Capítulo 18: El viento que erosiona la montaña


Song Lan lo encuentra en las almenas, en el mismo lugar que Xue Yang dijo que estaría.

—Daozhang —dice.

Sale extraño desde sus labios, aquel título que no le pertenece a su voz. Xiao Xingchen no voltea a verlo. Su vista se pierde en las dunas y en la arena, en el sol que se pone a su lado. Xiao Xingchen mira al sur su sombra se alarga hacia el oeste.

Song Lan quiere preguntar qué esperas, Xiao Xingchen, a dónde miras, pero ya lo sabe.

En vez de eso, aprovecha la soledad de las almenas.

—¿Tienes miedo, Xingchen?

—Incertidumbre.

—Jin Guangyao es un hombre de honor —dice Song Lan—. Ansía demasiado el poder, pero es honorable. Luchó contra los Wen, cuando fue necesario.

—Muchas personas lucharon contra los Wen —responde Xiao Xingchen—; todas dicen que son parte de los héroes por hacerlo. Pero olvidan, Zichen, que el Yiling Lazou luchó a su lado, porque derribar el emblema del sol también le pareció lo correcto. Olvidan que aclamaron a Wei Wuxian como un héroe. ¿Acaso también él parte de los buenos? ¿También lo era cuando su antiguo hermano de armas lo asesinó tras el asedió en Ciudad Sin Noche?

—El mundo no es tan simple, nunca es tan simple.

—Para legitimarse, intentan hacerlo así. —Xiao Xingchen no quita la vista del horizonte en ningún momento—. No confío en Jin Guangyao. Tampoco confío en los demás reyes, pero menos en él. Cómo confiar en aquellos que siempre me han humillado, Zichen, con qué corazón, si todos respiraron tranquilos cuando me casé contigo y me llamaste tu esposa… Cuando me llamaron tu esposa —corrige— tantas veces que tuve que arrebatarles aquella pequeña humillación de los labios. No dudo que se consideren hombres de honor, que intenten serlo. Pero los corazones tienen sombras y las de Jin Guangyao, a veces, oscurecen todo el desierto.

Dicen que es un rey que entiende a la gente común, porque nació de ellos. Ni Xiao Xingchen ni Song Lan lo dicen, pero está en el aire entre ellos.

Un rey de reyes que nació en la podredumbre de las ciudades que los poderosos ignoran.

—Sí, tengo incertidumbre. No creo que Jin Guangyao sea un héroe, ni creo que los reyes lo sean. ¿Sabes, Zichen? Hay una razón por la cual nunca desee la corona.

—Lo sé —dice Song Lan. No ha despegado de él su vista cuando Xiao Xingchen cuando este busca sus ojos.

—Los reyes no son hombres buenos, Zichen; ningún hombre bueno ha ansiado nunca el poder de una corona.

»Yo sólo quiero salvar esta fortaleza. Protegerte a ti. A él. Al mundo. Eso no se logra en un trono.

—Lo sé, Xingchen.

«Eres un héroe», quiere decirle, pero deja que el viento le lleve sus palabras; después de todo, siempre han estado allí.


Xiao Xingchen vuelve muy noche; entra con pasos cuidadosos, esperando no hacer ruido. Song Lan se sorprende de escuchar aquel cuidado a su propia soledad. No es que se da cuenta que no está sólo hasta que no corre las cortinas del dosel de su lecho y lo ve, allí, sentado contra el alfeizar de la ventana.

—Xingchen.

—¿Por qué estás aquí, Zichen?

Usualmente, es Xiao Xingchen quien lo busca o lo espera. Las noches que Song Lan cree que está demasiado cansado y opta por dejarlo sólo, simplemente para descubrir, horas más tarde, el rumor de los pasos que entran en su habitación y le piden un espacio en su lecho. Las noches largas que Xiao Xingchen lo espera, ahora como Song Lan se encuentra, sentado en lecho del general.

—Te esperaba.

—Mmm.

—No puedo hacer volver a una montaña, Xingchen, las rocas son caprichosas allí donde se encuentran. Inmóviles, soportando el paso del tiempo. Pero no son ajenas al mundo: a la erosión del viento o al correr del agua, al roce de la arena que se alza en el aire. —Song Lan mira por la ventana y afuera se extiende la oscuridad de las noches del desierto—. A veces, Xiao Xingchen, la montaña también ha de volver a su hogar.

—Lo siento.

—No tienes por qué disculparte.

—Paso más tiempo en las almenas que en las juntas de tus comandantes —dice Xiao Xingchen—. Incluso Xue Yang ha subido a buscarme. Miro al horizonte, pero no cultivo la espada. No es propio de un héroe, Zichen. Mirar el tiempo, como si esperara la calamidad.

Song Lan suspira. Xiao Xingchen permanece de pie a poca distancia de la cama, con las manos juntas, los pliegues del hanfu blanco moviéndose levemente al ritmo de la ventana.

—Tampoco soy un buen amante. —Xiao Xingchen mira al piso—. Sé que Xue Yang se siente abandonado; sube a buscarme y no entiende mi incertidumbre. Sé que sus dedos extrañan mi piel y sé que mi piel extraña su roce. Mis ojos extrañan la venda que coloca sobre ellos, mis muslos extrañan sus labios. Sé que extraño el dulce tormento al que me somete.

»Sé que no soy una buena esposa, Zichen. Está es la primera vez que el general ha venido a buscarme. —Sonríe apenas levemente—. Sé que miro al horizonte mientras me olvido de ustedes y el horizonte es tan sólo la incertidumbre de aquello que no sé si ocurrirá. De todo lo que espero que no ocurra. Sé, también, que Xue Yang la siente; tú la sientes. Y no puedo hacer nada, más que mirar al horizonte, esperando ver la comitiva del rey de reyes aparecer.

