Avatar: La leyenda de Aang NO me pertenece


Katara entró a su habitación, arrastrando los pies.

Estaba agotada, el cuerpo entero le pesaba pero no entendía el por qué se sentía tan cansada.

Por alguna razón, sentía que estaba destrozada, el corazón le dolía y un vacío en el pecho la persiguió todo el día.

Se dejó caer sobre el mullido colchón, y miró fijamente al techo.

Escuchó de fondo a las gotas de lluvia estrellándose contra la ventana, y el reflejo de los caminos acuosos en el vidrio dibujaban figuras sin sentido en las paredes de la habitación sin luz. Un relámpago iluminó el lugar, solo para ser seguido por un sonoro trueno, provocándole un estremecimiento por todo el cuerpo.

Katara hurgó en el bolsillo de su afelpado abrigo de invierno— a pesar de que ya había empezado la primavera, los días seguían siendo fríos— hasta encontrar lo que estaba buscando.

Sacó su teléfono y lo encendió. Y fue allí donde obtuvo la respuesta a la inquietud que la atormentaba desde la mañana.

La pantalla, con un fondo del mar, indicaba la hora, el clima, y la fecha.

20:34

Martes, 04 de Abril

Ah. Ahora lo entendía.

Era ese día. Era cuatro de abril.

Era el aniversario de la muerte de Aang.

Aang se había suicidado cuatro años antes, ahorcándose con una soga gruesa en el garage de su casa.

¿Quién diría que aquel dulce niño que adoraba respirar la brisa fresca del amanecer, fanático de oler el petricor generado después de una tormenta como la que había afuera ahora, eligiría precisamente privarse del aire como el método para quitarse la vida?

Nadie podría haberlo dicho, nadie podría haberlo adivinado. Incluso ella, su mejor amiga, nunca sospechó de las intenciones del muchacho.

Él siempre era tan alegre, entusiasta, encantandor y un amante incurable de la diversión. Recordaba cómo solía ir por ahí con sus risas contagiosas y su carisma tan cautivador.

Ella jamás pensó que algo andaba mal con él.

¿Por qué nunca le dijo nada? ¿Por qué fingió estar bien frente a ella? Podría haberlo ayudado, si tan solo le hubiera hablado, si tan solo le hubiera dado una pista...

No. Tal vez, Aang sí le había dado indicios, pero ella no se había percatado de sus pedidos de auxilio. ¿Sería ese el caso? Ella no lo sabía, pero la sola idea le apretujó el corazón como si alguien quisiese arrancarselo.

Las lágrimas le picaron los ojos y un nudo comenzaba a formarse en su garganta.

Levantó el telefono que todavía seguía en su mano, y volvió a activarlo. Movió sus dedos como si estuviera poseída, siguiendo un patrón de acciones que ella misma desconocía, hasta encontrar la carpeta de la vieja galería que guardaba las fotos de su telefono anterior.

Allí tenia archivadas cada una de las imagenes tomadas con el modelo antiguo, justo el que utilizaba en aquella época. No las había vuelto a ver desde entonces, ni siquiera recordaba lo que tenía exactamente ahí.

Las fotos tardaron un poco en cargar, y cuando finalmente lo hicieron, un sollozo escapó cruelmente de sus labios.

En todas estaba Aang.

En cada una de esas imágenes aparecía su amigo de ojos grises.

Abrió la primera, por alguna razón estaban ordenadas de la más antigua hasta la más nueva, lo que le permitió a la morena de ojos azules recorrer la historia contada con retratos. Estaba ella, sus amigos, fotos de cumpleaños, de salidas escolares. Y Aang figuraba abrazado a ella, sin falta, con una sonrisa tierna.

Aquello le acuchilló el alma y Katara se percató recién de que estaba llorando desconsolada. Los sollozos salían acallados por morderse con fuerza el labio, y tenía los oídos mojados por las gotas saladas que caían por el rabillo de sus ojos.

El dolor en su pecho la asfixiaba y tenía la nariz congestionada, mientras el recuerdo del muchacho la veía inmutable con esa mirada cálida.

Katara soltó un gemido suplicante.

—Deja de mirarme así—le recriminó a la imagen. Sabía que él odiaba verla llorar—, es tu culpa. Te fuiste sin avisar.

