No todo lo que brilla es oro

Por Nochedeinvierno13


Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.

Esta historia participa del Reto Multifandom #68: "Las estaciones del año" del foro "Hogwarts a través de los años".

Estación elegida: Primavera.


1

Jacaerys Targaryen

El peso de la corona

Jacaerys Targaryen, el primero con el nombre, quien reinaba en Desembarco del Rey desde el final de un otoño que había durado una década y el comienzo de un invierno que fue aún más breve, se escabulló del lecho matrimonial después de haber intentado engendrar un heredero.

―¿A dónde vas, Jace? ―preguntó su esposa adormilada.

Tenía una expresión plácida en el rostro; el cabello se derramaba en el almohadón de plumas cual plata líquida. Él le acomodó el mechón rebelde que caía sobre su frente y depositó un beso en su mejilla. En ese gesto no había pasión, tampoco lujuria; solamente el cariño fraternal que un sobrino podía demostrarle a una tía.

―Duerme, mi señora ―le contestó―. Leeré un poco para conciliar el sueño.

Helaena asintió moviendo levemente la cabeza.

Fue cuestión de un instante para que sus párpados cayeran y su respiración se volviera acompasada. La pasión siempre la dejaba rendida. Jacaerys estaba seguro que, de tocarla entre las piernas, ella seguiría húmeda y no se opondría a que volviera a tomarla. Las palabras de esa noche todavía le hacían cosquillas en el oído: «no sabía lo que era el placer hasta que me convertí en tu esposa».

A Jacaerys no le sorprendió aquella confesión, pues el primer esposo de Helaena había sido Aegon Targaryen, su tío por parte de madre. Su fama le presidía. Prefería la compañía de las prostitutas de la Calle de la Seda antes que la de su esposa. Cuando cumplía sus obligaciones matrimoniales, lo hacía sin esmero, sin cuidado.

«Pero él engendró dos niños de cabello rubio y ojos púrpuras», le recordó esa infame voz interior, la que habitaba en su mente y lo atormentaba cuando la oscuridad acechaba.

Aquello era cierto.

Helaena había alumbrado a dos vástagos, un niño y una niña, iguales como dos gotas de agua, un año después de haber contraído nupcias con su hermano; ahora, un lustro después de haber pronunciado sus votos en el Gran Septo, su vientre seguía a la espera de que la semilla germinara.

En la corte era una inquietud que el rey no hubiera sido capaz de engendrar un heredero que le asegurara su legado en el Trono de Hierro. Los murmullos se extendían a sus espaldas como la pólvora. Primero se hablaba de que la viuda no había guardado el tiempo suficiente de luto; luego, el fracaso lo atribuyeron directamente a él.

Su hermano Joffrey, a quien había nombrado como su Mano del Rey, sugirió cortarle la lengua a todos los que pusieran en duda su virilidad. «Entonces, tendría una corte de mudos», le respondió.

Jacaerys caminó hasta la antecámara y encendió una vela. El mobiliario cobró vida a su alrededor.

Aunque habían transcurrido varios años desde que esa habitación había pertenecido a su abuelo, Viserys Targaryen, y nunca llegó a ser los aposentos de su madre, se negó a cambiar la decoración. Allí seguía la extensa maqueta que con tanto cariño había construido el antiguo rey: una representación a escala del Feudo Franco de Valyria cuando estaba en todo su esplendor. Junto a ella, se erigían estanterías de fresno, repletas de antiguos pergaminos, los primeros estandartes bordados por los Targaryen y candelabros sin pulir.

Se acercó hasta la ventana y a través del cristal contempló la ciudad que dormía. Era noche cerrada. Las antorchas en los tejados y caminos apenas alcanzaban para iluminar la piedra. Desde esa posición, no llegaba a vislumbrar la parte baja de Desembarco del Rey, pero era bien sabido que allí la noche no existía. Las tabernas estaban a rebosar y los prostíbulos, también.

Jacaerys nunca había sentido curiosidad por acudir a la Calle de la Seda. Ni siquiera cuando su hermano le habló de aquella hermosa chica de pelo castaño y ojos de cervatillo. «Si no supiera que es imposible, diría que es una hermana pérdida.» No importaba cuán parecida fuera la chica a ellos, jamás podría darle lo que Jace estaba buscando, eso que lo tenía incompleto e incapaz de poner un heredero en el vientre de su esposa.

Se arrastró hasta la mesa donde reposaba su corona y observó las sombras oblicuas que proyectaba sobre la superficie de madera. Se trataba de una banda de oro pulido con un dragón tricéfalo al centro y cinco rubíes alrededor. Cada gema simbolizaba a uno de sus hermanos: Lucerys, Joffrey, Aegon, Viserys y Visenya, la pequeña que había muerto durante el parto.

Recordó ese día donde su abuelo lo sentó en su regazo y, desde lo alto del Trono de Hierro, le dijo: «algún día, todo esto será tuyo, Jace. Pero espero que ese día no llegue pronto, pues la corona pesa, no importa cuán ligero sea el metal.»

Su abuelo tenía razón.

La corona aplastaba, doblegaba. Y traía una inmensa soledad consigo. No había nada como el deber para alejar a los seres queridos.

Helaena era buena esposa, pero no podía considerarla su amiga, su cómplice de aventuras. Joffrey era buena Mano del Rey, a pesar de su juventud, pero tenía sus propios secretos en el Sur. Baela voló a las Ciudades Libres cuando la dispensó del compromiso y se llevó a sus hermanos, Aegon y Viserys, con ella. Y luego estaba Luke, al que no había vuelto a ver desde su coronación. Sabía que estaba en Marcaderiva, pero el resto de su vida era una incógnita para el monarca.

Jugueteó con el anillo que le adornaba el dedo corazón. Era una joya muy similar a su corona: puro oro y rubí. Luego, miró la jarra de vino especiado que estaba sobre la mesa, resquicio de la cena. Se sirvió una copa y brindó con la soledad, esa apabullante presencia que nunca lo dejaba a solas.

Casi de forma inmediata, el rey Jacaerys Targaryen se llevó las manos a la garganta mientras que una estela de espuma le corría por los labios; muy lejos de allí, sobre la Colina de Rhaenys, un dragón lanzó un bramido que sacudió el edificio que lo contenía.