EL CAPITÁN DESPUÉS DE LA GUERRA

1

Al viejo capitán iban a buscarlo andobas de toda clase, novelistas, historiadores, juntaletras de tal o cual periódico; llamaban a su puerta con la esperanza de hallar un veterano afable y gastado, un fósil con ganas de cháchara. En los años inmediatamente posteriores a la guerra, que de pacíficos tuvieron poco, Levi era visitado por jóvenes incautos deseosos de escuchar «hazañas», de conocer cómo el «heroico comandante» Erwin Smith se había sacrificado «gloriosamente» por la «gran nación erdiana, castrada por los enemigos de allende los mares». Siempre preguntaban por Eren con los ojos húmedos y brillantes. Oh, Eren, el gran héroe a cuya tumba peregrinaban con la exaltación misma de quien acude al inodoro en mitad de un apretón. ¡Cuántas payasadas! Tentado estaba de moler a palos a los que venían de tal guisa y gustoso lo habría hecho de no ser por Falco y Gabi, que lo disuadían.

Los críos, que ya eran mayores, insistían para que viviera con ellos en el continente. Si se descuidaba, tendría a Falco limpiándole el culo y dándole de comer. Aquellos dos impertinentes acabaron por convertirse en una visita grata. Falco cocinaba y Gabi arreglaba las goteras. A ella la tenía en gran estima porque lo trataba sin compasión, lo llamaba «viejo» y «enano», empujaba su silla como si espoleara un caballo de carreras y limpiaba mejor que el cabestro rubio. Falco era un alma cándida, pero buen jugador de cartas. Esas visitas acontecían tres o cuatro veces al año y se redujeron cuando nació el retoño llorón al que dieron el nombre del tío muerto. Los niños le parecían un misterio, quizá porque él no había tenido la oportunidad de serlo, tan pequeños y vulnerables. Cualquier cosa podría hacerles daño, hasta la mirada. El nene no sabía hablar; se las apañaba para decir dada y ma. Estaba inmerso en la vida sencilla de los seres con la fortuna de no haber desarrollado el pensamiento: comía, cagaba y dormía. Levi lo escudriñaba con atención y la criatura respondía echándole los brazos, como si quiera que lo tomase, y al viejo capitán de rostro ajado, que tanta desgracia había visto, le hacía sonreír. Era una sonrisa minúscula, todo lo que le quedaba. Refunfuñaba cuando el crío se manchaba los trajecitos, pero prevalecía ese gesto puro e impensable.

Levi moriría sin descendencia, lo había sabido siempre, lo decidió ya en su juventud, cuando era un ladrón y vivía rodeado de chusma. Luego, con los exploradores, pensó que su vida sería demasiado breve y que, en definitiva, no merecía la pena devanarse los sesos. Un soldado no puede permitirse ser un hombre. Así lo creía Erwin, que había predicado con el ejemplo renunciando a Marie. Si un soldado jugaba a ser hombre de tanto en tanto, solo quedaban de él una viuda y un huérfano. Y después de la guerra a la que sobrevivió como pudo, a medias, ya no pensaba en la vida, sino en la muerte, la propia y la ajena.

Tuvo que aprender a vivir con los restos de sí. Los días transcurrían tranquilos. Había encontrado alivio en la jardinería, en la observación de las flores; el descanso era apreciar la belleza que había sobrevivido fuera, pero también dentro y a pesar de él. El hombre había sobrevivido al soldado. Esa fue la única «gran línea» que dio a uno de los tantos juntaletras que lo visitaban, al único que apreció. Este era de una tipología particular: un joven bien educado y recién egresado de la universidad. Estaba interesado no en la historia o la guerra, sino en los soldados y su psique, en lo que llamaba «neurosis traumática». La palabrería científica era incomprensible para Levi y el joven observador explicó con simpleza:

—Lo que quiero saber es cómo está usted.

El muchacho estaba esperando una respuesta. Había instalado su máquina de escribir en la mesa del salón y apuntaba todo lo que salía de su boca. El capitán era un hombre de parcas y exactas palabras:

—Jodido, como todos.

