Holaa, vengo con el décimo capítulo. De antemano, ¡gracias por leer!
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En la Plaza de la Libertad o Piața Libertății en el idioma local, William se separó de Louis debajo de un espeso árbol. La extensión de asfalto que comprendía el paseo peatonal, estaba casi despejada; los únicos transeúntes a la vista iban o se retiraban de los restaurantes, ubicados en alguna de las cuatro esquinas. La noche nublada y gélida, en la que apenas era perceptible el resplandor de la luna, no invitaba a deambular a pie.
En todo el camino hasta allí desde la residencia en lo profundo del valle, Louis no mencionó ni una palabra sobre la charla que tuvo William con su hermano mayor. Se limitó a seguirle el paso, casi flotando a través de la noche como una sombra imposible de capturar.
—Todo va bien —le dijo antes de partir en la dirección contraria—. Nos vamos a quedar unos días, como acordamos.
Louis había bajado la mirada un instante, pero al siguiente reapareció en su cara la sonrisa dulce que siempre guardaba para él. No llevaba los anteojos; cada vez que salían a alimentarse procuraba quitárselos.
—Si ocurre cualquier cosa, llámame —contestó. Era a una frase recurrente.
Esta vez improvisarían. Después de que se reuniera con Sherly, Albert les recordó ir a la capital de la región a buscar alguna presa; él podía esperar, les comentó, puesto que la noche pasada ya se había alimentado. Le pesó en el alma tener que dejar a su novio tan pronto, pero ante la alternativa de beber su sangre, prefirió viajar hasta allá. «Descuida Will. Lo vigilaré mientras no estés», había dicho su hermano, solo para sus oídos. Le habría tranquilizado si sus palabras anteriores no acecharan aún sus pensamientos.
Se desplazó hacia el final de la plaza y cruzó la calle; del otro lado un bar de fachada blanca reunía a algunas personas, especialmente turistas, a pesar del frío. Sobre la acera había unas cuantas mesas desocupadas, pero William las esquivó para ingresar directamente en el establecimiento. Al interior un humo espeso de tabaco hacía ondas en el aire; tanto en la barra como sobre los sofás rojos, dispuestos a lado y lado, algunos clientes fumaban pipas de agua para acompañar los cócteles. Aquello explicaba el nombre que había visto antes de entrar: «Hookah*».
Tomó asiento en un sillón libre cerca de la puerta, junto a un enorme jarrón chino, y paseó la vista por el lugar. Había al menos una persona sola dentro; tras detectarla, se levantó antes de que alguno de los meseros se acercase a su sitio.
—¿Te importa si me siento aquí? —le preguntó a un muchacho que parecía distraído, fuera de lugar. Era extranjero, según pudo percibir—. Creo que desde este lugar llega menos el humo.
Los ojos grises enfocaron su rostro pálido y permanecieron fijos allí durante un momento que debió serle interminable. La sorpresa al oír su voz sedosa, incluso a pesar la música de jazz que sonaba de fondo, se diluyó pronto en curiosidad y William supo que lo tenía.
Él joven asintió con la cabeza, sin que le salieran las palabras.
Hablaron un poco y fingió beber una copa de vino antes de insinuarle que fueran a otro lugar; para entonces no habrían pasado más de 20 minutos desde que se sentó. Era sencillo para William detectar a las personas receptivas a la compañía de un extraño; el deseo estaba oculto apenas bajo la superficie de la consciencia y solo tenía que sacarlo a relucir. Pese a ello, solía optar por los hombres porque le disgustaba la idea de abandonar en la vía pública a una mujer en estado de debilidad.
Mientras salían del lugar, casi rozándose los hombros, para después dar la vuelta a la esquina, pensó en Sherlock y la noche en que lo conoció. Esa fue la única vez en que se sintió genuinamente encandilado por la alguien.
En una calle lateral poco iluminada, aquel chico trató de besarlo; William lo evitó con un movimiento y después lo empujó con suavidad hacia una reja cerrada entre dos edificios oscuros. Su víctima se rio con nerviosismo.
—Mejor vamos a… —No pudo terminar, pues se cernió sobre su garganta y le robó el aliento junto con la sangre.
