«Hay que hacer caso a las flores. Basta con mirarlas y olerlas.»

—El Principito.

El encuentro de Aioros y Mei en el orfanato había provocado que el Santo de Oro viese a la Kunoichi de manera distinta a la forma en la que la veía antes, y lo cierto es que ni siquiera él estaba seguro de por qué. Simplemente que ahora, cada vez que la miraba estaba casi seguro de que notaba en su rostro algún tipo de "luz" de la que antes no se había dado cuenta, aunque más bien se sentía como si siempre hubiese estado allí y él la hubiese ignorado por alguna razón. Y eso lo hacía sentir muy incómodo porque a Aioros no le gustaba notar cosas extrañas en las personas y no saber qué eran exactamente, eso le había sucedido con Saga en su tiempo, y por no haberse dado cuenta de qué era eso en su compañero que lo tenía tan inquieto fue que terminó dándose de cara contra la realidad al descubrirlo tratando de degollar a la pequeña Athena.

Y si eso sucedió con Saga, a quien conocía desde la infancia y entrenaron juntos ¿Qué podía esperarse con la Kunoichi a la que sólo conocía de meses y que a veces le resultaba tan incomprensible? Por más que muchas veces sintiese que llevaba muchísimo más tiempo compartiendo con ella.

Por esto mismo Aioros de pronto no podía evitar sentirse extraño cuando Seiya y los otros santos de Bronce aparecieron cruzando su casa en camino a reunirse con la señorita Saori. Todos iban conversando con diferentes cosas o regalos en sus manos, cuando Aioros se acercó a recibir a su discípulo y este lo saludó junto a sus amigos el arquero arqueó la ceja al ver los objetos que tenían.

—¿De dónde sacaron eso?

Seiya sonrió ampliamente.

—¡Son regalos de la Señorita Mei!—-explicó con alegría— Nos la topamos cuando estaba con los otros niños en el orfanato de Rodorio y ella les estaba regalando cosas que hizo a mano, no creímos que ella nos fuese a dar nada y quisimos pasar de largo pero ella nos descubrió y nos llamó y...

—Dijo que también había preparado algunas cosas para nosotros —Shiryu habló de la nada con su voz flemática de siempre, e ignoró la mala mirada que le mandó el Pegaso por interrumpirlo. Después mostró lo que él tenía en su mano, una especie de flauta—. A mí me regaló esta flauta de pan, porque el maestro Dohko me está enseñando a tocar algunos instrumentos y la que yo tenía se rompió —una débil sonrisa se le salió al Santo de Dragón—. Es fascinante la habilidad que tienen las mujeres para recordar esas cosas. También Shunrei siempre se acuerda de cosas de que yo mismo sueño olvidar.

—¡¿Verdad que sí?! —intervino Shun con emoción y luego mostró la bufanda púrpura que tenía y los mitones rojos en manos de su hermano Ikki, este sólo gruñó— Ella tejió estos para nosotros porque dijo que mi bufanda y los guantes de Ikki se veían horribles y estaban tan delgados que no nos iban a proteger en el invierno ¡Son muy calentitos, y tan suaves que dan ganas de dormir sobre ellos!

—Es algo ridículo darle unos mitones a un Fénix. En mi opinión —habló descaradamente Ikki a lo que Shun lo miró de mala forma.

—No finjas, hermano. Ella claramente decidió hacerte mitones porque recordó la vez en la que metiste las manos en un lago congelado por un reto de Kanon y no pudiste moverlas en tres días.

—¡Shun!

Al instante casi todos en el grupo de Bronces se echaron a reír, todos excepto Shun e Ikki, quién les gritó que se callaran con su rostro tan rojo como el ave a la que representaba. Aioros también terminó riéndose cuando aparte de eso el Santo de Andrómeda le contó, con un tono entre divertido e indignado como había respondido Ikki cuando la mujer le dio su obsequio: «¿No estarán hechizados o algo así?» A lo que ella sólo le había dicho sonriente «Sí, traen un hechizo especial para evitar que metas las manos al agua helada». El recuerdo hizo que Seiya casi llorara de risa incluso cuando el Santo de Fénix amenazó con patearlo.

