Capítulo 10: Galopando entre las ruinas


El valle se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Los bosques de sauces y pinos se coronaban con bandadas de aves que se batían en busca de alimento o cobijo, y desde el borde de la montaña se apreciaba todo con un detalle, una pequeñez que enternecía el corazón. Incontables sauces, pinos y álamos tapizaban hasta la más mínima porción de la cuenca.

Hashirama inhaló una bocanada de aire puro, del que él y su hermano siempre gozaban como un tesoro, y sonrió con suficiencia.

—Aquí será —sentenció, llevando las manos a la cadera.

Tobirama se rascó la barbilla y miró hacia abajo. La caída era de, fácilmente, treinta metros.

—No está mal. Podemos empezar con la edificación inmediatamente. Cuanto antes traslademos la capital a este lugar, menos problemas tendremos.

—Pues, ¡no perdamos tiempo! —exclamó Hashirama—. Oye, Takeshi, mira, aprecia esta vista. Apuesto que en Harima no tenías un paisaje así de bello.

El samurái, con un brazo vendado y sostenido contra el pecho y la cabeza vendada, miró directamente a su señor.

—En toda mi vida, jamás me tomé la molestia de detenerme a ver el paisaje de la ciudad —Hashirama arqueó una ceja.

—Y… ¿Por qué?

—No estaba entre mis funciones.

Madara observó el valle cruzado de brazos. Oyó la conversación, pero pretendió hacer oídos sordos.

—Suena a que tu vida era algo aburrida, eh —Hashirama envolvió a Takeshi con un brazo y sonrió—. No te preocupes, ahora todos trabajaremos juntos para que cada persona pueda desarrollarse y valerse por sí misma con plena libertad.

—No es un estilo de vida al que esté acostumbrado —suspiró Takeshi.

Hashirama pareció ignorarlo con otra alegre risotada. Madara miró de soslayo al samurái y frunció el ceño.

—Avisaré a Hiroaki que puede comenzar con el traslado —dijo Tobirama.

—¿Quieres acompañarlo? —preguntó Hashirama. Takeshi arqueó una ceja.

—Señor, no pregunte, ordene. Si necesita mis servicios, dispóngalo y yo cumpliré.

A Hashirama no terminaba de gustarle que lo tratara de usted, pero lo dejó pasar. Ladeó su cabeza en dirección a su hermano, y Takeshi asintió.

Tobirama y Takeshi montaron sus caballos y partieron al trote. Se internaron entre los árboles, perdiéndose de vista para Hashirama y Madara.

—No sé tú, pero yo me voy a poner manos a la obra —Hashirama juntó sus manos con una fuerte palmada y una sonrisa de oreja a oreja. Parecía un niño en una juguetería.

Madara permaneció en silencio unos segundos, descansó los brazos a sus costados y preguntó:

—¿Te ayudo? —no sonaba del todo dispuesto, pero Hashirama no lo habría notado aunque hubiera analizado su tono y sus palabras durante una semana.

—Nah, esto será pan comido. Un poquito de jardinería, es todo.

Madara negó ante semejante fanfarronería. Aún entonces se encontraba confuso respecto al líder de los Senju. No paraba de oír en su cabeza la voz de su hermano, conflictuando con cada paso que daba al lado de la alianza de los Tres Clanes.

Un temblor surgió bajo el tupido valle, y de la tierra brotaron gruesas raíces.

Tobirama taloneó a su zaino, y Takeshi hizo lo propio con su yegua baya. Los caballos entraron en un galope moderado mientras andaban el sendero entre la vegetación.

—Disculpa a mi hermano —dijo Tobirama—. Tiene el temperamento de un niño de primario, pero quiero evitar que dudes de su inteligencia.

—No hago tal cosa. Un samurái sirve a su señor independientemente de sus capacidades físicas o de su ligereza mental.

—Lo encuentro… curioso.

—¿Perdón?

—Lo que dices. ¿Valía la pena morir por alguien como Satsuma?

—¿Por qué otra cosa vale la pena morir?

—Un señor honorable, por ejemplo.

—Quizás en el pasado. Los daimiatos se volvieron débiles y avaros en el último siglo. Desde entonces los samurái perdimos el prestigio y nos vimos mermados en número. Pasamos de ser el grueso de los ejércitos de las diferentes naciones a meros guardaespaldas de los señores feudales.

—Suena a que estabas consciente de tu posición.

—Claro que lo estaba —el ojo muerto de Takeshi reflejó una profunda angustia—. Pero eso no era excusa para faltar a los votos de mis ancestros. En un mundo tan superficial y dejado a lo mundano, ¿qué le queda a un hombre si no es su propia noción del honor, incluso si esta no resiste un análisis racional?

Tobirama giró el cuello para mirar al samurái. Takeshi, por primera vez, entabló una mirada directa con él.

—Hashirama y yo crecimos en la guerra. Creo que tú comprendes lo que eso significa.

—Perdí mi ojo a los catorce años por un kunai, luchando contra el País de la Tierra. Río Iwata. Mi padre murió en esa batalla. Yo me convertí en el guardia personal del daimyo ese día.

—Eres uno de los veteranos del Río Iwata —Tobirama sonrió muy levemente—. Quizás haya más en ti de lo que el ojo ve, si me permites la expresión. Pero, volviendo al tema… Mi hermano y yo, junto con los otros clanes, decidimos formar la alianza y derrocar al daimyo. ¿Sabes por qué?

—No en detalle.

—Porque, a pesar de nuestras diferencias, queremos traer paz a la gente de esta nación. Hemos perdido a incontables familiares en el transcurso de las guerras pasadas y a los señores de estas tierras sólo les importaba cosechar triunfos. Triunfos regados con nuestra sangre. Madara mismo perdió a su hermano… por mi culpa.

—¿Se avergüenza de matar al chico? ¿En una guerra?

—No, claro que no. Es el hecho de que… no confío en Madara, no del todo. El Clan Uchiha, en su totalidad, es terriblemente inestable.

—Conozco los rumores.

—Yo no estaba del todo seguro de permitirle a los Uchiha unírsenos. Pero Hashirama es una persona con un corazón muy, cómo decirlo, inocente. Es una suerte que los Hyūga hayan intercedido como mediadores entre los Senju y los Uchiha.