Succionó deprisa, sin apenas detenerse a saborearla, en tanto mantenía su cuerpo bien sujeto contra las barras negras de metal. Sin embargo, el joven quedó sumido en un estado de confusión que no le permitía resistirse; durante ese breve lapso el mundo no tendría sentido para él y le sería placentero abandonarse, al igual que alguien que consume un alucinógeno. Incluso se le aferraría de regreso si tuviese las fuerzas necesarias. Cuando al fin le soltó, lo vio deslizarse temblando hacia el pavimento como un ebrio, aunque William sabía que se encontraba fuera de peligro. Podía oír a su corazón latir desaforado por la conmoción sufrida. Entonces se inclinó sobre él y le ordenó que lo olvidara, como acostumbraba hacer. Solo tenía permiso para recordar haber tomado alcohol en exceso y desmayarse de camino a su hotel.
Tras aquello, William se alimentó de otra persona más, un sujeto fornido que lucía mayor que él al que mordió en el baño de un restaurante. Su sangre espesa y con un gusto ligeramente amargo por culpa del cigarrillo le recordó a la de su novio, y deseó regresar. También en un lavabo lo vio a él por primera vez, reflexionó de nuevo, y enseguida tuvo que obligarse a aclarar la mente. Cuando comenzaba así terminaba siendo incapaz de beber y no podía permitirse fallar ahora. Debía mantenerse en buena condición mientras permaneciera en el extranjero.
Cuando acabó, fue a reunirse con Louis en el sitio inicial; él ya lo esperaba y por un momento le preocupó que no se hubiese alimentado a consciencia para resistir al menos dos noches, pero sus ojos relucientes y la lozanía de su piel le disuadieron. Odiaba que su hermano tuviese que pasar por esas situaciones; le daría su sangre si fuese posible subsistir de ese modo. Pero sabía que él iba negarse a una cosa así.
—De los dos, no puedes debilitarte tú —solía decirle en esos casos; cuando Inglaterra atravesaba tiempos difíciles durante las guerras y era preferible ocultarse—. Yo estaré bien mientras estemos juntos.
Mientras retornaban a casa, desplazándose a gran velocidad, esos amargos recuerdos volvían a la memoria de William una y otra vez. Haber obtenido la vida eterna sin desearla era una burla del destino; Louis ya nunca sufriría dolores físicos como los que padeció en la infancia, pero tampoco conocería el descanso. Por eso debía, en la medida de lo posible, hacer llevadera su condena.
Al llegar, media hora más tarde, supo que Sherlock se hallaba en su habitación, agotado después de estar fuera durante todo el día. Se sintió algo abatido al rememorar su rostro animado; antes de marcharse le había prometido que le reservaría el resto de la noche y podía imaginar su decepción cuando despertase solo a la mañana siguiente. Bajó la mano y se resignó. Ya tendrían oportunidad para estar solos. «Que dure lo que tenga que durar»; el eco de sus propias palabras resonó en su cabeza en tanto se dirigía a su cuarto, sin atreverse a tocar.
Distraído con estas ensoñaciones, alcanzó el pomo. Aun así, se le escapó de la mano antes de que pudiera girarlo. Una figura apareció de repente.
—¿Por qué te tardas? —la voz de Sherlock le llamó desde otro lado del dintel, donde todo era luz, a diferencia del pasillo—. Te dije que te esperaría.
Pestañeó, confuso al principio y al segundo encantado. Su boca se abrió por sí sola, indecisa de si sonreír o darle un reproche.
—Sherly —dijo al fin, con voz algo conmovida—, deberías estar descansando. Estos días has estado yendo de aquí para allá.
—A mí se me hace que tú lo necesitas más que yo —observó, llevándose una mano a la barbilla e inclinándose sobre su cara—. Es raro que te distraigas al punto de no notar mi presencia.
Se había quitado los zapatos y puesto una camiseta negra y un par de jeans medio rotos que solía usar cuando no salía de casa. Parecía bastante cómodo para llevar ahí solo 24 horas.
—Yo no soy infalible —contestó, empujándolo por el pecho con las puntas de los dedos—. Pero has ganado. ¿Me dejará entrar a mi habitación, señor detective?
