Días más tarde los guardias reales arribaron al castillo de Verano. El caballero al que le fue encomendada la misión de acabar con la vida de David solicitó hablar urgentemente con el Rey a quien se le dio aviso sin demora. Al estar enterado, Leopold ordenó que el caballero fuera llevado hasta su presencia de inmediato.
La espera le pareció eterna y, mientras aguardaba, se paseó sin cesar de un lado a otro por el salón de asuntos reales que era donde se encontraba. Las puertas se abrieron permitiendo que el caballero entrara el cual fue abordado por el Rey sin demora.
—¿Lo conseguiste? —preguntó con ansiedad y la mirada clavada en el cofre que el hombre llevaba en sus manos.
—Majestad. —Hizo la debida reverencia, ofreciéndole el cofre que el Rey abrió sin esperar ni titubear.
Lo que Leopold sintió al ver el corazón era indescriptible, era un sentimiento oscuro y adictivo que alimentaba su alma de una manera extraña. El ver el órgano sangrante, y saber que perteneció a David, lo hizo sentir como un ser omnipotente, casi divino, capaz de decidir sobre la vida de los demás, haciendo ejercer su poder, castigando la traición a la Corona como era su deber.
—Bien hecho. —Felicitó el logro del guardia, tomando el cofre con sus propias manos—. Serán recompensados por su lealtad. Retírate. —Ordenó con voz plana, sin apartar la vista del contenido del cofre. Y ahí, teniendo el corazón del pastor en esa pequeña caja, se sentía triunfante al saber que Regina y el niño que esperaba ahora sí le pertenecían por completo.
—¡Rumpelstiltskin! —llamó a su consejero que no demoró en aparecer ante su presencia, haciendo la debida reverencia—. Está muerto —le mostró el contenido del cofre con orgullo—. Prepara todo. Quiero salir mañana a primera hora al castillo Blanco.
—Así se hará, Majestad —respondió Rumpelstiltskin inclinando la cabeza con respeto—. Informaré a la Reina.
—No. Lo haré yo mismo —dijo mientras cerraba el cofre y lo dejaba sobre el escritorio, dándose la media vuelta para salir del lugar.
—Por supuesto —murmuró haciendo una reverencia cuando el Rey pasó delante de él. Suspiró aliviado al saber que Leopold desistió de mostrarle el corazón a Regina quien, con seguridad, no tomaría bien la noticia.
Se apresuró a ir tras su soberano a fin de impedir que cometiera una imprudencia.
Después de la breve plática que Regina tuvo con Rumpelstiltskin dejó de llorar como lo estuvo haciendo después de saber la condena que Leopold puso sobre David. Parecía recompuesta e incluso daba la impresión de haber olvidado por completo al rubio, pero era solo una falsa percepción.
Lo cierto era que, desde ese día, Regina no paraba de jurarse a sí misma que jamás olvidaría a David ni lo dejaría de amar. Que su corazón siempre le pertenecería al apuesto rubio de inolvidables ojos azules que le enseñó a amar y que la amó como nunca pensó que alguien lo pudiera hacer. En su corazón no había dudas de que con David había encontrado y vivido el amor verdadero.
Amor verdadero… Como el amor que de niña y adolescente siempre anheló y, si bien no llegó a casarse por amor como su padre le prometió podría hacerlo, al menos pudo encontrar al hombre de su vida en medio de su horrible matrimonio y tendría un hijo con él.
—Concebido con mucho amor —murmuró con ojos cerrados y una de sus manos acariciando su aun plano vientre. Sonrió con tristeza cuando la ilusión inundó su corazón con el ferviente anhelo de que su bebé tuviera rasgos inconfundibles del rubio.
Volteó a ver su vientre mientras pensaba en lo irónico que sería que se pareciera a David. Seguro a Leopold no le vendría nada bien que el heredero de la Nueva Alianza tuviera ojos azules y cabello rubio. Y es que, aunque se alegaría que eran herencia por parte de ella, puesto que algunos miembros tenían ojos de ese color, como Hans y algunos otros familiares, Leopold sabría perfectamente la verdad.
