Prólogo.

A mi edad no debería preocuparme por cuanto dinero tengo, a mi edad no debería preocuparme donde pasare el resto de mi vida, a mi puta edad no debería tener que tomar decisiones de vida o muerte, porque resulta que cuando solo tienes 16 años la única manera de ganar dinero que se te ocurre es vender collares y pulseras hechas por ti misma usando materiales que compraste en la mercería por menos de lo compras un cartón de leche.

A los 16 años se supone que tienes una casa, servicios que pagan tus padres y que sin importar hasta que horas andes en la calle sabes que siempre tendrás y podrás ir a dormir ahí, en tu cuarto y en tu cama. Los adolecentes, adolecemos de muchas cosas, en esta etapa en lo que menos pensamos la mayoría es en el futuro, cuando somos jóvenes pensamos que siempre será así, gracias a esto tenemos la tendencia a cometer demasiados errores, por eso a los 16 años no se toman decisiones drásticas, pero desafortunadamente yo no tenía quien las tomara por mí.

Mi nombre es Karen Beecher y vivo en la cuarta ciudad más poblada del estado de California, San Francisco, bonito lugar, pero no te recomiendo que vengas por mi vecindario, es aquí donde el Golden Gate pierde su encanto. Ser lo más bajo que ha pisado la tierra en cuanto a posición social no siempre me trajo problemas, yo estudiaba mucho para que algún día mi madre y yo saliéramos de la fea pocilga donde vivíamos, soñaba con llegar a tener un titulo universitario y ganar mucho dinero.

No me tomes por presumida, pero desde muy pequeña, y aun ahora me considero una persona brillante, mis amigas decían -yo jamás lo creí así- que era un poco competitiva, pero eso es algo bueno ¿No? O sea, vivíamos en un sector donde nos sentábamos a merendar en una banca y veíamos como asaltaban gente entre tres o cuatro desgraciados armados, y eso era una tarde tranquila, reinaba la ley del más fuerte y yo -como debe ser- quería ser la más fuerte.

Lastimosamente, pensar de esa manera me llevo a como estoy ahora y esas amigas que te comente se vinieron conmigo al infierno. Mis mejores amigas, prácticamente mis hermanas, eran y siguen siendo, Kory Anders y Rachel Roth.

Kory es lo más alegre que te puedas imaginar, ni siquiera pasar por todo lo que hemos pasado la ha hecho cambiar su forma de ser, pregonando el amor al prójimo con una sonrisa en el rostro, amante de la cocina, y los animales de cualquier tipo le parecen lo más encantador del mundo. Rachel es otro cuento sumamente diferente, Kory y yo, somos la locura, Rachel es nuestra cordura, la serenidad y el sarcasmo en pasta, una excelente persona, aunque no le gusta demostrar que detrás de la capa de hielo hay un corazón muy sentimental que se puede ver a través de sus peculiares ojos color índigo, tiene una mirada desarmadora.

Sí, éramos tres chicas lindas que crecieron entre la pobreza, las carencias y el vandalismo, soñando con algún día tener algo mejor y esforzándonos por ello. Pero como dije antes, las chicas de 16 años no toman decisiones más grande que elegir el peinado de la mañana y alguien allá arriba sabe que nunca planeamos convertirnos en lo que somos ahora, el miedo a perderlo todo fue el que decidió por nosotras, vivimos para pagar el precio de la decisión que el miedo tomó, que por cierto, fue la más equivocada de todas.