habilidades. Los patines se volvieron, prácticamente, una parte muy importante de ella, y de eso se dio cuenta en una ocasión Anka Rheinberger, estudiante de tercer año que asistía a la misma secundaria y que la encontró por casualidad en uno de los parques.
Particularmente interesada en sus destrezas, se le acercó y le propuso formar parte del equipo de patinadores que había en la escuela. Como capitana del mismo, tenía buen ojo para encontrar a muchachos talentosos, por lo que, si existía la oportunidad de persuadirlos, lo hacía sin pensarlo dos veces.
Mikasa parpadeó varias veces y sopesó la idea. Estaba sorprendida porque no sabía que existía un club de patinaje hasta ese momento, pero fuera de ello le pareció algo muy interesante, así que aceptó y prometió llenar la hoja de inscripción la próxima vez que se vieran.
—Estaré esperándote —sonrió la castaña.
Tal y como había dicho, y tras una noche en la que apenas pudo dormir por culpa de las emociones, al día siguiente apareció en una de las pistas de atletismo una vez finalizada su jornada. Anka la recibió muy contenta y la presentó a los demás chicos. Algunos de ellos la saludaron con cortesía, pero unos pocos (los de tercero principalmente) la miraron con extrañeza, preguntándose qué hacía una niña de primer año allí.
—Tiene potencial —la capitana respondió a su incógnita no formulada—. Será la más joven de todos nosotros, pero su don para patinar es indiscutible.
—Ah, ¿sí? Pues yo creo que estás exagerando —habló uno de ellos: Ian Dietrich—. Dudo que esta chiquilla pueda ser mejor que nosotros y se adapte a nuestro ritmo.
Algunos de sus compañeros lo apoyaron y miraron nuevamente a Mikasa, pero esta no se inmutó. Es más, se sentó en una franja de césped, se puso los patines que traía en una pequeña maleta y se puso de pie otra vez.
—Probémoslo entonces.
—¿Qué?
—Si tanto alardeas que son mejores, ¿por qué no hacemos una carrera? Así veremos quién tiene la razón.
—Pff. No creo que eso sea…
—Me parece perfecto —intervino Anka y todos voltearon a verla.
—Pero capitana…
—Es tal y como dijo ella —se encogió de hombros—. Una prueba no les vendría mal, ¿o acaso tienen miedo? —insinuó para provocarlos.
—Por supuesto que no —dijo Ian.
—Entonces adelante.
Mikasa asintió y, tras ajustarse su equipo de protección, se ubicó atrás de la línea de partida en uno de los carriles. Los otros fueron ocupados por Ian y seis patinadores más entre hombres y mujeres, catalogados como los más rápidos.
—Una vuelta completa —dijo Anka luego de que hicieran un corto calentamiento y se posicionaran—. ¿Listos? —se ubicó a un costado de la pista—. ¡Fuera!
Ni bien se dio la señal, todos se impulsaron para salir con la mayor rapidez posible. Los chicos de tercero encabezaban la carrera; Ian volteó a ver ligeramente a un costado y se encontró a Mikasa a unos cinco metros de distancia. Sonrió con superioridad y volvió la vista al frente, pero en un par de segundos la vio alcanzarlo y adelantarse.
—¿Qué…?
Sorprendido y un tanto molesto, aceleró al igual que sus compañeros, pero la azabache, inclinándose hacia adelante, ganó más velocidad y se ubicó a la par de ellos. En los últimos cien metros la pelea se puso más reñida, sin nadie que quisiera dar su brazo a torcer hasta que, con un último movimiento y sin perder la concentración, la ojigris los rebasó por la mínima diferencia.
Los aplausos de los que no compitieron llegaron a sus oídos y se detuvo, volteando a ver a los otros que llegaban atrás de ella visiblemente agotados.
—No puedo creerlo… —comentó una de las chicas.
—Pero ¡qué gran espectáculo! —se acercó Anka junto a los demás—. Debo decirlo: parecía una competencia oficial —se dirigió a Mikasa y le dio una botella de agua—. Muy buena demostración.