Suspiró largamente pensando en su primo, su maldito y desgraciado primo que se atrevió a enviarle una carta de felicitaciones por el embarazo, repitiendo lo que tanto odiaba escuchar: que estaba cumpliendo con su deber a la Corona y que esperaba que este fuera el primero de muchos herederos que ella daría a la Nueva Alianza, al reino de la Luz y al reino Blanco.
Si el imbécil supiera cómo fue que logró concebir…
Pasó saliva con dificultad al contemplar la posibilidad de que Leopold quisiera tener otro heredero después del que llevaba en el vientre. El solo pensamiento le revolvió el estómago y la hizo sentir tan mareada que tuvo que sentarse en la orilla de la cama, haciendo respiraciones profundas en espera de que el malestar pasara.
—¿Se encuentra bien, Majestad? —preguntó la gentil doncella que se notaba preocupada. Regina abrió los ojos, la miró y asintió. Era algunos años mayor que ella y, afortunadamente, era ahora quien se encargaba de asistirla. Era amable, cuidadosa y servicial, a Regina le agradaba mucho, pero lo cierto era que añoraba la compañía de Ruby. La extrañaba mucho.
—Ha sido un pequeño mareo.
—Seguro es por el embarazo —dijo la muchacha con entusiasmo. Regina asintió, sonriendo con amabilidad, no deseando explicar el verdadero motivo de su malestar.
—Mi Reina —dijo Leopold entrando a la habitación sin anunciarse con el derecho que le daba no solo ser el Rey y soberano de todo el reino, sino el marido de la mujer que en unos meses estaría dando a luz al tan ansiado heredero de la Nueva Alianza.
La doncella hizo una reverencia y, como Rumpelstiltskin se lo indicó con señas, se retiró del lugar en silencio.
—Tú también retírate —ordenó a su consejero mientras miraba a su joven esposa quien no se dignó siquiera voltear a verlo. Aguardó hasta que estuvieron solos y fue ahí donde, con toda la intención de hacerle daño, le dio la noticia a Regina—. El pastor está muerto —dijo viendo la tensión en el semblante de su esposa, confirmando con ello que la noticia le dolía y eso, además de llenarlo de satisfacción, alimentó sus ganas de hacerla sufrir—. Mañana mismo partiremos al reino Blanco para el anuncio oficial del embarazo. Quiero que todos los reinos se enteren lo antes posible que tengo un nuevo heredero en camino.
—¿Es todo lo que querías decirme? —preguntó, después de algunos segundos de absoluto silencio.
—Sí. ¿No vas a decir nada? —preguntó molesto y extrañado por la falta de reacción de Regina. Esperaba que le gritara, que llorara, incluso que se atreviera a golpearlo, pero nada de eso ocurrió, desconcertándolo.
—Si ya no tienes nada más que decir te agradecería que te fueras de mi habitación —dijo al tiempo que lo volteaba a ver con el más profundo de los odios plasmado en los ojos—. Tu presencia me pone mal, los dos sabemos que eso le puede hacer daño al bebé y sé bien que tú no quieres que eso suceda, ¿cierto? —preguntó con fingida inocencia, una que ponía en duda sus palabras mal intencionadas. Después regresó su mirada a donde la tenía inicialmente.
Leopold apretó los labios con coraje, reprimiendo las ganas de gritarle que no podía hablarle de esa forma y de amenazarla con hacerle pagar una vez que trajera a su heredero al mundo, pero se abstuvo porque no quería ser el causante de una desgracia. Bajo ninguna circunstancia se podía poner en riesgo el nacimiento de ese bebé.
