Un año antes del inicio de mis aventuras, mi vida se había vuelto insostenible. Ocurría así: eran las dos de la mañana. Mi cuerpo yacía en un colchón mullido, envuelto en sábanas de seda. El silencio y la oscuridad eran tan profundos que, al cerrar los ojos, sentía como si flotara en el vacío. Por debajo de los párpados mi objetivo era conciliar el sueño.

Era en esos momentos de insuperable intimidad y vulnerabilidad que me asaltaban las imágenes.

Parecía que las yemas de mis dedos revivían con sobrada nitidez la sensación que la piel del comandante de la segunda división de barbablanca provocaba ante el más mínimo contacto. Sin la existencia de estímulos presentes que gatillaran el rescate tales evocaciones viscerales, me veía embriagada con los detalles más rebuscados de la fisonomía del pirata, tan a menudo que resultaba preocupante. Cuando entraba en ese territorio del pensamiento era inevitable obtener una respuesta corporal patente: una agitación en mi pecho, una corriente veraniega que me acariciaba desde la frente hasta la punta de mis pies y silenciosas súplicas de contacto proveniente de mi zona inguinal. Me sentía impotente, incapaz de dar respuesta a los apetitos originados por un explorador caprichoso que había querido servirse del cuerpo juvenil de una chiquilla desorientada. Añoraba la compañía de un hombre que probablemente ya se había olvidado mi existencia en el alba posterior a nuestro encuentro. ¡Dios, qué ingenua había sido! Me había entregado como la niña que era y había acabado hecha pedazos, y de tal modo que meses después aún no podía recomponerme.

Disponía de dos cosas: Mi sueño de ser libre y un ansia inextinguible por volver a rozar los labios de Ace.

Hice lo que tenía que hacer.

Mis recuerdos se vieron interrumpidos por un agudo gimoteo proveniente de algún lugar a mis espaldas. Tenía la cabeza adherida a una superficie de madera con la fragancia salada del Grand Line inundando mis fosas nasales. Aún sentía el balanceo de la embarcación, pero ya me estaba acostumbrando. A juzgar por lo que se apreciaba en la ventanilla que se ubicaba en la esquina superior izquierda de la pared, y que daba cuenta del lugar exacto donde la marea daba paso al firmamento, ya era de noche. Esperé a que mi cabeza se despejara de la modorra y limpié el rocío de lágrimas que se había posado en mis pestañas inferiores. El lamento a mis espaldas continuaba; cuando me volteé me encontré con una de las tantas prisioneras con las que compartía celda, estaba sentada junto a la pared con la cabeza sumergida entre las piernas recogidas y sufriendo de leves espasmos en el cuello. Me quedé mirándola un rato antes de decidir acercarme.

-Hey -dije casi en un susurro.

La muchacha dio un respingo y me miró con unos grandes ojos cuyo color me recordaba al lecho marino a la hora crepuscular. Una maravilla potenciada por largas pestañas. Al ver que no hacía el amago de elaborar una oración continué con voz queda:

-¿Cómo te llamas?

Se restregó las muñecas contra las mejillas húmedas y gimoteó un poco antes de responder.

-Marina.

-Marina -Repetí para mis adentros. Formulé una sonrisa afable-. Yo me llamo Christine. -De repente reparé en que sus grilletes eran distintos a los que tenía el resto. Se lo hice notar. Marina miró sus manos y respondió con desánimo.

-Son de kairoseki.

-Así que eres usuaria de una fruta del diablo.

Me miró y asintió en silencio. Parecía que la charla la había distraído de su miseria, pues las lágrimas habían dejado de brotar.

-¿Qué habilidad tienes?

-Puedo hacer... dormir a la gente cuando canto -su voz se ahogó levemente a mitad de la frase.

-Suena como un poder muy útil.

-Lo es... pero de nada sirve si estoy en contacto con estas cosas -dijo, mirando los grilletes con el ceño fruncido. Una burbuja revestida de mucosidad había aparecido sobre su puchero.