—Gracias —sonrió y bebió del líquido.
—¿Y entonces, muchachos? —volteó a ver a los otros chicos—. ¿Mantienen su postura respecto a nuestra nueva integrante?
Estos se miraron los unos a los otros mientras recuperaban el aliento. Hacerse los desentendidos ante semejante batalla no tenía sentido.
—Nos retractamos —Ian habló por todos y se aproximó, sin saber muy bien qué decir o cómo proceder—. Bienvenida al club.
—Muchas gracias —hizo una corta reverencia.
Dedicaron algunos minutos al descanso y procedieron, esta vez todos, a realizar el entrenamiento. Esa fue la rutina a partir de ese día y Mikasa no podía estar más que contenta ya que también pudo aprender técnicas nuevas de partida y alguno que otro truco de sus senpais.
Ya con el uniforme del club, les contaba a sus padres todas las anécdotas con una emoción palpable, mencionando que, si bien en las mini competencias en parejas era la más rápida, en ninguna ocasión le pudo ganar a la capitana.
—Ella definitivamente está a otro nivel —decía con un deje de admiración en sus ojos.
Posteriormente se anunciaron las competencias interescolares, en las cuales su participación fue clave para darse codo a codo contra las mejores escuelas de todo Japón. En el patinaje de velocidad individual quedó en tercer lugar, mientras que en relevos logró, junto a sus compañeros, el segundo lugar por apenas un segundo de diferencia.
Aun así, lo consideraron un triunfo ya que volvieron a ubicarse entre los mejores tres puestos luego de dos años, y para los de tercero, en especial, era más que suficiente.
La azabache continuó en el club y tomó la posta como capitana hasta el último año. Durante ese período consiguió varios reconocimientos e incluso salió en una revista deportiva, pero cuando pasó a primer año de preparatoria, las cosas cambiaron sustancialmente.
La nueva escuela a la que asistió no tenía club de patinaje, y como no le llamaba la atención ningún otro deporte, prefirió no vincularse, permaneciendo sin actividades extracurriculares por un largo tiempo, pero sin dejar de practicar por su cuenta.
En uno de esos días, durante la hora del almuerzo, mencionó el tema a uno de sus nuevos amigos, Armin Arlet, más como una forma de desahogarse por la no existencia del club que quería y la poca disposición de las autoridades para crear uno.
—¿Y por qué no intentas el patinaje de figura?
—¿El qué?
—Patinaje de figura, o también conocido como patinaje artístico. Nuestra escuela tiene un club al que, de hecho, pertenezco.
—Nunca había escuchado sobre eso.
—Es una disciplina en auge y bastante entretenida. Dale una oportunidad y verás que no exagero.
Esa misma tarde, luego de terminadas las clases, acompañó al rubio a la pista de hielo ubicada detrás del gimnasio principal. Se quedó sentada en las gradas y observó a algunos muchachos, incluyendo a su amigo, realizar algunos movimientos como parte de un pequeño calentamiento.
Viéndolo desde un punto, no tenía mucha diferencia con el patinaje sobre ruedas (al menos, no para ella), pero una cuestión importante era esa falta de adrenalina que las carreras en pistas le otorgaban, siendo lo que precisamente la hacía dudar al respecto.
—¡Mika! —el grito de Armin la sacó de sus cavilaciones—. ¡Ven a intentarlo!
Permaneció un rato analizando la propuesta mientras veía a los otros chicos charlar con el rubio, preguntándole quizás quién era ella.
"Bueno, no tengo nada que perder, así que…".
Con ello en mente se levantó y bajó hasta llegar al marco que rodeaba la pista. Una chica se le acercó, le tendió un par de patines y se los colocó tras agradecerle. Armin salió un momento del hielo y la tomó de la mano para volver a ingresar. Trató de imitar sus suaves deslizamientos sobre aquel manto frío, pero ni bien puso ambos pies se resbaló, inclinándose hacia adelante y soltando un corto chillido.
—Sostente fuerte —Armin no la soltó—. Vamos a dar una vuelta.
