Capítulo III: Anclada
Con el pecho pegado a tierra, Bo fijó su mirada en el visor del arma, apuntando. El ave rapaz gorjeó y estiró sus alas, pero no hizo el amago de volar. Era su oportunidad, fijó la vista en el animal y disparó, atravesándole el cráneo.
Sonriendo, Bo bajó del peñasco donde se escondía y caminó hacia el animal muerto, cargando su rifle bláster y su mochila.
La idea de cazar no fue algo que se le ocurriera a primera instancia para ganar algunos créditos en su estadía en Aq Vetina. Sin embargo, como todas las buenas ideas, esta surgió gracias a un hecho fortuito: hace diez noches atrás, mientras regresaba con Din, llevando su Cañonera a cuestas fueron atacados por aves errantes, rapaces tan grandes que tenían la capacidad de arrastrar a un hombre. tan grande como lo era Din.
Era cierto que no tomaron precauciones para viajar de noche, pero habían acordado que la oscuridad y las sombras harían que su llegada al menos pasaría más desapercibida que si se hubieran plantado en la ciudad en pleno mediodía, cargando una Cañonera destartalada.
Así que esas aves atravesaron el cielo y cayeron en picada, Din reaccionó rápido y prendió una bengala alejándolas, pero Bo no. Las garras del ave se incrustaron en sus hombros, arrastrándola al cielo. Escuchó el jadeo sobresaltado de Din y al mirar abajo notó que estaba flotando varios metros encima del suelo.
Como pudo, desenganchó el blaster de su cinturón y apuntó al carroñero varias veces hasta que un disparo certero le atravesó una pata hasta llegar a unas de sus alas y dejándola caer. Sin embargo, el animal retuvo su mochila en sus patas y se alejó volando.
El regreso a tierra no fue agradable y retrocedió aún más su llegada a la ciudad.
— ¿Estás bien? —Din corrió a su lado y se inclinó, preocupado.
—Sí —respondió Bo con una voz rasposa, viendo al animal irse con sus pertenencias personales y los créditos que llevaba consigo—. Avenida Maldita.
Con un aspecto más deplorable y con mayor lentitud, regresaron a casa de Din. Remolcaron la cañonera hasta la parcela de tierra vacía detrás de su taller y estacionaron los speeder, exhaustos.
Bo se curó las heridas hechas por el ave y se hundió en un sillón pequeño, cruzada de brazos. Un cuenco lleno de un líquido espeso apareció en su línea de visión.
—Bébelo —ofreció Din.
—¿Es fuerte?
Din dudó.
—Algo. Pero si quieres…
—Perfecto —lo interrumpió, bebiéndolo de un trago. El líquido cayó por su garganta, se expandió por su pecho como llamas de fuego, devolviéndole algo de su vitalidad.
No mucho después, Din se despidió y se fue a dormir en su gato al otro extremo de la habitación. Bo se quedó en su rincón, despierta, dejando que las horas corrieran lentamente.
Una hora antes que rayará el alba, Bo se deslizó de su escondite y atravesó las calles de la ciudad, llevando consigo sus blasters y una pequeña linterna que robó de Din. Regresó sobre sus pasos y caminó hasta el lugar donde los animales los atacaron. Ayudada por la luz de la linterna, comenzó a seguir el rastro del rapaz que robó su mochila.
Sus ojos verdes se agudizaron, buscando. El viento nocturno borró sus pisadas, pero aún sentía que podía encontrar algo que le llevaría al ave.
—¡Ajá! —su linterna reparó en unas pequeñas gotas en la arena que dejaban un rastro que se perdía a la distancia. Recordaba haber herido al rapaz volador y esas gotas era la sangre de las heridas.
Alumbró a la distancia y notó que estos se hacían más grande, sonriendo, corrió siguiendo el rastro. Estuvo corriendo durante largo rato, viendo el día nacer y morir en su recorrido; retrocediendo, comprobando el rastro y verificando su camino hasta que la llevaron a una cueva.
Enganchó su linterna a uno de sus blasters, adentrándose a la caverna. Estaba tan oscura que apenas podía ver algo. Sus pasos se detuvieron cuando escuchó un movimiento, alumbró en esa dirección, pero no pudo ver nada.
