Capítulo 38: Familia
"Sometimes, the only choices you have are bad ones, but you still have to choose."
(Algunas veces, las únicas opciones que tienes son malas, pero aún así tienes que elegir)
Doctor Who.
Como era de esperar, las sesiones con Gwen Rosier fueron aumentando de intensidad con el transcurrir de los días. Se encontraban siempre en el mismo laboratorio, donde la sanadora tomaba una muestra de su sangre antes de comenzar, y luego se batía a duelo una y otra vez contra Jolie Cartier. Gwen nunca intervenía más que para darle una señal a Jolie de que incrementara la potencia de sus ataques o que se detuviera. Día a día, Rosier empujaba a Molly un poco más hacia el límite de lo que era capaz de hacer. Día a día, Molly descubría que su magia era muy mayor a lo que había imaginado originalmente.
Gweneth se mantenía distante y profesional durante todo el tiempo que pasaban encerradas en aquel laboratorio. Rara vez le hablaba salvo para darle indicaciones, y solo la tocaba para hacer las revisiones médicas. Pero cuando sus miradas se encontraban, Molly podía ver el destello de ilusión que iluminaba los ojos miel de Rosier. Allí donde otros habían visto violencia, Rosier vislumbraba un destello de esperanza. Entre cálculos y análisis, hechizos y contra hechizos, la sanadora buscaba encontrar la solución a lo que parecía ser el camino inevitable de extinción de su gente.
Después de los experimentos, solía dejarle el resto del día libre. Molly había tomado por costumbre vagar por el Torreón, sitio al cual comenzaba a familiarizarse. Conocía sus pasillos menos transitados y sus jardines más tranquilos. Y siempre sabía dónde encontrar a Betanie Doval.
La primera vez que se la había vuelto a cruzar le había hablado con la excusa de devolverle su libro de Shakespeare. La segunda vez, fue Betanie quien inició la conversación. La mayor parte del tiempo hablaban de sus familias. Lentamente, Molly empezaba a establecer un vínculo de confianza con ella. Con sutileza, comenzaba a sugerirle que tal vez existiesen alternativas para su hermano. Le sembraba la semilla de la duda, y la añoranza de una vida lejos de todo aquello. Molly sabía que debía de mantener su distancia, pero inevitablemente, en un lugar cruel como el Torreón, Betanie se convirtió en un salvavidas. Era lo más cercano a una amiga que podía tener allí.
Pero por las noches, era a Gwen a quien visitaba. Golpeaba a su puerta cuando el sol ya se había ocultado en la profundidad de las montañas, y la sanadora le abría sin decir palabra.
Se sentaban a comer juntas. Bebían vino mientras conversaban sobre teoría de la magia, o más bien Gwen teorizaba en voz alta sobre las posibles hipótesis que tenía revoloteando en su mente a raíz de los resultados que estaba obteniendo con Molly. Cada día parecía más ilusionada. Y por contradictorio que pudiera resultarle, su entusiasmo muchas veces era tal que terminaba contagiando a Molly. En esos breves momentos, cuando estaban a solas, Gwen se volvía más humana. Más cercana. Más íntima. Y Molly se permitía bajar la guardia, ignorando la voz en el fondo de su cabeza que le advertía del peligro. Durante esas noches, cuando el vino empezaba calentar su sangre y a ablandar su resistencia, Molly tenía que hacer el doble de esfuerzo para recordar que no podía confiar en Rosier. Gwen no era Betanie. Si Betanie estaba allí, era por desesperación. Gwen lo hacía por convicción. No había vacilación ni temor en sus ojos ambarinos. Refulgían con la certeza y la seguridad de una mujer que sabe lo que quiere. Era hiptonizante y aterrador al mismo tiempo.
—¿Cuál es el límite, Molly? ¿Hasta dónde puede el mago hacer uso de la magia? ¡Esa es la verdadera pregunta! ¿Hasta dónde podemos extender nuestro poder si lo dejamos correr con libertad? —divagaba Rosier esa noche, más verborrágica de lo habitual. Molly había perdido la cuenta de la cantidad de copas que habían bebido. Tenía las mejillas arrebatadas y la mirada febril a causa del alcohol.
—Nuestros núcleos tienen un límite. Cuando sometes a los magos a demasiada magia, corres el riesgo de… drenarlos —sugirió Molly, encogiéndose de hombros. Gwen la miró con interés e hizo un gesto con la mano pidiéndole que se extendiera—. Lo he visto. Hace unos años, uno de mis primos intentó canalizar más magia de la que estaba entrenado para manejar y… el esfuerzo le drenó toda la magia durante meses.