—¿Qué? Pero si apenas puedo mantenerme en pie —movió su brazo libre hasta volver a estabilizarse. No se parecía en nada a lo que imaginó.
—Por eso mismo. Debes acostumbrarte.
No esperó a que agregara algo más y comenzó a jalarla suavemente, haciendo que las cuchillas se deslizaran solas. Varias veces agitó su brazo hasta que pareció habituarse, pero el verdadero reto llegó cuando él la soltó y la dejó en medio de la pista.
—¡Waah! —exclamó sacudiendo sus brazos de atrás hacia adelante para no caerse—. Diablos. Esto es… complicado.
—Sí, pero no imposible. Con el tiempo llegas a adaptarte.
Y así fue. Los días siguiente, aunque había dicho que no volvería, a la final lo hizo y pudo comprender cuál era la postura para no irse de bruces y para moverse libremente sobre el hielo. Armin se convirtió en una especie de instructor personal que le enseñó aspectos básicos como los saltos sencillos y los giros, y aunque había avanzado notablemente, todavía persistía la inseguridad de si quería o no formar parte del club.
Pero esas dudas recurrentes fueron despejadas cuando, luego de haber terminado los entrenamientos, el rubio le mostró algunos videos de las rutinas de los patinadores más famosos de todo el mundo.
Sentada y sin despegar la vista de la pantalla, fue testigo de una diversidad de maniobras, giros y saltos mucho más complejos que venían acompañados de aterrizajes impecables y posturas aún más elegantes. Armin le explicó los nombres de cada una de las estrellas que daban todo de sí para hacer perfectos sus programas, pero apenas prestó atención ya que estaba demasiado concentrada en entender cómo hacían todo eso.
Vieron videos de las competencias mundiales y de los Juegos Olímpicos, y ello bastó para que la azabache, con los ojos brillando por la expectativa, dijera:
—Quiero hacerlo.
Luego de las vacaciones de verano, pasó a formar parte oficialmente del club. La entrenadora, una veterana con años de experiencia y ex patinadora olímpica, le explicó cómo eran los mecanismos de calificación y los elementos que sumaban más puntos por su alto grado de dificultad. Escuchó todo atentamente y, con la ilusión y determinación intactas, aprendió a realizar rutinas de nivel medio que poco a poco adquirieron mayor complejidad.
Como sucedió con el patinaje sobre ruedas, fue un proceso que requirió tiempo y paciencia. Perdió la cuenta de las veces que sufrió caídas al tratar de realizar dobles y triples saltos, pero eso no redujo en lo más mínimo sus ganas de seguir intentándolo una y otra vez hasta lograrlo.
Su perseverancia causó admiración no solo en la instructora, sino también en sus propios compañeros. Armin estaba muy orgulloso de ella, aunque le repitió un par de veces que no debía sobre esforzarse para evitar lesiones tempranas.
—Tómate las cosas con calma. Lo haces muy bien, así que pronto podrás competir.
Luego de cuatro largos meses de arduo trabajo alcanzó el nivel de sus compañeros, pero no fue sino hasta que estuvo en segundo año que pudo participar en los eventos intercolegiales. Para aquel entonces había dominado una serie de técnicas, aunque eso no le eximió de los nervios que afloraron en su primera competencia.
La entrenadora le dio palabras concisas de aliento para calmarla, y junto al apoyo de sus compañeros pudo serenarse y salir a la pista envuelta en un brillante traje celeste de mangas largas. Su rutina duró dos minutos con cuarenta segundos (tiempo estándar del programa corto) acompañada de una bella melodía tradicional, y aunque tuvo un par de deslices producto del quiebre de su concentración, logró terminar bien y ubicarse entre los cinco primeros lugares.
Así continuó escalando, corrigiendo errores y entrenando duro hasta convertirse en una figura destacada dentro de la disciplina en la categoría juvenil. Muchas de las personas que veían las competencias la reconocían del patinaje de velocidad, sorprendiéndose por lo bien que realizaba sus programas y por lo tranquila y segura que siempre se mostraba.