Pero no obtuvo ninguna respuesta. Aang la seguía observando con una sonrisa hermosa.

—¿Por qué lo hiciste, Aang?—rogó saber, con voz quebrada—. ¿Por qué no me dijiste que estabas sufriendo? ¿Por qué me dejaste sola?

Un relámpago. Y segundos después, un trueno retumbó tan fuerte que hizo temblar las paredes, asustando a Katara, quién de manera inconsciente se acurrucó en posición fetal, resguardando contra su pecho su telefóno.

Cuando las réplicas del estruendo pararon, Katara siguió llorando. Las tormentas le asustaban demasiado y estaba sola en casa.

Eran en momentos como ese en el que necesitaba a su mejor amigo. Aang siempre sabía cómo calmarla y hacerla sentir segura.

Pero ahora él ya no estaba. Se había ido.

El constante llanto que le siguió por la siguiente media hora fue sumado al cansancio que arrastró durante todo el día, por lo que la muchacha pronto se quedó dormida.

[...]

Toc, toc, toc, toc.

Alguien llamaba a su puerta de manera tan escandalosa que sentía que los golpes eran hacia su cabeza, en vez de al pedazo de madera.

—¡Katara!—escuchó la voz de Sokka—. Levántate, llegarás tarde. Y te recuerdo que tenemos un itinerario ajustado.

La morena gruñó en un lenguaje inentendible y ni siquiera se molestó en abrir los ojos, los tenía tan hinchados que de todos modos casi le era imposible.

—¡Katara!

—¡Ya voy!—gritó, molesta, y tiró una almohada contra la puerta.

Al parecer, fue suficiente respuesta para el mayor, pues ella oyó como sus pasos se alejaban y bajaban por las escaleras.

Katara se levantó de su cama a regañadientes y vio su reflejo en el espejo que colgaba en una de las paredes.

Espiritus, lucía terrible. Completamente hecha un desastre.

Luego de asearse lo suficiente, bajó hasta la cocina, donde la esperaba Sokka con un plato de cereal nadando en leche fría sobre la mesa.

—¿Y esto?—cuestionó con desconfianza el accionar del muchacho—. ¿Desde cuándo preparas tú el desayuno?

El moreno blanqueó los ojos, ofendido, y le entregó una taza llena de un líquido oscuro, golpeandola un poco fuerte contra la mesa al apoyarla.

—Desde hoy, querida— Katara lo miró como si estuviera diciendo algo ridículo y, que viniendo de Sokka, ciertamente lo era—. ¿Qué? ¿Ahora un hermano mayor no puede consentir a su hermanita menor?

—Peleaste con Suki e intentas que yo interceda por ti, ¿no?— adivinó la muchacha, tomando la asa de la taza, dispuesta a beber el contenido.

—¿Qué? ¡Por supuesto que no! Eso es...— Sokka rió de manera nerviosa, hasta que finalmente cedió y caminó de rodillas hasta la menor—. ¿Haría eso por mi? ¿Por favor?

—¿Ahora qué hiciste?—preguntó antes de beber el primer sorbito, solo para luego escupirlo de vuelta— ¡¿Qué demonios es esto?! ¡Sabe asqueroso!

—Café, ¿qué más va a ser?

Aquello definitivamente no era café. Un café podía saber un poco amargo, un poco dulce si le agregabas azúcar, y solía ser vigorizante, pero aquello no era más que agua caliente con gusto a tierra y leve amargura que te quedaba atrapada al inicio de la lengua.

—Esto no es café, Sokka. ¿Qué hiciste?

—Por supuesto que lo es—se defendió él—. Agregué los granos, les eché agua y luego los colé. ¡Un café!

Espera.

—¿Qué dijiste?—preguntó Katara—. ¿Qué granos?

—¡Estos!—Sokka le mostró el paquete.

Oh, Espíritus.

—¡Te dije que compraras café instantáneo! ¡No café en granos!— exclamó—. A esos tienes que molerlos primero, y no echar el agua hirviendo así como así.

Katara se llevó una mano a la cara, exasperada.

—¡¿Y cómo iba yo a saber eso?!— Sokka se cruzó de brazos, refunfuñando—. Como sea, cambiando de tema— El muchacho de veinte años se sentó en el lugar frente a su hermana, y su voz se tornó mas seria—. Yo... me enteré de algo ayer.

