Capítulo 19: La belleza intrínseca de los poemas
El día que Jin Guangyao se asoma por el horizonte, con sus soldados, sus sospechas y las órdenes en sus labios, Xiao Xingchen también se encuentra en las almenas. Aun falta para que la arena se levante bajo los cascos de los caballos y los pies de los soldados; para que se escuche al viento mover las cortinas de los palanquines. Aun queda tiempo. Xiao Xingchen mira al horizonte.
Cuando el sol se ponga podrán ver la arena que se mueve y las dunas que se deshacen y Xue Yang sabrá que su libertad siempre fue una mentira.
Aunque no haya grilletes en sus manos, Jin Guangyao lo tendrá de vuelta. Castigará su ineficiencia y, aun cuando Xue Yang aseguré que el general del norte no guarda secretos, el látigo probará su piel.
La libertad trae consigo un precio muy alto.
Sube las escaleras de las almenas buscando a Xiao Xingchen. Lo bajará a rastras, si es necesario.
—Daozhang —es lo único que dice cuando lo encuentra mirando al horizonte.
Xiao Xingchen no dirige hacia él su mirada y Xue Yang comprende que lo da por sentado y su corazón se llena de una calidez extraña, que le sube hasta la garganta y amenaza con atragantarlo. Xiao Xingchen confía que no va a perderlo y Xue Yang quiere tomarlo entre sus brazos y decirle que está equivocado. Ya no queda más, Daozhang. Esté es el último sol con su última luna.
Pero no está allí para eso. Lleva un libro entre las manos. Se lo dio Song Zichen, cuando se lo pidió.
«Dime lo que le gusta».
Está bien, si Xiao Xingchen no lo mira. Xue Yang se recarga contra las almenas, negándose a mirar el horizonte. Se sienta en el piso y así se refugia un poco en la sombra. Abre el libro y, cuando mira el primer poema, comprende que aquello será más difícil de lo que supone, porque no conoce todos los caracteres.
Los Wen nunca vieron utilidad en que los esclavos aprendieran a leer o a escribir. La mayoría ni siquiera conocían el carácter de sus nombres. No tenía sentido. Xue Yang creció sin saber identificar su nombre sobre el papel y, aun hoy, si le pusieran un pincel en las manos, no sería capaz de recordar el orden de los trazos. No le enseñaron a leer hasta que no descubrieron su potencial: entendía las viejas leyendas, de donde venían los poderes del desierto. Así que se lo entregaron a un maestro implacable.
«Arrodíllate».
No recuerda su nombre, pero aquel maestro le enseñó el dolor del cansancio. Las rodillas arden después de un rato, la posición puede volverse insoportable. Así le enseñó a reconocer loscaracteres más importantes para entender los manuales de la cultivación. Cuando se equivocaba, lo hacía levantar las manos y lo golpeaba con una vara alargada que ardía. No toleraba errores. Si se equivocaba las suficientes veces, ponía granos de arroz sobre el suelo y lo obligaba a levantarse la túnica del hanfu para que sus rodillas ardieran más. Si seguía equivocándose, acudía al látigo. «La sangre enseña», solía decir.
Xue Yang una vez se atrevió a contestarle que, si todas las cicatrices de su espalda o el sacrificio de su dedo le hubieran enseñado algo, ya sería un erudito.
Wen Chao lo colgó de los techos de los calabozos hasta que se le dislocaron los hombros.
Pero Xue Yang siguió pensándolo: si todo aquel dolor sirviera de algo, se hubiera convertido en un sabio entre los sabios.
—Daozhang —repite.
Algunos caracteres son extraños o antiguos en el libro que le dio Song Zichen. Palabras que Xue Yang no reconoce más que por su dibujo en el papel y que tienen una carga poética de la que los manuales que le enseñaron a leer carecen.
Pero no importa. No es un erudito. No está hablando con un maestro que lo obligará a contar en voz alta sus errores mientras el látigo zumba en el aire para estrellarse con su carne.
Cuando Xue Yang empieza a leer, el viento deja de silbar y la arena cesa su movimiento. El mundo contiene la respiración cuando las palabras se agolpan contra su garganta. No tiene la gracia ni la maestría en la voz que Xiao Xingchen ha cultivado durante años, pero el mundo guarda silencio y lo escucha.
Sus pausas brincan entre accidentales y deliberadas mientras su voz lee el viejo poema de un héroe que recorrió el desierto y enterró su espada en la arena, cuando llegó el momento de partir. Nunca se detuvo. Nadie recuerda su nombre, dice el poema, su rostro o el ondear de su cabello. Pero en las noches frías, cuando el viento silba, aun se percibe el rumor de su espada.