El joven psiquiatra empezó a visitarlo dos veces por semana para hacerle preguntas que no se respondían a la ligera. Levi preparaba el té y pasaban horas hablando. «Hábleme de usted —le decía—. Quiénes son sus padres, dónde nació, por qué se decantó por el servicio militar…». ¡Como si fuera tan sencillo! Su pobre y prostituida madre llevaba tantos años muerta que su recuerdo se tornaba cada vez más difuso. Había sido una mujer desgraciada, embarazada de un cerdo. Recordaba bien su voz, sí, porque las voces son lo último en desaparecer, y el tono dulce y apagado desde el lecho de muerte seguía muy vivo en su memoria. Era un nene desnutrido cuando Kenny lo encontró. Su tío había sido un sinvergüenza, qué duda cabía, pero lo había enseñado a sobrevivir entre la mugre de la ciudad subterránea, de esa cloaca donde uno solo podía aspirar a morir en una cama sin chinches. Que el soldado más habilidoso de la «ilustre nación erdiana» se había unido a las filas de Erwin Smith por «amor a la raza» y su «deseo de protegerla» era, por supuesto, un embuste de todos esos atolondrados seguidores de Floch. La realidad era bien distinta: le echaron el guante cuando delinquía y lo metieron en vereda. La raza. ¿Qué demonios tenía que ver? Muchos sufrirían un vahído al descubrir que el eminente Jean Kirstein aspiraba en sus años mozos a vivir holgadamente y echar panza en la capital. Al fin y al cabo, lo común de los mitos es que caen por su propio peso. Él no había sido ningún «valeroso protector de la raza». Era un héroe por casualidad. Un fulano bueno en lo suyo y nada más. La guerra no había sido heroica. ¡Allí estaba Erwin sobre su montañita de cadáveres! Él también tenía la suya, por supuesto, y a menudo pensaba en las carretas llenas de muertos, de mutilados, de trastornados. Se necesitaban arrestos para mirarlos y más aún para dotar a su desgracia de un sentido. A Erwin se le daban bien las arengas; aquel día en Shigansina habría arrastrado al país entero si hubiese hecho falta. Había dado significado a todas esas muertes, incluso la suya. «Primero fue morir por un sótano —señaló—, y luego el sótano se convirtió en la nación y todas esas mierdas. Yo estuve en el nacimiento de la ilustre nación: fue en ese sótano. Descubrimos que existían los otros y empezamos a existir nosotros». Y luego Liberio y Zeke Jaeger inmolándose: «Todas estas cicatrices son cosa de ese puto mono. Ese y el hermano, dos problemas con patas, pero si Eren levantase cabeza y viera las cosas que se dicen y hacen en su nombre, pediría que lo matasen otra vez».

—¿Duerme bien por las noches?

—Nunca he dormido bien.

—¿No se siente cómodo en la cama?

—Duermo en una silla. Cuando me tumben será para meterme en un ataúd.

—¿Sueña? ¿Tiene pesadillas?

Claro que las tenía. Estaban relacionadas con el oficio: quedarse sin gas, sin balas, sin hojas. También las otras, las de limpiar y limpiar sin resultados, sin ser capaz de quitar la roña. Con los muertos no soñaba porque los tenía presentes todo el día; los escuchaba penar por las esquinas, los veía asomarse a las ventanas, los tenía metidos en la cabeza, su tumba. Tarde o temprano se lo llevarían, mucha prórroga le habían dado ya.

—El hombre sobrevivió al soldado. Ningún hombre tendría que vivir para soportar lo que vio el soldado. Yo nunca he pretendido olvidar lo que vi, es imposible, ni me he dado al alcohol. Uno tiene que continuar con lo que queda de sí. Querrás saber si he pensado en quitarme de en medio. ¿Quién no lo ha pensado? No voy a llamar cobardes a quienes lo han hecho. Cada uno ha seguido adelante como buenamente ha podido. No son mejores ni peores que yo. Tampoco voy a culparme por estar vivo mientras que otros están muertos. Estoy vivo por casualidad, como todos los vivos, y como todos los muertos. Sasha Braus estaba en esa cornisa cuando le pegaron el tiro, pero podría no haberlo estado. No voy a decir que debería estar muerto ni que mi vida es peor que la muerte. Todo eso es palabrería barata. ¿Quieres más té?

El mancebo insistía:

—¿Usted suele llorar, capitán?

Pero a eso no respondió. Dijo estar cansado, que era cierto, y se despidieron. El cansancio era recurrente, lo había acumulado durante décadas y ahora estaba maduro. Salió al jardín, que más vale estirar las piernas antes que la pata. Iba lento con la cachava y renqueaba cada vez más, pero todavía conservaba esa imponencia improbable en un tipo con su estatura, y ni siquiera los gritos de Gabi o las amistosas sugerencias de Falco lo hacían resignarse a la silla de ruedas.

Levi había llorado más de lo que nadie sabría jamás.