—Hmmm... —ella decidió que debía comer el cereal ya blando si quería tener algo decente en el estómago antes de irse—, ¿y qué podría ser eso?

Sokka pareció dudar un poco sobre si decirle lo que había planeado revelar.

—Es sobre Gyatso. Él... se mudará.

Katara tardó unos segundos en procesar esas palabras.

—¿De verdad?—murmuró ella—. ¿C-cuándo...?

—Hoy—Sokka se removió incómodo en su silla—. Al parecer vendió la casa y...

—¿Vendió la casa?—repitió, no creyéndo lo que su hermano le estaba diciendo—. No puede ser, esa es su casa. Es la casa de Aang.

—Han pasado cuatro años, Katara—su hermano suspiró—. Demasiado tiempo ha estado viviendo atormentado por el recuerdo el pobre hombre.

La chica arrugó el ceño.

—No hables del recuerdo de Aang de esa forma. Él no era un tormento para nadie.

—No dije que él lo fuera—respondió con el mismo tono mordaz y seco que su hermana—, pero lo que hizo sí afecto a todas las personas a su alrededor.

Katara guardó silencio, enfurecida con Sokka, y apretó los labios con rabia intentando calmarse y no despotricar contra su hermano.

—Escucha...— continuó él, parecía sin muchos ánimos para discutir—, te lo dije por si querias... despedirte. Oí que los nuevos dueños llegarán en una semana, pero Gyatso se va hoy. Seguramente... se llevará sus cosas, o las tirará, y no quedará nada de Aang en esa casa.

Katara lo pensó por unos momentos. No veía a Gyatso desde el funeral y la verdad es que tampoco queria enfrentarlo ahora. Mucho menos ir a la vieja casa de Aang, donde había sido encontrado colgado de una viga.

Pero no podía no despedirse de una de las personas que la había cuidado con tanta devoción y sinceridad desde la muerte de su madre.

Gyatso era un alma pura y amable. Ella lo extrañaría mucho ahora que se iba.

—Bien—dijo—. Gracias por decirme.

(...)

Luego del mediodía, se dirigió hacia la casa que, ahora podría decirse, alguna vez le perteneció a la familia Air.

Bajó en la parada del autobus, y se adentró al vecindario. A pesar de que habia transcurrido tanto tiempo desde que dejó de transitar por esas calles anchas y tranquilas, reconoció exactamente el camino. Sabía de memoria el recorrido.

Después de todo, había pasado por allí varias veces durante la primera parte de su adolescencia.

Cuando llegó, se encontró con un señor calvo con bigote largo y blanco, de expresión generalmente apacible y sonriente, pero que ahora, estaba apagada, cargando con una caja de cartón bien sellada con cinta, destinada a ser guardada en el baúl de la camioneta.

—¡Señor Gyatso!

El anciano se giró hacia la voz de la chica.

—¡Katara!—la muchacha observó cómo la expresión de Gyatso se iluminaba—. Ven aquí, pequeña lémur murciélaga. ¡Deja que este viejo pueda darte un abrazo!

Katara rió ante el apodo gracioso. La solía llamar así desde que se conocieron, pero nunca entendió del todo por qué la comparaba con tal extraña combinación de animales. Supuso que lo que sea que fuera un lémur murciélago, debía ser algo lindo o adorable, como ella.

La muchacha avanzó hacia él, permitiendole rodearla con sus brazos y apretujarla con cariño. Podía sentir la calidez en aquel gesto. Gyatso era como un segundo padre para ella, aún cuando el monje tenía la edad suficiente como para quedar mejor en el papel de abuelo.

—¿Cómo has estado, pequeña?—le preguntó él cuando se separaron—. ¡Mírate, cómo has crecido! La última vez que te vi eras al menos media cabeza más baja. Ha pasado tanto tiempo desde entonces.

Ella sintió como la sangre le teñia las mejillas.

—Lamento no haberlo visitado antes, Gyatso.

Gyatso negó con la cabeza, restándole importancia.

—No, lo entiendo—le aseguró—. Estoy seguro que no habrá sido fácil con... con lo de Aang.

Katara asintió, con una sonrisa melancólica, y desvió la mirada hacia la casa.

—Me enteré que se muda.