-Oye, no te preocupes por estos tontos piratas... ¿Cuánto ha pasado? Una semana desde que nos secuestraron en el archipiélago y no parecieran estar dispuestos a ponernos una mano encima.

-No son tan estúpidos como para dañar la mercancía -dijo una mujer morena que se encontraba a medio metro de nosotras, también con la espalda apoyada en la pared-. Si quieres haz callar a la mocosa, pero no aguantaré que le mientas. Es claro que estos tipos trabajan en un mercado de esclavos más turbio que las casas de subastas de Sabaody. Claro, no nos violarán ahora, pero en cuanto arribemos en tierra empezaremos a tener una buena idea de qué ricachón será el que pueda introducirnos estacas por el...

-¡Detente! -Grité.

Marina había vuelto a esconder la cabeza entre las piernas y restregaba sus rodillas contra las sientes sin poder tranquilizarse.

La mujer morena hizo un gesto de desdén con el hombro y antes de que alguna de las dos pudiera articular otra palabra se escucharon unos pasos al otro lado de la puerta. Las tres guardamos silencio de inmediato y miramos con ojos muy abiertos el origen del sonido.

-Estornudos -dijo una chica más joven a nuestra derecha.

-Estamos en pleno mar, cariño -susurró la mujer morena- A no ser que ahora se dediquen a la pesca de sirenas desprevenidas, es bastante improbable que vengan con una nueva compañera. Debe ser Llaves. Tal vez nos escuchó desde el pasillo y ahora viene a reprendernos.

Noté que Marina volvía a estremecerse y, sin quitar la vista de la puerta, me posicioné de manera que la bloqueaba a ella del campo de visión de quien fuera que entrase. Si venían a descargarse con una prefería que fuera conmigo; yo era quien había gritado.

La puerta finalmente se abrió e ingresó un joven desnutrido con una escoba bajo el brazo. Era uno de los dos esclavos masculinos del barco; a ellos no los encerraban en las celdas y estaban a cargo de las tareas domésticas. Nuestro rostro debió revelar lo aliviada que estábamos de verlo, pues se detuvo en seco y nos miró con curiosidad.

-Pensamos que eras Llaves -le aclaró la chica morena- ¿Qué te ordenaron, Jean?

-Limpieza -respondió él, volviendo a su actitud cabizbaja-. ¿Las cubetas de desperdicios?

Desde el fondo de la celda las cubetas malolientes empezaron a pasar de mano en mano hasta que una chica cercana a Jean la recibió, se levantó y se la entregó por una rejilla.

-¿Por qué a esta hora? -continuó la mujer morena- ¿No es un poco tarde para andar recogiendo mierda?

-Están preparando la gran ceremonia y no quieren que me entrometa en una labor tan delicada -respondió Jean, moviendo la cabeza de modo burlesco- al menos no me tienen descamando pescado como a Kel.

-Increíble ¿Para quién es la bendita fiesta?

-Quién sabe -respondió encogiéndose de hombros- algún pirata de pacotilla, quizá un posible comprador, la verdad es que no me importa demasiado. Les están preparando una cena y espectáculo. Cuando todos estén deleitándose con exquisiteces Kel y yo estaremos ocupados en alguna tarea desagradable, se los doy por escrito.

No se le hicieron más preguntas, nos quedamos en silencio mientras Jean hacía el gesto de limpiar el suelo fuera de la celda. Lo cierto es que, aunque compartíamos cierto compañerismo con los esclavos varones, ellos no parecían estar tan preocupados por nuestro destino; llevaban años trabajando y habían visto pasar a muchas mujeres desesperadas detrás de los barrotes. Ambos podían transitar libremente por el barco, pero Jean era enclenque y Kel era bajo y estaba en mala condición física; estaban resignados, no podían organizar ningún tipo de revuelta.

