¡Bueenas gente linda! ¿Todo bien? Espero que sí.

Aparezco para molestar con otra historia Kagkik. Es decir, Kagome x Kikyō. Va a tener pocos capítulos. Ya la tengo terminada, así que prometo que no va a interferir en la construcción del otro fic Kagkik que tengo pendiente. De hecho, este fic nació inspirado en un capítulo que estaba haciendo de esa historia, por eso fue una creación inmediata. Simplemente no podía parar de escribir. Estas dos chicas me pueden. El enemies to lovers más, so... ¡espero que les guste la historia! Voy a ir subiendo los capítulos a lo largo de estos días, mientras los voy revisando.

La historia es +18

Aclaración: estos increíbles personajes no me pertenecen, reverencias a Rumiko Takahashi. Ídola forevaaa.

Sin más qué decir, los dejo con la lectura. Ojalá la disfruten. Como siempre, ¡muchas gracias por leer! :)


Los muertos también soñamos

Flores blancas

Los muertos también soñamos…

Si hubiera sabido que una sola frase, solitaria frase…, pondría a mi corazón en tal conflicto, nunca la hubiera escuchado. La hubiera frenado allí, antes de que separara esos pálidos labios para hablar. Pero no fue así.

La escuché.

Rebobinando nuestro encuentro, si el caso hubiera sido otro, posiblemente igual me hubiera visto inmiscuida con ella. No importara lo que dijera o que callara, ella siempre llamaría mi atención.

¿Cómo no hacerlo si era mi encarnación?

Recuerdo muy bien cómo me sentí en aquel instante, cuando puse una mano en el árbol y la noté a lo lejos. Me quedé allí, embelesada, observándola como si se tratara de un cuadro. Y es que lo era. Un cuadro sumamente femenino.

Sus delicadas manos arrancaban con pesar unas flores blancas. Parecían hermanas de los lirios. En sus ojos podía ver el dolor que sentía por estar robándoles la vida, así como también la aceptación de que, en esta vida, los sacrificios a veces son necesarios para sobrevivir.

Temiendo que notara mi presencia, pues no hacía poco que me encontraba ahí espiándola como una acosadora, me subí a la bicicleta. Puse un pie en el pedal, echándole un último vistazo.

«Espero que estés bien»

Tuve una parálisis luego de escucharme a mí misma. No vi venir ese pensamiento, no tenía sentido siquiera el haberlo tenido. Me desestabilizó tanto que, quizás, fue por eso que con mucha torpeza mi pie se resbaló del pedal. Me caí al suelo estrepitosamente.

Ella se giró hacia mí, sobresaltada.

Yo me tensé desde la tierra. Por un momento solo fuimos nosotras dos viéndonos fijo. Ella me miraba como si hubiera sido emboscada haciendo algo ¿bueno, malo? Y yo no sabía cómo quitarme esa mirada de encima. Me aclaré la garganta, obligándome a reaccionar. Comencé a levantarme. Con ella aún de espectadora y toda la incomodidad del mundo sobre mis hombros, levanté la bicicleta del suelo. Miré a Kikyō por encima del hombro. Todavía tenía sus ojos en mí, sin embargo, ya no eran unos emboscados.

—Lo siento.

Me disculpé con ella por costumbre. No sabía si acercarme u optar por la opción que ya parecía ser una rutina en mi vida cuando nos encontrábamos: salir corriendo. Lo medité unos segundos.

Y salí corriendo.

Llevando la bicicleta por el manubrio, comencé a alejarme apresurada.

—Espera.

Y entonces Kikyō habló. Frené la bici sobre la tierra. Me costó darme vuelta para encontrarla de pie en aquel precioso campo de flores blancas. Algo en su mirada me calmó de los nervios pasados. No había malicia en ella, tampoco recelo. Eran unos ojos tranquilos que simplemente no querían ser molestados.

Eran mis mismos ojos antes de encontrarme con ella.

Kikyō levantó la mano, llamándome. Sus cabellos sueltos revoloteaban con el viento de la noche mientras yo me daba valor para encararla.