—El señor Hiroaki parece una persona muy sabia, ciertamente.

—Él también perdió a dos de sus cuatro hijos en la Batalla de la Hierba Roja. Fue él quien nos contactó a Hashirama y a mí para pactar una tregua y negociar una vez dimos a conocer nuestras intenciones.

Takeshi escuchó atentamente el relato de Tobirama. El hombre de blanca melena se perdió relatándole el transcurso de su revolución, que comenzó como una discreta guerrilla saqueadora y concluyó con el asedio de la ciudad de Harima. El resto, como había atestiguado Takeshi, era historia y polvo arrastrado por el viento.

Takeshi no recordaba la última vez que alguien le hablaba tan desinteresadamente, por el puro placer de compartir y conocerse mutuamente, el tipo de charlas que suceden cuando dos hombres forjados en la eterna lucha se toman un ansiado momento de reflexión compartida.

El campamento de los Hyūga, los Senju y los Uchiha se revolvía con el fluir de los hombres que cargaban armas y suministros varios por doquier. Los tres clanes se diferenciaban claramente por sus distintivas armaduras. Los Hyūga portaban conjuntos de cota de malla cubiertos por corazas ligeras y plateadas. Los Uchiha resaltaban por sus corazas de placas oscuras, a lo tradicional, combinando con sus espadas y naginatas. Los Senju, muy como los anteriores, lucían hermosos conjuntos de placas rojas, que traqueteaban al movilizarse.

Hiroaki Hyūga ordenó a sus hombres que terminaran de apuntar las armas antes del mediodía antes de captar, con ayuda de su aguda visión, a los jinetes enviados por Hashirama.

—Saludos, Tobirama y Takeshi. ¿Han encontrado el lugar que Hashirama describió?

—Cuarenta minutos hacia el norte, exactamente —replicó Tobirama—. Podemos comenzar a movernos. Él y Madara nos están esperando.

—Es una suerte que hayamos dejado todo listo para marchar. ¡Arriba todo el mundo! Quiero el campamento levantado y todo listo para irnos en una hora.

Takeshi y Tobirama bajaron de sus monturas y estrecharon la mano del líder de los Hyūga. Hiroaki les indicó que los siguiera con una sonrisa astuta, que invitó a los recién llegados a compartir una mirada de extrañeza.

Los condujo hasta una tienda de campaña custodiada por dos Senju armados con naginatas. En el interior se encontraron con dos hombres atados al poste en el centro de la tienda. Ambos escondían su rostro detrás de capuchas y vestían ropa holgada color beige. Sentado en el suelo y cruzado de piernas los recibió un soldado que no pertenecía a ninguno de los Tres Clanes. Tenía el rostro pintado con cuñas rojas y estaba acompañado por un mastín rojo, de orejas caídas y cabezón como un hacha de guerra, que tenía la vista fija en los prisioneros.

—Él es Tonfa Inuzuka, líder de un clan menor, originario de los bosques del norte —explicó Hiroaki. Tonfa se puso de pie y sonrió con cautela—. Su gente se especializa en el combate y el rastreo con la ayuda de perros ninja. Fueron ellos los que nos ayudaron a capturar la mayoría de convoys con suministros del daimiato durante el invierno.

—Es un honor, señor Tobirama.

—El honor es mío. Y, ¿qué tenemos aquí?

Takeshi caminó hasta los prisioneros y se agachó para poder apreciarlos mejor.

Aunque le era difícil apreciarlo, notó algunos insectos reptar por las mejillas de esos hombres. Un escalofrío le recorrió la columna.

—Con cuidado —dijo Tonfa—. Pueden dejarte seco en un segundo si los subestimas. Están agotados y sin chakra, pero perdimos algunos hombres tratando de capturarlos.

—¿Quiénes son? —inquirió Tobirama.

—Son Kenta y Masaki Aburame. Domadores de insectos —Takeshi dilató sus ojos con interés y jaló la capucha de uno de los prisioneros, descubriendo un rostro magullado, cabello negro revuelto y ojos negros, rodeados de un manto violáceo—. Ese de ahí es Kenta, usuario de insectos parásitos devoradores de chakra. El otro, bueno, digamos que es una suerte que esta tienda esté rodeada de un sello que drena el chakra. Sus insectos son tan pequeños que son imperceptibles por sí solos, pero son tan venenosos que un solo toque de este tipo bastaría para hacerte perder alguna extremidad.

—Los conozco —dijo Takeshi. Kenta jadeó, con la garganta hecha añicos a falta de humedad.

—Matsubara… ¿Por qué no estás muerto?

—¿Es él? —cuestionó Masaki.

—Tú mataste al daimyo. Eres un… —Kenta tosió, sobresaltando al mastín de Tonfa, sacándole un gruñido bajo—. Hijo de puta…

Tobirama se acercó a Takeshi.

—¿Cómo los capturaron? —preguntó el samurái.

—Fueron los únicos que opusieron resistencia cuando entramos en Harima —replicó Hiroaki.

—¡Cobarde! Asesinaste a nuestro señor y te pasaste al bando de los sublevados. ¿Y te haces llamar samurái? —escupió Kenta.

Takeshi le hizo alzar la vista empujándole la frente y le dirigió una mirada bicolor que le penetró el cráneo.

—Lo único que hice fue permitirle a Satsuma que dejara este mundo con algo de dignidad, cumpliendo con los votos de mis antepasados al pie de la letra. Ahora he encontrado un señor al que servir en Hashirama Senju. Pero veo que ustedes dos han acabado en un lugar penoso.

—El resto del clan nos abandonó. Tú… ¿Qué crees que haces hablando de nosotros? ¿Qué derecho tienes, samurái traidor? Nosotros dimos hasta nuestro último aliento defendiendo a nuestro señor. ¿Y qué ganamos? Que nuestra familia nos diera la espalda y nos dejara a nuestra suerte contra… ¡Contra ustedes, bastardos! —aulló Masaki—. Tú no sabrás lo que se siente, pero para qué me gastaría en explicárselo a alguien como tú, Matsubara.

La entrada de la tienda se sacudió levemente.

—¿Interrumpo algo? —preguntó una voz baja.