—Sí... así es—respondió Gyatso, volteandose hacia su viejo hogar—. La casa... está muy vacía. No es lo mismo sin él— vaciló un poco antes de seguir—, pero aún así no quería irme. Aquí están todas mis memorias con mi muchacho.

—Si no quiere irse, ¿entonces por qué...?

—Los monjes— aclaró—. Ellos me han estado apoyando todo este tiempo, dijeron que ya era hora de avanzar—un suspiró lo abandonó—. Me han asignado el cuidado de un pequeño templo, al sur del país.

Aquello angustió a la morena.

—¿Tan lejos se va?

Katara no había visitado a Gyatso porque hacerlo implicaba que no vería a Aang con él, perpetuando así finalmente el hecho de que realmente el chico de ojos grises se había ido y nunca volveria.

Y aunque ella sabía que de todos modos eso era imposible, la presencia lejana pero segura de Gyatso en el pueblo le daba esa pequeña esperanza inconsciente: que Aang no se había marchado. Al menos, no del todo.

Algo de él todavía permanecía. Como si tan solo el chico se hubiera ido de viaje, pero tarde o temprano regresaría a su lado. Como un campamento de verano.

Pero ahora que Gyatso vendía la casa, y encima se enteraba de que se marchaba a un lugar tan distante, sintió cómo todo lo que alguna vez conoció de su mejor amigo, los objetos, símbolos y personas, las pruebas de la existencia de Aang en la vida de la muchacha, estaban desapareciendo de golpe, abandonandola sin piedad y dejándola sin nada a qué aferrarse.

—Sí—el monje mayor la miró con nostalgia—, y por mi edad, temo que esta pueda ser la última vez que nos veamos, pequeña.

—¡No diga eso!—ordenó seria, frunciendo el ceño—. Es horrible cuando la gente habla así.

La honestidad y la autoridad que destilaba la chica de diecinueve años le causó gracia al anciano, quién rió.

—Tu hermano me dijo que seguías siendo mandona.

—¡Yo no soy mandona!—refutó Katara, con las manos en la cintura—. Y enderecese, se está parando encorvado.

Gyatso le obedeció de inmediato, guiado casi por un instinto de supervivencia. Algo muy dentro suyo sabía que si quería seguir viviendo, o al menos morir de una manera menos dolorosa y violenta, no debía contradecirla.

Katara, satisfecha con el resultado, volvió a mirar hacia el edificio de madera. Y prestó atención a cierta ventana del segundo piso, de la cual se veían las ondeantes cortinas moviendose por una suave brisa.

Lo cual era extraño, aquel día no había viento.

—Puedes pasar, si quieres— la incitó Gyatso—. Todas sus cosas siguen allí. Puedes echar un vistazo.

—No creo que sea correcto— sentenció después de unos segundos—. A ningún chico le gusta que una chica husmee en su habitación.

Gyatso rió.

—No creo que le importe si eres tú— declaró—. Al menos, no tiene todo un lío. Era muy ordenado ¿sabes? Y he mantenido su cuarto limpio, y bien ventilado, como le gustaba—como vió que ella seguía vacilando, prosiguió—. Anda, ve. Puede que haya algunas cosas para ti allí.

Ella arqueó una ceja.

—¿Para mi?

Gyatso asintió.

—Ve—insistió él—, y tómate todo el tiempo que necesites. Todavía tengo algunas cajas más por guardar.

Katara dudó.

—¿No prefiere que lo ayude con eso mejor?

—¿Perdón?—el monje fingió resultar ofendido ante tal ofrecimiento—. ¿Me estás diciendo viejo y débil? ¿Has visto estos tatuajes, señorita?—le mostró las flechas tatuadas en sus manos—. Me los gané por ser el más ágil, el más inteligente y el más habil de mi generación. Creo poder con unas cuantas cajas de cartón por mi mismo. Ahora, si me lo permites, creo haberte dicho que subas. Ve, shu, shu.

Katara liberó una risita ante el arrebato del anciano, pero esta vez eligió obedecer. La forma de hablar de Gyatso le revolvió las memorias, y por un corto lapso de tiempo, pensó ver a Aang reflejado. Aang, aunque era su hijo adoptivo, había heredado claramente el sentido del humor del viejo monje.