Dejé la bicicleta apoyada en el árbol y comencé a caminar hacia el campo de flores.

No supe qué decir cuando me detuve frente a ella. Sus ojos me observaban fijo desde lo alto; era un poco más alta que yo. Bajé la vista, no soportando su mirada. Y entonces vi sus manos. Finas, más grandes que las mías, sostenían aquellas flores que arrancó con mucho dolor.

Me las ofreció.

Mi inmediata reacción fue sonrojarme. ¿Kikyō me estaba dando un ramo de flores?, ¿cómo tenía que tomarme eso? En cualquier época, incluso esta, darle flores a otra persona es un digno cortejo; fue lo primero que pensé erróneamente.

Ella arqueó una ceja ante mi semblante inquieto. Tomó una de mis manos y las puso allí.

—Medicina.

—¿Huh?

—El néctar de estas flores es medicinal. —Me mostró, pasando los dedos por el tallo. Néctar iba desprendiéndose de él—. Para tu herida.

—Pero no estoy…

Ella se agachó sin dejarme terminar. Puso una mano en mi muslo, la otra la llevó a la rodilla. Tragué pesado cuando empezó a untarme el néctar en un raspón que tenía allí. Y no, no era de la caída de recién.

Había olvidado que, por salir disparada en la bici en una pelea con Inuyasha, me caí. Y que por eso había terminado en ese campo de flores. Iba andando frenética por un caminito de tierra hasta que un campo de flores blancas me llamó la atención. La luz de la luna se derramaba sobre ellas, haciéndolas brillar. Y en medio de ellas, una vestimenta de sacerdotisa brillaba por igual. Era Kikyō.

Un accidente, una coincidencia.

Pero qué extraño que siempre, pero siempre, esa coincidencia se da sin nadie alrededor, dejándonos así solas con nuestros conflictos más internos.

Bajé los ojos a ella, sintiéndome abstraída por su presencia. Hoy no parecía haber ningún conflicto. Kikyō me curaba con tanta paciencia, tanto cuidado… Su mano era una caricia para el alma, no solo para la piel. ¿Por qué? ¿Yo la juzgué mal o ella siempre fue así? ¿Fui yo quien, celosa por todo, inventé a una persona que no existía?

Arrugué la frente.

No. Ella también se ganó su mala fama.

—¿Te arde? —me preguntó.

—Un poco.

—Pronto pasará.

Su voz sonaba suave como el susurro del viento. Me calmaba aunque su presencia, para variar, se sentía imponente. Sin embargo, hoy había cierta paz en sus ojos siempre fríos.

Hoy había cierta paz en todo.

Respiré hondo el viento de la noche. Me trajo consigo el aroma a las flores, al prado. A ella: un aroma dulce mezclado con jazmines.

«Realmente… pacífico. Qué extraño»

Sus dedos giraban lento por la rodilla, la otra mano se cerraba en mi muslo, como si temiera que me fuera corriendo en cualquier momento. Yo miraba para otro lado sintiéndome un poco invadida.

Cuando terminó, se puso de pie. Sus ojos de nuevo contra los míos.

—G-Gracias.

Me odié por tartamudear.

—¿Qué haces aquí? —Intenté sacar un tema de conversación para recuperar la dignidad.

Ella miró los alrededores. Como si fuera mi reflejo, respiró el aire también, drenándose de su frescura.

—Me gusta este lugar. Es tranquilo.

—Ciertamente lo es. —Mis ojos exploraron el campo de flores. Luciérnagas estacionaban en ellas, grillos cantaban de fondo. Era relajante, un sedante que necesitaba para mis conflictivos sentimientos— ¿Te molestaría que me quede un poco más?

Kikyō volvió lentamente los ojos a mí. Yo rezaba porque no me echara con desprecio. Mi sensible ego no lo toleraría. Pero no.

Sonrió.

—Todo el tiempo que quieras.