—Justo a tiempo —dijo Hiroaki—. Caballeros, les presento a Kenzō Aburame, el líder de su clan, y nuestro aliado.

El hombre vestía muy parecido a sus parientes apresados, sus ojos eran pequeños y rasgados, pero al mismo tiempo intimidantes.

—Veo que ya han terminado con las formalidades con mis dos tíos.

—¡Rata inmunda! Eres peor que este vagabundo, has faltado el respeto al legado de nuestra familia, igual que los otros —espetó Kenta.

—Ustedes dos no han entendido nada, nada en lo absoluto —Kenzō se cruzó de brazos—. Fui yo junto con el resto del clan quien abrió las puertas al ejército de los Tres Clanes para que ingresaran en la ciudad. Antes de que se pregunten el porqué, se los diré sin rodeos: Desde hace años queríamos librarnos del mandato del daimyo, solo ustedes, los cabecillas, se aferraban a su posición igual que moscas a un trozo de carne podrida. Nuestra gente fue utilizada como fuerza de choque en tantas batallas que por poco nos llevó a la extinción, y ustedes querían seguir reivindicando eso —Kenzō alzó la voz una octava y apretó los dientes—. Ustedes permitieron que el daimiato enviara a nuestros parientes a incontables guerras, de las cuales la mayoría no volvió. ¿Y yo soy el traidor al clan? ¿Por querer un futuro tranquilo que permita a nuestro clan existir?

—¿Qué debemos hacer con ellos? —preguntó Hiroaki.

Tobirama miró a Takeshi, quien parecía saber lo que se avecinaba.

—Ellos dos no lo merecen, pero creo que mi familia estará complacida con una resolución a la vieja usanza: ¡Un duelo de insectos!

El combate fue corto. Los dos antiguos líderes del Clan Aburame, fatigados y heridos, apenas pudieron resistir la arremetida del enjambre de Kenzō, que devoró su red de chakra como si de termitas royendo un pilar se tratase. Rodeados de muchos Aburame resentidos, e incluso algunos Hyūga, Uchiha, Senju y demás shinobi, movidos por la curiosidad, Masaki y Kenta Aburame murieron, dando fin al capítulo de la historia de su clan que la mayoría de sus miembros ansiaba por ver concluir.

Al mediodía, el ejército partió.

Las columnas de soldados y contados civiles, la mayoría familiares de los hombres de los distintos clanes, avanzaron por los bosques, con cautela y prisa por asentarse en su nuevo hogar.

Tras veinte minutos de viaje, Hiroaki levantó la mano. Él junto con Tobirama y Takeshi, y algunos ninja de alto rango, eran los únicos que iban montados.

—Veo humo allí —dijo Hiroaki, con las venas de sus ojos hinchadas.

—¿Serán algunos realistas? —cuestionó un capitán Uchiha. Tonfa Inuzuka olfateó el aire junto con su mastín.

—Hay una gran concentración de chakra en el aire —advirtió—. Alguien ha invocado un jutsu de buen tamaño.

—¡Que vengan cuarenta hombres conmigo, a toda prisa! —aulló Tobirama—. El resto, paso ligero. Pongan a salvo a los que no combaten y alcáncennos cuanto antes.

—Tú no puedes luchar, quédate aquí —dijo Tobirama, siendo la respuesta de Takeshi el filo de la nagamaki deslizándose fuera de la vaina.

Tobirama, Takeshi y Hiroaki espolearon a sus caballos y se lanzaron al galope, seguidos de una cuarentena de shinobi de todos los clanes. Tonfa y Kenzō los seguían saltando entre los árboles, tratando de mantener el ritmo.

—¿Quién podría quedar en este país capaz de plantarnos cara? —cuestionó un soldado Senju.

—Quienquiera que sea, no podemos permitir que descubran la ubicación donde estableceremos la aldea. Si ya lo han hecho, que Dios los ampare. ¡No nos daremos el lujo de dejar supervivientes! —exclamó Tobirama.

Takeshi pegó un grito y taloneó con fuerza a su yegua. Pasó entre el follaje a la velocidad de un dardo, la nagamaki en su mano sana. Tobirama lo siguió algunos metros rezagado, notando que el samurái era más diestro a lomos de un caballo, tanto para maniobrar, y seguramente para la lucha, que cualquiera de los hombres bajo su mando.

Tonfa olfateó una vez más y levantó una ceja.

—¿Qué pasa? —preguntó Kenzō.

—Es… extraño. Huele como a carne, pero no carne quemada de una batalla. Huele… ¡Delicioso!

Takeshi fue el primero en salir de entre la espesura, dándose de lleno con un panorama distinto al que había dejado atrás horas antes. El valle había sido, literalmente, remodelado. Los árboles al pie de la montaña habían sido sustituidos por cabañas, salidas de ninguna parte. Todas diseñadas de la misma manera, de arquitectura tradicional, podría decirse que surgidas al mismo tiempo.

—Esto… —jadeó Tobirama, encontrándose con la misma visión que Takeshi—. Mierda, debí saberlo.

El grupo de hombres se introdujo en la aldea. A lo lejos se oía una voz canturreando, y el olor a humo y carne se intensificaba cada vez más. Las calles, si se les podía llamar así a los senderos de grama que discurrían entre los edificios, eran amplias y podrían haber albergado infinidad de puestos ambulantes y negocios.

En el centro de la aldea, una suerte de plaza vacía, ardía una pequeña fogata. Hashirama y Madara estaban sentados alrededor y sobre el fuego se cocían algunos pescados clavados en varillas.

Tobirama, Takeshi y Hiroaki caminaron hasta ellos con líneas azuladas surcándoles el rostro.

—¿Qué es esto? —preguntó Tobirama con voz monótona.

—¡Ah, llegaron! ¿Qué les parece la aldea? Sé que se ve algo gris y simple, pero podemos corregirlo sobre la marcha. Aunque… levantar todas estas casas me dejó exhausto, así que decidimos ir de pesca para recuperar energías hasta que ustedes vinieran.

—Fui, querrás decir —corrigió Madara.