—No olvides que sin importar lo que suceda yo sigo siendo el Rey, ¡Tu Rey y tu esposo! —exclamó furioso por el comportamiento nada habitual de su joven Reina. Ella solo asintió despacio, pero continuó sin reaccionar más allá de aferrarse al borde de la cama con ambas manos, negándose a voltear a verlo.
Soltó un gruñido lleno de frustración y salió trinando de la habitación dejando sola a Regina quien no pudo evitar soltarse a llorar tan pronto como estuvo lejos.
Colocó su mano derecha sobre su boca para evitar que su llanto fuera audible y mantuvo su mano izquierda sobre su vientre. Y ahí, sola, en la inmensidad de esa habitación, lloró la muerte de David hasta que se cansó.
Lo siguiente que David supo fue que despertó en una habitación elegante y muy iluminada que no reconocía. Intentó moverse, pero le fue imposible. Había tanto dolor que soltó un grito que le raspó la garganta que tenía seca.
—No se mueva —dijo una mujer que no conocía. Le agarró por la nuca, alzándole la cabeza para ayudarlo a beber algunos sorbos de agua.
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —preguntó tan pronto como sintió que podía hacerlo.
—Mi nombre es Belle. No se preocupe. Está a salvo, trate de descansar —respondió la joven, dejando su cabeza de vuelta sobre la almohada con delicadeza—. Enseguida volveré —informó antes de retirarse, dejándolo solo.
Por su cabeza pasaron millones de pensamientos. ¿Estaba en el castillo Blanco y por eso no reconocía el lugar? ¿Era un prisionero ahora? Aunque, si fuera un prisionero estaba seguro que estaría en una celda y no en una habitación como esa. Miró a su alrededor, intentando reconocer algo en ese amplio lugar y entonces la vio. Era la misma insignia que llevaba la persona que lo auxilió aquel día, la cual tenía forma de sol.
Un sol…
La puerta se abrió dando pasó a una persona que jamás imaginó que llegaría a ver justo en ese lugar. Y es que incluso pensó que nunca volvería a verla.
—¡Hijo! —alcanzó a escuchar antes de que la inconsciencia se apoderara de nuevo de él.
Tan pronto como Regina despertó después de caer en un profundo sueño por el agotamiento que llorar le provocó, salió de su habitación con dirección al jardín, caminando hasta su árbol de manzanas donde se paró a contemplarlo mientras se permitía recordar las horas y momentos que vivió con David justo en ese lugar.
Fue ahí donde decidió despedirse de él y jurarle que no permitiría que algo malo le sucediera al hijo de ambos.
—Tuyo y mío, David. Nuestro hijo —murmuró al viento que le acariciaba el rostro permitiendo que en su mente se formara la fantasía de que era él quien en realidad lo hacía.
Suspiró entrecortadamente, dándose el valor de seguir adelante al no tener más opción. Miró a su alrededor, notando la cantidad inaudita de caballeros custodiándola, sumándose a los que la siguieron desde su habitación hasta el jardín, vigilando su andar como si fuese una prisionera con ganas de escapar.
Sonrió y negó con la cabeza, entendiendo que su función era también impedir que buscara el pasadizo oculto del que David habló en sus cartas. A decir verdad, Leopold hacía bien, porque si algún día encontraba la oportunidad, se iba a ir muy lejos, donde no tuviera que saber de nadie nunca más.
Cuando el esperado día llegó, Regina fue asistida para el viaje hacia el castillo Blanco. Fue ataviada en un precioso vestido color perla, alusivo al reino del que era reina consorte, zapatillas bajas y, adornando su cabeza, una tiara en el cabello que llevaba en un elegante recogido trenzado.
—Bellísima —dijo la doncella, haciendo una reverencia cuando terminó su labor.
—Gracias —sonrió con amabilidad a la joven quien sonrió entusiasmada y se apresuró a avisar que ya estaba lista para el viaje.
