Capítulo 1: Renacer
Su pulso latía como un tambor de guerra en sus oídos, el mundo se sentía demasiado grande, demasiado brillante, demasiado ruidoso. La completa desorientación y confusión que abrumaba su ser hacia difícil retener cualquier pensamiento lógico. Intentó calmarse, utilizando las técnicas que había aprendido y practicado en su vida. 'Respira, inhala, exhala, cuenta hasta diez. Uno... dos... tres...'
Soltó el aire retenido en un jadeo agudo, forzando su cuerpo a tomar una inhalación profunda y lenta. La sensación de ahogo seguía allí, sin vacilar ni por un segundo. La presión que sentia contra su pecho era como nada que había experimentado anteriormente; como una maldita losa de cemento que era imposible de remover. Cerró los ojos y utilizo cualquier fuerza que le quedaba para recordar cualquier técnica de respiración que le ayudara: inhaló durante cuatro segundos, conteniendo el aire durante siete, y luego lo expulsó durante ocho. Repetía este ciclo una y otra vez, hasta que finalmente el pánico empezó a disiparse.
Y luego, con el pánico desvaneciéndose, la confusión permaneció. Las últimas cosas que recordaba... Eran imágenes de una vida adulta, imágenes de los rostros de las personas que amaba, sus risas, su calor, de asegurarse de que estuvieran a salvo, de que tuvieran todo lo que necesitaban antes de... Antes de que decidiera que ya no podía soportar más el dolor. Y luego...nada. Debería haber sido nada. Y, sin embargo, aquí estaba.
Se sentó, y un crujido de la madera debajo de él hizo eco en la quietud. La habitación en la que se encontraba era simple, casi austera: con paredes blancas descoloridas con la ocasional pegatina o dibujo que las adornaba y una ventana pequeña que dejaba entrar los primeros rayos del amanecer. Había un escritorio sencillo en un rincón, y una litera que chirriaba con cada movimiento. Sobre él, el ligero ronquido de un niño. Un nombre pasó fugazmente por su mente, como un susurro: 'Henry'.
Su confusión creció aún más. La habitación, Henry, el ataque de pánico... nada de eso tenía sentido. Decidiendo que necesitaba refrescarse, se levantó y salió de la habitación, sus pies pareciendo conocer el camino mejor que su mente. Siguió el sendero familiar hasta que llegó a un baño.
El reflejo que le devolvía el espejo del baño lo desconcertó. ¿Un niño? ¿Cómo podía ser eso posible? Tenía el pelo oscuro, los ojos marrones y una piel pálida que parecía nunca haber visto el sol. Sus características eran suaves, casi delicadas. Estaba vestido con una camiseta y unos pantalones de pijama que le quedaban grandes, y sus pies estaban descalzos sobre el frío suelo de linóleo. ¿Era esto lo que el más allá tenía reservado para él? ¿Volver a vivir la vida de un niño, para crecer con todo el sufrimiento que ello conlleva? ¿O tal vez esto era algún tipo de purgatorio, un castigo divino por sus acciones?
Se quedó allí durante un largo rato, mirando al niño que de alguna manera era él. Su confusión era palpable, pero en su mente no encontraba respuestas a las preguntas que lo atosigaban. Por último, decidió que no podía manejar esta nueva realidad todavía. Regresó a lo que parecía ser su habitación, volvió a meterse en la cama, y esperó que cuando volviera a despertar, todo tuviera algún sentido.
La mañana llegó demasiado pronto, y la señora mayor que le despertó lo hizo con la dulzura de un terremoto.
"¡Vamos, Eamon! ¡No puedes dormir todo el día!", dijo una voz cariñosa. Un nombre, 'Eamon'. Eso sonaba correcto. Eso sentía como su nombre. Pero ¿cómo era posible? Se despertó, aún desorientado, para encontrarse con una cara arrugada y sonriente. Ella tenía un aire maternal, y su aura era cálida y amable. 'directora Collins', se le ocurrió, y supo que era correcto.
Antes de que pudiera responder, la directora Collins colocó una pequeña tarta de manzana sobre su regazo. "Feliz cumpleaños, Eamon. Te has quedado dormido otra vez, así que tu tarta de cumpleaños será el desayuno", dijo, riendo un poco al final en un humor que solo ella parecía entender.