Cuando abandonó la sala volví a posar mi mirada en Marina, que tenía los ojos puestos seguramente en un lugar muy lejano. Tenía un brillo especial que me hacía querer sacarla de todo apuro, pero la situación era desesperante para cualquiera. Por lo que nos contaban los chicos y lo que era perceptible desde dentro de la celda se hacía evidente que el barco estaba colmado de los más peligrosos piratas, dotados con armamento y las peores intenciones. Además, llevaban años en el negocio, lo que indicaba que un gran número de prisioneras había sido arrastradas a esa misma habitación y ninguna había logrado sortear su sino. Nuestra historia no tenía por qué ser diferente.

-No estás pensando en escapar ¿Cierto?

Me volteé con disgusto al reconocer la voz de la mujer morena que parecía haber leído mi rostro con demasiada soltura. Fruncí los labios en respuesta.

-Llevamos aquí más tiempo que tú -dijo apoyando la espalda contra la pared a la vez que soltaba un largo suspiro- Hemos escuchado todo lo que tienen que decir los chicos, ninguno se atrevería siquiera a alzar la voz contra nuestros captores. Y aunque lográramos convencerlos de que noquearan a Llaves aún nos quedan estas -alzó las manos y agitó las esposas-. Las llaves que... Llaves lleva a todas partes solo sirven para la puerta de la celda. Dime tú, incluso si lográramos hacernos con ellas ¿Qué haría un pelotón de chicas desnutridas encadenadas y dos mequetrefes contra una tripulación entera de matones de primera? Olvídalo, mientras antes te conformes con tu vida de mierda como mascota de algún monarca mejor.

-¿Dónde están las llaves de las esposas?

Ella puso los ojos en blanco. Por un momento pareció que no iba a responderme.

-Nadie lo sabe.

-¿No hay alguna manera de averiguarlo?

-Podrías preguntárselo, pero no te lo aconsejo.

Volvimos a sumirnos en un silencio mientras cada una se dedicaba a sus pensamientos pesimistas. Miré el rostro de las demás muchachas, algunas echadas en el piso de madera, otras con el rostro prácticamente pegado a los barrotes; si nuestro destino dependía de su voluntad entonces la batalla ya estaba perdida.

Entonces cerré los ojos y lo vi con una lucidez inusitada. La visión era tan fresca como si mi último encuentro con él hubiese ocurrido hace no más de medio minuto. Su fragancia embriagó mi nariz y su calor corporal activó una corriente eléctrica a través de cada órgano sensible. Ace... mi pecho palpitaba su nombre y me sentí profundamente desgraciada. Castigada, sin entender qué había hecho para merecer tal situación ¿Por qué mi anhelo por él elegía persistir justamente ahora? Cuando se hacía obvio que un reencuentro era descaradamente imposible. Sentí una picazón en los ojos y temí que me inundara en todas las lágrimas guardadas desde hace días.

Era ingenua, terriblemente ingenua. Y no solo yo; si Ace había visto algo en mí, entonces él también era un ingenuo. Yo era una simple consentida que no se imaginaba cómo era el mundo real. Yo no era suficiente para las historias de grandes aventuras, peleas de gigantes, conquistas piratas... Era presa fácil de los primeros malhechores que me encontraron sin protección. Dejé que se mojaran mis mejillas mientras sentía vergüenza de mí misma.

Deseé con todas mis ganas ser uno de los héroes de las grandes historias.

Recorrí mi cuero cabelludo con los dedos en un intento desesperado por mantener subrepticio el torrente de amargura. En ese instante tropecé con una horquilla de metal enredada entre mis cabellos grasosos. Ese contacto inesperado detonó algo. Si me pidieran explicarlo solo podría hablar de fuegos artificiales, iniciados por una pequeña chispa que por casualidad dio rienda suelta a uno de ellos, que a su vez estalló en un arsenal de pequeñas chispas, cada una de las cuales disparó sus propios fuegos artificiales, cuyas chispas detonaron otros fuegos artificiales y otros y otros. Y de repente era año nuevo. Atrapada en ese desenfreno comburente debo haber entrado en un estado de estupor extremo por un tiempo que sería absurdo calcular; si estuve así segundos o días, no viene al caso. Si hay algo que puedo decir es una cosa. Cuando salí de ese estado tenía solamente una certeza:

Sabía cómo íbamos a escapar.