Con una risita, Sherlock se apartó y le hizo una exagerada reverencia.
—Bienvenido a sus aposentos, pues, lord William. —Levantando un poco la frente, le dirigió una mirada traviesa, y con ello le fue imposible no reír también.
Empujó la puerta para cerrarla, y entonces se lanzó a besarlo en cuanto se incorporó y estuvo a su altura. Sherlock le recibió entre sus brazos, con un gemido que bailaba entre el placer y la sorpresa. Necesitaba de su calor, de la dulzura que solo le mostraba a él. Sus experiencias de la noche se desvanecían con el toque de su lengua. Llegaron al pie de la cama, cuyo dosel estaba descorrido en el frente, y se separaron; él tomó asiento y William se le subió encima. Estiró la mano y, con una ceja arqueada, sacó algo de entre el pelo rubio.
Era una pequeña rama de pino, de no más de 4 centímetros de largo. Sherlock le observó más atentamente después de quitársela.
—Tu ropa huele a cigarrillo y a alcohol —comentó—. Fuiste a un club nocturno.
—Son la opción más fácil —dijo, sin ganas de ahondar en el tema—, incluso en ciudades pequeñas como Baia Mare hay un par.
Esperaba ver arder en su mirada al menos un destello de celos; Sherlock comprendía bien la necesidad de beber de otros que no fueran él, pero no era algo que le agradara imaginarse. Sin embargo, en su lugar entornó los ojos y sus labios se fruncieron con una expresión inquieta. Dejó la rama de pino sobre el edredón, sumido en un silencio que William no quiso interrumpir.
—Ten cuidado al irte a cazar —soltó, y luego movió el rostro de un lado para otro, como si no encontrase la manera de transmitir lo que le cruzaba la mente—. La gente de aquí es supersticiosa, si sospechan lo que eres pueden ir tras de ti.
—¿Pasó algo?
—Escuché algunas historias de la región —explicó Sherlock, conciso—, y honestamente, aún no entiendo por qué tu hermano eligió este de entre todos los lugares. Cualquier paso en falso lo podría delatar.
Al llegar Sherlock antes, William observó de manera fugaz los recuerdos del día que rondaban su mente, pero no halló nada alarmante. Había ocultado esta preocupación, que ahora parecía hostigarlo, en lo profundo de su consciencia.
Arrastró las manos por su rostro, acariciándole las mejillas rasuradas, hasta que las arrugas desaparecieron de su frente.
—Estoy seguro de que Albert lo sabe y tiene el poder suficiente para prevenirlo —dijo, aunque aquello no respondería sus interrogantes. Él se limitó a levantar la diestra y trazarle el contorno del mentón.
—De noche lo tiene, no tengo dudas. —Le tocó el labio inferior con su pulgar, y lentamente lo deslizó hacia adentro—. Pero hasta dónde sé, ninguno de ustedes es capaz de defenderse durante el día en caso de un ataque, y esa es toda la ventaja que se necesita. —Rozaba la punta del colmillo que se ocultaba ahí, como quien prueba el filo de un cuchillo.
Expulsó su dedo con la punta de la lengua y dejó los toques suaves; en vez de eso, le rodeó el cuello en un abrazo íntimo, se retrepó sobre su cuerpo para inclinarse hacia adelante. El ritmo cardíaco de Sherlock aumentó. Sus pupilas se dilataron, como presas de un hechizo.
—Bueno, de día estás tú para ayudarme —susurró, en broma—. ¿Cómo no sentirme seguro en manos de un detective de tu categoría?
En un repentino acceso de ternura, le besó la sien por sobre los cabellos. Su pecho rebosaba de amor, como si la sangre que había consumido poco antes sirviera de combustible al sentimiento. La idea de separarse se le hizo insoportable, como arrancarse un trozo de piel.
Sherlock exigió sus labios, le tomó por la mandíbula y estampó en ellos un beso descuidado. Cuando la tentación lo rebasaba, ni siquiera él tenía la coherencia para seguir conversando. Le dio la vuelta, estrechándolo por la cintura, y lo arrojó sobre las almohadas.
Al resguardo de los cortinajes, William tanteó su rostro de nuevo. Vio en él una sombra de tristeza, justo antes de que bajase a besarlo.