Regina se contempló en el espejo, notando la tristeza en sus ojos, deseando con el alma que eso fuese solo una pesadilla de la cual despertaría en cualquier momento y no la cruel realidad de estar atrapada en un matrimonio no deseado, cumpliendo los caprichos del Rey y de su primo disfrazados de deber a la Corona.
—Majestad —saludó Rumpelstiltskin haciendo una reverencia que ella observó a través del espejo. La doncella entró para tomar una capa azul con finos bordados dorados que le colocó a Regina antes de que se pusiera de pie y, cuando lo hizo, el consejero quedó deslumbrado por la belleza de la joven Reina.
Regina avanzó a paso firme saliendo de la habitación, recorriendo el largo pasillo y los corredores del palacio de Verano, seguida del consejero, la joven doncella y los caballeros encargados de custodiar cada uno de sus pasos.
Inhaló profundamente antes de subir al carruaje real y no pasó mucho tiempo para que Leopold subiera también. En cuanto se instaló comenzaron el viaje. El hombre no pudo evitar elogiar a Regina por su belleza, pero ella no le prestó atención alguna. Se encontraba sumergida en los recuerdos que tenía con David en ese lugar. Cuando el castillo desapareció de su vista, se recargó en la ventana, se abrazó a sí misma y cerró los ojos a fin de evitar cualquier plática con el Rey.
La estrategia funcionó por un par de horas donde el silencio entre ellos reinó. Desafortunadamente, Leopold se puso a hablar del anuncio oficial del embarazo, principalmente de los invitados a quienes expresó moría por verles la cara al saber del heredero que tenía en camino después de correr y alimentar rumores sobre su virilidad.
Regina lo oyó más no lo escuchó. Se mantuvo serena, imperturbable. La única reacción que tuvo fue asentir cuando fue necesario.
Al arribar al castillo Blanco, Regina descendió después de que Leopold lo hiciera. Una cuantiosa corte los esperaba haciendo una reverencia cuando pasaron frente a ellos para ingresar al palacio. Una vez dentro, el sanador indicó al Rey que Regina debía reposar después del viaje. Leopold aceptó, enviándola a su habitación a descansar. Ella se retiró sin objeción alguna. Lo hizo acompañada de Ruby, Johanna y un par de guardias que custodiaron su andar. Entraron a la habitación y Regina fue directo hacia el tocador donde se sentó, mirando fijo su reflejo. Ruby se apresuró a quitarle la capa que quedó atrapada entre ella y el respaldo de la silla.
—El Rey indicó que debe descansar, Majestad —masculló con fastidio la doncella mayor—. No demore en recos…
—Fuera de mi habitación —ordenó Regina, mirando con rabia a Johanna a través del espejo. La mujer mayor, indignada, dio media vuelta y abandonó la habitación cerrando tras ella.
Fue ese el momento en el que Regina se puso de pie, echándose a los brazos de una sorprendida Ruby quien la recibió asustada y preocupada. La cabeza dándole mil vueltas, preguntándose qué le sucedía a su amiga. Sin embargo, decidió dejar sus dudas de lado un momento, dándole oportunidad a Regina de desahogar el alma a través del llanto. Pasaron largos minutos hasta que fue la Reina misma quien se separó de su amiga y comenzó a hablar sin que la otra preguntara.
—Estoy embarazada.
—Lo sé —respondió Ruby sintiendo un nudo en el estómago porque era lógico que un hijo con Leopold no podía ser algo agradable y era imposible no sentir pena por Regina.
—He… estado viviendo los peores días de mi vida, Ruby. Quisiera gritar, correr, escapar, desaparecer. Irme muy lejos. Quiero irme con… —calló porque sabía bien que metería en problemas a su amiga si le contaba la verdad.
—¿Con tu padre? —preguntó Ruby, asustada de pensar que Regina pudiera atreverse a cometer alguna locura.
—No. No quise decir eso —respondió, tratando de evadir el tema—. No sé qué voy a hacer.