—Nunca me habías nombrado esto antes —arqueó una ceja Rosier, su expresión agudizándose con creciente curiosidad—. ¿Cuál de tus primos?
Molly tragó saliva, maldiciéndose por hablar de más. A veces se olvidaba de dónde estaba y de quién era Gweneth Rosier.
—Albus —respondió a regañadientes.
—Potter —quiso confirmar Rosier. Molly asintió. —Dices que perdió su magia… Pero sigue en Hogwarts. He escuchado que es el más habilidoso de los hijos de Potter.
—La recuperó después de unos meses —explicó vagamente Weasley.
—¿Cómo? —preguntó inclinándose hacia delante en su butaca, sacudiéndose el abombamiento del alcohol.
—No estoy segura. Creo que simplemente fue volviendo de manera gradual…
—No, no. ¿Cómo la perdió? —la interrumpió Rosier, impaciente.
—Intentando cerrar un portal —Molly empezaba a lamentar toda la conversación. Ahora Gwen la miraba con los ojos entornados, como un águila atenta a un presa.
—¿Qué tipo de portal?
—Uno con el inframundo —no tenía sentido mentirle. Después de todo, habían sido los propios Rebeldes quienes habían orquestado la búsqueda del Templo de Hades. Gwen podía conseguir esta información por otras fuentes si lo deseaba. Y si se enteraba que Molly le había mentido, todo el progreso que había logrado ganándose su confianza se iría a la basura.
—Por Merlín —siseó Rosier, poniéndose de pie y caminando pensativamente mientras hacía girar la copa entre sus dedos largos—. ¿Lo consiguió? ¿Cerró el portal?
—Sí, pero casi muere en el proceso —se sintió obligada a aclarar sobre lo peligroso del asunto. Una sonrisa torcida cortó los labios de Gwen.
—Pero no murió. ¿Y cuántos años tenía?
—No estoy segura… Doce o trece años —vaciló Molly. Gwen soltó una risa entre dientes.
—Tiene sentido —la sanadora hablaba más para sí misma que para ella, mientras que su mirada se perdía en su propia mente.
—¿Qué cosa? —fue el turno de exigir de Molly. Gwen volvió a sentarse frente a ella.
—Si un mago adulto hubiese intentado lo que hizo tu primo Albus, habría muerto allí mismo, consumido por la energía de la magia necesaria para cerrar un portal como ese —le explicó Rosier, mientras su rostro se impregnaba de ese brillo fanático característico de cuando hablaba de algo que la apasionaba—. Pero él era todavía demasiado joven: su núcleo estaba aún virgen, sin todas las barreras y las limitaciones que nos van enseñando e impuesto conforme crecemos. Era más puro, más sensible a magia, un mejor canalizador, porque nadie le había dicho que no podía hacer algo así todavía.
—Debemos enseñarles a los niños a controlar la magia o de lo contrario la magia los controla a ellos —defendió Molly el sistema educativo. Rosier chasqueó la lengua.
—No están enseñándonos a controlar la magia, Molly. Nos están poniendo en jaulas que nos impiden alcanzar todo nuestro potencial. Nos dicen qué magia hacer, cómo hacerla, dónde hacerla… Con los años, nuestro núcleo se debilita. Nos convertimos en pequeños canarios contentos en nuestras jaulas, cuando en realidad somos enormes cóndores destinados a conquistar los cielos —sus ojos eran fuego ardiente, y sus palabras estaban impregnadas en partes iguales de pasión y desdén, la impotencia de sentirse prisionera y la perspectiva de romper las cadenas.
Esa era la Gweneth Rosier de los Rebeldes. La que creía en un mundo donde los magos eran libres de usar su magia en toda su majestuosidad. Sin obstáculos, sin contemplaciones.
—Tú vas a ayudarme a encontrar la forma de liberarnos, Molly. De devolverle la fuerza a nuestros núcleos, antes de que sea demasiado tarde —dijo, y al pasar junto a su butaca, deslizó una de sus manos sobre el hombro de Molly, presionando con suavidad. Molly no pudo diferenciar si era un gesto de apreciación o de posesión.
—Claro —mintió Molly, sonriendo con dificultad.
