Los personajes de Saint Seiya no me pertenecen, son propiedad de Masami Kurumada.
6. La revolución de las máquinas.
Escorpio se mantenía a oscuras. Sólo era tenuemente iluminado por la luz de la televisión encendida en la sala. Frente a ella, Écarlate miraba, casi sin parpadear, las películas que Milo le había dejado para evitar que lo siguiera a su noche de borrachera.
Écarlate ya llevaba casi un año con vida. Al principio había sido complicado; el mundo había cambiado tanto que era más fácil imaginar que estaba en otro planeta que en la Tierra. Ya no quedaba nada de la civilización que él conoció; ahora las personas hablaban, se vestían, comían, comportaban, escuchaban y viajaban diferente, entre un sin número de cosas más que harían la lista aún más larga.
Hasta ese momento, Écarlate no había tenido tantos problemas para adaptarse. La mayoría de las cosas nuevas que aprendía venían de sus amigos, y las más evidentes de Milo, quien se había encargado de enseñarle los aspectos más notorios del futuro, y también todos a los que podía sacarle ventaja.
Lo que más le había gustado del futuro era sin duda el cine. A pesar de saber perfectamente que podía recorrer el globo terráqueo por completo en menos de una hora, Écarlate veía en el cine la oportunidad de conocer el mundo moderno más allá de lo que podría ver por su cuenta.
Sólo dejó de prestar atención a la televisión cuando la película se terminó y los créditos iniciaron. Una vez que terminó, Écarlate se llevó las manos a la cabeza, sintiendo que estaba a punto de colapsar. Las películas le habían mostrado el paso del tiempo, había películas de su época que tenían bastante precisión (y otras bastante fuera de la realidad), y con esos antecedentes era sencillo suponer que tal vez también podían predecir el futuro, como la armadura de Copa.
—¡Esto es terrible! —murmuró.
Antes de poder hacer algo más, algunos ruidos provenientes de la entrada lo alertaron. Estaba a punto de lanzar su aguja escarlata cuando escuchó a Milo y su desafinada voz entrando a la habitación, completamente ebrio, chocando con todas las cosas a su alrededor. Écarlate lo observó en su tambaleante camino a su habitación, hasta que el actual santo de oro se perdió en el pasillo. No podía entender lo relajado que estaba Milo en ese momento, en especial considerando el impactante descubrimiento que acaba de hacer y que podría terminar con la vida de todas las personas.
A la mañana siguiente Milo despertó con un terrible dolor de cabeza que él mismo previno, puesto que al lado de su cama estaba un vaso con agua y las milagrosas pastillas para el dolor de cabeza y todos los efectos secundarios de haberse divertido en exceso la noche anterior. Media hora después, Milo se sentía casi como nuevo; sólo necesitó de una larga ducha y un cambio de ropa para salir de su habitación directo hacia la cocina, buscando un delicioso desayuno que lo ayudara con su feroz apetito.
Intentando mantenerse en silencio, Milo entró en su cocina, sin notar que el tostador tenía un agujero justo en el centro, al igual que la televisión y el pequeño radio que se había comprado para amenizar sus tardes de pereza; sólo se percató del problema cuando vio que su horno de microondas (para el que había ahorrado cuatro largos meses) tenía ocho agujeros que formaban su constelación.
Viendo su precioso microondas, Milo exhaló ruidosamente y bajó la mirada. No podía hacer nada.
En Tauro, Écarlate le explicaba con gran detalle a sus amigos por qué era importante destruir todas las máquinas.
—¡Estaremos al borde de la aniquilación! Nuestra última esperanza es este joven del futuro llamado John Connor. Él es la clave.
—¿Y qué hay de Athena?
—Nadie la menciona… lo más probable es que haya… muerto.
—¡No! Es tan joven y tonta, ¿cómo pudo fallecer tan pronto?
Cardinale se cubrió el rostro con las manos y ahogó un sollozo. Écarlate también sintió pena por su inocente y torpe diosa. Pero no había tiempo de lamentarse; ellos, como los protectores de la Tierra, tenían la misión de detener el avance de las máquinas.
La película que había visto Écarlate no era otra cosa más que una advertencia del futuro, una visión de una hecatombe.
—Propongo que destruya…
Écarlate no pudo terminar de decir su sugerencia, o comentarle a sus compañeros que ya había destruido la mitad de los aparatos eléctricos en Escorpio, cuando Milo apareció detrás de él y sin decir nada lo tomó del cuello de su camisa, llevándolo hacia su templo.
—Voy a ser lo más claro posible y decirlo sólo una vez, ¿de acuerdo? Escucha bien, Écarlate —dijo Milo con un tono serio, algo sombrío, sin detenerse—: ¿qué fue lo que te hizo mi pobre microondas para que lo dejaras como queso suizo? —preguntó con un tono más lastimero, resistiendo las ganas de llorar— ¿Ahora en dónde voy a calentar mis alimentos?