—Tú no has hecho nada malo. No es tu culpa que Hans y Leopold se aprovechen de ti para su beneficio. No es tu culpa haber quedado embarazada y no es culpa de… —dejó la idea en el aire porque no sabía si ese argumento era una razón válida para Regina.
—Jamás le haría daño a mi bebé —aclaró a su amiga quien respiró aliviada, volviendo a abrazarla con fuerza.
Semanas más tarde David despertó de nuevo. Los rayos de sol entraban por la amplia ventana junto con un sutil viento que acariciaba con delicadeza todo a su paso. Abrió los ojos, sintiéndose desorientado una vez más, volviendo a encontrarse con el amable y preocupado rostro de la joven que dijo llamarse Belle.
—Gracias a los cielos que ha despertado —comentó conteniendo la emoción, retirándose a prisa como lo hiciera la vez anterior.
Recordó vagamente que se encontraba en un lugar muy elegante, casi idéntico al palacio de Verano y entonces, la imagen de su madre vino a él. Se incorporó, notando dolor más no tan intenso está vez. Frunció el ceño cuando un hombre ingresó a la habitación en lugar de su madre y se preguntó brevemente si fue una alucinación.
—Buen día, ¿sabe cuál es su nombre? —preguntó el hombre que se notaba que estaba en su media edad.
—David —respondió pausado.
—¿Sabes bajo qué reinado estamos?
—El Rey Arturo. ¿Dónde está mi madre?
—Belle, ve por ella, por favor —solicitó a la joven doncella que volvió a correr hacia la puerta—. No se agite, Al… —calló de inmediato dándose cuenta que estuvo a punto de cometer una imprudencia.
—¡Hijo! —Ruth irrumpió en la habitación, apresurándose hacia David a quien envolvió entre sus brazos con cuidado—. Oh, mi niño. Gracias a los cielos que has despertado —dijo sosteniendo el apuesto rostro de su hijo entre sus manos.
—Mamá. Tú… ¿tú estás bien? —preguntó feliz de verla, pero confundido a la vez pues su madre no tenía aspecto enfermo, aunque se notaba consternada.
—Estoy muy bien ahora que has vuelto a mí —respondió con cariño, acariciando los rubios cabellos de su pequeño—. ¿Qué fue lo que sucedió? —susurró su pregunta con dolor pues había pasado las semanas más angustiosas de su vida al verlo postrado en esa cama sabiendo que podía morir en cualquier momento.
—Caí de mi caballo hacia un barranco —contó, omitiendo que fue perseguido por la guardia blanca.
—Se rompió varios huesos, sufrió un fuerte golpe en la cabeza y perdió muchísima sangre —explicó el hombre quien era un sanador—. Afortunadamente fue encontrado a tiempo por la guarida del Sol.
—¿La guarida del Sol? —preguntó confundido, mirando a su madre esperando por una respuesta.
—Estamos en el castillo del Sol.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó sin entender nada.
—David, hay… hay algo que debo contarte. —El rubio frunció el ceño con preocupación más no dijo nada, se quedó atento, mirándola en espera de la inminente explicación—. Hace muchos años yo fui doncella de este palacio —vio la sorpresa reflejada en el rostro de su hijo. Nunca en su vida había estado tan nerviosa y tensa como en ese momento. No encontraba cómo explicarle a David la situación sin que resultara impactante.
—Yo me… —pasó saliva—, me enamoré del Príncipe George y él de mí —contó avergonzada y sus mejillas se encendieron con fuerza—. Estábamos felices, él quería desposarme, pero hubo alguien que me llenó de miedo y decidí huir —susurró con lamento.
—Mamá…
—Lo hice estando embarazada de ti —confesó su más grande secreto, esperando que su hijo entendiera lo que trataba de decirle.
David abrió los ojos y la boca grandes ante la fuerte revelación de su madre.
En ese momento entró a la habitación un hombre mayor, casi de la edad de su madre. Supo de inmediato que se trataba de un Rey pues portaba corona y ropas reales.
