Capítulo 47

Una inesperada declaración de amor

Habían pasado algunos minutos desde que Oscar llegó al Castillo de Meudon, y el príncipe heredero ya estaba vistiéndose para salir a cabalgar. Estaba emocionado; era la primera vez que salía a pasear sólo con Oscar y para él era como un sueño hecho realidad.

- Ya estoy listo. - comentó Luis Joseph de pronto, y salió hacia el pasillo donde su madre y la hija de Regnier lo esperaban.

Las damas que lo cuidaban le habían puesto su mejor traje ya que el delfín había insistido mucho para que así fuera, y su rostro irradiaba felicidad, una felicidad que su madre no había visto desde que cayó enfermo.

- Joseph, prométeme que te portarás bien y obedecerás en todo a Oscar. - le dijo María Antonieta, y Luis Joseph asintió con la cabeza.

- Sí, madre. - respondió el niño, y de inmediato tomó la mano de Oscar.

- ¿Nos vamos, Su Alteza? - preguntó la heredera de los Jarjayes muy formalmente, y los ojos de Luis Joseph brillaron de emoción.

- Sí, Oscar. - respondió el niño, y ambos caminaron hacia la parte posterior del castillo de Meudon, a donde los sirvientes habían llevado el caballo de la ex Comandante de la Guardia Real.

En ese instante, un par de lágrimas se deslizaron por el rostro de María Antonieta, pero esta vez no eran lágrimas de tristeza, sino de felicidad. ¡Cuánta alegría había visto en el rostro de su pequeño! La esposa de Luis XVI nunca creyó que la sola presencia de Oscar pudiera influir tanto en el estado de ánimo de su hijo, a tal punto que súbitamente parecía haber recuperado la energía que su terrible enfermedad le quitaba cada día que pasaba.

- Su Majestad, ¿por qué decidió dejarlo ir?... ¿Y si el delfín sufre algún accidente? - le dijo una de sus damas de honor, muy preocupada.

Entonces, María Antonieta dirigió la vista hacia ella.

- No te preocupes, Bernardette... Nada le pasará al lado de Oscar. - le respondió. - Ella es la persona en la que más confío. Te aseguro que jamás pondría en riesgo a mi pequeño Joseph. - le dijo.

Y tras una breve pausa, se dirigió nuevamente a ella.

- Estaré en la capilla. - comentó la reina, y tras ello salió del salón ante la angustiada expresión de Bernardette.

La dama no dudaba de la capacidad de la heredera de los Jarjayes para proteger al príncipe, pero el cuerpo del pequeño estaba muy frágil y creía que esa inesperada salida a cabalgar podría afectar su ya deteriorada salud.

Mientras tanto, dirigiéndose a la capilla, la reina de Francia reflexionaba sobre su decisión.

- "Mi querido Joseph... Si tan sólo Dios se apiadara de mí y me diera la oportunidad de ofrecer mi vida por la tuya lo haría sin dudarlo... Pero ahora todo lo que puedo hacer es intentar que seas feliz..." - pensaba entre lágrimas

...

Unos minutos después, Oscar y Luis Joseph recorrían juntos el verde valle que rodeaba al castillo.

- ¡Galopa! ¡Galopa! ¡Galopa! - le decía el pequeño al bello corcel blanco de la heredera de los Jarjayes.

Su felicidad era inmensa. Hacía mucho que no sentía la brisa ni el aire puro sobre su rostro, hacía mucho que no veía a las verdes hojas de los árboles iluminarse con los rayos del sol; había pasado demasiado tiempo en cama, resguardado por los elegantes muros de su habitación del Palacio de Versalles y ahora del Castillo de Meudón. No obstante, ahora la vida le regalaba un momento maravilloso, un momento que jamás podría olvidar: pasear a caballo con la mujer que para él era la más hermosa de toda Francia, Oscar Françoise de Jarjayes.

- No debe presionar tanto al caballo... - le decía ella mientras reía con él, pero Joseph estaba tan entusiasmado que poco caso hacía a las recomendaciones de Oscar. De todas maneras, no había peligro alguno; la hija de Regnier tenía controlada la situación. Además, conocía muy bien la nobleza de su caballo, y estaba segura de que su bello corcel también estaba cuidando al pequeño príncipe.

- ¡Galopa! ¡Galopa! ¡Galopa! - insistía Luis Joseph.

Casi sentía que volaba en total y absoluta libertad. ¿Acaso podía existir mayor felicidad que esa? - se preguntaba.

- Desearía poder cabalgar así eternamente... - le confesó a la heredera de los Jarjayes, y agotado por su fragilidad, recostó la cabeza sobre uno de los brazos de su adorada Oscar.

- Joven príncipe... - le dijo ella sintiendo cómo el pequeño se desvanecía, y preocupada, dirigió su caballo hacia un frondoso árbol que se encontraba en las orillas del río.