—¿Y ustedes qué tal? —preguntó Hashirama, poniéndose de pie y dándole un mordisco al pescado con una sonrisa infantil—. ¿Dónde está el resto de la gente? Estoy emocionado, hoy por fin podremos dormir bajo un techo de verdad, ¿ustedes no? Y no tengo que olvidarme de las mesas para la celebración de hoy, los hombres necesitarán distenderse luego de tanto tiempo moviéndose de aquí para allá. Ay, esto de ser un líder no es nada fácil.

Takeshi, Tobirama y Hiroaki se voltearon y quedaron patas arriba, igual que el resto de soldados. Un cuervo cruzó el cielo graznando.

—Eres irremediable, hermano —se quejó Tobirama.

La noche fue recibida con un torrente de alcohol, comida y cánticos. Los Uchiha, los Senju, los Hyūga y algunos clanes menores compartían la cena más cuantiosa de sus vidas, al aire libre, bajo el manto de una cálida noche estallada de estrellas.

Takeshi se sentó (se le ordenó sentarse) junto a Hashirama, que comía en una mesa más pequeña que el resto junto con Tobirama y su esposa, Mito Uzumaki. La mujer vestía la misma armadura que Hashirama, a excepción de una banda shinobi atada en su frente, tallado en su centro un remolino. Su cabello, escarlata, brillante a la luz de las antorchas como el interior de una granada, estaba atado en dos rodetes tradicionales. Hasta el momento, desde que se había convertido en el guardaespaldas de Hashirama, ni ella ni él se habían dirigido la palabra.

Tobirama partió una hogaza de pan, la sopó en su cuenco de caldo y le dio una mordida.

—¡Por la victoria! ¡Por la libertad! ¡Por la patria! ¡Somos la sombra oculta entre las hojas! —cantaban dos soldados, para luego chocar sus jarras de cerveza y bajarlas de un trago.

Tobirama se rascó la cabeza y miró a su hermano. Trataba de mantener la cabeza fría y los modales ajustados a sus propios estándares, siendo un hombre desapegado a los ambientes festivos. Aún con la incomodidad mordiéndole la nuca, su ingenio afloró de la misma manera que le era costumbre.

—No suena mal —dijo, llamando la atención de Hashirama–. Así te decían los realistas, al parecer.

—¿Qué cosa, hermano?

—La Sombra Oculta Entre las Hojas. Hokage. Creo que así debería llamarse quien tome las riendas del país de ahora en más.

Mito bebió un trago de vino, suspiró airosa y sonrió.

—Es un gran título. Impone justamente lo que queremos dar a conocer del País del Fuego. Suena fuerte, astuto y terrorífico para quienes se atrevan a desafiarnos.

—Y marca la diferencia entre el nuevo régimen y el antiguo diamiato —añadió Tobirama.

—Pues habrá que decidirlo mañana, todos juntos. Pero lo admito, hermano, es una gran idea. ¿No lo es, Takeshi?

—Sí, señor —replicó el samurái, sosteniendo la pipa entre sus dientes y sacando una cerilla.

Madara se acercó a la mesa de Hashirama. Era el único de su clan que moderaba sus hábitos con la bebida, no así con la comida, llevando en su mano una pata de faisán rostizada. Notó a Takeshi forcejeando con la cerilla, tratando de encenderla raspándola contra su armadura. Sonrió con sorna, como quien se burla de un inválido cayendo al suelo, y dijo:

—¿Aún duele tu brazo? ¿Quizás necesitas que tu señor la encienda por ti?

Takeshi no reaccionó. Tras diez segundos de silencio, la cerilla prendió, igual que el tabaco en la pipa. Takeshi dio una honda calada y exhaló el humo en dirección al rostro de Madara.

—Estoy bien. Gracias por preocuparse, buen Uchiha.

Aunque era poco común, Tobirama resopló una risa seca al ver las facciones de Madara retorcerse en un mal disimulado espasmo de cólera.

Hashirama pinchó un pedazo de ternera, poniendo atención a su amigo.

—Vamos, Madara. Está con nosotros ahora. No hay por qué iniciar discordias innecesarias. Además, no querrás que vuelva a repetirse lo del palacio.

—¿Y qué sería eso? —desafió Madara.

—No es ningún secreto que Takeshi sabe valerse por sí solo. En un combate justo, donde no hubiera tenido que preocuparse por defender a Saigo… eso habría sido digno de ver.

—Puedo partirle la columna con las manos atadas a la espalda y las piernas inmovilizadas. No necesito más que un segundo, Hashirama, y te lo probaré.

—Nadie te ha llamado aquí —intervino Tobirama, poniéndose de pie.

—Oh, ¿acaso no tengo derecho, como líder revolucionario, a compartir el pan con mis compañeros?

—Lo tienes, siempre y cuando respetes nuestro espacio, y eso es algo que no estás cumpliendo.

—Vamos, vamos, olvidemos esto. Toma asiento junto a mí, Madara. Hoy es una noche para festejar nuestra victoria definitiva.

El Uchiha miró a Hashirama con los ojos echando llamas. El líder de los Senju hizo un gesto con la mano, y no tuvo más opción sentarse donde fue invitado.

Tobirama volvió a su asiento, exhalando sonoramente y sin quitarle la vista de encima a Madara.

—No se esfuerce, señor —dijo Takeshi—. Es incorrecto que un superior me defienda. Aún inválido, puedo encargarme de mis problemas igual que siempre.

El samurái le dedicó una sonrisa apagada, sucedida por una larga calada a la pipa.

Tonfa Inuzuka se esforzaba sin pudor en hacer que Kenzō Aburame bebiera junto con él, cosa que el joven patriarca de los domadores de insectos rechazó con la misma persistencia. Hiroaki Hyūga, fiel a su papel de cabecilla del clan, permaneció junto a los suyos, permitiéndoles liberarse en el estallido de alcohol y comida que era la aldea.

La luna centelleaba platinada y entera en mitad de un firmamento acribillado de cristales. Takeshi la admiró apoyado contra un pino, sosteniendo la pipa aún bastante cargada de tabaco a medio quemar. El aire olía a humo, carne, cerveza y vapor salido de las ollas. La mixtura enmascaraba el perfume de la humedad natural del bosque y de los crisantemos en flor, cosa que le habría gustado percibir entonces.

—La noche es propicia para esto, ¿no?

