Aclaratoria: le hice un par de modificaciones a la carta para que mi historia tuviera sentido, si ya se la sabe de memoria, léala de todas maneras.

Los errores de un juicio apresurado

Elizabeth Bennet caminaba por los terrenos de Rosing Parks sin entender cómo pudo haberse equivocado tanto, todo había empezado con aquella conversación.

¡Oh, sí! —dijo Elizabeth secamente—. El señor Darcy es increíblemente amable con el señor Bingley y lo cuida de un modo extraordinario.

¿Lo cuida? Sí, realmente, creo que lo cuida precisamente en lo que mayores cuidados requiere. Por algo que me contó cuando veníamos hacia aquí, presumo que Bingley le debe mucho. Pero debo pedirle que me perdone, porque no tengo derecho a suponer que Bingley fuese la persona a quien Darcy se refería. Son sólo conjeturas.

¿Qué quiere decir?

Es una cosa que Darcy no quisiera que se divulgase, pues si llegase a oídos de la familia de la dama, resultaría muy desagradable.

No se preocupe, no lo divulgaré.

Tenga usted en cuenta que carezco de pruebas para suponer que se trata de Bingley. Lo que Darcy me dijo es que se alegraba de haber librado hace poco a un amigo de cierto casamiento muy imprudente; pero no citó nombres ni detalles, y yo sospeché que el amigo era Bingley sólo porque me parece un joven muy a propósito para semejante caso, y porque sé que estuvieron juntos todo el verano.

¿Le dijo a usted el señor Darcy las razones que tuvo para inmiscuirse en el asunto?

Yo entendí que había algunas objeciones de peso en contra de la señorita.

¿Y qué artes usó para separarles?

No habló de sus artimañas —dijo Fitzwilliam sonriendo—. Sólo me contó lo que acabo de decirle.

Elizabeth no hizo ningún comentario y siguió caminando con el corazón henchido de indignación. Sintió toda su rabia perfectamente justificada, era lo que había sospechado en un principio, el culpable era ese hombre seco y amargado, ese hombre de actitud superior y mirada despectiva. Ese hombre con un corazón negro y marchito indigno de mención.

Todo había sido tan sencillo así, su oferta de matrimonio no le había hecho cambiar de opinión, era completamente imposible que la amara, las palabras que había usado y el tono de su voz delataron sus verdaderos sentimientos, de haber querido encontrar un villano no habría podido encontrar uno mejor. Sin dudarlo y ante su insistencia había dado rienda suelta a toda su ira, no le había importado lo más mínimo lo que pudiera sentir, si su dulce hermana era imprudente, ¿entonces no lo seria ella? Había respondido con furia, con intenciones de herirlo y hacerle sentir todo el dolor que había sembrado.

¡Pero no! Se había visto sorprendida al encontrarlo al día siguiente, ese rostro con la expresión de un hombre vencido, sus ojeras, los ojos rojos ¿había él llorado por ella? ¿la amaba de verdad? Pero mas insólito aún fue la carta que puso en sus manos, sus palabras eran serias pero a la vez suplicantes.

No había querido leer, había pensado por unos minutos en destruir la carta, en evitar los peligros de una situación que pudiera llegar a comprometerla, pero su curiosidad innata le había impedido hacerlo. Y sentándose en una roca había rotó el sello para leer lo que jamás había pensado.

Ayer me acusó usted de dos ofensas de naturaleza muy diversa y de muy distinta magnitud. La primera fue el haber separado al señor Bingley de su hermana, sin consideración a los sentimientos de ambos; y el otro que, a pesar de determinados derechos y haciendo caso omiso del honor y de la humanidad, arruiné la prosperidad inmediata y destruí el futuro del señor Wickham. Haber abandonado despiadada e intencionadamente al compañero de mi juventud y al favorito de mi padre, a un joven que casi no tenía más porvenir que el de nuestra rectoría y que había sido educado para su ejercicio, sería una depravación que no podría compararse con la separación de dos jóvenes cuyo afecto había sido fruto de tan sólo unas pocas semanas. Pero espero que retire usted la severa censura que tan abiertamente me dirigió anoche, cuando haya leído la siguiente relación de mis actos con respecto a estas dos circunstancias y sus motivos. Si en la explicación que no puedo menos que dar, me veo obligado a expresar sentimientos que la ofendan, sólo puedo decir que lo lamento. Hay que someterse a la necesidad y cualquier disculpa sería absurda.

