Capítulo 46

Mi adorada Oscar François

Era una iluminada mañana de Febrero de 1789 cuando Oscar François de Jarjayes, montada en su bello corcel blanco, se dirigía a todo galope hacia su destino. Había recibido un mensaje de la reina que decía que debía dirigirse de inmediato al Castillo de Meudon, porque era solicitada con urgencia.

A esas horas hacía mucho frío. El invierno y la brisa matutina podían llegar a ser muy fuertes por aquellos días y, debido a ello, la hija de Regnier llevaba una gruesa capa sobre su uniforme de la Guardia Francesa, una gruesa y elegante capa que la hacía lucir mucho más hermosa.

El Castillo de Meudon, un antiguo castillo a donde la reina se mudó por causa de su hijo enfermo, el Príncipe Luis Joseph, se alzaba imponente en medio de los jardines que lo rodeaban, y al llegar a sus puertas, la hija de Regnier anunció su llegada.

- ¡Soy la Brigadier Oscar François de Jarjayes! ¡Estoy aquí por pedido urgente de Su Majestad! ¡Díganle que he llegado! - exclamó a viva voz, y los guardias que custodiaban el castillo le permitieron la entrada.

Entonces, Oscar ingresó rápidamente en busca de María Antonieta, y ella, que ya se había enterado de que su antigua amiga se encontraba ahí, corrió a su encuentro.

- Su Majestad. - le dijo la heredera de los Jarjayes al verla.

- ¡Oscar! - exclamó María Antonieta, y se detuvo frente a la que antes había sido la Comandante de la Guardia Real. - ¡Gracias por venir, Oscar! - le dijo sumamente angustiada. - Joseph quería verte desesperadamente. - agregó.

- ¿El joven príncipe? - replicó Oscar, sorprendida.

Entonces, tras unos segundos de silencio, María Antonieta volvió a dirigirse a ella.

- Probablemente mi hijo no viva más de seis meses. - le confesó a Oscar, devastada. - El daño a su columna es irreversible... Además, los síntomas de la etapa terminal ya han aparecido... - le dijo.

Y apoyándose en uno de los muros del salón para no desarmarse de dolor, continuó.

- Él sólo tiene siete años... - le dijo llorando amargamente, y Oscar, sin encontrar palabras que pudieran aliviar su dolor, bajó la mirada llena de tristeza.

De pronto, ambas se distrajeron por unos gritos que provenían de la habitación que se encontraba frente a ellas.

- ¡Cállense! ¡Váyanse! - gritaba Luis Joseph.

- ¡No lo haga, príncipe! ¡Joven príncipe! - le decía una de las damas que lo acompañaban.

- ¡Quiero levantarme! ¡Quiero salir! ¡Déjenme! - insistía él, mientras trataba de liberarse para poder bajar de su cama.

Entonces, su madre ingresó a la habitación al lado de Oscar.

- Joseph... - le dijo María Antonieta.

- Joven príncipe... - le dijo Oscar.

Y al escucharla, Joseph - que estaba distraído luchando con la dama que trataba de mantenerlo quieto - dirigió su mirada hacia ella.

- Oscar... - le dijo el niño, muy sorprendido de verla ahí, y con la mirada iluminada. - Oscar... - repitió.

- Por favor, perdóneme por no visitarlo en tanto tiempo. - le dijo la heredera de los Jarjayes, inclinándose respetuosamente frente a él, pero Luis Joseph no hacía más que mirarla y repetir su nombre, como si hubiese quedado cautivado por su presencia.

- Oscar... - le dijo nuevamente.

- ¿Sí, Alteza? - respondió ella.

- Oscar... Por favor, ¡llévame a pasear! - exclamó. - ¡Llévame a pasear en tu caballo!

- Pero, Alteza... - le respondió ella, sorprendida por su petición.

- ¡Quiero montar a caballo contigo! - insistió el pequeño.

Sin embargo, Oscar no sabía que responderle. Luis Joseph estaba gravemente enfermo, y en su opinión, no estaba en condiciones de salir.

Entonces, María Antonieta tomó la palabra.

- No hay problema, Oscar. - le dijo con lágrimas en los ojos. - Por favor, haz realidad su deseo. - agregó, casi como si le suplicara que cumpla la última voluntad de su pequeño Joseph antes de morir, y Oscar, entendiéndolo de inmediato, asintió con la cabeza.