Al llegar ahí lo recostó sobre la grama, tomó uno de los pañuelos que llevaba en el bolsillo del saco de su uniforme y lo humedeció en las cristalinas aguas para luego colocarlo sobre la frente del príncipe heredero.

Y mientras lo observaba, no pudo evitar pensar que - si hubiera tenido una vida como la de cualquier otra mujer - para esos momentos probablemente ya tendría un hijo de la edad de Luis Joseph, un hijo que, seguramente, sería su más grande adoración, como lo era el pequeño príncipe para María Antonieta. No obstante, Oscar no sentía ninguna amargura por el hecho de no ser madre, todo lo contrario, se sentía agradecida por no haber tenido una vida ordinaria, ya que de tenerla, no habría podido compartirla con André tal como lo había hecho hasta ese entonces.

Ahora todo se resumía a él; cada uno de sus planes, cada una de sus acciones, y cada uno de sus pensamientos. No había dejado de amarlo ni un solo instante a pesar de todas las responsabilidades que llevaba sobre sus hombros, ni había dejado de soñar con el día en el que por fin pudieran ser libres para vivir plenamente su amor. A diferencia de André, que a veces sucumbía ante el pesimismo, Oscar estaba llena de esperanza. "Las peticiones del pueblo tendrán que ser escuchadas." - se repetía constantemente, aferrándose a la idea de que Francia iba a renacer a partir de los Estados Generales. ¿Acaso podía aceptar otra posibilidad cuando su país se hundía cada vez más en la decadencia?

Y mientras reflexionaba sobre ello, Luis Joseph abrió los ojos.

- ¿Se encuentra bien, Alteza? - le preguntó Oscar con dulzura. - Creo que será mejor que regresemos... - le sugirió.

- Escuché que los Estados Generales serán convocados... - dijo de pronto el príncipe.

- Sí... - respondió Oscar.

- Deberé regresar al Palacio de Versalles para entonces, ya que ese día será recordado como infame en la historia de Francia. - le dijo el niño, manifestándose claramente en desacuerdo con el inicio de aquellas asambleas. - Francia... El país que algún día reinaré... - agregó, con la nostalgia de saber que eso nunca podría llegar a ser.

- Así es. Su Alteza se convertirá en Luis XVII... - le dijo Oscar, pero apenas terminó la frase, notó que los ojos del pequeño estaban llenos de lágrimas, y su rostro reflejaba una enorme tristeza.

Entonces, ante la mirada sorprendida de la heredera de los Jarjayes, Luis Joseph se aferró a su cintura, besó su rostro y la miró directamente a los ojos.

- Yo te quiero... - le confesó el príncipe. - Cuando renazca, no naceré enfermo; llegaré a ser grande y fuerte... ¡Hasta entonces, por favor, espérame! - le dijo, ante la conmovida mirada de Oscar, que no se esperaba esa declaración de amor por parte del heredero al trono de Francia.

Mientras tanto, en la capilla del palacio de Meudon, María Antonieta oraba por su pequeño.

- Dios mío, por favor, haz que Luis Joseph viva un mes... una semana... o aunque sea un día más... Por favor... Por favor, te lo pido... - suplicaba.

Entonces Fersen, que tan solo unos minutos antes había llegado al castillo para intentar ver a la mujer que amaba, la observó entristecido. Todo lo que quería era consolarla, pero cuando estaba por aproximarse a ella, sintió unos pasos acercándose a la capilla y se detuvo para observar de quien se trataba.

Era Luis XVI, rey de Francia, y ante su presencia, Hans Axel Von Fersen, coronel del ejército francés, hizo un formal saludo militar.

- Con su permiso... - le dijo respetuosamente el esposo de María Antonieta al conde, y continuó avanzando hacia su consorte.

Unos segundos después, ya se encontraba a su lado.

- ¡Su Majestad! - exclamó María Antonieta, sorprendida de verlo ahí.

- Yo también rezaré contigo... - le dijo él, y se arrodilló junto a su esposa para que ambos pudieran rezar por la salud de su hijo.

Al ver esa escena, Fersen comprendió que estaba sobrando en la vida de María Antonieta. El rey y la reina estaban pasando por un momento realmente duro, y solamente ellos, y nadie más que ellos, podían comprender su dolor y apoyarse mutuamente.

Entonces el conde decidió marcharse, no solo del Castillo de Meudón, sino también de Francia. Aunque entendía la situación, no dejaba de dolerle no poder estar cerca de la mujer que amaba para darle su apoyo en aquellos instantes; volvería a su país para alejarse de todo aquello, y para intentar recuperar la paz que había perdido.

Y mientras caminaba hacia la salida, empezó a pensar en la mejor forma de anunciarle al General Boullie su retiro de las Fuerzas Armadas Francesas.

...