No hacía mucho que estaba en Hertfordshire cuando observé, como todo el mundo, que el señor Bingley distinguía a su hermana mayor mucho más que a ninguna de las demás muchachas de la localidad; pero hasta la noche del baile de Netherfield no vi que su cariño fuese formal. Varias veces le había visto antes enamorado. En aquel baile, mientras tenía el honor de estar bailando con usted, supe por primera vez, por una casual información de sir William Lucas, que las atenciones de Bingley para con su hermana habían hecho concebir esperanzas de matrimonio; me habló de ello como de una cosa resuelta de la que sólo había que fijar la fecha. Desde aquel momento observé cuidadosamente la conducta de mi amigo y pude notar que su inclinación hacia la señorita Bennet era mayor que todas las que había sentido antes. También estudié a su hermana. Su aspecto y sus maneras eran francas, alegres y atractivas como siempre, pero no revelaban ninguna estimación particular. Mis observaciones durante aquella velada me dejaron convencido de que, a pesar del placer con que recibía las atenciones de mi amigo, no le correspondía con los mismos sentimientos. Si usted no se ha equivocado con respecto a esto, será que yo estaba en un error. Como sea que usted conoce mejor a su hermana, debe ser más probable lo último; y si es así, si movido por aquel error la he hecho sufrir, su resentimiento no es inmotivado. Pero no vacilo en afirmar que el aspecto y el aire de su hermana podían haber dado al más sutil observador la seguridad de que, a pesar de su carácter afectuoso, su corazón no parecía haber sido afectado. Es cierto que yo deseaba creer en su indiferencia, pero le advierto que normalmente mis estudios y mis conclusiones no se dejan influir por mis esperanzas o temores. No la creía indiferente porque me convenía creerlo, lo creía con absoluta imparcialidad. Mis objeciones a esa boda no eran exactamente las que anoche reconocí que sólo podían ser superadas por la fuerza de la pasión, como en mi propio caso; la desproporción de categoría no sería tan grave en lo que atañe a mi amigo como en lo que a mí se refiere; pero había otros obstáculos que, a pesar de existir tanto en el caso de mi amigo como en el mío, habría tratado de olvidar puesto que no me afectaban directamente. Debo decir cuáles eran, aunque lo haré brevemente. La posición de la familia de su madre, aunque cuestionable, no era nada comparado con la absoluta inconveniencia mostrada tan a menudo, casi constantemente, por dicha señora, por sus tres hermanas menores y, en ocasiones, incluso por su padre. Perdóneme, me duele ofenderla; pero en medio de lo que le conciernen los defectos de sus familiares más próximos y de su disgusto por la mención que hago de los mismos, consuélese pensando que el hecho de que tanto usted como su hermana se comporten de tal manera que no se les pueda hacer de ningún modo los mismos reproches, las eleva aún más en la estimación que merecen. Sólo diré que con lo que pasó aquella noche se confirmaron todas mis sospechas y aumentaron los motivos que ya antes hubieran podido impulsarme a preservar a mi amigo de lo que consideraba como una unión desafortunada. Bingley se marchó a Londres al día siguiente, como usted recordará, con el propósito de regresar muy pronto.

Falta ahora explicar mi intervención en el asunto. El disgusto de sus hermanas se había exasperado también y pronto descubrimos que coincidíamos en nuestras apreciaciones. Vimos que no había tiempo que perder si queríamos separar a Bingley de su hermana, y decidimos irnos con él a Londres. Sin embargo al llegar nos encontramos con la sorpresa de que Bingley se había detenido solo brevemente en la ciudad antes de continuar de manera inesperada a Sussex dejándonos sin una dirección en la cual contactarlo. Imagine mi asombro cuando dos semanas luego Bingley me sorprende en mi casa con las noticias de que estaba profundamente enamorado de una Señorita Frost, y que habia regresado a Londres con el fin de preparar un contrato matrimonial previo a la solicitud de su mano.