Tobirama se paró a su lado, sosteniendo un vaso de cerveza. Takeshi estaba seguro que era el mismo que había llenado al principio de la fiesta, y no lo había visto darle el más mínimo sorbo.

—Dicen que nunca es mal momento para hartarse bebiendo y comiendo —respondió.

—Quizás, pero yo me refiero a esto. Es un gran paisaje para levantar nuestros hogares y los de nuestra gente.

Takeshi escupió una estela de humo y se encogió de hombros.

—Usted lo sabrá. Mi hogar está donde esté mi misión, nada más. Aquí o en el País del Rayo.

—Proteger a mi hermano.

—Proteger al Hokage.

Tobirama recordó su idea, que había quedado relegada a un plano menor, opacada por la furia que Madara le había sacado de la nada.

—La señora Mito tiene toda la razón, es un título imponente.

—Pero, ¿cómo sabes que él será quien lo ostente? Eso se someterá a votación dentro de unos días.

—Todos respetan al señor Hashirama por quien es y por lo que es capaz. Hoy mismo ha levantado una aldea entera del propio suelo que estamos pisando. Convirtió un valle virgen en una zona habitable en un abrir y cerrar de ojos. Fue él junto con usted quien tuvo la idea de derrocar al daimyo, y quienes formaron la alianza entre los clanes. Incluso si ese mérito no le alcanzara para ser Hokage, mi deber no cambiará. Mi vida está unida a la de él.

—Nunca lo dejarás, ¿verdad? —sonrió Tobirama—. Había oído sobre el código de conducta de los samurái, pero verlo en práctica, aún en las situaciones más banales, me resulta asombroso. Cada acción que realizas siguiendo ese código se ve acentuada, está impulsada por los valores de incontables generaciones que te han forjado como el hombre que hoy eres.

—Aprecio esas palabras, buen señor. Los pocos samurái que quedamos hemos aprendido a vivir conscientes de que nuestro estilo de vida es objeto de burla de mucha gente, y no es maravilla. El Código es inoxidable, porque sus fundamentos resisten al tiempo, le sobreviven como la montaña sobrevive a la tormenta. Lo único que no sobrevive es la disposición de los hombres a adoptarlo y respetarlo.

—¿No es eso también la muerte del Código?

—No siempre muere lo que no se respeta. Simplemente se pierde y se olvida, permanece relegado, oculto en unas pocas mentes fieles. La tragedia de un samurái no sucede cuando su misión de morir por su señor no se cumple, sino cuando reconoce que es el único que está dispuesto a intentarlo.

Tobirama analizó las palabras del hombre sin borrar su sonrisa.

—Esto no es habitual de decir, pero Hashirama ha sido sabio en permitirte estar en nuestras filas. Ayer, samurái del daimyo; hoy, shinobi de la Aldea de la Hoja. Takeshi Matsubara, el samurái oculto entre las hojas. ¿Qué planes tienes, aparte de tu honrada misión? ¿Los samurái se permiten sentar cabeza y formar una familia?

—Desde luego, por algo estoy yo aquí. Pero he elegido una vida célibe por motivos personales —Tobirama intuyó una tremenda nostalgia en esas palabras—. Debo decir que no. Solo tengo mi misión, y eso me basta y me sobra.

Los dos hombres, el del vaso y el de la pipa, sostuvieron una mirada silente y quieta. Tobirama agachó la vista y dijo:

—Mi misión no es otra que garantizar la grandeza del País del Fuego. Esa es mi voluntad y la de mi hermano. Esta guerra se desencadenó nada más que por amor —Takeshi levantó una ceja—. Amor por nuestras familias, por nuestros amigos y compañeros sin nombre que hoy ya no viven. Por toda la gente que habita esta tierra y merece por ello una vida libre y próspera. A pesar de nuestras diferencias, fue el amor lo que unió a los Tres Clanes en una misma lucha. Es el fundamento que regirá esta aldea de aquí en adelante, el que le inculcaremos a nuestros hijos para que ellos lo pasen a las siguientes generaciones. Será nuestra espada, nuestro escudo y nuestra coraza. Y tú puedes ser parte de ello, Takeshi —Tobirama levantó su vaso, renovando su expresión, cornada con la luz de la luna que se derramaba en el protector de acero que encerraba su rostro.

Takeshi parpadeó, conmovido en lo más profundo. Con un leve movimiento de cabeza y su ojo muerto exhibiendo más vitalidad que nunca, alzó su pipa a la altura del vaso.

En el fondo, los cantos de los hombres y mujeres del País del Fuego se alzaban como un vendaval a través de los troncos, las sombras sobre el fuego danzando frenéticas y unidas.

—Que sea entonces esa la voluntad que dicte mi deber, señor.

—¡A tu salud!

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Inari se sentó sobre la vereda, con los músculos adoloridos y la cabeza embotada. Grupos de shinobi cargaban carros llenos de cuerpos ensangrentados. Sus hombres corrían de un lado a otro, colaborando con los locales. Comenzaba a atardecer, pero poco se distinguía en el cielo habiendo columnas de humo negro oscureciéndolo.

El almirante se había dedicado a cargar por su cuenta, valiéndose de su enorme porte, carros de cuerpos él solo, a fin de facilitar el trabajo de los demás ninja, por pequeño que fuera el aporte. Ahora podía sentir que su generosidad le pasaba factura, en sus brazos entumecidos y su espalda oprimida. Se acomodó el sombrero y suspiró. A su izquierda había un cantero con una hilera de crisantemos dorados, y se movió un poco para poder olerlos más de cerca, siempre con discreción, no fuera a ser que sus hombres lo descubrieran.

Un par de sandalias se detuvo traqueteando a sus espaldas. Se puso de pie y volteó.

—Siempre fueron tus favoritas —dijo Anko. Inari notó su rostro enrojecido y su ropa cubierta de sangre que no era suya—. ¿Cuánto ha pasado? Jamás respondiste mi última carta.

—Dos años. He estado ocupado, Anko. Desde mi ascenso no he tenido ni un solo día libre.

La mujer se llevó una mano a la cadera y sonrió. Inari no hizo un solo movimiento facial, pero ella, habiendo sido su compañera de equipo desde que eran genin, leyó acertadamente que no era la única con ganas de ponerse al día.

