CAPÍTULO LXIX

Yūji abrió los ojos, no quería hacerlo por completo. La luz resultaba demasiado brillante, más que cuando se desvelaba y terminaba por arrastrarse sin energía fuera de la cama.

De manera generalizada, el cuerpo exigía un descanso para sitios en los que nunca imaginó sentir agotamiento y al mismo tiempo rebosaba de una vitalidad sin paragón. No experimentaba algo parecido desde que era un niño y recibía dosis elevadas de azúcar.

Giró hacia la izquierda. Giró hacia la derecha. No encontró a Gojō cerca.

Una parte de él decayó al imaginar que, tras haberse acostado con él, entregando lo que el otro deseaba, las cosas comenzarían a trazar un rumbo diferente. La incertidumbre de saber si sería bueno o malo lo descolocó.

«Debe estar tomando un baño» se convenció, luego de reparar en la sangre seca de las sábanas blancas que se le antojaba más para víctima de violencia que noche de pasión.

Al sentarse al borde de la cama, frunció el entrecejo y apretó con fuerza los ojos ante la incómoda sensación en el trasero.

Levantó los párpados al escuchar abrir la puerta, dando paso a Gojō, quien vestía única y exclusivamente un mandil negro, simple y sin gracia, que le llegaba a los muslos, dejando una excesiva cantidad de piel al descubierto, aunque menos llamativa si se comparaba con la desnudez propia.

—¡Yūji! —Apresuró el paso—. Al fin despiertas.

Pese a la energía que irradiaban sus palabras, el chico fijó la atención en cuán cansado lucía su novio: incipientes ojeras, ojos a medio cerrar y hombros vencidos fueron las señales más obvias.

De algún modo, Gojō parecía más viejo y acabado que el día anterior, algo que hasta él mismo notó luego de verse en el espejo del baño al levantar. Se mantuvo en shock minutos completos. Se suponía que Yūji debía ser su colágeno, no al revés. ¿En qué se habían equivocado?

—Buenos días ¡¿Gojō-sensei?! —su voz fue en aumento a medida que el otro se acercaba.

La sorpresa final se debió al analizar a detalle la marca en el cuello: se distinguían a la perfección las hileras de dientes arriba y abajo; la piel, desgarrada y levantada, dejaba entrever pedazos de carne rosada y maltrecha; el contorno, de algunos lugares era rojizo y, de otros, morado.

Gojō elaboró un amago ademán de cubrir la zona afectada.

—¿Te impacta?

—Demasiado. ¿No le duele? Me dejé llevar demasiado, lo si…

—Yūji, Yūji, Yūji. —Negó con la cabeza, aguantándose las ganas de llorar o emitir un lamento por el dolor que aquello le producía—. ¿Me vas a quitar el gusto de decir que mi novio intentó devorarme?

—Estoy casi seguro que eso cuenta como abuso doméstico.

—Arrebato doméstico —corrigió, poniéndole un dedo sobre los labios.

—Hay que ver a un médico. Podría infectarse.

—Descuida, esta mañana lo lavé con agua y jabón.

—Sabe perfectamente que eso no es suficiente.

Gojō exhaló resignado.

—Relájate. Shōko viene en camino —mintió, dispuesto a enviarle un mensaje más tarde para volverlo realidad—, así que no pienses en eso, ¿vale?

Yūji tragó saliva.

¡¿Cómo pretendía que no pensara en eso si se le revolvía el estómago de sólo mirarlo?! Encima, el morbo era tal, que resultaba imposible quitarle los ojos de encima.

Suspiró.

«Al menos aseó el área, así que no debería infectarse pronto». Aunque el baúl de los recuerdos mentales inútiles reprodujo una nota televisiva en la que exponían un dato curioso que rezaba: ¿Sabías que…? La mordida de un humano es más peligrosa que la de un tiburón por la cantidad de bacterias presentes.

—¿Listo? —preguntó Gojō, extendiendo ambas manos al chico para que las tomara.

