CAPÍTULO 13: VIEJO.
Kiminobu Kogure era, a su propia percepción, el sujeto más común del universo. Al menos de Japón, y es que en Japón todos eran muy normales y estándar. Buen alumno. Buen compañero. Buena persona. Buen amigo. Amigo.
Claro que era un buen amigo. Chiharu era su amiga. Chiharu estaba llorando y como buen amigo que era, la abrazó con una ternura capaz de derretir un iceberg. Esas escenas salidas de un manga shoujo que lo hacían vomitar su primer alimento sólido. Una en la que por algún motivo, logró sacar lo peor de él. Y por algún motivo, ahora estaba dándole pases tan fuertes que los pobres dedos del pobre Kogure parecían a punto de desprenderse de sus manos.
—¡Mitsui! ¿¡Qué fue ese pase!?
—¡Mit-chin! ¿Acaso quieres romper a Kogure? Si vas a romper a alguien, prueba con Rukawa. A él no lo necesitamos.
—Cierra la boca, idiota…
¿Eh? ¿Qué? ¿Por…? Y lo notó. La uña roja en la mano pálida. Los lentes empañados mientras el muchacho corría hacia Ayako para que desinfectara su dedo índice. ¡Mierda! Kogure era dies… No, era la mano izquierda. ¡Qué suerte! No fue su mano buen… No. No era una suerte. ¿Qué había hecho? ¿Desde cuándo era tan imbécil…?
—Oye —escuchó a sus espaldas. El rostro parco de Takenori Akagi a la vista. La no sonrisa en sus labios. La severidad en todas sus facciones—. No sé qué mierda te pasa. Pero mejor que lo mantengas bajo control. Guárdate todas esas energías para jugar contra Takezato.
¿Qué mierda le pasaba? Esa era una buena pregunta. Una que aún siguiendo los pasos de Kogure con la vista no podía responder. Solo lograba sentirse mal. Porque la vista del rostro tranquilo del muchacho de lentes sonriendo a la bella mánager mientras su dedo era curado solo lograba ponerlo peor. ¿Por qué no estaba insultándolo como él lo haría en la misma situación? ¡Lo lastimó! ¿No debía gritarle? Esa era la salida más lógica para cualquier conflicto de similar índole que hubiese tenido antes. Y es que…
—Hey… —murmuró cuando Kogure estuvo lo suficientemente cerca.
El muchacho de ojos castaños lo miró directamente con una sonrisa, como si estuviera aceptando sus disculpas antes de que fuesen formuladas.
—¡Mitsui! —exclamó—. ¡Buen entrenamiento!
Pestañeó varias veces antes de que las palabras se formaran en sus labios.
—Kogure, lamento ese pase.
—¿Por qué? Fui yo quien no lo atrapó.
—Te lastimé.
—Es algo que puede ocurrir, tendremos más cuidado. ¡Está muy bien que le pongas entusiasmo!
Kogure le sonrió una vez más antes de terminar de vendar su dedo herido. Se puso de pie, y volvió a la cancha con paso ligero. Como esos niños felices de que lo inviten a jugar.
Mitsui quedó tieso tras la línea blanca en el piso de madera lustrada, lleno de gotas de sudor ajenas.
Silencio
Silencio
Silencio
¿Qué mierda acababa de suceder?
.
.
Hanamichi Sakuragi era, a sus ojos de Tensai, un tipo alucinante. El mejor. El genio absoluto. La estrella de Shohoku. La creme de la creme. Y mucho mejor que ese zorro apestoso de Rukawa.
Vanagloriaba su propia existencia a cada paso de su enorme cuerpo, esculpido para el deporte, porque era el mejor. El mejor. El genio absoluto. La estrella de Shohoku. La creme de la creme. Y desde luego que mucho mejor que ese zorro apestoso de Rukawa.
¿Entonces, por qué ese viejo gordo y con prominente papada estaba diciéndole que durante el verano iba a quedarse con él a entrenar mientras el resto del equipo se iba de campamento?
¿Qué clase de broma absurda y de mal gusto era esa? ¿Qué iba a hacer el equipo sin él? ¿Qué iba a hacer ese zorro idiota sin él? ¿Qué carajo significa esa sonrisa tras el blanco bigote? ¿Qué era ese sonido grave y profundo saliendo de sus labios como una compresión del diafragma tras la grasa abdominal?
—¡Deja de reírte, viejo!
—No estoy riéndome, Sakuragi-kun.
—¡Claro que estás riéndote! ¡Por algún motivo te estoy causando gracia!
El largo dedo acusador se extendía tembloroso de odio frente a la redondeada nariz de Mitsuyoshi Anzai. Los bramidos retumbaron en la pequeña oficina que el profesor había improvisado en el gimnasio. La misma oficina que compartía con otros profesores y entrenadores, pero que parecían respetarlo tanto que se la cedían sin problemas. Los vicios de la edad, pensaba a veces. Y haber sido jugador de la selección Nacional de Japón, pensaba a veces.