—Gracias por venir. Una vez más me has salvado del peligro.

—Yo no te he rescatado. Mis hombres y yo vinimos a defender a la Aldea de la Hoja.

—Justamente, lo hiciste. Sin ustedes, quién sabe qué habría sido de nosotros.

Inari devolvió la atención a las calles que fluían con grupos de shinobi cargando compañeros heridos, cuerpos y suministros. A lo lejos vio a Kakashi y Gai trotando en dirección a un toldo improvisado donde habían llevado a sus alumnos.

—¿Por qué atacar la capital? Planear desangrar un país atacando su corazón en lugar de desmembrarlo poco a poco.

—Orochimaru es una persona excéntrica. Quizás confiaba en la fortaleza de su alianza con el País del Viento y en nuestra propia debilidad estructural —Anko se limpió la frente con el antebrazo—. Deberías saberlo tan bien como yo.

—Desearía que no. Pero ahora comenzará la verdadera guerra. Sin un líder y con un golpe tan bajo a nuestro orgullo nacional, tendremos que cobrarnos todo esto con creces.

—Sangre por sangre, igual que los viejos tiempos. Es una pregunta tonta, pero, ¿por cuánto te quedarás aquí?

—No puedo darme el lujo de que sea mucho. Inuta ha quedado defendida apenas por una parte de la flota. Traje a la mayoría conmigo, debo volver y preparar a todos para zarpar en custodia de nuestras fronteras marítimas. Es todo lo que puedo hacer por ahora, hasta que venga un nuevo Hokage a poner orden. ¿Qué hay de ti?

—Puede que lo mismo que tú, pero con nuestras fronteras terrestres. No sé qué harán los altos mandos para reponer el personal perdido aquí, pero si algo es seguro es que enviarán a muchos de nosotros a patrullar al este y al norte. Aunque quién sabe, sólo nos faltaría que la Mizukage se decida de una buena vez a darnos el golpe de gracia. ¡Bromeo, solo bromeo! No has cambiado en nada, nadie puede sacarte una sola sonrisa, eh. Vamos, necesito un trago para poder trabajar luego de todo esto. Tú invitas. Bueno, bueno… ¿Mitad y mitad?

Kakashi se metió de cabeza a la tienda, siendo recibido por un vaho metálico y nauseabundo que le pateó las entrañas. Varios genin se quejaban de sus heridas, muchas de las cuales se quedarían con ellos de por vida. Un muchacho de quizás doce años se retorcía en su camilla emplazada en el suelo a causa de un par de dedos faltante, y otro movía los ojos de un lado a otro, aterrado y espasmódico, sufriendo el ardor en todo su rostro por una quemadura que le había dejado desierta y agrietada la mitad de la cabeza.

Kichiro no se movía. Estaba vendado, semidesnudo y bañado en su propia sangre. Los huecos en su vientre y su pierna habían dejado de fluir, pero no eran un gran aliento para el estado del chico. Kakashi se agachó a su altura mientras un ninja médico lo mantenía sentado y otro extraía con una pinza los jirones de tela y demás suciedades incrustadas en el corte de su espalda. Su brazo derecho aún no había sido atendido, y no lo necesitaba, pero sabía muy bien que esa herida espiralada, que se extendía desde la muñeca hasta la mitad del bíceps, no estaba allí el día anterior.

Gai lo miró a él y luego a Tenten, que yacía tendida a dos camillas de distancia de Kichiro. Kakashi apretó el puño con rabia.

—Sobrevivirá —dijo el ninja médico que sostenía a Kichiro—. Perdió mucha sangre, y sus músculos tardarán semanas, sino meses en sanar, pero sus signos vitales parecen recuperarse de a poco. La niña está fuera de peligro, pero quisiera hablar con Gai Sensei cuando acabemos aquí.

Kakashi no respondió y tampoco lo miró. Se fijó en el cuerpo desgarrado de Kichiro y evocó su prueba con los cascabeles, dos meses atrás.

"Esta sesión estuvo increíble, sensei. Pero yo ya conozco todos esos trucos" se había vanagloriado él, con toda su irreverente juventud brillando en sus ojos y su sonrisa.

—Orochimaru… —gruñó por lo bajo. Gai compartía su dolor y su cólera.

Salió de la tienda sin volver a pronunciar una palabra. Ya era de noche, pero las antorchas brillaban por doquier y los hombres y mujeres de la Hoja estaban más activos que en ningún otro día de sus vidas.

Kakashi había dejado a Naruto, Sakura y Sasuke al cuidado de Iruka en un pabellón médico aparte, dedicado a heridas de menor gravedad. Entonces comenzó a preguntarse de qué manera había estado desempeñando su rol como sensei. Quizás Naruto merecía más atención de su parte, si había logrado detener a un demonio por su propia cuenta, a punta de esfuerzo y una cabeza excepcionalmente dura. Quizás Kichiro era más de lo que, en aquel punto de su vida, podía manejar. Era mayor que los demás y su ímpetu era imposible de contener con órdenes, los músculos desgarrados de sus brazos lo probaban.

Los rostros de Obito Uchiha y Rin Nohara, en quienes pensaba cada noche antes de dormir y cada mañana al levantarse, destellaron en su mente y lo forzaron a apoyar la espalda contra la pared de una casa. Nadie le prestaba atención al quiebre que estaba sufriendo el Ninja que Copia. Se sintió débil y estúpido. Tendría que haber corrido a ayudar a sus compañeros a recoger los cadáveres y darles una digna sepultura, organizar las tropas restantes y disponer patrullas. Pero ahora sólo quedaba una frase, y nada lo movería de allí:

"¡Kakashi, tienes que matarme ahora!"

La sangre se acumuló en sus mejillas, que bajo su máscara ardían como arena bajo el sol.

"¡Mátame, Kakashi!"

El olor, la textura, el color de la sangre. Lo habría dado todo porque fuera la suya propia.

"¡Mátame!"

Un chasquido lo hizo pegar un salto. Asuma sonrió mientras encendía el cigarrillo. Tenía su tez tostada perlada de sudor y la respiración agitada.

—Asuma…

—Nos espera una temporada muy atareada —dijo, dando una calada con la vista fija en la Piedra Hokage.