Algunas horas más tarde, Oscar regresaba al cuartel general. A pedido de la reina, había permanecido junto a ella y su pequeño toda la mañana, no como comandante del ejército, sino como una buena y confiable amiga suya.

Al llegar, se dirigió a su despacho. Debía revisar los informes que el Coronel Dagout había preparado para enterarse de lo que había ocurrido aquel día, pero cuando estaba por empezar, alguien llamó a su puerta.

- Adelante. - dijo ella.

Era Armand, uno de los guardias franceses de su compañía.

- Buenas tardes, Armand. ¿Qué te trae por aquí? - le preguntó Oscar.

- Buenas tardes, Comandante. - saludó el soldado formalmente. - Quisiera solicitarle un pase de salida para el Viernes. Mi madre cumple años ese día, y como está muy enferma, me gustaría estar con ella... - le dijo. - Lo compensaré con uno de mis días de descanso. - agregó.

- No hay problema. - respondió su comandante, y de inmediato, firmó el papel que debía presentar para poder salir del recinto militar. - No tienes que devolver el día, sólo saluda a tu madre de mi parte. - agregó Oscar cortésmente, y Armand sonrió.

- Gracias, Comandante. Con su permiso. - le dijo disponiéndose a salir, pero Oscar lo detuvo.

- Armand... - le dijo de pronto. - ¿Estás yendo hacia las barracas? - preguntó.

- Sí, Comandante. - le respondió el soldado.

- Entonces dile a André que se acerque a mi despacho. - solicitó la heredera de los Jarjayes.

- Enseguida, comandante. Pero André no se encuentra en las barracas. Ha estado en el campo de tiro desde que llegamos de nuestra ronda. - le respondió el soldado.

- ¿En el campo de tiro? - preguntó Oscar, intrigada.

- Así es, comandante. - respondió el soldado, y la heredera de los Jarjayes se mantuvo en silencio por algunos segundos, pensativa.

- Entonces olvida mi orden. - le dijo a su subordinado. - Puedes retirarte. - agregó amablemente.

- Sí, comandante. - respondió Armand.

Y tras hacer una formal despedida militar, abandonó el despacho.

- "¿André está en el campo de tiro?... Pero si ha estado de ronda toda la mañana..." - pensó Oscar, confundida.

Mientras tanto, el nieto de Marion - con su escopeta en mano - intentaba a toda costa atinar en el blanco, pero ahora su vista fallaba casi constantemente y no lograba vislumbrar con claridad su objetivo.

- "Antes podía hacer esto con facilidad... ¡Pero con el objetivo así de borroso es imposible!" - se dijo a sí mismo.

Y angustiado, intentó atinar en el blanco nuevamente, pero falló una vez más.

- ¡No! ¡No puedo! - exclamó.

Entonces, sintiéndose frustrado, tiró la escopeta al suelo.

- "¡Maldita sea!... ¡¿Cómo podré proteger a Oscar así?!... ¡Solo me interpondré en su camino!" - pensó.

Y se arrodilló apoyando sus manos sobre el suelo.

- Pareces molesto... - le dijo Oscar con voz serena, y André levantó la vista hacia ella, sorprendido de verla ahí.

- Oscar... - le dijo. Ella se había dirigido hacia el campo de tiro unos segundos después que Armand abandonara su despacho, y ahora se encontraba junto a él.

Entonces, la hija de Regnier recogió el arma que André había tirado al suelo unos segundos antes, y se dirigió a él nuevamente.

- La posición de tus caderas es demasiado alta... - le dijo con tranquilidad. - La parte superior de tu cuerpo debe inclinarse un poco más para poder soportar la reacción de la pistola al disparar. - agregó.

Y tras ello, Oscar disparó con la técnica que le acababa de enseñar, dando enseguida en el blanco.

- Si tu postura y tu estilo son correctos, entonces podrás ser capaz de golpear un blanco inmóvil incluso con los ojos cerrados. - le dijo a André, mientras le entregaba su arma para animarlo a intentar nuevamente.

Entonces él intentó hacerlo según sus indicaciones, y aunque no dio exactamente en el blanco, sí se acercó mucho más al objetivo de lo que se había acercado antes, y se dispuso a intentarlo de nuevo.

- Muy bien. Pon la culata junto a tu mejilla y usa la fuerza de tus hombros. - le indicaba Oscar mientras él se disponía a disparar. - No tires del gatillo de una sola vez. La boquilla se moverá y tu objetivo se saldrá de lugar. - le dijo, y él disparó nuevamente casi dando en el blanco.

Entonces André suspiró.

- ¡Bien! - exclamó Oscar. - ¡Intenta de nuevo! - le dijo, y André se puso en posición de tiro. - Primero aprieta ligeramente el gatillo, ¡y ahora contén la respiración y dispara! - le indicó Oscar, y el nieto de Marión disparó dando por fin en el blanco.

...

Fin del capítulo