—Quiero cuidarte, así que confía más en mí.
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Como si hubiese olvidado lo que le dijo antes, en esa ocasión le permitió dormir en su cuarto, dentro de su refugio para pasar el día, aún después de que la pasión devino en la comodidad de yacer juntos. Era fácil para Sherlock olvidar que se encontraba en un sitio tan lejano cuando él llenaba sus sentidos de esa manera; la piel tersa en contacto con su frente, el cabello entre sus manos y la fragancia natural de su cuello cerca de la nariz. El mundo era Liam desnudo debajo del dosel, sus brazos manteniéndole contra su pecho y sus piernas rozándole.
Quiso lanzarle un comentario mordaz respecto a si sus hermanos no descubrirían lo que estaba pasando —y lo que hicieron—, pero hablar requería de más esfuerzo que juntar los labios para besar.
—Mañana por la noche podremos ir por ahí —le había prometido él, con voz cálida—, veamos juntos esos sitios tan fascinantes que descubriste.
El mañana no le interesaba, a decir verdad. Su mente, que poco antes hervía en preguntas, prefería descansar en el remanso que le ofrecía su piel. Una hora o dos no le haría daño. Él debía pensar lo mismo, porque no volvió a decirle nada; en su lugar, le masajeó el cuero cabelludo hasta que la languidez se lo tragó.
Cuando despertó a la mañana siguiente, lo hizo en la más profunda oscuridad. Le llevó un tiempo recordar dónde se encontraba; palpó la cintura de Liam, que permanecía acostado de espaldas a él, y Sherlock le sonrió aunque no estuviera consciente. Tenía puesta alguna prenda ahora, percibió, a diferencia de la noche pasada cuando se durmió entre sus brazos.
No quería levantarse; a regañadientes había acordado visitar el famoso Monasterio de Barsana —ubicado en dicho pueblo— y tal vez un lugar más. Estaba decidido a que fuera el último paseo turístico que emprendiera durante el día; de seguir se le acabaría el tiempo para enfocarse en su verdadero propósito, aunque lo cierto es que la jornada anterior no fue del todo estéril. Las pistas que obtuvo estaban alimentando algunas hipótesis, aunque careciera de bastante información todavía. Se quedó un rato abrazándolo, como si pudiera sentirlo entre sueños, aunque sabía que no era así. Liam debió haber cerrado muy bien las cortinas, porque cuando estiró un pie para entreabrir el dosel no le llegó ninguna luz.
Siendo este el caso, al arrastrarse lejos de la comodidad, no tenía idea de la hora. La habitación estaba caldeada gracias a la calefacción, lo que contribuía a la impresión intemporal. Tanteando, buscó sus ropas y comenzó a vestirse sin encender la luz; solo una vez que hubo cerrado los cortinajes alrededor de Liam se atrevió a buscar el interruptor de la lámpara. Había dejado a consciencia el teléfono en su propia habitación antes de meterse en la de él, pero no le costó hallar el de su novio, encima de la cómoda. Eran las 11 y media de la mañana; tenía una hora para ducharse, comer algo y salir.
Ese día, luego de desayunar, tuvo el tiempo suficiente para echar un vistazo a la casa desde el jardín. Le dio la vuelta completa y sacó varias fotografías; con aquello podía afinar el mapa del interior que se figuraba. Se hubiese arriesgado a explorarlo si no fuese porque la sirvienta rondaba el lugar. De nuevo era la única persona, el único ser humano además de él mismo, que se encontraba en las inmediaciones.
Quizá porque el cielo estaba más despejado que el día anterior, Sherlock y su guía se toparon con otros viajeros, más interesados que él en visitar las viejas edificaciones en medio del valle. El paisaje era hermoso, sin embargo; un camino pavimentado entre el césped y sus varios tipos de flores conducía hacia el monasterio de paredes blancas y tejado gris de madera, el cual estaba rodeado, además, de otra de aquellas iglesias tradicionales de la región, un altar de verano y un par de edificios más destinados a huéspedes.