—Tengo mucho que pensar —volvió a saltar de su asiento Gwen, como propulsada por un resorte. Comenzó a tomar cuadernos y anotadores, preparándose para volver al laboratorio. Molly supo que esa era la señal de que debía irse.
La mañana siguiente, cuando entró en el laboratorio, se encontró con que había un cristal de cuarzo colocado sobre una pequeña tarima en el centro del área de duelo, aguardándola. Molly frunció el ceño.
—¿Es eso lo que creo que es? —le preguntó a Rosier. Pero la sanadora estaba demasiado ocupada haciendo cálculos aritmáticos en una planilla como para responderle. En cambio, fue Jolie la que le sonrió socarronamente hacia ella.
—Es exactamente lo que crees —le dijo, guiñándole un ojo.
—Los amplificadores son armas militares —se quejó Molly, frunciendo el ceño.
—Oh, bueno, entonces qué suerte que tenemos de que la Rebelión sea una fuerza militar —dijo Cartier fingiendo inocencia.
—¿Están locas? Una pieza de ese tamaño puede destruir todo este edificio —Molly estaba indignada.
—Si lo utilizamos correctamente, las probabilidades de que eso suceda son prácticamente nulas —habló finalmente Gwen, haciendo un movimiento desdeñoso que descartaba el final fatalista que Molly había sugerido.
—Relájate, muñeca —le susurró Jolie al oído, su voz destilando juguetona malicia—. La única que podría resultar herida aquí eres tú.
—Necesito tu muestra de sangre, Molly —le pidió Gwen con un gesto impaciente hacia la butaca de extracción.
—No —se negó Weasley. Gwen giró a mirarla por primera vez.
—No podemos empezar sin la muestra —le recordó como si Molly estuviese siendo ilógica.
—No voy a entrenar con eso —se negó apuntando hacia el Amplificador. Jolie revoleó los ojos. Gwen, en cambio, se quedó mirándola fijamente.
—Hemos llegado a un punto donde no es posible seguir avanzando sin un amplificador. Tu poder es claramente superior al de Jolie, y necesito seguir presionando tus defensas hasta encontrar el punto de inflexión —le hablaba con una fría y distante practicidad que a Molly le helaba la sangre.
—Si ese cristal se sobrecalienta a causa de nuestra magia, podría gatillar una explosión. Estamos en los calabozos. Haríamos volar toda esta planta y podríamos ocasionar un derrumbe —era el turno de Molly se comportarse como una profesional. Conocía mejor que ellas el funcionamiento de los Amplificadores. Eran armas con las que había entrenado en Camelot. Era efectivas, pero impredecibles. Las usaban solo cuando no tenían alternativa.
—Hemos reforzado los pisos superiores. No provocaremos un derrumbe —le prometió Gwen.
—¿Y qué me dices de las mazmorras? —insistió Weasley. Jolie resopló con irritación más contenida.
—Solo hay prisioneros aquí abajo. Morir en una explosión es la muerte más veloz que pueden desear —dijo con cruel desapego Cartier.
Molly le lanzó una mirada repugnada. Se habría marchado en ese mismo instante pero Gwen, detectado su reticencia, volvió a hablar antes de que llegara siquiera a dar un paso.
—Revocaré tu permiso para salir del Torreón —la amenazó—. Si no haces esto, no podrás volver a salir de aquí.
Molly giró a mirarla sintiéndose traicionada. Pero el rostro de Gwen era un mármol imposible de leer. Como siempre, solo la delataba la intensidad de su mirada, ese fuego apasionado que pocas veces se animaba a mostrar en público, pero que Molly conocía demasiado bien gracias a sus encuentros privados.
No había nada que Gwen no estuviese dispuesta a hacer por completar esta investigación, y Molly lo sabía.
Sintiéndose acorralada, Weasley tomó asiento y le permitió extraer la sangre de su brazo.
—Jolie lanzará unos primeros hechizos de control, para probar el dispositivo. Iremos escalando lentamente, en función de las respuestas que obtengamos de ti —le explicó el protocolo Gwen, mientras colocaba los sensores sobre la piel de Molly de forma rutinaria.
No le respondió. En cambio, se colocó silenciosamente frente a Jolie Cartier, con la varita lista en su mano, el enojo crepitando debajo de su piel. Cartier le dedicó una de sus sonrisas gatunas, y sin dar ningún aviso, disparó su primer maleficio.