En secreto, Aioros pensó que Ikki de cierta forma se lo merecía. Este tenía esa extraña tendencia de burlarse de la híbrida tratándola como una especie de bruja y a veces incluso la acusaba de "bañarse en sangre" o de querer arrebatarle la inocencia a su hermano pequeño Shun, quien solía disculparse con la dama de hielo de parte de su hermano muerto de vergüenza. El arquero estaba seguro de que lo único que había detenido a la mujer de lanzarle una daga a ese insolente Fénix había sido saber que era sólo un adolescente. Por muy duro que se hiciese el de cabellos azules.

Mei le había dicho alguna vez que bajo ninguna circunstancia ella sería capaz de ponerle el dedo encima a un niño.

Esta vez fue turno de Hyoga, quien enseñó un colgante cuyo pendiente era un brillante cisne de hielo, curiosamente este no se había derretido aún.

—La señorita Ling simplemente me pidió que le diera las manos y elevara un poco mi Cosmo —contó Hyoga—, ella también elevó el suyo cuando nos tomamos las manos y cuando la solté tenía en mi mano este colgante, ella me dijo que me lo quedara porque lo habíamos hecho juntos, y cuando le pregunté si no se derretiría ella sólo me sonrió y dijo «Magia»... Nos trata como si fuéramos pequeños, como si yo no conociera mi cosmo frío —terminó por quejarse el ruso negando con la cabeza, pero el tono rosado de sus mejillas delató que realmente el gesto le había gustado.

—La señorita Ling es muy dulce cuando quiere —dijo Shun.

—Ella confeccionó un peluche para mí en una ocasión —dijo Seiya.

—¿Tan grande y aún duermes con peluches, Seiya?

—¡Cierra la boca, Ikki!

De nuevo todos se echaron a reír, pero esta vez a costa de Seiya. Y lo cierto es que Aioros tuvo que girarse en un intento de que el pobre Pegaso no viese las risitas que a él también se le estaban escapando. Además Aioros tenía que admitir que la sonrisa no se le fue en un buen rato con las historias de los de Bronce. Estaba de acuerdo con ellos al decir lo tierna que podía llegar a ser esa mujer.

Le recordaba bastante a la escena que presenció cuando la veía jugar con las niñas hace unos días. La voz tan suave con la que les hablaba y el afecto puro en su rostro. No quedaba casi nada de la seductora mujer de mirada felina que todos estaban acostumbrados a ver en el Santuario y que inspiró desconfianza entre los Dorados ni bien había llegado. Una vez Aioria dijo que prefería verla con los de Bronce porque parecía más genuina, porque la coqutería que ponía tan nervioso a todo el mundo desaparecía.

Aioros sonrió y al mismo tiempo las mejillas se le arrebolaron; a él le habían gustado ambos lados de ella.

Días después Aioros y la señorita Saori casi sufrían un infarto cuando de un momento a otro Seiya desapareció, no estaba ni con Athena, ni en la casa de Sagitario, ni en el Coliseo entrenando, ni siquiera Shiryu sabía en dónde se había metido. Se separaron para buscarlo por Rodorio y los alrededores del Santuario, y Aioros comenzaba a meterse incluso en los callejones más escondidos y locos del pueblo cuando se le ocurrió algo, y se sintió tonto por no haber pensado en ello antes.

No había buscado en la casa de Mei.

Cuando llegó a la zona boscosa fuera del pueblo en el que se encontraba la casa de Mei pudo escuchar las carcajadas de Seiya a sólo un metro, haciéndolo negar con la cabeza. Los encontró a ambos en el jardín delantero, Seiya era una ráfaga roja y marrón que se movía sin parar desde el jardín hasta dentro de la casa, dejándole instrumentos al lado a Mei quién, con el cabello atado en un moño alto y el vestido cubierto de tierra, estaba arrodillada atendiendo las azucenas púrpuras y los tulipanes azules.