Ante lo súbito de la situación procedí a lo que puede ser llamado un interrogatorio, insistiendo Bingley que las emociones generadas por la Señorita Frost superaban de manera considerable a cualquiera que hubiera sentido anteriormente, no era la primera vez, y por un momento respiré pensando que quizás mi intervención no sería necesaria, como le mencione, lo había visto antes. Pero no obstante sus afirmaciones, espero que pueda comprender que algo me causaba sospecha, hasta ese momento nunca había escuchado que Bingley tuviera conocidos en Sussex, también era la primera vez en la que mi amigo llegaba al punto de discutir un contrato y la rapidez de los hechos era preocupante, por lo que decidí enviar a un investigador de mi confianza, quien comprobó que la familia se encontraba en medio de una gran dificultad financiera producto de la mala gestión de su hacienda y malas inversiones. El matrimonio con Bingley era su salida de tan difícil situación. Al punto me dediqué a hacerle comprender a mi amigo el peligro de su elección. Su hermana nunca fue mencionada. No veo en todo esto nada vituperable contra mí. Una sola cosa en todo lo que hice me parece reprochable: el haber accedido algún tiempo después a tomar las medidas procedentes para que Bingley ignorase la presencia de su hermana en la ciudad. Yo sabía que estaba en Londres y la señorita Bingley lo sabía también; pero mi amigo no se había enterado. Tal vez si se hubiesen encontrado, sus sentimientos por ella habrían regresado, pero no puedo afirmarlo. Lo que es cierto, es que preferí callar considerando primero su bienestar. Puede que esta ocultación sea indigna de mí, pero creí mi deber hacerlo. Sobre este asunto no tengo más que decir ni más disculpa que ofrecer. Si he herido los sentimientos de su hermana, ha sido involuntariamente, y aunque mis móviles puedan parecerle insuficientes, yo no los encuentro tan condenables.

Con respecto a la otra acusación más importante de haber perjudicado al señor Wickham, sólo la puedo combatir explicándole detalladamente la relación de ese señor con mi familia. Ignoro de qué me habrá acusado en concreto, pero hay más de un testigo fidedigno que pueda corroborarle a usted la veracidad de cuanto voy a contarle.

El señor Wickham es hijo de un hombre respetabilísimo que tuvo a su cargo durante muchos años la administración de todos los dominios de Pemberley, y cuya excelente conducta inclinó a mi padre a favorecerle, como era natural; el cariño de mi progenitor se manifestó, por lo tanto, generosamente en George Wickham, que era su ahijado. Costeó su educación en un colegio y luego en Cambridge, pues su padre, constantemente empobrecido por las extravagancias de su mujer, no habría podido darle la educación de un caballero. Mi padre no sólo gustaba de la compañía del muchacho, que era siempre muy zalamero, sino que formó de él el más alto juicio y creyó que la Iglesia podría ser su profesión, por lo que procuró proporcionarle los medios para ello. Yo, en cambio, hace muchos años que empecé a tener de Wickham una idea muy diferente. La propensión a vicios y la falta de principios que cuidaba de ocultar a su mejor amigo, no pudieron escapar a la observación de un muchacho casi de su misma edad que tenía ocasión de sorprenderle en momentos de descuido que el señor Darcy no veía. Ahora tendré que apenarla de nuevo hasta un grado que sólo usted puede calcular, pero cualesquiera que sean los sentimientos que el señor Wickham haya despertado en usted, esta sospecha no me impedirá desenmascararle, sino, al contrario, será para mí un aliciente más.