Otro movimiento hizo que viera a su izquierda cuando un chillido encima de su cabeza se hacía más largo.
—Joder —el rapaz se lanzó encima de ella, haciendo caer sus pistolas blásters. Bo rodó en la arena, escondiéndose entre las rocas. Revisó sus armas, pensando en cómo atacar a la criatura: tenía unos cuchillos pequeños y sus cables retráctiles.
El rapaz estaba herido, eso era evidente debido a que se escondía en la cueva y no, en un nido en la cima de una rocosa montañosa. Bo lanzó su cuchillo, asustando al ave posada en una gran roca, lanzó otro y antes de que el ave pudiera atacarla, activó sus cables en el cuello del animal y se aferró a su espalda.
Nerviosa, el ave empezó a sacudirse tratando de quitársela de encima, agitó sus alas, movió su larga cabeza y trató de picarla, pero no lograba alcanzarla. La mujer siguió ajustando su cuello a pesar de los cables retráctiles le quemaron las manos.
El ave lanzó un grito desesperado cuando Bo finalmente pudo clavarle un cuchillo en la cabeza y hundirla hasta su empuñadura, el rapaz bramó una vez más y cayó al suelo, muerta.
Bo miró al ave con asombro, sorprendida de su propia hazaña, pero no tenía tiempo que perder y se adentró en la cueva, buscando su mochila. La encontró rasgada y con el contenido esparcido en el suelo.
Extendió su capa en el suelo y reconoció sus pertenencias en un pequeño fardo que anudó como pudo. De regreso a la salida, Bo miró al ave y decidió llevar consigo, tal vez podría ganar algo de créditos por su piel o por su carne.
Aq Vetina no era un planeta muy poblado ni era un lugar muy concurrido, así que ver forasteros como Bo no era algo habitual. La mayoría de las edificaciones eran antiguas, manchadas de gris por el tiempo y el deterioro, llenas de calles estrechas y oscuros callejones que no llevaban a ninguna parte. La pobreza y la necesidad era palpable en sus habitantes al observarlos caminar entre las calles.
Se encaminó a un pequeño mercado donde colgaban telas delgadas que dividían los lugares en pequeños espacios, donde comerciantes de todas las edades ofrecían sus productos a los que quisieran comprar o intercambiarlo por algo mejor. Extrañamente, su idea tuvo una respuesta entusiasta en el mercado de la ciudad. La mayoría de las personas eran agricultores: sembraban y cosechaban sus propios alimentos y ofrecían lo mejor a quien deseara comprars, otros vendían herramientas básicas, algunos ofrecían alimentos deshidratados, pero nadie vendía carne fresca.
Apenas dio un par de pasos dentro del recinto, todo el mundo giró a verla. Bo parpadeó confundida y se acercó a un establecimiento, mucho más grande y mejor abastecido que los demás.
—Quiero vender esto, ¿cuánto me das? —el dueño del local la miró con sorpresa, luego miró el ave que arrastraba consigo. El trato fue sencillo, el hombre le dijo que le cambiaría toda la carne fresca que le trajera de los animales que cazaba a cambio de proporcionarle toda la comida, ropa y herramientas que necesitaría.
Así fue como Bo consiguió una nueva mochila, más grande y resistente, una muda de ropa nueva, unos binoculares restaurados, pero funcionales y una asombrosa cantidad de comida, desde frutas, vegetales e incluso compró aditamentos para rellenar su medpac con vendas, parches de bacta, entre otras cosas. Por unos pocos créditos compraron un rifle bláster usado, al que podría modificar y mejorar a su gusto.
Din alzó la mirada cuando una bolsa llena de comida cayó a su lado.
— ¿Qué es esto?
—¡Desayuno! —respondió Bo, dándole una mordida a una fruta tropical y desapareciendo dentro del refrescador.
A partir de ese día, Bo desarrolló una rutina: salía antes del amanecer cazando animales salvajes que rastreaba, las cambiaba por alimento, herramientas o cualquier cosa que necesitara, a su regreso compartía un desayuno simple con Din y pasaban la mayor parte del tiempo reparando. la cañonera.
Estar con Din era extrañamente agradable, no era un hombre de muchas palabras —en las ocasiones que tuvo que reparar su Cañonera, conoció demasiados mecánicos habladores que tenían una desagradable manía de hablar hasta los codos, tratando de inmiscuirse en su vida— así que era un cambio agradable tener la fortuna de apreciar el silencio, la comodidad y bromear de forma casual, sin pensar en nada más que el presente, mientras reparaba su nave.