La rabia se retrasó para Aioros, pues no pudo evitar quedarse mirando a Mei, nunca la había sorprendido arreglando su jardín, aunque las flores y arbustos de hierbas se veían tan bien cuidados que sabía imposible que nunca les echase al menos una mirada. También admitía con cierta vergüenza que lo descolocó un poco verla ahí, arrodillada, con el vestido lleno de tierra y el cuello de cisne brillando de sudor luego de siempre verla arreglada, impecable y con ese típico aire distante, pero sonreía, le sonreía a Seiya cada vez que aparecía corriendo junto a ella con el mismo cariño que le había visto antes en el orfanato.

Ahí estaba de nuevo esa sensación.

—¡Señorita Mei encontré el abono! —exclamó Seiya llevando consigo una gran bolsa que le cubría la vista.

—Cuidado, Seiya —decía ella con la pala pequeña en la mano— Te vas a...

—¡Seiya de Pegaso!

Al oír la voz atronadora y nada contenta de su maestro el aludido pegó un brinco, tal qué tropezó con las escalinatas de la entrada a la casa de la Kunoichi y se tambaleó hacia atrás. La mujer se movió a velocidad sorprendente para ponerse de pie y sujetar al adolescente, con todo y saco de abono, antes de que cayese y se rompiese la nuca, o rompiese la bolsa derramando todo su contenido.

—Gracias, Señorita Mei —murmuró Seiya pálido por el susto, a saber si era el susto de la caída o de la bronca que sabía que le esperaba, luego miró a su maestro que lo miraba con profunda seriedad—. Maestro Aioros —dijo tímidamente.

—¿Puedo saber en dónde te habías metido? —Aioros se cruzó de brazos— ¡Athena casi se desmaya cuando le dije que no te había visto desde la mañana y tus amigos están barriendo el pueblo buscándote!

—¡Antes de que me ponga a cavar letrinas bajo la lluvia o algo así déjeme explicarme! —replicó el Pegaso.

Tanto Aioros como Mei lo miraron fijamente, extrañados. Y en el caso de Aioros, también avergonzado delante de Mei, sobretodo cuando ella lo miró con rostro inquisidor como exigiendo una explicación.

—¿Cómo que letrinas bajo la lluvia, Aioros? —el aludido se puso aún más nervioso, puesto que el tono de Mei, aunque era suave como siempre también tenía un tinte demasiado amenazante, y no ayudaba el hecho de que aún tuviese la pala afilada y las tijeras en la mano— ¿Pones a un niño a cavar letrinas bajo la lluvia?

—No exageres, Seiya. Ni siquiera cuando llenaste de tinte el cepillo de pelo de Saga dejándolo con el cabello rosa un mes te puse a cavar letrinas bajo la lluvia —contestó el arquero sintiéndose cada vez más presionado por la expresión interrogante de Mei.

Había un viejo dicho que decía que todo hombre sabio le teme a las mujeres. Y Mei Ling era en todos los sentidos una mujer digna de temer, y Aioros se consideraba lo bastante sabio como para saberlo.

Seiya rió nerviosamente. —Es verdad. Sólo que se me salió porque lo vi en una película.

Aioros prefirió no molestarse en encontrarle sentido a eso, y por la expresión que puso la mujer junto a él, pudo inferir que ella tampoco.

—¡¿Podrías explicarme en dónde diablos te metiste?! —volvió a reprocharle.

—Creo que fue culpa mía —dijo Mei de la nada.

Esta vez fue Aioros quien miró a Mei de manera sospechosa, ella apartó la mirada, también se veía nerviosa y el arquero incluso la vio comenzar a sonrojarse, algo imposible de ocultar al tener ella el cabello recogido.

—Nos topamos cuando yo salía del teatro. Seiya vino a felicitarme por mi actuación e incluso me dejó un regalo —una fuerte tos falsa de parte de Seiya la interrumpió, pero ella continuó—. Lo retuve al empezar a conversar y luego traerlo aquí porque también tenía algo que darle y nos entretuvimos, cuando me di cuenta era hora de revisar las flores y Seiya muy amablemente se ofreció a ayudarme.