Cuando Xue Yang termina, Xiao Xingchen está mirándolo con los ojos llenos de lágrimas.
—Daozhang —dice, porque no puede decir otra cosa.
Daozhang, Daozhang, Daozhang, como mantra.
Xue Yang le extiende una mano, en lo alto de las almenas y, por primera vez en varios días, Xiao Xingchen accede a tomarla. Xue Yang le sonríe del lado, como si el destino no se les cayera encima y lo guía entre las escaleras y pasillos de la fortaleza. Si otros los ven, tienen a bien no comentar nada —aunque ha escuchado a algunos soldados decir por lo bajo que el esclavo liberado no es sino el perro guardián de Su Alteza; a Xue Yang no le importan aquellos insultos si sólo van dirigidos contra él y, por suerte, en la fortaleza en el norte le tienen el suficiente respeto a Xiao Xingchen como para no usar ninguno de los motes que le atribuyen en el sur— y dejarles el paso libre.
Xue Yang lo lleva hasta la biblioteca.
—Creí que decías que la poesía son mentiras, Xue Yang —dice Xiao Xingchen, al verse rodeado de libros y rollos.
—Por ti, Daozhang, podría creerlas todas —responde él—, incluso aunque signifiquen la perdición. La belleza más sobrecogedora es también la más letal.
Ante eso, el príncipe se queda callado.
—He escuchado todos los poemas sobre héroes de este lugar, quizá, de tus labios —dice Xue Yang—, pero quiero saber, Daozhang, lo que los poetas dicen sobre el amor. Escoge tu favorito, Daozhang.
Xiao Xingchen frunce los labios un momento, antes de moverse entre el papel y los libros. Frunce el ceño al encontrarse con caracteres que le devuelven la mirada mientras Xue Yang lo mira, a lo lejos. Al final, toma un rollo escondido en el fondo y, cuando lo abre y se dispone a leerlo, Xue Yang niega con la mirada.
Extiende una mano.
—Enséñame a leerlo, Daozhang.
Xiao Xingchen no se parece a los maestros a los que lo sometieron los Wen. Se sienta a su lado y extiende el rollo del poema en la mesa. Sus dedos largos se detienen ante los caracteres, uno por uno, mientras Xue Yang los va diciendo, poco a poco. Si hace una pausa demasiado larga, Xiao Xingchen le dice la palabra y traza el carácter por encima, con su dedo, enseñándole la figura que se esconde en él.
«Es más sencillo cuando puedes observar el arte detrás de cada carácter», dice al hacerlo. Lo repite tantas veces como es necesario, hasta que Xue Yang los dice todos sin problemas y ha satisfecho toda su curiosidad.
—La belleza de la poesía, Xue Yang —dice al final— no radica en la mentira. Los poetas escriben la verdad de su alma. «El anhelo es terco en interminable / ha hecho a un príncipe su conocido. / Hay árboles en las montañas y hay ramas en los árboles, / te adoro, ¡oh!, no lo sabes». Su belleza es letal no por formar una mentira, sino porque es la belleza de lo vulnerable, Xue Yang. ¿Qué es más valiente que entregar tu alma desnuda?
Aquella vez, Xiao Xingchen lo lleva hasta los aposentos en los que duerme. Es la primera vez que Xue Yang está allí y mira todo con cuidado. La cama con sábanas blancas y un dosel de cortinas de tul. La mayor parte del cuarto es sencillo y poco ornamentado. Hay libros acomodados en el alfeizar de la ventada y en las mesitas repartidas por uno y otro lado. Puede ver también las barras de tinta, el papel y los pínceles.
Se da un momento para cerrar los ojos y aspirar esa tranquilidad. El viento corre con las ventanas abiertas, como si nada ocurriera, como si no estuvieran preocupados por el porvenir. La habitación huele al remanente de un incienso suave, probablemente prendido por la mañana, que se ha quedado atrapado entre sus paredes. Así que allí pasa Xiao Xingchen sus noches, cuando no duerme acurrucado con el general.
—Xue Yang —lo llama, sentado al borde de la cama. Lleva el rollo del poema en sus manos, se ha negado a soltarlo desde que abandonaron la biblioteca.