—¿Para…?

—Para que tomes un baño, el agua caliente espera por ti. También tengo listo el desayuno, preparé toda clase de cosas deliciosas que le gustan a Yūji. Debes estar hambriento después del ejercicio de ayer.

Al ponerse en pie, Yūji comprendió por qué Gojō le extendió las manos. El dolor en la cadera lo sorprendió con la guardia baja; pese a contar con la fuerza suficiente para no caer, en un acto reflejo, se sostuvo de los brazos opuestos.

—¿Te encuentras bien?

—Sí —respondió, sonando más a pregunta que afirmación.

Algo no se sentía del todo bien, por lo que, en un infructuoso intento de ocultar su preocupación a los ojos ajenos, se llevó un par de dedos a palpar los bordes del ano, percibiendo algo resbaloso.

Al traer al frente los dedos descubrió dos cosas: la primera, que en sus uñas había restos de sangre seca, también los tenía la mano contraria; la segunda, algo de aspecto lechoso que impregnaba las yemas de los dedos y que, por consiguiente, tenía embarrado allá atrás.

—Es una crema para bebé, para evitar rozaduras —explicó Gojō—. Te la apliqué ayer después de que te quedaras dormido y otro poco hoy antes de bajar a la cocina.

Las mejillas se le colorearon a Yūji que a Gojō se le antojaron apetecibles. Las habría mordido de no ser porque evitaba a toda costa mover la cabeza o el cuello.

Antes de que el chico profiera lo que de seguro sería un agradecimiento, lo encaminó en dirección al baño.

—Vamos, ve a ducharte antes de que se enfríe la comida. Yo iré después de ti. Estaré aquí cambiando las sábanas, por si necesitas algo.

Ni corto ni perezoso, Yūji siguió las instrucciones al pie de la letra.

Gojō retiró la funda de la almohada y la acomodó en el centro del colchón junto con las sábanas manchadas, pero sin destender del todo la cama.

Hizo una foto con el móvil y se la envió a Megumi.

Gojō Satoru

Meguminola ヾ( ▽ )

Ayer tuve una noche de pasión increíble con Yūji

Pero ocurrió un pequeño accidente…

¿Recuerdas cómo quitar manchas de sangre?

Si no, tu novio delincuente debe saber.

Quien viera a Gojō con la sonrisa macabra que se formaba al escribir cada palabra, no se acercaría a él, en especial porque también podría distinguir un par de cuernos junto a una larga cola puntiaguda.


Megumi abrió la puerta de la casa de Gojō haciendo un escándalo impropio de él. Se le notaba agitado a leguas, característico de quien corre un maratón.

Al avanzar con un par de zancadas encontró a Yūji, quien vestía un aburrido pantalón gris de pijama junto a una playera blanca de manga corta; aplicaba medicamento en aerosol a la espalda de su pareja, quien portaba un conjunto igual, sólo que sostenía en mano la parte superior.

—¿Qué…? —musitó, extrañado por ver las marcas lacerantes y la violenta herida en el cuello de Gojō.

A los pocos segundos entró Sukuna, mucho menos alterado. Se notaba quién seguía haciendo ejercicio.

—Oh, Fushiguro, Sukuna, ¿por qué no avisaron que vendrían? —preguntó por mera curiosidad, sin ánimos de reclamar.

—¿Desde cuándo te tengo que avisar a dónde demonios voy y con quién, mocoso?

Yūji rodó los ojos. No tenía sentido responder las provocaciones de su hermano. No más.

Gojō se acomodó en el sofá mientras Megumi se acercaba hacia ellos.

—¿Te encuentras bien, Itadori?

—Sí. Bueno, hace un rato desde la última vez que me enfermé.

Megumi apretó la mandíbula y la bolsa plástica opaca que llevaba en la mano.