Sentada entre las flores, abrazada a mis rodillas, yo la observaba. Ella continuaba arrancando esas plantas que lloraba en silencio. Y yo no podía creer estar sentada a su lado sin sentirme incómoda. Ese sentimiento de paz que nos abrigaba misteriosamente solo tendía a crecer.

—¿Para qué necesitas tantas flores?

—Para ti.

Parpadeé.

—Y tus amigos. —Ella fijó los ojos en una flor antes de ofrecérmela—. Pronto las necesitarán, ¿no es así?

Bajé los párpados, recordando mi realidad. Sí, pronto lucharíamos contra Naraku. Tal vez por eso últimamente estaba tan nerviosa e irritable. Temía por todo.

—¿Vas a luchar con nosotros? —le pregunté, aceptándola.

—Cuando el momento llegue.

—¿Tú no las necesitas? —Pasé la vista a las flores. Tenían los pétalos abiertos. Un polen blanco se desprendía de ellas como si fuera partículas del aire.

—Mi cuerpo es frágil, pero no tan frágil como el de los humanos. Aunque me partieran al medio, no dolería.

—Eso es una… ¿buena noticia? —dije, sonriendo de lado.

Kikyō cerró los ojos con otra. Una tenue.

—La verdad… ya no lo sé. Pero me gusta que sea así, no saber.

—¿No te da ansiedad? Es decir, no saber lo que te deparará en el futuro.

—Nada puede ser peor que lo que ya pasé. Nada… podría igualar el dolor que sentí en el pasado. —Sus ojos se tornaron melancólicos—. Por eso ya no le temo a nadie. Ni a Naraku, ni a Inuyasha…, ni a ti.

Mi rostro se acaloró cuando sus ojos volvieron a poseerme con profundidad. ¿Siempre fue tan hermosa?, me preguntaba. ¿O acaso el resplandor de la luna aplicaba cierta magia en ella, tornándola hipnótica? Y en un problema para mí. ¿Por qué aquella noche se sentía tan especial? Tan cómplice entre nosotras, no dejaba de preguntarme.

Aparté la mirada, cerrando las manos en las rodillas. Comenzaba a ponerme nerviosa.

—¿Por qué me tenías miedo?

Kikyō tardó un momento en responder. Acariciaba con las yemas los pétalos de las flores.

—Porque tú eras ese alguien que podía robarme la felicidad. O al menos eso pensaba —agregó rápido, como si no quisiera romper el agradable ambiente entre nosotras—. Luego me di cuenta de que solo una persona puede robarte la felicidad. Y definitivamente esa no eres tú, Kagome.

Me sorprendí de que dijera mi nombre. Ella estiró la sonrisa y puso un dedo en mi frente.

—Tú misma. Solo tú misma puedes robarte la felicidad. Permitiendo que otros te lastimen, menospreciándote, alejas a la felicidad de ti. Nadie más que tú puede lastimarte, Kagome.

Yo la escuchaba como si fuera una diosa recitando para sus seguidores.

—Pero creo también aceptable, y muy respetable, desear la infelicidad propia. Todos deberían ser libres de desear lo que quisieran, tanto la felicidad… como la infelicidad —continuaba, bajando el dedo por el huesito de mi nariz. Tocó la punta como si fuera un botón— ¿Sabes? Hay personas que le temen a la felicidad. Creen que, por tenerla, deberán pagar un precio alto que conllevará tristeza en ellos, pérdidas… Prefieren mantenerse neutros, sin relacionarse con nadie, para así nunca tener que sufrir el dolor de la pérdida. —Ella hablaba en voz baja, un regalo para mis oídos siempre cansados de los gritos de Inuyasha—. Pero, en consecuencia, al final se convierten en personas insensibles. Pierden la empatía por el otro debido a la falta de conexiones. Y allí se quedan, seguros en su burbuja toda la vida, pero solos… Siempre solos. Creo que no arriesgarse a salir lastimado es vivir sin vivir realmente. Porque la vida es eso al final del día, una aventura llena de altibajos. ¿Nunca te ha pasado? Temerle a la felicidad.