—Hijo, él es George, el Rey del reino del Sol, y tu padre.
El hombre mayor miró a David por un par de segundos que parecieron eternos hasta que se acercó para poderlo estrechar entre sus brazos con cuidado.
—Mi muchacho —susurró con cariño y dolor porque fueron años los que pasó pensando en él y en Ruth, desesperado por encontrarlos y al fin, al fin habían vuelto a él.
—No… no entiendo —susurró David cuando George lo soltó. Tenía los ojos vidriosos y miraba a su madre—. Todo este tiempo me has estado mintiendo —reprochó porque ella le dijo que Robert, el leñador que conoció y recordaba muy poco, había sido su padre.
—No podía decirte la verdad. Fui engañada y creí que era peligroso que George nos encontrara —explicó temiendo que David la odiara por guardar ese secreto.
—¿Quién fue, Ruth? —preguntó George porque hasta ese día se había negado a contarle la verdad.
—Tengo que hablar con él. Te prometo que te contaré todo —aseguró tomando una mano de su hijo—. Lo hice por ti, cariño. Lo único que sabía era que tenía que protegerte.
Por respuesta, David depositó un beso en la mano de su madre y después recargó la mejilla ahí.
—Te amo, mamá.
—También yo a ti. Volveré tan pronto como termine de hablar con el Rey. —Se puso de pie, dejó un beso en la frente de su hijo y caminó hacia la salida de la habitación.
—Descansa un poco, hijo. —George pronunció la palabra con algo de inseguridad porque no sabía si David estaba de acuerdo con que él lo llamara así. Para su tranquilidad, el rubio asintió despacio.
Salió de la habitación reuniéndose con Ruth al otro lado de la puerta. Sonrió cuando los brillantes ojos se posaron en los suyos. Ambos sintieron la necesidad de abrazarse al saber que su hijo se encontraba bien.
—Prometiste contarme en cuanto despertara —le recordó y Ruth asintió, dispuesta a hablar—. ¿Por qué te fuiste mi bella flor imperial? —preguntó en un susurró lleno de dolor mientras se atrevía a acariciar una mejilla de la mujer que llevaba amando por todos esos largos y amargos años.
Desde que Ruth llegó a trabajar como doncella al palacio quedó prendado de ella y no podía dejar de pensarla. Nunca fue más feliz como cuando supo que Ruth se sentía igual que él. Les fue imposible reprimir el amor que floreció entre ellos y se entregaron a sabiendas que tenían a todo un reino en contra. Cuando se enteraron del embarazo, George no dudó en prometer que se casarían, que la haría su esposa, que, como ella aseguraba, tendrían un niño hermoso que llamarían James como él quería, y que serían muy felices. Solo necesitaba un poco de tiempo para convencer a su padre de permitirle desposar a una doncella. El problema fue que, poco después, Ruth desapareció y desde entonces se dedicó a buscarla por todo el reino, los reinos vecinos y cualquier rincón de tierra conocido, pero nunca los encontró.
—Alguien me dijo que tú nunca me ibas a desposar, que me habías mentido y que el bebé corría riesgo de ser asesinado si era una niña porque el Rey y tú, como príncipe heredero, junto con todo el reino, querían un varón.
—¿Qué? —preguntó incrédulo—. Yo jamás te hubiera hecho daño, Ruth. Ni a ti ni a nuestro hijo. ¿Quién te dijo eso? —exigió saber reflejando su molestia. No contra ella, sino con quien había sido capaz de contarle semejante mentira.
—Ellos… —susurró Ruth con lágrimas agolpadas en los ojos.
Veintidós años atrás
Ruth se encontraba recolectando flores del jardín real disfrutando del sol acariciando su piel expuesta. Amaba esa sensación sobre todo porque el Príncipe George la llamaba Flor Imperial. Decía que era porque los lirios crecían y florecían hermosos gracias al sol.