A pesar de que su llegada al planeta fue de manera accidental, Bo aprendió a apreciar su vida en aquella ciudad: los días amanecían con un deslumbrante sol que bañaba todo lo que tocaba, aunque al inicio era sofocante y bochornoso también era agradable y vivaz. Su convivencia en el mercado le hizo darse cuenta de que los lugareños eran personas cálidas y bastante amables cuando empezabas a conocerlos e interesarse por sus pequeñas vivencias. Usualmente, en sus días de descanso, los lugareños caminaban en familia, todos con vestimentas y túnicas ligeras de color rojo que proporcionaban un frescor realmente agradable. Su piel era aceitunada y la mayoría tenía cabellos oscuros que intercalaban entre los castaños, marrones más claros hasta los intensos de color negro azabache, lustrosos.
Era increíble para Bo notar que, a pesar de sus problemas, su estrechez económica y viviendo en un planeta empobrecido tanto de forma tecnológica, con escasez de medicinas y apartado del radar, podían ser felices, disfrutar de la vida, rodeados de sus seres queridos. .
Una mañana, cuando regresaba al pueblo luego de un día particularmente tranquilo en la cacería, observó a Din, caminando calle abajo.
—A ¿dónde va? —se preguntó Bo con sospecha. El hombre era una persona de hábitos y siempre prefirió estar encerrado en casa, abocado en la reparación de su nave o en sus proyectos personales, en vez de convivir con sus vecinos o en otras actividades.
Así que le pareció curioso verlo fuera de su rutina.
Lo siguió de manera sigilosa, escondiéndose cuando creía ser descubierto. Sus pasos la guiaron hasta un edificio de gran tamaño, aunque algo deteriorado, despintado y de un aspecto viejo y descuidado. Vio a Din adentrándose al lugar y esperando.
Estudió el edificio, intrigada. ¿Qué era aquel lugar? De repente, un grupo grande de niños de diferentes especies salió corriendo por sus puertas con gritos emocionados y alegres, enfrascándose en juegos infantiles y revolcándose en la arena en medio de risas salvajes.
Extrañada, Bo observar el lugar, no le era conocido ni recordaba haberlo visto en sus días en la ciudad.
—Oye —un niño de unos diez u once años, la atrapó en su escondite—. ¿Quién eres?
—Ehmm… —Bo dudó.
—¡Oye, Ragnar, ¿vas a jugar con nosotros? —otro niño apareció cargando una pelota de trapo. El recién llegado miró a Bo con interés, otros niños atraídos por la novedad de una nueva persona, también se acercaron, rodeándola.
Bo sudó frío.
—Es bueno volver a verte, hermano —su amigo Paz le dio una palmada en el hombro, desequilibrándolo. La gran altura que tenía el hombre, así como la gran fuerza que poseía le hacía parecer como alguien intimidante, pero Din lo conoció desde niño y sabía que Paz era un hombre de gran corazón y era él quien administraba ese pequeño orfanato junto a su esposa. y su hijo pequeño.
—Así es, Din —respondió Emily, la esposa de su amigo con una sonrisa ligera— hace mucho que no tenemos noticias tuyas.
—He estado algo ocupado —se excusó Din, avergonzado. Sus pasos se escuchaban por el pasillo, caminado de regreso a la salida. Sus visitas mensuales al lugar abarcaban mucho más tiempo; sin embargo, era un hombre de palabra y aún tenía un trabajo por delante.
— Deberías quedarte a comer —invitó Paz, al notar que su amigo tenía intenciones de irse—. Ragnar ha estado preguntando por ti y cuando vas a jugar con él.
—No, no sé —Din se detuvo en el alfeizar de la puerta cuando vio a Bo sentado en el suelo, rodeado de un grupo de niños que la escuchaban con asombro, una niña pequeña estaba sentada en su regazo, riendo.
—¿Qué?
Bo se volvió y su sonrisa se le congeló en el rostro. Los niños se dispersaron, corriendo y riendo, algunos saludando a Din y otros regresando a sus juegos, revoloteando en la arena.