—¿No deberías estar con tu familia?

—Konohamaru aún lo lo sabe. Le daré la noticia por la mañana. ¿Creías que me desharía en llanto una vez me perdiera de vista?

Kakashi no respondió.

—Dime una cosa, ¿cómo reaccionaste tú cuando tu padre falleció?

—No hice nada. Me quedé quieto, junto a él. Hasta que mi madre me encontró. Siempre pensé que llorar y acompañarla en su dolor habría sido lo adecuado, pero… nunca pude forzarme a hacerlo. Creo que por eso nunca pudimos relacionarnos del todo bien desde entonces.

—¿Quién podría culpar a un niño por no entender la muerte?

—Es verdad. Pero creo que tanto ella como yo sabíamos que no era cuestión de culpas. Algo simplemente se rompió y nunca fuimos capaces de reconocerlo, menos de repararlo. Quizás debería haberlo intentado antes de que ella también muriera. Desearía haberlo hecho.

Los dos jōnin guardaron silencio. Asuma golpeó con el dedo el atado de cigarrillos y se lo extendió a Kakashi cuando la colilla asomó. Kakashi lo miró, y con mano temblorosa tomó el cigarro. Llevó un dedo a su máscara y tiró, y ahí mismo se congeló. Exhaló una blasfemia, le devolvió el cigarrillo a Asuma, que asintió sin más.

—Cuando me uní a los Doce pensaba que la relación con mi padre nunca mejoraría. Chiriku y yo discutimos cuando nos debatimos a qué provincia iría cada uno de los Doce. Él creía que lo ideal era que yo volviera a la aldea, por ser el hijo del Hokage. Pero simplemente me negué. Estaba enojado todo el tiempo, a veces tanto que el solo recordar al viejo me arruinaba el día. Mi estancia en Shinto se mantuvo así, hasta que un día me di cuenta de que ya no sentía ningún tipo de animosidad hacia él. Y cuando volví después de que el grupo se disolviera todo fluyó casi naturalmente. Supongo que estuve furioso tanto tiempo que mi mente acabó por asimilar el sentimiento para luego dejar de darle importancia. Y me es imposible saberlo ahora, pero diría que él pasó por el mismo proceso que yo.

Kakashi esperó que Asuma agregara algo más al tema, cosa que no ocurrió.

—¿A qué venía todo esto, en realidad? Yo creo que nada, pero pensé que te ayudaría un poco, porque honestamente luces peor que yo.

—Casi matan a Kichiro hoy. Él casi se hace matar. No sé en qué estaba pensando al lanzarse contra el mismísimo Orochimaru estando ya herido. De no ser porque llegamos justo a tiempo…

Las palabras de Kakashi se deshicieron antes de salir de sus labios. Asuma frunció el ceño y dio otra calada. El aire aún olía a humo y sangre.

—No eres el único. Yo casi pierdo a Shikamaru, Kurenai tuvo que rescatar a Kiba, Neji y Hinata, y ya has visto a Gai. Todos llegamos en el momento justo. No es algo de lo que vanagloriarse.

—Tenías toda la razón. A nadie le importa realmente la regla de no hacer caso a nuestras emociones. Creo que nosotros lo entendemos bien porque nuestra generación se crió sabiendo lo que es sufrir una pérdida en combate —Asuma supo de lo que hablaba, así como entendía que estaba de más decir esos dos nombres. Era casi más delicado que lo de su padre—. Perder a un familiar y a un amigo son dos cosas muy parecidas, pero cuando resulta ser que tú provocaste una de esas muertes… es imposible no dedicarle más tiempo dentro de tu cabeza. Revivir el momento, pensar qué habrías podido hacer para cambiarlo. Incluso desear cambiar tu destino por el de esa persona. Al final acabas creyendo que tus anhelos fueron hechos y que los hechos fueron una mala pasada de tu imaginación. Y cuando caes de vuelta a la realidad te encuentras más perdido y solo que antes. Yo no quiero eso de vuelta. No quiero que ellos lo padezcan tampoco. Me rehúso a abandonar a mis alumnos, porque ante todo, ese es mi deber primordial como shinobi.

—Odio ser quien le dé el parte, sensei —dijo el médico—, pero debe saber que el tímpano de Tenten está desgarrado. Aún no lo sabemos a ciencia cierta pero todo indica que también las ondas sonoras que ingresaron a ambos oídos podrían haber dañado alguno de los huesos internos del oído. La mantendremos en terapia intensiva y una vez recupere la consciencia veremos cuán grave es la pérdida de la audición, que la habrá. Mi consejo es que se prepare para lo peor. Independientemente del resultado, la niña tendrá que abandonar sus entrenamientos y la profesión de shinobi, puede que para siempre. Lo lamento.

Gai se limitó a mirar al vacío. Su labio inferior temblaba y sus ojos no reflejaban nada en lo absoluto. Pegó media vuelta y salió del pabellón. El viento llevaba una polvareda asfixiante y hacía gemir los cerezos emplazados a lo largo de la calle.

Gai miró la luna menguante, semi oculta por densos nubarrones cargados de agua.

—Se está apagando… —susurró para sí mismo.

La mayoría de shinobi ya había acabado de recoger los cuerpos. Los que no pertenecían a la aldea habían sido apartados y destinados a una fosa común improvisada en las afueras. Los que quedaban patrullando tenían plasmada la lívida expresión del llanto, la fatiga o la rabia, ocasionalmente un poco de las tres juntas.

La mayoría de los civiles aún no volvía a sus casas, permaneciendo por voluntad propia en los refugios, al resguardo de las montañas y de los shinobi.

Gai comenzó a caminar sin rumbo, hasta que los padres de Tenten lo interceptaron, acribillándolo con preguntas referentes a su hija. Él se limitó a mirarlos, ahora exhibiendo un claro estupor, como el que muestra una persona atrapada in fraganti. ¿Qué razón tenía él para mostrarse así?

—¿Ha despertado ella? —inquirió Jian, con voz quebrada—. ¿Podemos verla?

El labio de Gai volvió a temblar. La luna era apenas un manchón pálido tras un velo de negrura espesa.