Desayunó en silencio, el sabor de la tarta apenas registrándose. Mientras miraba a la directora Collins moverse por la habitación, y escuchaba los sonidos de risas y pasos apresurados por los pasillos, se dio cuenta de que estaba en un orfanato. Las paredes blancas, la decoración sencilla, los niños corriendo por todas partes. Recordó haber estado en un lugar como este, pero no el hecho de vivir en uno.
A lo largo del día, trató de mantener su mente tranquila, de no ahogarse en la espiral de sus pensamientos. Tomó notas mentales de todo lo que vio, todo lo que experimentó. Los niños, los adultos, la rutina diaria. La vida en el orfanato era bastante sencilla, pero cada momento, cada interacción, era un constante recordatorio de su realidad.
Los niños, aunque muchos parecían tristes y solitarios, también mostraban momentos de felicidad y risas. Jugaban juntos, se peleaban, lloraban y luego volvían a jugar. Los adultos, principalmente señoras de mediana edad, parecían hacer todo lo posible para mantener un ambiente cálido y seguro. Pero detrás de sus sonrisas, Eamon podía ver la fatiga en sus ojos.
El edificio del orfanato era una estructura antigua, pero bien mantenida. Su arquitectura se asemejaba a la de las casas georgianas, con ladrillos rojos que se desvanecían lentamente con el paso del tiempo. Se extendía sobre dos pisos, ambos con su propio comedor y sala de estar, creando un espacio que, a pesar de estar lleno de niños, nunca se sentía atestado.
Las habitaciones estaban repartidas con equidad, cada una con una litera y una ventana que proporcionaba una pequeña vista del mundo exterior. Las mantas y juguetes personales estaban dispersos por la habitación, indicando la presencia constante de vida y juventud. Sin embargo, a pesar de la aparente normalidad, había una sensación de soledad que se cernía sobre el lugar, un susurro silencioso de la realidad de los ocupantes que no podía ser ignorado. Un recordatorio constante de que este era un lugar de pérdida y anhelo, de niños que ansiaban un hogar y una familia a los que pertenecer.
El comedor era grande, con largas mesas de madera y bancos a juego que podían acomodar a todos los niños durante las comidas. Las paredes del comedor estaban cubiertas con dibujos y pinturas realizadas por los niños, una explosión de colores y emociones que aportaban una vibrante energía al espacio.
Al caminar por sus pasillos, Eamon podía sentir una extraña aura que impregnaba el aire. No era la sensación de soledad inherente a estar en un orfanato. Era un matiz, casi imperceptible, pero que estaba allí. Dándole una ligera sensación que de cautela a su estar.
Mientras observaba las actividades diarias, Eamon notó una constante: los niños parecían operar en pares. Este fenómeno se volvió más evidente cuando tuvo su primera interacción con Henry, el niño de la litera de arriba. Henry, un niño enérgico de pelo rubio y ojos azules, se acercó a Eamon después del desayuno, con una energía amigable que parecía implicar una relación preexistente. Sin necesidad de preguntar, Eamon entendió que Henry era su compañero de cuarto.
A medida que pasaba la tarde, Eamon observó más claramente el patrón. Los niños asistían a las clases en parejas, comían juntos, jugaban juntos. Era un arreglo práctico que fomentaba la camaradería y ayudaba a compartir las responsabilidades. A Eamon le pareció que este sistema parecía ser la norma, un aspecto inherente de la vida en el orfanato.
Fue curioso para Eamon cómo los niños del orfanato se adaptaban a este sistema, lo aceptaban como una parte intrínseca de su vida diaria. Con cada par que observaba, Eamon se daba cuenta de que, a pesar de encontrarse en un entorno inusual para él, había una lógica subyacente que podía entender. En un lugar donde la noción de familia podía ser un concepto evasivo, tu compañero de cuarto asumía ese papel en cierta medida. Su presencia constante servía como un recordatorio de que, a pesar de su situación, no estaban solos.