—No sabía que te llevabas bien con los niños.
—Yo tampoco —rió, despidiendo a la pequeña, con un gesto.
—Ahora entiendo porque no podías quedarte —Paz llegó a su lado, burlándose de él—. A propósito, soy Paz, amigo de este —el hombre lo tomó del hombro, sacudiéndolo de manera vigorosa— y encargado de este orfanato.
—¿Orfanato? —sus ojos verdes miraron alrededor y relampaguearon en comprensión.
—Oye, hombre, la comida está a punto de servirse, ¿por qué no se quedan?
Din suspiró. Sabía que no se iba a librar de las preguntas incomodas de su amigo, respecto a la pelirroja.
Bo observar el lugar con interés. El edificio que ocupaban los niños, aunque de aspecto desgastado y antiguo, estaba limpio y ordenado. Además, el lugar estaba impregnado de una calidez reconfortante, con las voces de los niños escuchándose en los pasillos, todas llenas de entusiasmo y vitalidad, hablándose unos a otros mientras acomodaban la mesa con cubiertos y vasos.
Sus pequeños dedos se afanaban en acomodar los platos bien alineados en una larga mesa de madera. Tanto Din como su amigo Paz se encontraban supervisando el trabajo de los más pequeños y manteniendo el orden de los más alborotadores.
—Bo, ¿verdad? —preguntó Emily, apareciendo a su lado, sobresaltándola—. Lo siento, no quería asustarte.
La pelirroja económica, rápidamente.
—No te preocupes, estaba distraída.
La otra mujer suena ligeramente, siguiendo la dirección en la que la pelirroja estaba tan concentrada.
—Me querías preguntar algo? —cuestionó Bo, distrayéndola.
—Oh, sí, por supuesto. La cena está casi lista, y me preguntaba si podrías ayudarme.
-¿What? Sí, sí claro —Emily regresó sobre sus pasos con Bo siguiéndola detrás. Se adentraron a una cocina espaciosa, con dos gruesas y grandes ollas que rebosaban en el borde y desprendían un aroma exquisito.
Bo siguió las instrucciones de Emily sirviendo cuencos redondos de rebosante comida y depositándolos en una mesa tan larga como el del comedor donde los niños esperaban ansiosos. Cada cuenco era distinto porque cada uno tenía un diseño único.
—Los niños los decoran ellos mismos —dijo Din apareciendo y notando su interés en estos—. Cada elige uno y lo dibuja de la forma en la que más le gusta, les ayuda a diferenciarlos de los demás —Din dibujó una pequeña sonrisa y desapareció llevando unos cuantos cuencos en una bandeja. Bo se apresuró a ayudar.
La cena fue deliciosa y la compañía sinigual: cada niño aferrado a su cuenco de comida y riendo con su compañero, otros salpicando sus vasos de agua en la superficie, alzando la voz contando travesuras a su amigo.
Era la primera vez que estaba en un lugar tan ruidoso, tan lleno de inocencia y risas a su alrededor que le hacía sentir tranquila.
—Queremos una historia, tío Din —exigió el pequeño Ragnar, sentado a un lado de Din y mirando al hombre con determinación.
—Eh…—Din titubeó, mirando a su alrededor, más niños se unieron al pedido de Ragnar, saltando a su alrededor en súplicas infantiles—. Está bien, está bien, lo haré.
Los niños celebraron y se sentaron a su alrededor, emocionados. Bo alarmantemente y apoyó una mano en su mejilla, interesada en lo que contaría el hombre a los más pequeños.
Din se aclaró la garganta.
—Bien, esta es una historia que me contó mi padre cuando era pequeño, así que presten atención —los niños asintieron, emocionados—. Cuando él era niño atacaron la ciudad, era una gran flota de naves que llegaron desde muy lejos.
—¡Quiénes eran? —preguntó un niño con asombro.
—Eran feroces piratas que venían a atacar la ciudad.
-¡No! —chilló otro niño, indignado.
A la distancia, Bo sonriendo, divertida de la reacción de los niños.
—Todo el mundo se escondió, tratando de proteger a sus seres queridos. Buscaron refugio en sus casas, pero los atacaron, muchos salieron heridos.
—Pero, ¿nadie vino te ayudará?
Din irritante.
—Sí, vino a ayudar. Totalmente armados, con armaduras forjadas.