Después de dar una vuelta, se sentó a solas en uno de los bancos de madera de la hilera que rodeaba aquel kiosco —altar— de cara a los parterres de flores amarillas y púrpuras que lo precedían. Sacó el celular y examinó las imágenes que había capturado antes de salir; estaba decidido a ponerse en marcha esa misma tarde. Tenía un presentimiento que no se esfumaba de su mente, y por muy bello que fuese el lugar, no conseguiría disfrutarlo.
—Oye, tengo una jaqueca, creo que no dormí bien anoche. —Luego de un tiempo, se acercó a su guía, que le esperaba cerca del auto mientras conversaba con otro turista. Se masajeó la sien para enfatizar—. Creo que prefiero regresar a por hoy.
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La casa estaba silenciosa cuando arribaron, cerca de las 5 de la tarde, según el reloj del vestíbulo. La sirvienta le había dejado la cena en el refrigerador antes de marcharse después del desayuno, por lo que era una ocasión ideal. Se despidió del joven con un gesto de la mano, junto a la entrada, fingiendo entrecerrar los ojos para evitar el sol. Entró entonces, pero se quedó observándolo a través de los cristales de la puerta mientras llevaba el automóvil al cobertizo y salía después en la bicicleta que usaba para transportarse hasta allí desde Botiza. Esperó hasta verlo desaparecer por el sendero tupido de árboles que conducía hacia la carretera.
Se dio la vuelta y contempló en derredor; faltaba bastante para el crepúsculo, pero sin saber el paradero de Sebastian Moran no podía tomárselo con excesiva calma. Atravesó el vestíbulo y pasó de largo del salón. En el primer piso estaban también el comedor, la cocina, la despensa y otro cuarto de baño, todos ellos sin el menor interés para su búsqueda. Se detuvo ante una puerta cerrada, que daba a una habitación que no conocía; probó girando el pomo, este no cedió.
Echó un vistazo hacia atrás en el pasillo, y después se agachó para examinar la cerradura. Plateada y redonda, no tenía nada de especial, y siendo así no tendría por qué resistir. Sacó el manojo de llaves que incluía la de Baker Street y algunas otras viejas y eligió la que le parecía más adecuada para el diámetro. La insertó y, con algunos toques tentativos, consiguió abrirla en menos de 20 segundos. Sonrió triunfal y se guardó la llave junto a las otras, en el bolsillo interior de su chaqueta de cuero; había hecho bien en traerlas consigo desde Londres.
Empujó la puerta hacia dentro, despacio. Era el cuarto vacío con tres ventanas que daban al costado de la propiedad, hacia unos árboles enclenques que acariciaban los vidrios con sus ramas desnudas. Ninguna cortina resguardaba su interior. Sherlock ingresó, aun así; una alfombra de tamaño mediano y color grisáceo abarcaba buena parte de la espaciosa estancia, y aparte había un par de estantes vacíos junto a la pared a su derecha. Se rascó la cabeza, a punto de darse la vuelta para salir de allí. En el último momento se lo pensó mejor; debía haber algún motivo para cerrar aquel lugar con llave. Se acercó al muro de las estanterías y las observó con cuidado, aunque no tenían señales de uso reciente. Al pasar los dedos, le quedó en las yemas la capa de polvo que las cubría.
Se asomó al exterior un instante, desde allí no se oía más que el canto de algunos pájaros y el chirrido de las ramas sobre el cristal al ser golpeadas por el viento. Después se volvió y fue palpando la pared del frente mientras se dirigía hacia la puerta. Se mordisqueó el labio y fue frunciendo el ceño conforme se reducía la distancia. Ya solo le faltaba una cosa por comprobar.
Cerró la puerta y se puso en cuclillas en el centro, delante de la alfombra. Apenas halló rastros de suciedad en la lana, lo que no era realmente sorprendente tratándose de un cuarto sin aparente uso. Acto seguido, se puso en pie y se situó en la esquina para comenzar a enrollarla hacia atrás. El piso flotante reapareció; cuando llegó a la mitad estuvo cerca de soltar un grito de júbilo.
—¡Bingo…! —exclamó en su lugar, la sonrisa casi saliéndosele de los labios.