Sukuna soltó una risa ronca por lo bajo. Concluyó algo cruelmente divertido al atar los cabos sueltos: Megumi palideciendo tras recibir un mensaje, verlo correr para comprar toallas femeninas sin detenerse a respirar hasta llegar a esa casa.

«Siempre pensando en lo más horrible y espantoso. Me encanta».

Gojō tuvo que morderse la lengua para aguantar la risa. Si Sukuna había entendido la maldad, él se negaría a compartir humor con el cuñado imbécil.

—¡Oh! ¿Nos trajiste un recuerdo? —anunció con la emoción digna de un niño en navidad.

—Ten. —Le presionó la bolsa con todo y producto a Yūji en el pecho—. Se lo das a Kugisaki o lo que sea. Nos vamos —le indicó a Sukuna, quien se limitó a encoger los hombros y salir por donde entró.

—¿No se quedan a comer? —preguntó Yūji, analizando con extrañeza el paquete de toallas destinadas a la higiene femenina.

¿Por qué Megumi le daría algo así para entregar a Nobara? ¿Habría tenido un accidente? ¿O pretendía jugarle una broma para que la chica lo descuartizara?

Al poco tiempo llegó Shōko, quien no trató las heridas de su amigo hasta dar una cátedra a la pareja sobre los riesgos de llevar los «juegos» demasiado lejos. Le sorprendió que Yūji fuera capaz de dejar tremendas marcas –no lo puso en palabras– y que Gojō tuviera un lado masoquista escondido. Sin embargo, nunca lo había visto sonreír tanto como ahora que vivía con el muchacho.

Se quedó a comer porque no podía hablarles de salud cuando su desayuno esa mañana se conformó por un refresco de cola y tres cigarros.

Al ver interactuar a la parejita, descubrió que se hallaban a kilómetros de ser los clásicos tórtolos enamorados, era un poco más… idiotas. Tal para cual. Eran el ejemplo viviente de la frase «el amor es ciego», pero en su caso también era sordo y de nulo raciocinio.


—Esperen un momento —dijo Nobara, sentada a la mesa de la casa de Gojō, en la reunión semestral obligada con el dúo de bobos (y el anfitrión metiche) que tanto apreciaba—, déjenme ver si entendí. —Juntó las palmas en un aplauso, antes de proceder a señalar—. Gojō es suegro y cuñado de Sukuna; Yūji es papá adoptivo y cuñado de Fushiguro; Fushiguro es sobrino y novio de Sukuna… Me das asco, Fushiguro. ¿Cuál es la necesidad de andar con tu tío? Fetichista incestuoso.

—Cierto, cierto. —Yūji asintió, solemne, casi como un abuelo de ideales extremistas radicales, disgustado a mitad de una ponencia sobre el aborto y el feminismo; o sea, su propio y difunto abuelo—. Aunque, leyendo curiosidades en Internet descubrí que Sigmund Freud decía que buscas a alguien como tus padres de forma inconsciente. ¿Por qué Sukuna? No se parece en nada a sensei.

—No sé si lo has notado, pero Gojo-sensei es un molesto neandertal con el cerebro un poquito más desarrollado que el promedio y músculos por todos lados, igual que tu hermano.

—Ya les dije que Gojō no es mi papá —interrumpió Megumi la absurda plática unilateral.

—¡¿De verdad eso es lo que te preocupa?! —exclamó Gojō, trastocado por el hecho de que siempre que esos tres se juntaban, recibía puñetazos a su dignidad.

—¿Eso significa que veo a Sukuna como mi figura paterna y por eso me gusta Gojō-sensei?

—¡¿Tú tampoco me vas a defender?!

—Sensei, yo lo quiero mucho, pero no sé mentir… y tampoco me gusta hacerlo —completó con un inocente descaro tan habitual en él.

—¡Yūji!

—Aquí podemos ver justo el momento donde se le rompe el corazón —anunció Nobara, elaborando escuadras con cada mano para enfocar la desgracia ajena como si se tratase de un paparazzi capturando el desplante de algún famoso.