- Sí. - le dijo.

Y los ojos del pequeño Joseph se iluminaron con alegría.

...

Mientras tanto, Victor Clement Floriane de Gerodelle recorría los jardines interiores del Castillo de Meudon. Para esas horas ya había organizado a los Guardias Reales bajo su cargo y todo estaba muy tranquilo.

De pronto, uno de sus subordinados se dirigió hacia él, y Gerodelle lo miró intrigado.

- Teniente Dubois... ¿Qué lo ha hecho abandonar su puesto de vigilancia al lado del delfín? - le preguntó Victor con autoridad, y el teniente le hizo un formal saludo militar.

- Vengo a reportarle que por orden de la reina el príncipe saldrá a dar un paseo sin la escolta real. - le mencionó.

- ¿Sin la escolta real? - replicó Gerodelle, exaltado. - Imposible. - agregó el conde, pero cuando estaba a punto de salir hacia las habitaciones del príncipe para saber que era lo que estaba pasando, el teniente lo detuvo.

- No se preocupe, comandante. El delfín estará más que resguardado. - le dijo. - La comandante Oscar lo llevará a pasear a caballo, perdón, la ex comandante. - se corrigió el teniente. - Al parecer es un pedido especial que el príncipe le hizo a la reina, y ella accedió a cumplir su deseo. - agregó.

- ¿La comandante está aquí? - preguntó Gerodelle.

- Así es. En estos momentos se encuentra en las habitaciones de Su Alteza Real, el príncipe Luis Joseph. - le respondió el teniente.

- Entiendo, Teniente Dubois. Puede volver a su puesto. - le dijo Gerodelle, más calmado.

- Con su permiso, comandante. - le respondió su subordinado formalmente, y tras ello, se marchó.

Entonces, Gerodelle dirigió su mirada hacia las ventanas que daban a las habitaciones del heredero al trono. ¡Cuánto deseaba volver a ver a Oscar!

La última vez que se vieron fue aquella tarde en la que Victor renunció definitivamente a ella, y aún le carcomía el alma saber que la había perdido.

- "Mi adorada Oscar François... Supongo que luces radiante, como siempre... ¡Que insoportable se me hace la distancia que ahora nos separa! Cada vez que cierro los ojos, tu rostro se materializa en mi mente con tanta claridad que hasta parece que pudiera tocarte... Mi bella doncella... ¡Cuánto quisiera regresar a aquellos días que compartí contigo! Poder escuchar tu voz cada mañana era el alimento de mi corazón, pero ahora..." - pensó.

Y aún con la mirada puesta en dirección a los aposentos del príncipe heredero, continuó con su reflexión.

- "Esos días se han ido para siempre y ahora todo está impregnado con tu ausencia... ¿Alguna vez comprenderás lo profundo que calaste en mi alma? ¿Alguna vez sabrás cómo tu presencia llenaba mi mundo de significado y cómo tu amor me daba las fuerzas que necesitaba para enfrentarme a la vida frívola de la corte de Versalles?" - se preguntaba. - "Mi amada Oscar François, que duro me resulta cada uno de los días que paso lejos de ti..."

Y mientras pensaba en ello, avanzó en dirección opuesta a la que ella se encontraba.

"Acepta mi renuncia como la prueba más grande del amor que siento por ti..."

Sí, aquella fue la última frase que le pronunció a la mujer que se había adueñado de su corazón desde que era un adolescente, aquella mujer que aún no había podido sacar de sus pensamientos ni de su corazón. Apartarse de ella, hacerse a un lado para que Oscar no fuera infeliz, había sido su más grande sacrificio. Pero ese sacrificio aún se mantenía vivo, porque Gerodelle debía continuar enfrentando la devastadora soledad que azotaba su corazón desde que decidió renunciar a ella para siempre.

Cada día se convertía en una lucha silenciosa contra la esperanza, esa esperanza que intentaba renacer desde los rincones más profundos de su alma. A pesar del dolor que lo embargaba, sabía que la felicidad de su amada estaba por encima de todo, aunque eso significara quedar atrapado en la desolación de lo que fue y lo que nunca podría llegar a ser.

...

Fin del capítulo