Mi excelente padre murió hace cinco años, y su afecto por el señor Wickham siguió tan constante hasta el fin, que en su testamento me recomendó que le apoyase del mejor modo que su profesión lo consintiera; si se ordenaba sacerdote, mi padre deseaba que se le otorgase un beneficio capaz de sustentar a una familia, a la primera vacante. También le legaba mil libras. El padre de Wickham no sobrevivió mucho al mío. Y medio año después de su muerte, el joven Wickham me escribió informándome que por fin había resuelto no ordenarse, y que, a cambio del beneficio que no había de disfrutar, esperaba que yo le diese alguna ventaja pecuniaria más inmediata. Añadía que pensaba seguir la carrera de Derecho, y que debía hacerme cargo de que los intereses de mil libras no podían bastarle para ello. Más que creerle sincero, yo deseaba que lo fuese; pero de todos modos accedí a su proposición. Sabía que el señor Wickham no estaba capacitado para ser clérigo; así que arreglé el asunto. Él renunció a toda pretensión de ayuda en lo referente a la profesión sacerdotal, aunque pudiese verse en el caso de tener que adoptarla, y aceptó tres mil libras. Todo parecía zanjado entre nosotros. Yo tenía muy mal concepto de él para invitarle a Pemberley o admitir su compañía en la capital. Creo que vivió casi siempre en Londres, pero sus estudios de Derecho no fueron más que un pretexto y como no había nada que le sujetase, se entregó libremente al ocio y a la disipación. Estuve tres años sin saber casi nada de él, pero a la muerte del poseedor de la rectoría que se le había destinado, me mandó una carta pidiéndome que se la otorgara. Me decía, y no me era difícil creerlo, que se hallaba en muy mala situación, opinaba que la carrera de derecho no era rentable, y que estaba completamente decidido a ordenarse si yo le concedía la rectoría en cuestión, cosa que no dudaba que haría, pues sabía que no disponía de nadie más para ocuparla y por otra parte no podría olvidar los deseos de mi venerable padre. Creo que no podrá usted censurarme por haberme negado a complacer esta demanda e impedir que se repitiese. El resentimiento de Wickham fue proporcional a lo calamitoso de sus circunstancias, y sin duda habló de mí ante la gente con la misma violencia con que me injurió directamente. Después de esto, se rompió todo tipo de relación entre él y yo. Ignoro cómo vivió. Pero el último verano tuve de él noticias muy desagradables.

Tengo que referirle a usted algo, ahora, que yo mismo querría olvidar y que ninguna otra circunstancia que la presente podría inducirme a desvelar a ningún ser humano. No dudo que me guardará usted el secreto. Mi hermana, que tiene diez años menos que yo, quedó bajo la custodia del sobrino de mi madre, el coronel Fitzwilliam y la mía. Hace aproximadamente un año salió del colegio y se instaló en Londres. El verano pasado fue con su institutriz a Ramsgate, adonde fue también el señor Wickham expresamente, con toda seguridad, pues luego supimos que la señora Younge y él habían estado en contacto. Nos habíamos engañado, por desgracia, sobre el modo de ser de la institutriz. Con la complicidad y ayuda de ésta, Wickham se dedicó a seducir a Georgiana, cuyo afectuoso corazón se impresionó fuertemente con sus atenciones; era sólo una niña y creyendo estar enamorada consintió en fugarse. No tenía entonces más que quince años, lo cual le sirve de excusa. Después de haber confesado su imprudencia, tengo la satisfacción de añadir que supe aquel proyecto por ella misma. Fui a Ramsgate y les sorprendí un día o dos antes de la planeada fuga, y entonces Georgiana, incapaz de afligir y de ofender a su hermano a quien casi quería como a un padre, me lo contó todo. Puede usted imaginar cómo me sentí y cómo actué. Por consideración al honor y a los sentimientos de mi hermana, no di un escándalo público, pero escribí al señor Wickham, quien se marchó inmediatamente. La señora Younge, como es natural, fue despedida en el acto. El principal objetivo del señor Wickham era, indudablemente, la fortuna de mi hermana, que asciende a treinta mil libras, pero no puedo dejar de sospechar que su deseo de vengarse de mí entraba también en su propósito. Realmente habría sido una venganza completa…

No había querido creerlo, había soltado la carta al suelo antes de tomarla nuevamente, «¡Eso tiene que ser falso, eso no puede ser! ¡Debe de ser el mayor de los embustes!» había repetido una y otra vez. Había leído y releído cada palabra hasta el punto que seguramente sería capaz de recitarlas de memoria.

Se sintió completamente perturbada y mortificada. El Sr Darcy había librado al Sr Bingley de un matrimonio imprudente, pero no con su hermana. Sí, el caballero admitía que en un principio esas habían sido sus intenciones, pero no había necesitado hacerlo. Recordó la opinión de Charlotte, y su descripción de Jane era ciertamente exacta, sus sentimientos aunque fervientes eran poco exteriorizados, era difícil negar que sus constantes aires de complacencia habían actuado contra ella.

Sobre su familia, sus objeciones eran dolorosas, pero era lo suficientemente racional como para aceptar que sus reproches eran los mismos que ella había hecho en más de una ocasión. Lo de Netherfield había sido un bochorno. Aun podía criticar que hubiera ocultado la presencia de Jane en Londres ¿pero podía culparlo realmente? Ella también habría hecho lo posible por proteger a un ser querido, por supuesto, no era que alguien necesitara protección de Jane, sin embargo no se trató de un acto de malicia. Si alguien tenía responsabilidad en lo ocurrido, era el Sr Bingley.