—Ah, Daozhang, ¿te arrodillarás aquí para mí? —Xue Yang sonríe de lado y se acerca hasta él. Cuando ve sus piernas dirigirse hacia el piso, lo detiene y susurra en su oído—: En la cama.
Xue Yang se invita a revisar cada cajón y cada baúl hasta que encuentra todos los listones posibles y las cuerdas que ataban las cortinas de los ventanales. Cuando vuelve al borde de la cama, deja que Xiao Xingchen vea todo aquello que lleva entre las manos y busca en su mirada un destello de duda, pero no lo encuentra.
Ah, Daozhang, dejarías que hiciera lo que quiero.
Y Xue Yang alza la mano y se quita el listón rojo que sostiene su cabello en una coleta, dejándolo suelto. Vulnerable.
—Daozhang, mírame —ordena.
Y los ojos de Xiao Xingchen lo perforan mientras los cubre de rojo. El color de la sangre y el corazón.
Le quita las túnicas exteriores del hanfu blanco y jala el cinturón, arrancándoselo. Va quitándole la ropa poco a poco, viendo a su pecho subir y bajar. Todavía se aferra al rollo del poema en una mano, pero Xue Yang termina por quitárselo cuando quía sus manos hacia su espalda y las ata allí con un listón suave.
Si quisiera, Daozhang podría liberarse, pero nunca lo hace.
Entonces, abre el rollo.
—¿Sabes por qué te pedí que me enseñaras a leerlo, Daozhang?
—No.
—Porque quería hacerlo bien, sin errores. Quería que mi voz se escuchara tan armoniosa como la tuya cuando lees. ¿Sabes por qué?
—No.
—Lo sabrás.
Xiao Xingchen conoce las manos de Xue Yang a la perfección. Xue Yang se atrevería a decir que, con los ojos cerrados, puede distinguir entre el roce del general y el suyo. Conoce sus placeres, sabe lo que sus dedos son capaces de hacerles a su cuerpo. Lo sabe allí, arrodillado y Xue Yang es consciente de que lo sabe también cuando lo hace caer hacia adelante y lo ve recargarse sobre sus hombros y sus rodillas.
Al principio sostiene el rollo abierto torpemente sobre la espalda de Xiao Xingchen, pero no tarda en aprenderse los versos. Su voz es capaz de reconocer todos los caracteres, las pausas adecuadas. Lo lee una y otra vez mientras tortura a Xiao Xingchen con sus dedos.
El placer puede convertirse en la más terrible de las torturas, después de todo, cuando no le permiten desbordarse.
Pero el poema acaba olvidado en una esquina de la cama, porque Xue Yang acaba aprendiéndoselo de memoria a fuerza de repetirlo.
—Ah, Daozhang, ¿ahora lo entiendes? Quiero que cada vez que lo oigas, pienses en mis manos.
—Xue Yang, por favor… Por favor.
Ve el pecho de Xiao Xingchen bajar su subir, lo ve apretar los labios, conteniendo el grito de frustración cada vez que Xue Yang le niega el placer. Y Xue Yang no está conforme hasta que ve sus lágrimas.
—¿Lo entiendes ahora, Daozhang? No podrás volver a oírlo sin recordar mis dedos, mi voz. Esta tortura.
—Te lo suplico…, por favor…, Xue Yang.
—¿Te lo sabes de memoria?
Xiao Xingchen no responde, pero Xue Yang asume que es un sí.
—Recítalo, Daozhang, con mis manos sobre tu piel. Si lo dices bien, de corrido, te concederé todos tus deseos.
Xiao Xingchen tiene que intentarlo más de diez veces, con las lágrimas escapándosele de los ojos, llenando sus mejillas y sus cuerdas vocales incapaces de modular su tono y todas las súplicas dichas entre los versos, hasta que Xue Yang se apiada de él.
—«El anhelo es terco e interminable / ha hecho a un príncipe su conocido. / Hay árboles en las montañas y hay ramas en los árboles, / te adoro, ¡oh!, no lo sabes» —dice en su oído, mientras Xiao Xingchen gime su nombre.
1) El poema sí existe y es un clásico del amor entre hombres en China. Se llama Song of the Yue Botman y lo encuentran en inglés en Wikipedia. La traducción la hice ayudándome con el traductor de Google sobre los caracteres y comparando con las dos traducciones en inglés que existen. No creo que sea fiel en lo más absoluto, pero es trabajo honesto.
2) Je, je, je. Me equivoqué de POV, pero fue trabajo honesto, así que los invertí: por esta vez, Xue Yang va primero.
Andrea Poulain