—Hasta que llegó usted gritando como un loco y casi me rompo la cabeza del susto —habló con total imprudencia el Pegaso y la mirada que le mandó el Centauro fue suficiente para que este por instinto, corriese a ocultarse detrás de la Kunoichi.

Aioros negó con la cabeza y reprimió un suspiro.

—Nunca vas a cambiar, Seiya —dijo el arquero con resignación.

Seiya sólo respondió con una enorme e inocente sonrisa.

—Discúlpame, Aioros. No sabía que necesitaban a Seiya en el Santuario —se disculpó la Kunoichi. Aioros negó de nuevo con la cabeza.

—No es tu culpa, Mei. A Seiya le corresponde avisar a dónde va en lugar de desaparecer en el aire.

—No tengo diez, años, maestro Aioros —gruñó el adolescente, aunque Aioros volvió a mirarlo de tal forma que se volvió a encoger detrás de Mei.

Ella pareció fingir que la atmósfera no era tan incómoda.

—¿Qué tal si me lavo y bebemos algo? —ofreció ella.

—¡Me encantaría! —Seiya saltó—¡Los dulces que tiene la señorita Mei son deliciosos! ¿Habrá pastel de gelatina? —le preguntó a la mujer que sonrió con dulzura mientras subía la escalera hasta su habitación.

—Puede ser —contestó ella en tono intrigante.

—¡Excelente!

—¡Seiya suelta eso antes de que...! ¡Seiya!

Aioros se movió justo antes de que, en medio de sus entusiasmados brincos Seiya acabase por perder el equilibrio y tropezarse con las escalinatas, la bolsa de abono que aún tenía en las manos voló en el aire y se sintió todo como en cámara lenta. Aioros consiguió sujetar con una mano el dichoso saco justo a centímetros del suelo e interponer el otro brazo tras la espalda para impedir que su discípulo fuese a saludar la escalinata. La posición en la que quedaron, con Aioros inclinado casi por completo sobre su alumno y sujetándolo con un brazo mientras agarraba con el otro el dichoso saco —que alcanzó a rasgarse un poco— sobre las escaleras era cuando menos, de risa.

Con la respiración agitada del susto (por segunda vez), Seiya no reaccionó cuando de un tirón su maestro se irguió poniéndolo también derecho a él. Sólo cayó en cuenta de lo que había sucedido hasta que sintió la mirada inquisitiva de su maestro sobre él, al devolverle la mirada se dio cuenta de que este tenía una expresión en blanco mientras sus ojos se movían desde el rostro del Pegaso hasta los brazos de este, que aún se aferraban a él como un pulpo a una piedra.

Seiya se soltó a toda prisa, segundos de silencio incómodo vinieron después, silencio que fue interrumpido por una risita femenina. Por instinto ambos se giraron a ver a la única fémina del lugar.

Mei, aún en su lugar en la escalera, trataba de tapar su risa con sus manos llenas de tierra, pero era poco lo que podía hacer. Al sentirse observada por ambos hombres su risa aumentó al grado de ser auténticas carcajadas, y se rió tanto y con tanta fuerza que terminó en cuclillas en la escalera.

Ella jamás se reiría a costa de ellos, no de una forma maliciosa al menos. Pero el escándalo que habían formado en su casa literalmente desde que llegaron provocaba que no pudiese contener sus carcajadas, traían más vida a su casa que muchas veces se sentía tan vacía. Por esa y otras razones los quería tanto.

Por eso y otras razones amaba más al arquero.

Por otra parte, tanto Aioros como Seiya se sonrojaron con violencia viendo a la Kunoichi reírse a todo pulmón de sus tonterías. Pero en lo que a Aioros le correspondía, aunque sí sentía vergüenza, también el pecho se le llenó de una calidez confortante mientras más oía las agudas carcajadas de ella.

Ahora que lo pensaba, había válido la pena semejante espectáculo si eso la había hecho reír de esa forma.