El haz de luz atravesó el cristal de cuarzo en su camino hacia Molly con un chispazo. Los reflejos de Molly se activaron instintivamente, deteniendo el maleficio. El impacto la propulsó hacia atrás, obligándola a recolocar los pies para no perder el equilibrio. Su contrincante no esperó a que se recuperara. Disparó nuevamente, complacida con la facilidad con que su magia se multiplicaba al cruzar el cuarzo.
Uno tras otro, Molly desvió los maleficios, cuidándose de evitar cualquier tipo de contraataque que pudiera suponer un retroceso de la magia hacia el Amplificador y desencadenar un estallido del mismo. Jolie, consciente de ello, la atacaba con completa impunidad, riéndose entre dientes de ella. Por el rabillo del ojo, Molly podía ver que Gwen fruncía en entrecejo, disgustada con los resultados que estaba obteniendo.
Exasperada, Rosier hizo un gesto hacia Jolie. La muchacha francesa asintió complacida, como si todo ese tiempo hubiese estado esperando que llegase aquel momento, y lanzó su primer maleficio de magia negra contra Molly.
Molly apenas llegó a retenerlo. El disparo rompió su escudo y la rozó en el hombro, provocándole un corte profundo. La sangre comenzó a gotear por su brazo hasta el suelo. Lanzó una rápida mirada de reproche hacia Gwen cuando Jolie volvió a atacarla, con igual violencia y oscuridad.
Esta vez, Molly estaba lista. Su escudo absorbió sin dificultad el maleficio de Jolie, provocando que la sonrisa trastabillara en los labios de su atacante. A partir de allí, el duelo fue escalando peligrosamente en intensidad, con una Cartier que perdía poco a poco su paciencia y una Molly que hacía un esfuerzo descomunal por evitar contraatacar y desencadenar una catástrofe.
Molly era fuerte, pero en Amplificador era capaz de duplicar e incluso triplicar la potencia de los ataques si era bien utilizado. Era cuestión de tiempo que Cartier finalmente la derrotara. Le resultaba cada vez más difícil contenerla, y Molly podía sentir cómo su energía se iba agotando conforme bloqueaba ataque tras ataque. La magia negra de Cartier reverberaba alrededor de ellas, un eco de los maleficios que atravesaban el Amplificador.
Gwen tardó más de lo habitual en detener el duelo. Para cuando finalmente levantó una mano en dirección a Jolie, Molly tenía la frente empapada en sudor, la manga de su brazo izquierdo embebida en sangre y le temblaba el otro brazo en el que sostenía la varita. Rosier le dedicó una última mirada de decepción antes de retirarle los monitores y vendarle la herida. Molly tuvo que morderse la lengua para no despotricar contra la injusta y desigual situación.
No tenía ningún derecho a mirarla de esa forma. No tenía ningún derecho a obligarla a someterse a todo aquello, a amenazarla con revocarle su permiso para salir del Torreón, a manipularla de esa forma. O al menos, eso pensaba Molly mientras caminaba de regreso hacia la planta alta, alejándose de las mazmorras y de Gwen.
—Por Merlín, ¿te encuentras bien? —interrumpió sus pensamientos rumiantes la voz de Betanie, cuando se encontraron en el mismo jardín donde se habían conocido la primera vez.
—Sí —mintió Molly, pero era imposible ocultar la sangre que ensuciaba su ropa, o el enojo que crepitaba en su mirada.
Betanie esperó algunos minutos antes de animarse a abordar nuevamente el tema. Para entonces, el humor de Molly se había apaciguado. El jardín de los sauces era un lugar pacífico y silencioso, y era fácil olvidarse allí de lo que verdaderamente sucedía en esa torre. Aunque fuese tan solo por un instante.
—¿Tú también trabajas abajo? ¿Fue así como te lastimaste? —se atrevió a preguntar la muchacha, su voz un hilo quebradizo. Molly torció la cabeza hacia ella, percatándose del miedo que emanaba de sus palabras.
—No… No de esa forma —le respondió Molly. Betanie asintió, tragando saliva con pesadez.
Nunca lo decían en voz alta. Nunca hablaban expresamente de las torturas y los asesinatos que se cometían en el Torreón. Pero lo sabían. Todos allí sabían. Era imposible ignorar algo como aquello. Aun así, era un tema que Betanie solía esquivar. Y Molly se lo permitía. Hablar de ello te hacía sentir, en forma indirecta, cómplice.