Para cuando llegó la noche, Eamon estaba agotado. Las emociones, los recuerdos, todo era demasiado. Se encerró en el baño, en un intento de alejarse de alejarse de las emociones del día. Los grifos antiguos del baño chirriaban protestando cuando Eamon los giró, liberando un chorro de agua que golpeó el descolorido azulejo. El vapor empezó a llenar el espacio, envolviéndolo en una especie de abrazo cálido y etéreo que le permitía sentirse un poco más anclado. Se quitó la ropa y entró en la ducha, la fuerte corriente de agua caliente golpeándole la piel y sacudiendo su cuerpo con una realidad tangiblemente física.
Las gotas de agua le golpeaban la cara y se escurrían por su cuerpo, casi parecían estar intentando limpiarlo no solo de la suciedad física, sino también de la angustia y confusión que lo asaltaba. Eamon se sentía extrañamente vulnerable, como si estuviera desnudo no solo en cuerpo sino también en alma. Estaba solo, completamente solo en un mundo que no conocía y en un cuerpo que no reconocía como suyo.
Y entonces, su mente empezó a dar vueltas de nuevo. No tenía otra explicación, había renacido, y esto tenía que ser algún tipo de castigo. Un castigo de algún dios, o quizás de la vida misma.
"No se supone que este aquí, se supone que todo debía acabar", las palabras se derramaban de los labios de Eamon en un susurro apenas audible. "Ellos van a estar bien, no les faltara nada", sus lágrimas amenazaban con derramarse, pero las contuvo, mordiendo su labio inferior.
"Ellos estarán bien, no les faltará nada", se repetio a si mismo como una promesa al aire vacío, como si sus palabras pudieran cruzar la barrera entre las vidas y llegar a aquellos a los que dejó atrás. "Ella estará bien", continuó, su voz temblaba, llena de desesperación y anhelo. "Ella tiene que estarlo", repitió una y otra vez, como un mantra, como si decirlo lo suficiente podría hacerlo realidad.
En la privacidad del baño el pánico volvió, y con él, la sensación de ahogo. Intentó respirar, luchando contra la opresión en su pecho.
Los recuerdos de su vida anterior parecían fragmentos de una película que había visto hace mucho tiempo, distantes y sin conexión con su realidad actual. Pero las emociones ligadas a esos recuerdos eran demasiado reales, demasiado presentes. Eamon recordaba los sentimientos contradictorios que sintió al final de su vida anterior, la sensación de no tener salida, el dolor de dejarlos atrás pero el alivio que sentia al saber que por fin podría descansar.
Pero ahora, estaba aquí. Estaba vivo. No sabía cómo, ni por qué, pero estaba vivo.
Las lágrimas comenzaron a mezclarse con el agua de la ducha, el sabor salado llenándole la boca. Su pecho se sintió apretado, su respiración se volvió rápida y superficial. Estaba al borde del colapso, podía sentirlo acercándose, amenazador.
Intentó recordar las técnicas de respiración que había aprendido, contó hasta diez, una y otra vez, pero no parecía funcionar. Estaba atrapado, una vez más, en su propia mente, en su propia angustia.
Fue entonces cuando lo notó. El jabón en la bandeja de la ducha flotaba en el aire, girando lentamente sobre sí mismo, como si estuviera en medio de una danza. Eamon se quedó boquiabierto, los ojos bien abiertos. ¿Estaba alucinando? ¿Era esto algún tipo de efecto secundario de su reencarnación?
Pero entonces, otras cosas comenzaron a flotar también. Su toalla, el cepillo de dientes, incluso el agua que caía de la ducha parecía suspenderse en el aire, creando una cortina de gotas de agua flotantes.
La escena era extraña, casi surrealista. Pero, de alguna manera, también era increíblemente hermosa. Las luces del baño reflejaban en las gotas de agua suspendidas, creando un espectáculo de luces centelleantes.
La sorpresa de lo que estaba viendo le quitó la respiración, deteniendo su inminente ataque de pánico. Lentamente, las cosas comenzaron a caer al suelo, una por una, hasta que todo volvió a la normalidad.
Eamon se quedó allí, solo en el baño, su reflejo en el espejo pareciéndole un extraño. '¿Qué carajos?' pensó, mientras un escalofrío recorría su espalda.