Cabeceé de forma lenta. Esta Kikyō… no era la misma que conocía. Hablaba, y mucho. Y bien. Sabía de lo que estaba hablando. Esa persona que le temió a la felicidad, que vivió sola…, era ella.

No, fue ella.

Luego del último encuentro, donde le salvé la vida del miasma que le implantó Naraku, no volví a verla. Pasó un tiempo desde eso. Tiempo donde mis pensamientos, siempre atados a Inuyasha, comenzaron a dispersarse por varios lugares debido a las experiencias tanto buenas como malas. Un pensamiento cayó en ella. Ella y lo que vi en el agua ese día al curarla: una historia triste, sentimientos amargos, pero también alguien interesante a quien quería conocer.

Mi encarnación.

Desde ese día Kikyō dejó de ser solo el difundo amor de Inuyasha para mí. Pasó a ser mucho más. La tomé como lo que era, otro individuo. Uno que, según lo que sentí aquel día, se había rendido con Inuyasha.

No…, lo había superado. Comprendió que vivir en el pasado no es sano para nadie. Pero Inuyasha…

«Inuyasha nunca lo entenderá»

Me encontré, además de triste por él, orgullosa de Kikyō. Ante mis ojos, era una mujer independiente que no necesitaba de él para valerse por sí misma. En cambio, yo sí lo hacía.

«Aún soy demasiado débil»

Tomé las flores que dejó en el césped.

—Me gustaría ser tan buena como tú. Saber de medicina, curar… Al menos de esa forma podría ayudar más a mis amigos. A veces siento que solo soy un estorbo.

Kikyō me escuchaba con los ojos plantados en la noche. Descansaba relajada un brazo en la rodilla, la otra pierna la tenía cruzada hacia adentro. Una pose no muy femenina pero que, extrañamente, en ella se veía genial.

—¿Quieres que te enseñe?

—¡¿Lo harías?! —No pude evitar darme vuelta efusiva.

Ella soltó una risita y entonces confirmé que esa noche no podía ser real. ¿Kikyō?, ¿riendo?

—Puedo enseñarte lo básico de medicina natural, pero con una condición.

Yo asentí rápido.

—¡Dime!

Kikyō señaló atrás.

—Enséñame a montar esa carroza.

—¿Carroza? —Miré hacia atrás. La bicicleta rosa aguardaba por mí en el árbol que fue mi escondite minutos antes— ¿Quieres andar en bicicleta?

—¿Así se llama? Bicicleta… —Ella la examinaba atentamente—. Me resultó curioso cuando te vi llegar en ella. Y caerte.

—Ah… —Me rasqué la cabeza con una sonrisa avergonzada—. Espera, ¿me viste llegar?

Asintió.

Yo, para ese momento, ya era una tortuga de lo mucho que tenía el cuello pegado a los hombros. Siempre supo que estuve ahí, espiándola.

«Es todo, quedé como una acosadora»

—Yo no quería… Es decir, ¡fue una coincidencia! Te vi de camino y no pude evitar detenerme. No sé porqué…

Kikyō miraba de soslayo mis manos, que no dejaban de jugar entre sí nerviosas. Más roja no podía encontrarme, sentía el calor en las orejas.

Orejas que ella tocó.

Regresé la vista cuando alargó la mano y acomodó un mechón detrás de mi oreja.

—No existen las coincidencias, —Sonrió—, solo lo inevitable.

Continuará…


¡Capítulo uno entregado! Si llegaron hasta acá, ¡muchas gracias por leer! En un rato voy a subir el segundo.

En esta historia quise crear una ambientación más oscura que las demás, pero no por eso pesada. Al menos yo no la considero pesada. Lo comento porque va a tocar de cerca el tema de la muerte y otras yerbas. Creo yo que, tocándolo con la varita adecuada, "la muerte" se puede convertir en una filosofía de vida maravillosa, en especial hablando de alguien como Kikyō. Ya verán a qué me refiero.

Les mando un beso. Qué anden bien! :)