2

La política lo ponía malo, especialmente todos esos imbéciles herederos de Floch Forster. Eran una masa embrutecida y uniformada que castigaba la moderación con palizas y libelos. Le repugnaban. Habían hecho suyo el saludo militar que antaño tanto significase. Así aparecieron en su puerta, saludando puño en pecho, y con la cantinela de siempre acerca de la raza y demás sinsentidos. Cuando dejaron de ser «la humanidad», se convirtieron en «la raza». Todos estos gusanos de su portal eran demasiado jóvenes, su mundo cabía en las marchas aprendidas y en las barbaridades que les habían inoculado, como aquella sobre la cuestión marleyana.

Lo visitaban para ofrecerle un puesto en esa organización criminal a la que llamaban Partido. «Usted», decían, «una leyenda viva de la nación. ¡Usted nos hace falta! Lograremos la libertad de la raza erdiana, la devolveremos al lugar que le pertenece por derecho natural».

—Ahorraos todos vuestros parloteos —terció hastiado—. ¿Vosotros me habláis a mí de libertad? Vosotros no habéis visto nada, ni siquiera las murallas. Vuestros mártires se pudrieron hace tiempo y no fueran lo que creéis. ¿Tenéis la desfachatez de venir a molestarme? Fuera de mi vista u os mataré. Volved con vuestros padres ahora que podéis, niñatos, y dejad de hacer ese saludo.

Su paciencia había muerto antes que él. Al contrario que en su juventud, ahora solo soportabalo soportable, es decir, las flores y los paseos. Quizá Erwin habría jugado a la política un rato; lo prefería muerto antes que de trilero. Los jóvenes… ¿En qué pensaban los jóvenes? «Entregad vuestros corazones», decían, «¡entregadlos por la nación!». Levi no había luchado por ninguna nación. Sus motivos eran más simples. Había creído en el ideal de un hombre, eso era todo, pero los hombres mueren y los ideales se transforman, y él ya era demasiado viejo.

Pasó algo tiempo después, cuando Gabi y Falco lo visitaron a finales de año. Estaba viendo al niño jugar a la pelota en el jardín cuando entró Falco, que venía del mercado. Le habían puesto un ojo negro en un bar por defender a un pobre incauto de los flochistas. Gabi estaba hecha una energúmena. Levi lo escuchó todo sin mediar palabra y solo al final, cuando el niño entró con una flor arrancada, se marchó y no fue visto en toda la noche. Volvió por la mañana y pidió un té. Tenía los puños llenos de sangre, la camisa toda salpicada, el cravat perdido y el bastón partido en dos, pero solo conservaba una mitad: la otra la encontraron junto al cuerpo apaleado de un conocido flochista del barrio.

—¿Por qué lo hizo? —le preguntaría después el psiquiatra.

—Porque jodieron a quien no debían. Respondo a la violencia con violencia. Por eso estoy vivo.

Un Ackerman viejo no es menos peligroso que uno joven. Mikasa lo habría entendido perfectamente.

3

Mas los años pasan. Diez, veinte, treinta. El jardín empezó a morirse con él, cuando ya no pudo levantarse de la silla de ruedas. La tierra lo llamaba, su culo no paraba de acercarse. Sentar a alguien es matarlo lentamente. Eso fue lo último que dijo al psiquiatra, ya convertido en una figura respetable de su oficio. Luego vinieron las fiebres y la cama, finalmente la cama reservada para morir. Los últimos días de Levi Ackerman en este mundo fueron tranquilos. Recibió visitas de Armin, de Jean, de Mikasa, de Connie, y hasta la reina tuvo a bien escribirle una carta de su puño y letra. Morirse es tedioso, requiere de técnica, de saber irse. El viejo capitán solo tenía una queja: la barba. Le picaba demasiado, no era higiénica. Pidió a Falco que lo afeitase.

—No dejéis que me muera con esto en la cara —se lamentaba.

Gabi le preparó el último té. Así me aderezo para los gusanos, decía. Dio un sorbo y asintió.

—Pésimo, como de costumbre. Gracias.

Gabi rompió a llorar.

—No quiero que te mueras, viejo.

Falco estaba de mejor humor. Quería saber qué había escrito la reina más allá de la verborrea solemne acerca de heroísmo, grandes pérdidas y condecoraciones póstumas. Su Majestad se había afanado en recordar aquel puñetazo que le dio, su mayor servicio como monarca. Todos insistían en hablar del pasado, como si fuese importante recapitular, como si quisieran recordarle quién habían sido. Levi lo sabía muy bien.

Murió con nocturnidad, con discreción, con decoro. La esquela fue lo único que obtuvieron de él los juntaletras.