Hubo momentos en los que se sumía en sus reflexiones. Sí, extrañaba las carreras de velocidad, pero admitía que disfrutaba mucho realizar piruetas sobre el hielo y transmitir emociones con sus movimientos corporales.
Llegó a tercer año y continuó con su preparación para las competencias del correspondiente período. Ganó el primer lugar en otoño y el segundo en invierno, pero cuando creyó que no podía llegar más alto, un día le comunicaron que fue elegida para participar en el Campeonato Nacional Juvenil.
La perplejidad y el posterior estallido de emoción fueron las reacciones que la inundaron. Saber que tendría la oportunidad de competir en un evento de alta categoría no tenía precio, y también sabía que ello le abriría las puertas para brillar a nivel internacional y enfrentarse a patinadores de todo el mundo.
Sencillamente todo era perfecto, pero sucedió algo que, así como fue inesperado, también fue catastrófico.
Después de que les comentara a sus padres sobre aquella maravillosa noticia y compartiera su felicidad, ellos salieron en un viaje rumbo a Turquía por motivos diplomáticos y de trabajo. Estaba estimado que pasarían dos semanas allá, por lo que Mikasa fue a despedirlos en el aeropuerto, deseándoles la mejor de las suertes y esperando tenerlos de regreso pronto.
Lastimosamente el destino no le dio esa dicha ya que se enteró, por medio de las noticias, que el avión en el que volaban había desaparecido.
Fue como un golpe, un baldazo de agua fría que la dejó en completo estado de shock. Primero lo negó, no queriendo creer, tratando de convencerse que era una confusión, pero cuando se mencionaron los nombres de los desaparecidos la realidad la abofeteó sin piedad.
Su mundo parecía romperse en mil pedazos. Albergó la ligera esperanza de que los encontrarían, pero las investigaciones no arrojaron resultados favorables y las autoridades los dieron por muertos tras un largo mes de búsqueda en el que solo los restos del avión fueron identificados entre las fronteras de India y Nepal. No quería resignarse, no quería aceptar que no volvería a verlos ni a compartir sus logros y derrotas como lo venía haciendo desde muy pequeña, compartir risas, anécdotas, ni recibir sus palabras de aliento que tanto la motivaron, pero no había nada que pudiera hacer y eso era lo que más le dolía.
Se sumió en un largo período de depresión y luto, faltando por varios días a la escuela. En su momento pensó en dejar de asistir y conseguir un trabajo para poder pagar las cuentas de la casa, pero no tuvo que preocuparse por eso porque su madrina y familiar por parte de su madre, Kiyomi Azumabito, decidió hacerse cargo, sin dejar que le faltara nada.
Su apoyo y el de sus amigos fueron clave para que se levantara y dejara atrás la tristeza. No fue nada fácil, pero puso de su parte porque sabía que a sus padres no les gustaría verla así.
Poco a poco aprendió a lidiar con el dolor y pudo reintegrarse a sus actividades cotidianas, y aunque hubo cierta repercusión en el rendimiento de sus entrenamientos, logró enfocarse en su participación en el campeonato nacional. El sabor amargo de no ver a sus padres entre el público fue inevitable, pero lo dejó de lado y se presentó con una templanza nunca antes vista, ejecutando su rutina con un sentimiento que caló en lo más profundo de todo aquel que la observaba.
Fue una especie de dedicatoria silenciosa que le otorgó el máximo puntaje y, por ende, el primer lugar. La celebración fue algo sencillo junto a sus amigos y entrenadora, y luego de que se graduara de la preparatoria un par de meses después, decidió tomarse un descanso y alejarse de todo por un tiempo. Meditó sobre lo que quería hacer en el futuro, y como si hubiese sido escuchada por los dioses, un día recibió una carta proveniente de la Academia de Hielo de Kioto donde se expresaba el interés de integrarla a su equipo de patinadores de alto nivel.
Y precisamente a aquel lugar era al que se estaba dirigiendo ahora, a sus 19 años, con altas expectativas de alcanzar la cima en su nación y en el mundo.
¿Qué le tendrá el destino deparado?