— ¿Quiénes? ¿Quiénes llegaron? —preguntó Ragnar ansioso, pendiente de la historia que contaba Din.
—¡Mandalorianos! —dijo el hombre, sonriendo. A la distancia, Bo se congeló en su sitio—. Los mandalorianos siempre fueron los guardianes de Aq Vetina, fueron nuestros protectores en nuestros peores momentos.
— ¿Cómo eran ellos?
—Eran increíbles, vestidos con armaduras tan resistentes que los protegían de los disparos, descendiendo de las alturas para rescatar a quienes lo necesitarían.
Los niños rieron y se vieron entre sí, hablando sobre aquellos seres tan desconocidos como misteriosos como eran los mandalorianos, cuyas historias para ellos eran leyendas que se contaban de boca a boca.
Mucho más tarde, Din y Bo caminan por las calles, de regreso a casa.
—Tío Din, ¿eh?
El hombre rió, sobresaltándola. Era la primera vez que lo reír tan abiertamente. Siempre era tan serio que le parecía habitual verlo con el ceño fruncido, pero con aquellos pequeños, Din alguien parecía mucho más jovial y alegre.
Le agradaba esa actitud despreocupada.
—Los niños son increíbles —el hombre la miró divertido—. Paz ha logrado cuidar a aquellos niños de manera increíble.
—Ragnar te quiere mucho.
—Es un niño muy especial —la voz tranquila de Din se llenó de afecto hablando de sus amigos. Sus pasos se reanudaron, cada uno perdido en sus pensamientos.
—Esa historia, ¿la que contaste en la cena?
—La de los mandalorianos.
—Sí —dijo Bo, de manera forzada— ¿era real?
Din se detuvo.
—Lo era, mi padre los vio. Me gustaría haberlos conocido —dijo con anhelo, pero su expresión se volvió más sombría—, pero luego de lo que les sucedió ya no regresaron y este planeta al igual que muchos otros bajo su protección perdieron las esperanzas de luchar contra el Imperio, sumiéndonos en la miseria. Se perdieron tantas vidas —Din miró a la distancia con tristeza.
-Estruendo…
—Creo que deberíamos regresar a casa —la interrumpió, reanudando sus pasos. Bo lo siguió, sorprendida de su arrebato de honestidad.
Din ingresó primero y se adentró a la cocina.
— ¿Quieres tomar algo? —Bo ascendiendo y lo siguió. Se dejó caer en una silla y observar los movimientos del hombre en la cocina destartalada. Din le sirvió un delicioso té caliente que le ayudó a mantener una temperatura cálida. Sus ojos se posaron en el cuenco pintado que tenía Din en las manos con unos elaborados diseños de naves y constelaciones, tan parecidos como los que llevaban los niños que conoció hoy.
Bo se dio cuenta que Din Djarin era alguien más impresionante de lo que aparentaba a simple vista.
Tal vez fue que ambos se sintieron cómodos uno con el otro, la familiaridad que desarrollaron en los días que pasaban reparando una nave deteriorada o lo lento que pasaban las tardes, pero un día empezaron a hablar.
Más de sí mismos.
— ¿Nunca has salido del planeta? Ni una sola vez.
-No.
—¿Ni siquiera por curiosidad?
Din se detuvo y miró la herramienta que tenía en sus manos, pensativo.
—En realidad, si lo pensaba. Es solo que…—Bo también se detuvo y lo miró: la manera en que tenía los hombros caídos, su mirada en el suelo, de aspecto decaído.
—¿Es solo qué, Din?
—Nada.
Din no tuvo que decirlo, pero Bo lo imaginaba, aquellos niños correteando a su alrededor, sonriéndole y llamándolo cada vez que llegaban a visitarlo, no quería dejarlos ni abandonarlos a su suerte.
Al menos, él tenía un mejor propósito al quedarse. No como ella que a la primera oportunidad tendía a escapar de sus miedos.
Más de su pasado.
— ¿Quién es Satine?
Bo se congeló.
—D-dónde oíste eso?
Din titubeó.
—Sueles murmurarlo cuando estás dormida —Bo lo miró con sorpresa—. No te espió ni nada, solo lo escucha porque es difícil no escucharte cuando tienes pesadillas.