Era un trampilla lo que se ocultaba allí, estrecha, con forma rectangular. Sherlock se arrodilló junto a ella como un rayo, y su decepción fue igual de inmediata: tenía una cerradura inteligente, solo podía abrirse ingresando una contraseña o cierta huella dactilar. No es que fuera imposible para él, pero le llevaría una cantidad de tiempo de la que no disponía y sería descubierto sin falta. Sin más remedio, se levantó para acomodar la alfombra.
Un sótano bien custodiado era lógico en una residencia de seres como ellos, pensó. Hasta dónde sabía el hermano de su novio no lo utilizaba como dormitorio, pero podía ser solo una medida de seguridad en caso de que necesitara esconderse.
Salió de la habitación y comprobó con alivio que el corredor seguía tan solitario como antes. Partió hacia la segunda planta, donde dormían los vampiros. Tenía identificados los cuartos de cada uno, en los que no pretendía irrumpir; incluso aunque sus ocupantes no recobraran la consciencia en circunstancias normales procuró no emitir ruido al pasar delante. Le habría gustado revisar los cajones del dueño de casa, pero no era algo que pudiese hacer sin estar seguro de que no había nadie más en la propiedad.
Fue hasta el extremo opuesto del pasillo, por el lado que no había explorado, y de entre las dos opciones que se le presentaron ahí, eligió aventurarse con la puerta que superaba en extensión a las demás. Ya tenía la mano izquierda rebuscando en el bolsillo para sacar el montón de llaves; sin embargo, al girar el pomo con la derecha este se movió.
Se trataba de una biblioteca o un estudio; estantes de madera apilaban libros desde el suelo hasta el techo alto de casi todas sus paredes. Había un par de sillones en medio y, de espaldas a la ventana, un escritorio tallado que denotaba antigüedad. Sherlock echó un vistazo al tapiz ubicado entre dos de los estantes, sin mucho interés, mientras se aproximaba. No había reloj, el tiempo allí no existía.
La primera cosa que había capturado su atención al entrar era el portaretrato que descansaba sobre la mesa del escritorio; el primero que veía desde que llegó allí. En casa, Liam tampoco era asiduo a exhibir fotografías suyas, pero el pasado en sí le despertaba sentimientos ambivalentes. Cuál era el origen de estos, era lo que esperaba desentrañar. Levantó el marco, que estaba posicionado de cara al asiento y lo volteó. Era una imagen de los tres hermanos Moriarty, sonrientes y en posición para una cámara que los capturaría en color sepia para la eternidad. El mayor, Albert, se sentaba entre los otros dos. Los ojos de Sherlock se centraron en el rostro y en la orgullosa figura de Liam; es posible que para el momento en que se tomó él todavía fuese humano. El único rastro de que lo había sido alguna vez.
—¿Y qué se te perdió a ti en este lugar? —gruñó alguien detrás de él, desde el umbral, y el retrato resbaló de sus manos. Hizo un estrépito al chocar contra la madera, demasiado penetrante entre los muros amortiguados por libros.
Sebastian Moran le miraba con ojos los endurecidos por la sospecha. La tierra en sus zapatos le reveló a Sherlock lo que ya sabía, que acababa de llegar desde el exterior.
—Como la puerta no tenía llave pensé que se podía entrar —dijo, cuidando que su tono sonara entre casual e inocente—. Liam me habló de esta biblioteca ayer.
Su mirada se había desplazado hacia el escritorio y el retrato caído. Sherlock decidió tentar a su suerte y lo recogió. «Este hombre no puede leerme el pensamiento», se dijo. «Es tan humano como yo».
—En realidad, este retrato es lo que quería ver. —Mintió, mostrándoselo con una media sonrisa de entusiasmo—. La otra noche me contó de cuando se lo hicieron hace tantos años y me entró curiosidad.
—¿William de verdad te habló de ese tiempo? —No alzó la voz, pero había algo en su tono seco que hubiese resultado intimidante para cualquiera. Por fortuna Sherlock no era cualquiera; siguió observándolo con las cejas un poco arqueadas, con interés.
—Claro, nos tenemos confianza. Me dijo que él y tú se conocieron después de que estuviste en el ejército y...