—Se apagó —musitó, sacándole a Jian un gemido ahogado. Y continuó caminando, ausente de las miradas soslayadas de los demás shinobi.

La semana subsiguiente fue agotadora, física y mentalmente, para los shinobi de la Hoja.

Eku, Hana, Tsume y el resto de su clan habían sido dispuestos en los alrededores de la aldea y los poblados aledaños, en constante patrullaje. Kiba había tenido poco tiempo de interactuar con su tío, pero el suficiente para demostrarle su admiración, tal y como cuando era un niño.

Inari y el resto de shinobi de la marina guardaban los muros de la aldea. Habían colocado balistas perfectamente tensadas sobre la muralla y en las almenaras, de las que sobresalían virotes inmensos.

Todo el país estaba bajo alerta máxima. Los pocos ninja que habían quedado libres de ser enviados a la frontera del oeste y del norte tenían el deber de mantener ojo avizor en sus ciudades asignadas, revisar sin piedad a cualquier comerciante o peregrino que pasara y encarcelar a primera vista a todo habitante del País del Viento y de los Arrozales que se atreviera a aparecerse por allí. Los que estaban dentro del país para cuando se extendió la noticia del ataque, fueron procesados inmediatamente. Algunas familias de inmigrantes sufrieron linchamientos, y se corrió la voz de que la gente del País del Fuego estaba comenzando a organizar pogromos contra los originarios del País del Viento. Las fuerzas del orden apenas daban abasto para aplacar la histeria y la furia colectiva.

Kakashi se presentó a la oficina de los consejeros del Hokage con los ojos inyectados en sangre y la mirada más perdida de lo habitual.

—Llegas tarde, Kakashi —dijo Homura.

—Uno de mis alumnos me retrasó. ¿En qué puedo ayudarlos?

—El día de ayer tuvimos una reunión con los líderes de los Clanes de la Aldea de la Hoja —habló la anciana Koharu—. Entre los temas discutidos, aparte de la grave situación política de la nación, surgió la falta de personal que sufre nuestra aldea a causa de la batalla. Por unanimidad, decidimos no desperdiciar los pasados exámenes chūnin y elaboramos una lista con los shinobi que serán ascendidos en esta instancia —la mujer le extendió unas cuantas hojas de papel a Kakashi, que las recibió con una ceja enarcada.

De manera discreta le echó una mirada torva a los dos ancianos, que parecían más pendientes de su reacción al leer el contenido de la lista que de él mismo.

En el papel se leía:

Por la presente se notifica a los jōnin de la Aldea de la Hoja que los efectivos:

Nara Shikamaru

Uzumaki Naruto

Matsubara Kichiro

Uchiha Sasuke

Hyūga Hinata

Hyūga Neji

Inuzuka Kiba

Aburame Shino

Han sido promocionados al rango de chūnin. A partir del día 15 de agosto del presente año, los mencionados efectivos serán formalmente asignados a su nuevo cargo y comenzarán a desempeñar las funciones correspondientes.

Notifíquese inmediatamente a las partes pertinentes.

Kakashi hundió el rostro en la lista.

—¿Eh? ¿Estoy leyendo bien?

—Deberías estar orgulloso de que tu equipo sea uno de los que más ascensos tiene. Todos los que allí figuran se han ganado a pulso su promoción, tal y como lo lees —replicó Homura.

—Tiene que haber un error. Kichiro aún no ha salido del hospital, podrían pasar meses hasta que pueda valerse por sí mismo de nuevo, ni qué decir de cumplir con los deberes de un chūnin. Una semana es… una locura. ¿Y qué hay de Kiba y Hinata? Ellos ni siquiera llegaron a las finales.

—Confiamos en que sabrá hacer un buen trabajo una vez pueda ponerse de pie, sobre todo si tú te empeñas en ayudarlo a rehabilitarse. En cuanto a los demás, estamos en pie de guerra, da igual si pasaron o no un examen que funciona más como una formalidad. Para el caso, sus habilidades son tan necesarias como cualquier otra.

—¿Y Kichiro? Él no ha participado en los exámenes, no le está permitido hasta dentro de un año.

—Bueno, sí, es una excepción. Pero, ¿qué problema te genera a ti, Kakashi? —dijo Koharu—. De entrada la admisión de Kichiro como genin fue una excepción y un capricho tuyo. Además, ha demostrado tener capacidades excepcionales al enfrentarse a los guardaespaldas de Orochimaru y salir con vida de ello, y jugó un papel importante en la evacuación del distrito comercial y alrededores. Será mucho más útil como chūnin, y en estos momentos nuestras fronteras necesitan exactamente eso —la anciana tomó una pluma y jugueteó con la punta, dando unos suaves toques sobre el escritorio—. Entrégale la lista a Asuma, Gai y Kurenai.

—Una cosa más —dijo Homura—. Cuando Kichiro salga del hospital, te asegurarás de que abandone esa vieja choza donde vive. Hemos preparado un departamento para él, en tu mismo edificio.

—¿Qué? ¿Y por qué?

—No deberías preguntar cosas que son obvias, sobre todo para ti. Si Orochimaru no lo mató, y más aún, si envió a una de sus shinobi infiltradas a espiarlo, quiere decir que el niño debe tener algo que para él es valioso. Sumado a lo anterior, es un soldado habilidoso y no podemos permitirnos ponerlo en peligro de manera gratuita. Házselo saber en cuanto se reponga. Puedes retirarte.

Kakashi se quedó plantado en el lugar. Koharu y Homura esperaron pacientemente y no se inmutaron cuando entornó su único ojo visible, penetrando con la mirada los cráneos de ambos consejeros.

Un segundo después les dio la espalda, comenzando a caminar con lentitud.

—No olvides asistir al funeral del Hokage, dentro de dos días —agregó Koharu.

Kakashi no contestó y se retiró con un portazo tras de sí.

"Me pregunto en qué estarán pensando realmente esos viejos zopilotes. Nunca los vi tan preocupados por algo, ni siquiera mencionaron el hecho de que Naruto tuviera contacto con otro jinchūriki. Tendré que consultarlo con Gai y los demás" meditaba el Ninja que Copia, mientras bajaba las escaleras al trote y empujaba con molestia las puertas del Palacio del Hokage.