Bo permaneció en silencio mirando al vacío. Arrepentido por preguntar, Din volvió su atención a reparar la nave.
—Es mi hermana.
—¿Qué? —Din se congeló por aquella pieza de información inesperada.
Bo tomó aire, armándose de valor.
—Satine, es…era mi hermana. La pérdida hace mucho tiempo.
—Lo siento.
—Yo también.
De sus habilidades.
—Solo necesitas práctica, Din.
Din bufó.
—Por supuesto, en un planeta como este tengo muchas oportunidades.
—Puedo enseñarte a pilotear mi nave —respondió Bo, palmeando el casco de la misma con vigor— bueno, hasta que esté lista.
Din guardó silencio, pero la sonrisa en su rostro le dio una respuesta.
De días tranquilos.
—Entonces, ¿cómo va la reparación de tu nave? —preguntó Paz, en una nueva visita que le hicieron a él ya los niños.
— ¿Eh? —Entretenida, mirando a Din jugar con los niños, Bo no lo escuchó.
—Te preguntaba por tu nave, ¿aún le falta mucho?
—Algo —respondió evasiva.
De sus viajes.
—¿Trask?
-Si.
—¿Lothal?
—También.
—¿Tatooine?
Bo rodó los ojos.
—Mar Maldita, por supuesto.
—No sabía que habías ido a tantos lugares —dijo Din nostálgico.
—Solo son lugares, planetas parecidos unos a otros —puso una mano en su hombro, haciendo que sus ojos verdes chocarán contra los marrones brillantes de Din— lo importante son las personas que conoces, las que se cruzan en tu camino y te marcan de una manera única.
De compartir los días en las cosas que le gustaban.
—Puedo hacerlo mejor —dijo Din lleno de confianza. Bo lo miro, incrédula.
—¿Has visto? —señaló los blancos, todos llevaban tiros limpios que tocaban justo en el centro.
Él se encogió de hombros.
—Puedo hacerlo mejor —repitió.
Bo resopló.
—Adelante, te reto —retrocedió dos pasos y le dio pase libre al hombre.
Din sonriendo, le hizo una graciosa reverencia y desenfundó su propio bláster. Adelantó una pierna y tomó una postura concentrada, tres disparos consecutivos salieron humeantes de su arma, pegando en los mismos lugares que Bo y perforando el material, de manera limpia.
Ella lo miró con incredulidad. Era malditamente imposible que nadie pudiera golpear un disparo justo encima de otro, ni siquiera ella con todo su entrenamiento podía igualar dos tiros en un mismo lugar. Al menos que seas un maldito genio con tu puntería.
—¿Qué tal? —dijo Din triunfante—. Soy un mejor tirador y ni siquiera tengo que practicar tanto como tú.
—Eso no cuenta —respondió ella de manera infantil, cruzada de brazos.
De sus lugares favoritos.
— ¿Qué estamos haciendo exactamente aquí, Din? —preguntó Bo con un bostezo. Pasaba más de la medianoche, todo estaba en silencio y ella estaba descansado de manera pacífica cuando el hombre tuvo la grandiosa idea de despertarla y arrastrarla por la ciudad.
—Solo espera y verás.
Sus pasos se hicieron más y más ruidosos, caminando entre calles oscuras y escondrijos abandonados, se metieron entre edificios abandonados hasta trepar en el techo del más alto y viejo de ellos.
—Bueno, ya estamos acá —dijo Bo sin aliento—. Ahora, ¿qué?
—Mira —Din señaló al cielo. Bo no lo entendió al principio, pero entonces pequeñas estrellas fugaces empezaron a surcar el firmamento, salpicándolo con sus luces. Al principio fueron tan leves que si uno parpadeaba se los perdía, pero estos empezaron a crecer ya volverse más grandes y brillosos, iluminando la noche.
Su corazón saltó por un segundo cuando la mano de Din rozó la suya.
Pero, Bo debía recordar que, aunque intente escapar, muchas veces el pasado te atrapa sin remedio.
—Otra mañana, otra cacería exitosa —satisfecha consigo misma, Bo caminaba de regreso a casa. Sus pasos se detuvieron cuando saboreó aquellas palabras, "casa", hace tanto que no pensaba en algún lugar como un hogar y sabía que todo era gracias a Din.