Con respecto al Sr Wickham, sus revelaciones eran aún más insólitas, el horror la embargaba. Su aspecto, su voz y sus virtudes lo habían dotado instantáneamente de todas las virtudes, y por más que lo intentaba, no encontraba nada que pudiera librarle de los ataques del Sr Darcy, sus pensamientos eran confusos y caminaba de un sitio a otro recordando que lo único que le había mostrado era encanto, nada de sustancia. Su relato era en muchos aspectos igual a lo que el Sr Wickham le había contado, pero a partir del testamento todo cambiaba, el hombre afirmaba haber entregado tres mil libras a cambio de su renuncia a cualquier derecho sobre la rectoría, y no dudaba que de exigirle pruebas sería capaz de demostrarlo. Por algo había mencionado al Coronel Fitzwilliam como un testigo fiel de todas sus actuaciones.

Sus confidencias en lo relacionado con la señorita Darcy le daba aun más claridad al asunto y todo se hacía más tenebroso. Recordaba como de un día a otro había comenzado a prestar sus atenciones a la señorita King, y ahora entendía que no era más que el comportamiento de un cazador de fortunas. Peor era que lo había justificado, que había declarado como un hombre como él también necesitaba algo para vivir, sin embargo era solo el afán de agarrarse de cualquier cosa ante la mediocridad de sus perspectivas. ¿Y qué decir de lo impropio de sus confidencias? ¿De la incoherencia de sus palabras con su conducta? No le contó su historia a nadie más que ella, pero desde la marcha del Sr Darcy la historia corrió de boca en boca, y el Sr Wickham se dedico fervientemente a hundir su reputación, por más que hubiera dicho que el respeto a su padre le impediría siempre agraviar al hijo.

Elizabeth se sintió avergonzada de si misma, su comportamiento con el Sr Darcy había sido absurdo, ciego, prejuicioso. Su juicio sobre el Sr Wickham y el Sr Bingley enteramente superficial e ingenuo, todo se había basado en lo agradable de su presencia sin considerar la esencia de su carácter, mientras que con el Sr Darcy se había negado categóricamente a considerar sus virtudes debido a la austeridad de su comportamiento.

Infantil, esa era la palabra, había sido infantil. Incluso desde cierto punto de vista podía adjudicar a su persona la tristeza y decepción de su hermana ¿no había presionado ella a Jane? Había insistido en cada ocasión de que Bingley estaba perdidamente enamorada de ella, lo hizo desde el primer día ¿No la había instigado a entregarle su corazón al Sr Bingley con el pretexto de que era su pareja perfecta? ¿Y en que se basaba esa perfección? En sus modales y simpatía. Pero cualquiera podía tener buenos modales y ser amable, el Sr Wickham era una prueba de ello, y también era un verdadero villano, el proverbial lobo con piel de oveja. ¿Y el Sr Bingley? No menos amable y muy definitivamente inconstante.

«¡De qué modo tan despreciable he obrado —pensó—, yo que me enorgullecía de mi perspicacia! ¡Yo que me he vanagloriado de mi talento, que he desdeñado el generoso candor de mi hermana y he halagado mi vanidad con recelos inútiles o censurables! ¡Qué humillante es todo esto, pero cómo merezco esta humillación! Si hubiese estado enamorada de Wickham, no habría actuado con tan lamentable ceguera. Pero la vanidad, y no el amor, ha sido mi locura. Complacida con la preferencia del uno y ofendida con el desprecio del otro, me he entregado desde el principio a la presunción y a la ignorancia, huyendo de la razón en cuanto se trataba de cualquiera de los dos. Hasta este momento no me conocía a mí misma.»

Después de andar dos horas a lo largo del camino, la fatiga la hizo regresar a la rectoría. Entró en ella con el propósito de aparentar su comportamiento de siempre y reprimir lo caótico de sus emociones y pensamientos, de otra forma no sería capaz de mantener conversación alguna. Le dijeron que los dos caballeros de Rosings habían visitado para despedirse, la verdad es que no le afectaba la partida del coronel, lo único que le preocupaba era el Sr Darcy, su carta, y lo mucho que se arrepentía de sus acciones.