»Ah, general, nunca había tenido que buscarme.

Song Lan comprende, lentamente, muchas cosas que se esconden en el corazón de Xingchen. La furia determinada con la que asegura ser una buena esposa; no sólo para contrarrestar la burla y resignificarla, sino para demostrar el amor. Piensa en Xiao Xingchen con los pies descalzos, sobre las sábanas, esperando. En el amor de aquella espera. En sus pasos tranquilos. «Zichen, ¿estás despierto?»

—Xingchen, no es…

—Zichen, nunca quise que tuvieras que buscarme. ¿Recuerdas la primera vez que te vi?

—Preguntaste si me gustaba la poesía.

—Respondiste que no la leías lo suficiente para hacer aquel juicio.

—Preguntaste si aspiraba a ser un hombre honorable.

Xiao Xingchen sonríe, al recordar.

—Y —continúa Song Lan—, extendiste tu mano. Preguntaste si estaba dispuesto a honrar el trato que había propuesto Baoshan-sanren.

—No sólo respondiste que sí, juraste que serías honorable y justo conmigo. Pensé: es un general que sabe del mundo y yo sólo conozco la montaña y su inmovilidad. No lo supe entonces, pero me enamoré de la firmeza de tus manos, Zichen. Pensé, también, brevemente, que serías un hombre que valdría la pena esperar.

Ah, Zichen, parece decir, esperar también fue un acto de amor.

—Pero sólo conozco la montaña a la que el desierto engulle —continúa— y olvido el tiempo, sepulto las promesas que me hice para encontrarme otra vez a tus pies —y Song Lan lo ve arrodillarse— y suplicarte: ¿puedes quitarme la incertidumbre?

Lo mira y es hermoso, bajo la luz de la luna y una pequeña lámpara de aceite que continúa prendida. Xiao Xingchen es de una belleza afilada e inmaculada, con su piel suave, los ojos que lo ven todo, las manos con los dedos largos y tan firmes como los del general. La manera en que los pliegues del hanfu se acomodan cuando está arrodillado.

—¿Qué deseas, Xingchen?

—Olvidarlo todo y sólo ser capaz de decir tu nombre. Tan solo recordar eso, general.

Sea el viento que erosiona a la montaña, poco a poco, general, puesto que el aire no es si no paciente.


Song Lan se convirtió en general gracias a su perseverancia. Llegó siendo un soldado raso venido de los templos. Su tenacidad y sorprendió a sus superiores y tranquilizó a los reyes del desierto. Era un hombre capaz que no soñaba con una corona. Cuidaría bien la frontera norte. Defendería lo que antes había sido el último bastión de lo Wen, allí donde se encontraba Qishan, la tierra de fuego por la que, se rumoraba, los dragones habían caminado en los tiempos antiguos, antes de que sus propias llamas los redujeran a cenizas.

Ah, el general no es sino perseverante.

«Ven», dijo, y Xiao Xingchen siguió su voz como un fiel sigue la de la divinidad.

Cubrió sus ojos como solía hacerlo Xue Yang y después ató sus muñecas a la cabecera; sus pies, forzándolo a mantener las piernas abiertas. Xiao Xingchen descubrió tarde que Song Lan había hecho los nudos con cuidado, impidiéndole moverse. Con Xue Yang, Xiao Xingchen dependía de su propio cuerpo. «No te muevas, Daozhang», decía, y Xiao Xingchen hacía todo lo posible para mantenerse inmóvil.

Song Lan no estaba contado con ello.

El general esperaba que su propio cuerpo lo traicionara.

Siento los dedos del general recorrer su torso y deja escapar un gemido.

—No lo entendía al principio. Por qué te gusta. Por qué dejabas que Xue Yang hiciera lo que quisiera contigo. Ah, Xingchen.

Las manos en su piel lo ahogan. Ah, no sobreviviré, piensa.

—Pero la primera vez que te vi, Xingchen, lo entendí. Es hermoso. La imagen de un héroe despojado de todo, cuya piel reacciona al más mínimo roce. Entendí la saña con la que Xue Yang busca marcar tu piel, cómo te somete al dolor para entregarte el placer a cambio. Ah, Xingchen, eres hermoso. —Hay una pausa y uno de sus dedos se detiene en el vientre bajo de Xiao Xingchen—. Divino, quizá. No entiendo de poesía cómo tú, pero sé que cuando los poetas hablan de amor, hablan de la rendición más absoluta, la belleza tras la derrota pedida, de la belleza que se encuentra en la vulnerabilidad de quien lo entrega todo y permite que se lo arrebaten. Haré que lo olvides todo, Xingchen. Si lo deseas, esperaré hasta que incluso mi nombre deje tus labios a medias.

—Zichen.

—Mmm. No hables. Espera.

Song Lan cumple su promesa. Es un hombre tenaz que nunca ha olvidado ninguno de sus juramentos.

No se detiene ante ninguna de las súplicas de Xiao Xingchen y lo ve perderse en ellas una y otra vez, hasta que el placer se vuelve tormento.

—Por favor, Zichen, por favor…

Y el general se inclina en su oído y murmura:

—Todavía puedes pronunciar algo que no es mi nombre, Xingchen.

No se detiene y el siguiente gemido es agónico.

—Por favor…, general, por favor… —Xiao Xingchen se muerde sus labios y debajo de la venda se escapan un par de lágrimas—. No te detengas, por favor…, Zichen.

Song Lan le da un beso en la sien:

—Nunca. —Es una promesa como es una amenaza y en ella se esconde todo el amor del mundo.


Notas de este capítulo:

1) Los últimos dos capítulos han sido muy cómo Song Lan explora la sexualidad con estos dos gremlins descerebrados, lo quiero muchísimo.


Andrea Poulain