Esta vez, sin embargo, Betanie no desvió la mirada ni cambio el curso de la conversación. Sino todo lo contrario.
—¿Qué… qué es lo que hacen allí, Molly? —susurró en un tono tan bajo que era prácticamente inaudible.
Molly había estado esperando esa pregunta. Había sido paciente en su interacción con Betanie, consciente de que si presionaba demasiado temprano, si le ofrecía ayuda de forma demasiado directa, corría el riesgo de asustarla y alejarla. Caminaba por una delgada cornisa entre ganarse la confianza de Betanie y evitar que ésta la traicionase con los Rebeldes.
Ahora, por fin Betanie empezaba a hacer las preguntas correctas, buscando las respuestas que hasta entonces había preferido ignorar. Saber la verdad tenía un precio muy alto sobre su consciencia.
—Creo que sabes bien lo que hacen ahí abajo, Betty —le respondió Weasley, asegurándose de que no hubiese recriminación en su voz, sino una empática sinceridad.
—No lo entiendo… Ya tienen el Ministerio de Magia. ¿Cuándo se supone que termina esto? —balbuceó aturdida, la culpa contrayéndole la jóvenes facciones.
—Cuando los magos tomen el control… de todo —vaticinó Molly. Betanie se tomó la cabeza entre las manos, un gemido lastimoso escapando de sus labios.
—Jolie Cartier me ha solicitado que traiga a mi hermano al Torreón —lloriqueó por lo bajo, su voz amortiguada entre sus manos—. Me ha dicho que la sanadora Rosier quiere… probar algunos avances en él.
Molly sintió que se le congelaba la sangre. Su mente viajó de regreso al laboratorio, a la charla que había tenido con Cartier semanas atrás después del primer experimento, a los nuevos prisioneros que habían llegado días atrás, al Amplificador que habían utilizado esa misma mañana… Gwen estaba dispuesta a dar el siguiente paso. Iba a intentar manipular núcleos, trasladar magia de una persona a otra.
—Betanie, necesito que me prestes atención —la llamó Molly, haciendo aplomo de toda su templanza, obligándola a levantar la cabeza y mirarla—. He estado trabajando con la sanadora Rosier en su investigación, y puedo afirmarte que si traes a tu hermano al Torreón, morirá en esas mazmorras.
—No sé qué hacer, Molly. No sé cómo salir de esto —suplicó Betanie, las lágrimas rodando sin cesar por sus mejillas, mientras temblaba como una hoja sacudida por el viento.
Era ahora o nunca.
—Puedo sacarte de aquí, y conseguir protección para ti y para tu hermano. Hay gente… gente afuera que está dispuesta a ayudarte. Pero para eso, necesitamos algo de ti —le explicó Molly, sintiendo que su corazón se aceleraba en su pecho, anticipándose a la respuesta. Este era el momento en que todo podía irse al infierno en un parpadeo. Betanie la observaba a la expectativa, pendiente de lo que estaba por decir. —Necesito que me digas quién mató a Godwin Bradshaw.
—¿Y dices que usaste escamas de sirena para esto? —preguntó Gervaise Ollivander, examinando debajo de la lupa la vara de madera sobre la cual Alex llevaba varios días trabajando.
—Sí, señor —confirmó Alex, intentando no sonar demasiado orgulloso de su propio trabajo. Gervaise arqueó las cejas, impresionado.
—¿Cómo se te ocurrió algo así? —inquirió el fabricante de varitas mágicas, haciendo girar una vez más la madera entre sus dedos, deleitándose en el sutil destello que dejaba la madera de teca allí donde Alexander la había lustrado con su innovadora fórmula a base de escamas de sirena.
—Un amigo mío juega quidditch, señor. Me comentó que algunos fabricantes recomiendan lustrar las escobas con polvo de este material para impermeabilizarlas de la lluvia, y eso me hizo pensar si no podrían aprovecharse otras propiedades mágicas como… —le explicó Alex efusivamente.
—Como su potencial conductor de magia —comprendió rápidamente Gervaise, y sus dedos se cerraron con firmeza en torno al mango de la varita. Inmediatamente, un puñado de chispas brotaron de su extremo distal. Gervaise sonrió, fascinado. —¿Has comentado esto con alguien más, muchacho? —le preguntó, lanzándole una mirada cauta de reojo, por encima de la inmensa lupa.
—Solo con su hija Aurora, señor —confesó él, rascándose nerviosamente la nuca ante la mirada inquisitiva del hombre—. Fue ella quien me recomendó usar madera de teca.