—Muchacha. —Ruth se irguió en cuanto escuchó la voz de la Reina Eva e hizo una reverencia tan pronto como constató que se trataba de ella.
Los Reyes del reino Blanco se encontraban de visita en el reino del Sol. Leopold era muy amigo de George, eran como hermanos. El Príncipe del Sol contó a su amigo la noticia. Eva tenía dos meses de embarazo y George sabía que Leopold entendería su emoción y felicidad. Sin embargo, el Rey del reino Blanco y su esposa no aprobaron que se tratara de una simple muchacha quien fuera a tener al futuro heredero del reino del Sol y, convencidos que hacían lo correcto, decidieron asegurarse que la doncella desapareciera para siempre.
—Tienes que irte lejos, Ruth —dijo Eva—. George no se casará contigo. No puede hacerlo. Eres una doncella de buenos principios y costumbres, sin embargo, no perteneces a la realeza. George no te lo dirá, pero si das a luz a una niña no será reconocida como un heredero al trono y el Rey Charles se asegurará de eliminarla.
—No… —susurró Ruth asustada.
En ese momento, Leopold hizo su aparición, llegando apresurado al lado de su Reina. Se fijó en el semblante pálido de la muchacha de la que George estaba enamorado, aún sin poder creer que fuera quien llevaba en el vientre al futuro heredero al trono del reino del Sol. Eva le susurró rápidamente lo que ya había hablado con Ruth y fue él quien siguió hablando:
—Sabes bien que George espera un hijo varón, incluso eligió el nombre. Si lo que llevas en el vientre es una niña lo decepcionarás y no habrá forma en que se pueda asegurar que la dejaran con vida. Vete, Ruth. Vete lejos, donde nadie pueda encontrarte porque si llegan a hacerlo y se enteran que el bebé es un varón te lo quitaran. ¿Entiendes? No tienes opción. Tú única oportunidad es huir.
Presente
—¿Leopold? ¿Y Eva? —preguntó consternado el Rey del Sol. No podía creer que su amigo casi hermano hubiera sido capaz de hacerle eso. Él fue testigo de lo mucho que sufrió cuando se enteró que Ruth se había ido y supo de la exhaustiva búsqueda que llevaba haciendo por años—. Ruth, ¿por qué no me buscaste para decirme? —preguntó tomándola de los brazos.
—Tenía miedo. Ellos tenían razón, eras el heredero al trono y yo una simple doncella insignificante que no tenía nada que ofrecerte.
—Eras mi todo, Ruth. Tú y nuestro James eran lo único que me importaba. Los amaba —dijo con un nudo en la garganta con el recuerdo vivido de ella asegurando con ilusión que tendrían un niño—. Los he amado durante estos largos años y los sigo amando ahora que los encontré.
Las lágrimas corrieron por el rostro de Ruth que no pudo evitar echarse a los brazos del hombre que no había dejado de amar a pesar de los años. Las frías manos del Rey buscaron su rostro, lo tomaron y lo alzaron para que pudieran mirarse a los ojos.
—Siempre tuviste razón, fue un niño —sonrió George al recordar la seguridad con la que su bella flor imperial le dijo que el bebé sería un varón—. Un sano y hermoso niño al que al final decidiste llamar David. —Fue inevitable que algo de reproche se percibiera en su tono a pesar de que era lógico que no le pondría James después de haber huido para no ser encontrada.
—Lo hice para protegerlo.
—Ahora lo entiendo —susurró con cariño y besó la frente la Ruth.
—Perdóname, George —pidió con dolor abrazándose de nuevo a él—. Creí que…—Le fue imposible seguir hablando porque desbordó en llanto.
—Te amo, Ruth. Lo he hecho durante todos estos años y ni por un solo segundo he dejado de hacerlo. Te amo —repitió—, y lo único que me importa ahora es que los he encontrado, que están bien y que por fin están a mi lado.