Su sonrisa se ensanchó y apuró sus pasos.
Pensar en Din Djarin era una sensación burbujeante que le proporcionaba vivacidad y entusiasmo como nunca antes. Nunca antes se había sentido tan ligada a alguien, ni tan cómoda con su presencia como se sentía con Din: podía estar en silencio compartiendo un momento de descanso y sintiéndose tranquila y en paz. Contarle anécdotas de su juventud y de sus viajes a diferentes planetas sin sentirse amenazada.
Por primera vez, en mucho tiempo, Bo se sintió en confianza con alguien y que fuera Din Djarin solo hacía que la sensación fuera más fuerte y poderosa.
Bajó por aquella colina arenosa y se internó en las calles de la ciudad. Miró a su alrededor, extrañada, cuando las encontró vacías, volviendo sus pasos más ruidosos y ensordecedores.
Sus alarmas se dispararon y sus sentidos se agudizaron, percibiendo el peligro.
Se acercó al mercado, pero lo encontró vacío, los puestos destrozados, la comida pisoteada, con un desastre de frutos esparcidos que manchaban la arena, pero sin rastro de personas.
Sus ojos se enfocaron en una mancha oscura en la arena que empezaba a encharcarse, acelerando su corazón. Podía sentir el aire cargado, pesado con una esencia que le recordaba la guerra, los gritos, el dolor y la muerte.
—No, no, no —retrocedió sobre sus pasos cuando vio aquel casco blanco con tonalidades negras y la sonrisa fantasmal que parecía reírse de ella. Una mano se cerró sobre su boca, haciéndola jadear. Pataleó con todas sus fuerzas, tratando de liberarse.
—Bo, soy yo, soy yo —susurró una voz en su oído y luego soltándola.
-¿Estruendo? ¿Qué…que sucedió?
Din neg.
—Bo no podemos quedarnos aquí. Yo…—le tomó de la mano—. Tenemos que escondernos.
-¿What?
—Debemos irnos, creo que estamos en peligro…—los disparos se escucharon a una corta distancia, haciéndoles esconderse—. Busquemos un lugar seguro —Din la miró con firmeza, Bo avanzando siguiéndolo. Se escondieron en la oscuridad, eligiendo calles cerradas, atajos desconocidos. Los gritos se hicieron más fuertes y los disparos se sintieron más cerca, el corazón de Bo se encogió en su pecho, pensando en aquellos que intentaban escapar.
Din la arrastró a un edificio abandonado, sus botas pisando de forma cuidadosa los peldaños de las escaleras, sus dedos aferrados a los suyos, conteniendo el aliento. Cada paso los acercaba a la cima de esa vieja edificación.
Ambos se escondieron en un piso lleno de cajas vacías y rotas. Bo se quedó encogida, con las manos en sus rodillas, trabajando en su respiración. ¿Por qué estaba aquí el Imperio? ¿Qué quería de un planeta agrícola, cuya única economía eran lo que ellos mismos cosechaban? Era un planeta alejado, sin rutas comerciales, sin más tesoros que la calidez de la gente y su vida tranquila.
—Bo… ¡Bo! —Din agitó su hombro, despertándola de sus pensamientos. Su postura rígida, sus hombros juntos y sus manos hechas puños demostraba cuando se estaba conteniendo para calmar su furia.
Él también los había visto: los cuerpos caídos, sus muecas de terror y sus ojos vacíos viendo al infinito.
Bo quería gritar, alejar aquellas visiones de su hogar destruido y en cenizas. Una explosión en un edificio cercano los hizo esconderse de nuevo, se refugiaron debajo de una ventana rota y sucia, mirando hacia la calle.
Din jadeó y Bo sintió que su corazón se paralizaba: un escuadrón completo de Stormtrooper arrastraba de sus casas a familias enteras, matando a aquellos que se resistían y encadenando a madres y niños, amontonándolos en el arenoso suelo y apuntándoles con sus armas.
Su corazón se llenó de ira cuando sus ojos notaron la cabellera oscura de un pequeño niño que conoció tan bien.
—Ragnar.
El hijo de Paz caminaba con un grupo de niños tan asustados como él. Detrás de ellos, inconsciente y herida Paz estaba siendo retenida por dos soldados que lo arrastraban, una herida en su cabeza sangraba profusamente.