Entró al hogar y se quitó los zapatos en el espacio asignado que había en la entrada. Aquello era una costumbre que tenian en la familia Air, y que al principio le pareció extraña, pero que con el tiempo se acostumbró.

Caminó con cautela hasta las escaleras y subió cada peldaño, uno por uno, despacio.

Se imaginó entonces cómo lo hacía Aang.

Él seguramente subía dos o tres escalones por vez, tenía tremenda agilidad para ese tipo de cosas, siempre pareciendo estar flotando con cada paso en vez de caminar como un simple mortal.

Podía escuchar también el sonido de sus risas al deslizarse por el barandal al bajar. Una vez ella lo había visto hacer eso y casi le dio un infarto cuando salió disparado al final.

Cuando llegó a la tercera puerta a la derecha en el pasillo, su mano titubeó sobre la manija.

¿Qué estaba haciendo? No sentía correcto estar violando la privacidad de Aang de esa forma. Él nunca la había invitado a su cuarto en vida ¿por qué ella debería colarse en muerte? Tal vez era mejor irse.

Pero su cuerpo tenia otra idea al parecer y su mano bajó la manija de metal, abriendo así el acceso al cuarto secreto.

Katara quedó asombrada ante la vista. La habitacion era de un color claro, con una cama sencilla a un costado y del otro un escritorio. En el medio de los dos, la ventana con las cortinas aún meneandose sobre la mesita de luz y al lado del escritorio, una pequeña biblioteca con unos cuantos libros.

Era muy diferente a su propia habitación.

Ella sonrió ante la simpleza del lugar, recordando cuando Aang le había contado sobre su filosofía de no apegarse a las cosas materiales.

Ingresó y recorrió cada rincón. Tenía libros sobre meditación, sobre animales fantásticos, e incluso sobre el lenguaje de las flores. También estaban los libros de estudios de sus clases de secundaria.

En su escritorio había un lapicero, lleno de plumas y colores. Recordó entonces, que a Aang le gustaba dibujar y pintar.

En su mesita de luz, había una lámpara. Y una fotografía.

Katara tomó el pequeño marco entre sus manos, y acarició con el dedo la imagen del muchacho. Era una fotografía que habian tomado el año anterior de su fallecimiento, en verano. Estaba todo el grupo; Sokka, Toph, Suki, él y ella.

Como era costumbre, los dos pegados al otro.

—Veo que elegiste la foto que menos me gustaba, ¿eh?— se quejó con una sonrisa divertida—. ¿Pues sabes qué? Yo también tengo una tuya, de cuando tuviste cabello— ella liberó una risita melódica—. ¿Qué? No puedes reclamarme nada, te pedi que borraras esta fotografía y en vez de eso te la quedaste. Yo hice lo mismo. Estamos a mano.

Volvió a colocar el cuadro en su lugar, y se sentó en la cama, pulcramente tendida. Agarró la almohada y la atrajo hasta su pecho. Aspiró el aroma, sorprendiendose al darse cuenta que todavía tenia el olor de Aang.

¿Cómo era eso posible? Cuando había pasado tanto tiempo...

El llanto quiso atacarla. Pero en vez de eso, volvió a respirar la tela. Espíritus, no lo podía creer... ¡Era Aang! Ese era su olor, tan limpio, dulce y fresco, como una brisa de primavera.

Y, por tan solo un instante, sintió como si estuviera vivo. Como si todo aquello que había pasado hubiera sido tan solo una horrible pesadilla.

De repente, una ventisca brusca entró por la ventana, provocando que la puerta se cerrara precipitadamente, asustándola, y causando que dejara caer la almohada al suelo.

Se agachó para recogerla, pero en eso vio algo de reojo, debajo de la cama.

Había algo allí.

Estiró el brazo hasta alcanzarlo y lo sacó.

Era una cajita de madera. Le quitó la tapa. Adentro había un set de armado de pulseras con las perlitas almacenadas en diminutos frascos y las tanzas debidamente acomodadas.

Pero eso no fue lo que llamó la atención de la chica. Sino, un cuaderno de portada marrón al fondo. Lo sacó de ahí y revisó curiosa su contenido.

Cuando descubrió de que se trataba, lo dejó caer como si aquel objeto le quemara.

Y, quizá, podría haberlo hecho. Pues era un objeto prohibido para los ojos ajenos.

Lo que había encontrado Katara era el diario de Aang.