—Milo, yo sólo estoy tratando de salvar la humanidad…
Intentó explicar Écarlate, dejándose arrastrar por el griego.
—¿De qué estás hablando?
—¡La rebelión de las máquinas! ¡De eso estoy hablando!
Con el paso de los días, Écarlate había notado que todos dependían de las máquinas, tal y como Kaiser se lo había confirmado al hablar sobre la luz eléctrica. Mū todas las mañanas usaba su licuadora para hacerle un licuado a Kiki; Aldebarán cocinaba en su estufa eléctrica: los gemelos tenían esa extraña máquina para afeitar; Deathmask entretenía a los niños en su caja mágica; y podía continuar y continuar enumerando las cosas tecnológicas e inservibles que los santos, no sólo de oro, tenían y de las cuales su vida casi dependía.
Al escucharlo Milo se detuvo, a mitad de las escaleras entre Cáncer y Leo.
—…¿Qué?
Milo miró a su antecesor, esperando a que le diera una muy buena explicación de por qué su microondas había sido destrozado.
—Anoche tuve una visión del futuro, como en la armadura de Copa —explicó el pelirrojo, comenzando a caminar de un lado al otro—. La humanidad depende tanto de las tecnologías que cuando estas terminen revelándose ni siquiera nosotros podremos salvar al mundo. Yo lo vi; hay explosiones, muerte, androides y la esperanza de toda la humanidad depositada en un jovencito que nació hace como diez años… ¡Por Athena! ¡Milo! ¡Debemos buscar a John Connor y tráelo al Santuario! Yo mismo lo entrenare…
Mientras más lo escuchaba, Milo sentía el impulso de enviar a Écarlate de vuelta a Cocytos, al menos hasta que recordó una charla que había tenido con sus amigos. Después de bombardear a Shaka con preguntas acerca de la naturaleza de su relación con Dysnomia, el rubio había concentrado la atención en sus antecesores.
—... deben explicarles a separar la realidad de la fantasía.
Les había dicho, y Milo, aunque lo había escuchado, no lo había tomado mucho en cuenta, creyendo que sólo estaba intentando distraer la atención a otras cosas. Era divertido escuchar a Death Toll soñar con viajar a Estados Unidos solo para ver una de las obras de Maxwell Sheffield y encontrarse a Fran Fine y todos esos personajes; también le causaba gracia que sus antecesores se refirieran a personajes como Albert Einstein, por ejemplo, como si fueran unos niños todavía con vida.
Y por supuesto, eso no tenía nada que ver con separar la realidad de la ficción. Al menos así lo creyó Milo, hasta que escuchó a Écarlate hablar del entrenamiento que tendría John Connor para salvar a la humanidad del control de las máquinas.
—... así evitaremos que Athena muera y…
—¡Écarlate! —interrumpiendo el monólogo, Milo agarró al pelirrojo de los hombros—. No todo lo que se ve en la televisión es real.
—Pero dijiste que esos vídeos de esa guerra entre gente normal lo son —recordó Écarlate, refiriéndose a los impactantes vídeos que había visto sobre la llamada Segunda Guerra Mundial.
—Sí, bueno… los documentales son reales, pero las películas son fantasía.
—¿Y cómo voy a saber la diferencia?
—Bueno… eso podemos preguntarle a Aioros, es un experto cinéfilo.
Dicho eso, Milo volvió a agarrar a Écarlate de la parte trasera del cuello de su camisa y retomó el camino.
—¿Y qué hay de la rebelión de las máquinas? —dejándose arrastrar, Écarlate señaló las lámparas a su alrededor— Ustedes dependen demasiado de su tecnología.
—Las máquinas no se revelarán en este momento, apenas estamos aprendiendo a usar las computadoras, dame ese discurso en unos treinta o cincuenta años.
— ¿Vas a esperar cuarenta años para detener la rebelión de las máquinas?
—No, esperaré cuarenta años para comenzar a preocuparme; me tomará otros veinte hacer algo de verdad.
—Pero…
—Es una película, lo que sale en las películas no es real ni se va a hacer real.
Écarlate soltó un bufido y cruzó los brazos. No le creía nada. Una persona normal diría eso, cualquier otro diría eso y que los dioses no existen ni pelean entre ellos. Cualquiera lo diría; ellos eran hombres con fuerza sobrehumana que servían a una diosa mitológica a la que nadie le rendía culto. No tenía sentido.
—No entiendo el futuro.
—Pues es una lástima, porque vives en él.
Al escuchar la sentencia, el mayor sólo suspiró. Todavía le tomaría mucho más entender cómo funcionaban las cosas en el nuevo mundo.
—Oye Milo, ¿qué es cinéfilo? ¿Alguna clase de movimiento marcial?
Y mucho más entender la jerga cotidiana.