—Es imposible que te lo haya dicho. —Se le había crispado el rostro a medias por la incredulidad y a medias por la turbación. Lo vio apretar la mandíbula al tiempo que avanzaba unos pasos, y Sherlock supo que estaba a punto de soltar algo valioso, algún dato que aportaría luz a sus conjeturas.
Pero tras librar una especie de lucha interna, recuperó la calma. Se detuvo, lanzó un resoplido y volvió a mirarle con frialdad, a Sherlock y luego al retrato.
—Si sabes lo que te conviene, no te metas donde no te llaman. Y deja esa cosa en su sitio.
Se marchó enseguida, y Sherlock no pudo evitar hacer una mueca de frustración en cuanto la puerta azotó el marco. Presionó la mano contra el escritorio que tenía detrás. No era exagerado creer que sus posibilidades de investigar se reducirían bastante de ahora en adelante. Aun así, no todo era pérdida; después de ver su reacción tenía la seguridad de que el secreto que escondían era escabroso, por decir lo menos. Dejó la imagen de la familia Moriarty en su sitio y después la fotografió varias veces con su teléfono.
Sacó un libro al azar de una fila a la altura de su cara, con la idea de llevarse alguno a su habitación aunque fuese para disimular. Enseguida se dio cuenta de que estaba en rumano.
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Al escrupuloso de Albert no le gustaba beber directamente de su cuello, sino que tenía por costumbre hincarle los dientes, duros como piezas de metal, en la muñeca o en el antebrazo. En otras muchas ocasiones le hacía llenar bolsas para transfusión con su sangre, las que luego guardaba allí, en el frigorífico del sótano abovedado. El lugar tenía todas las comodidades de una sala de estar corriente, a excepción de ventanas; algunos sillones formando un círculo, una mesa en medio, aire acondicionado y un aparador con algunos libros. Tres arcones de gran tamaño, que había mandado a traer en caso de emergencia, resaltaban al fondo.
¿Pero qué podría suceder? Si un intruso se colaba en la casa, Moran debía asesinarlo. En caso de que fuera mortal.
—Whisky de nuevo, y parece que tuviste un mal día —le había dicho él, con una leve mueca de disgusto, tras separarse de la herida abierta por sus colmillos.
Moran sacudió la cabeza para librarse del persistente mareo y apoyó la mano artificial sobre el respaldo del sillón. Las marcas sangrantes en su muñeca lívida brillaban de forma desagradable a la luz de los focos del techo.
—Ve a chuparle la sangre a otro si te vas a quejar. —Sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiársela, debajo de su mirada cínica—. Ese tipo estaba husmeando en la biblioteca, ya estaba en casa cuando llegué.
—Y crees que abrió también la habitación de arriba, aunque se supone que estaba con llave —completó por él, sin necesidad de nombrar al aludido—. A mí me parece más probable que hayas sido tú quien se olvidó de cerrarla. Por estar bebiendo whisky, por ejemplo.
Apretó el puño; Albert solo lo contempló un momento antes de sentarse y posar los ojos sobre la mesa desocupada. Se había levantado antes que todos esa noche para reunirse; tenía el cabello castaño desarreglado.
—Te digo que es un problema, maldita sea. Dijo que sabía cosas, intentó sacarme información.
—¿Y lo consiguió?
—Ya sabes la respuesta —dijo, maldiciéndolo en silencio, dado que estaría leyéndole la mente—, pero no se va a detener. Es como una rata que se cuela por los rincones.
—Will confía en ese joven; no te mentía en eso —repuso, con una ecuanimidad que le enfermaba— y está dentro de sus estimaciones que él llegue a enterarse de todo. Si ocurre, de seguro se marchará por su propio pie.
Moran no podía entender las acciones de William; había cambiado tanto desde que lo reencontró que le parecía otra persona, dominada por impulsos extraños. Dudaba que incluso su hermano lo hiciera. A este paso no podría convencerlo de quedarse.
—Sal, ve a la ciudad, despeja la cabeza. —Le instó Albert de repente, con un gesto de la mano—. Y tal vez te topes con otro caso.
Cuánto detestaba tener que acatar sus órdenes.
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Hookah: El nombre que se le da a la pipa de agua. El bar descrito aquí existe, me basé en imágenes de internet.