Y es que Mitsuyoshi Anzai no dejaba de ser quien alguna vez fue: bajo esa fachada de okonomiyaki y té verde, seguía siendo alguien de temer. Como le temieron sus compañeros de equipo en sus veinte. Como se aterraban sus alumnos universitarios. No era su carácter. No eran sus modos. Era su ojo clínico y tajante a la hora de encontrar un problema y solucionarlo.
—Estoy entusiasmado, Sakuragi-kun —le dijo.
Sakuragi levantó una ceja sin teñir.
—¿Te ríes por entusiasmo?
—¡Por supuesto! —respondió—. Eres increíble ahora, ¿te imaginas después de este régimen de entrenamiento?
¿Estaba exagerando la verdad? Tal vez. ¿Estaba endulzando su oído? Seguramente. ¿Estaba mintiendo? De ninguna manera. Mitsuyoshi Anzai no mentía. Su ojo clínico tampoco.
Y Hanamichi Sakuragi pareció entenderlo al sonreírle de costado. Esa sonrisa de confianza en sí mismo. Y en ese viejo que sabía, era excelente en lo que hacía.
Lo negara o no.
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—¡Te felicito, Hisashi-kun! ¡Sabía que no eras un burro!
Frenó sus pasos de golpe. La sintió golpearse la frente enorme en su amplia espalda. ¿Le había…?
—¿Me llamaste burro?
—Acabo de decir exactamente lo contrario —respondió mirándolo fijo con los ojos bien abiertos.
Estaban tan cerca que ni siquiera que el aroma a algodón de azúcar podía sentirse como si estuviera dentro de su propio cuerpo. Y aún así no molestarle.
—Dijiste que sabías que no era un burro.
—Es exactamente lo que dije.
—Entonces me llamaste burro.
—¿En qué mundo paralelo dije eso?
Era demasiado temprano y hacía demasiado calor, pensaba Hisashi Mitsui mientras gruñía fuerte, dándole de mala gana la hoja grafiteada con un 75 en rojo. Más que cualquier otra nota que hubiera podido sacar en cualquier momento de su vida en aritmética. Y hubiera bramado más insultos en su idioma natal de gritos inentendibles si esa calificación no se la debiera a la chica que casi parecía saltar como resorte descompuesto.
El cabello claro recogido en una cola de caballo dejando su nuca al aire por el calor de junio. El uniforme de verano reducido a la camisa sin el chaleco que parecían dejarles quitarse porque era inhumano en aulas sin refrigeración. Las orejas agujereadas tantas veces como perdió la cuenta y ya era la cuarta vez que un maestro le decía que se los quitara, o se soltara el cabello. Y la cuarta vez que la dejaban en paz por la mágica intervención de su propia cara de culo mirándolos fijo.
—¿Ves lo que logras con trabajo duro y sin insultarme? —y de nuevo ahí estaba esa sonrisa.
—Te insulté de todos modos —respondió.
—Seamos sinceros, no quisiste insultarme.
—¿Cuándo alternabas entre explicarme y burlarte de mí con mi hermana? —recordó. Y la vena en su frente volvió a salir como si viviera en el pasado—. Oh, sí. Lo quise.
—¿Estás celoso de mi relación con Miyu-Miyu? —rió.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
—¿Miyu-Miyu?
—El nombre de idol de tu hermanita.
—¿Mi hermana quiere ser una idol?
—¿Alguna vez le hablas a tu hermana aparte de correrla de tu habitación?
Ouch. Ouch, de verdad. Esos que te dan con el puño cerrado en plena boca del estómago. Ouch.
Y es que para él, había sido un pestañeo milimétrico para notar que Miyuki ya no le llegaba por la rodilla sino hasta el pecho. Que ya no le gustaban las muñecas sino los chicos. Y que quizá, tal vez. Quizá, ya no era el héroe de su hermana menor.
—No —respondió.
Chiharu esperó un segundo. Otro, y otro. Y otro. Y de verdad esperaba el ramalazo de sarcasmo. La mandada al diablo. El vete a la mierda. Y jamás llegó. Sonrió. Esa sonrisa que quizá estuviera volviendo poco a poco. La que desde tiempos inmemoriales, le dedicaba sin recelo. Esa que aparecía cuando ladeaba la cabeza y sus ojos se achicaban por la intervención de sus pómulos pálidos.
—Siempre puedes empezar hoy —murmuró. La voz clara como el agua con limón y un toque de miel—. Ya sabes, a las chicas siempre nos va a gustar que nuestro héroe nos dirija la palabra.
Los ojos oscuros se ensancharon cuando esa palabra sonó como un cimbronazo en su cerebro. El rostro de Chiharu se iluminó cuando notó el suyo propio hacer lo mismo, aún con el sempiterno ceño fruncido y la boca hecha una línea apretada sobre el mentó partido.
Y Chiharu remató.
—Aún cuando nuestro heroe sea una mula terca y malhumorada que nos corra de su habitación.
Mitsui era alto. No tanto como Akagi. Pero era alto. Y su espalda curvada parecía hacer notar el peso de sus pensamientos.
Ese día, sintió que crecía un centímetro bajo el sol de verano. Y la cabeza estaba en alto.