—Una excelente sugerencia —reconoció Gervaise, rascándose el mentón—. Un poco rígida, sí, pero sumamente compatible con magia de agua… Se amolda de forma muy armónica con la magia de las escamas. Esto es muy innovador, Alex —volvió a felicitarlo, con cada nueva examinación de la varita encontrando nuevos atributos que resaltar—. ¿Para cuándo crees que puedes tenerla terminada?
—Pues… —farfulló Alex, la pregunta tomándolo por sorpresa—. Aún debo terminar el lote a base de pelo de unicornio que empezamos la semana pasada… —intentó calcular. Gervaise resopló e hizo un gesto con la mano descartando sus palabras.
—Olvídate de todos los demás proyectos. Quiero que te centres en esto —priorizó de forma inteligente Ollivander.
—En ese caso, podría tener un primer prototipo listo para la próxima semana, supongo —barajó Alex. Gervaise le palmeó el hombro, complacido con su respuesta, al tiempo que volvía a dejar el modelo que Alex le había enseñado sobre la mesa.
—Excelente trabajo, Alexander —lo felicitó.
—Gracias, señor —aceptó el cumplido Alex, sonrojándose.
El señor Ollivander abandonó el taller silbando una alegre melodía por lo bajo, visiblemente satisfecho. Alex se ocupó de guardar con sumo cuidado el modelo que le había mostrado al fabricante de varitas de regreso en su caja. Iba a tener que trabajar muchas horas para poder cumplir con el plazo de una semana que le había prometido a Gervaise, pero los ensayos preliminares que había realizado eran prometedores, y Alex se sentía confiado.
—Mi padre está feliz —comentó Aurora, siempre furtiva. Alex no sabía cuánto tiempo llevaba parada contra el marco del taller, observándolo con los brazos cruzados.
—Le ha gustado el prototipo —confirmó Alex, sin poder esconder su exaltación. Aurora, siempre medida, esbozó una sonrisa suave.
—¿La teca funcionó? —preguntó, espiando por sobre el hombro de Alex la caja donde había guardado la varita.
—De maravilla —reconoció él.
—Eso es bueno —Aurora susurró las palabras más para sí misma que para él. Su mirada se desenfocó por unos segundos, perdiéndose en algún lugar distante, lejos de aquel taller.
Aurora acostumbraba a pasar gran parte de su tiempo en la tienda. No tenía muchos amigos, y no era una persona particularmente sociable. Su madre había fallecido antes de que tuviese algún recuerdo de ella, y su padre nunca hablaba del tema. Tras perder a su esposa, Gervaise Ollivander se había enfocado en recuperar la decadente empresa familiar y restituirle su antigua gloria. Aurora había crecido entre cajas de varitas, plumas de fénix y chispas mágicas. Había aprendido a muy temprana edad sobre las propiedades de las diferentes maderas y cómo la forma en que eran manipuladas influía en su desempeño mágico. Había ayudado limpiando, catalogando, ordenando y vendiendo. Todos sus recuerdos de la infancia estaban vinculados de una u otra forma a la industria de las varitas mágicas.
Y desde que tenía recuerdos, su padre batallaba con una severa depresión, ciclando entre períodos malos y períodos no tan malos, y contadas ocasiones que Aurora recordaba haberlo visto genuinamente feliz.
El negocio de los Ollivander se había visto severamente perjudicado tras la guerra. El rumor de una posible colaboración entre el prestigioso fabricante de varitas y Voldemort se había asentado entre la comunidad, destruyendo brutalmente la fama de la empresa. Las ventas de las varitas Ollivander cayeron en picada durante los primeros años postguerra, y tras la muerte de Garrick Ollivander, la empresa entró en quiebra.
El padre de Aurora había obtenido un crédito en Gringotts para sacar a flote la empresa familiar, con la esperanza de que los años y el trabajo duro lograrían borrar la mancha deshonrosa que la guerra les había dejado. Pero la empresa nunca se había recuperado del todo, y Gervaise se había visto obligado a renovar el crédito en varias ocasiones, prolongando más y más la deuda y la frustración.
Había sido Aurora quien lo había convencido de contratar un asistente, alguien joven que pudiese traer nuevas ideas para sacar la tienda a flote. La paga era realmente mala. Pero la oportunidad era única. La familia Ollivander contaba con una trayectoria y experiencia difícil de igualar, y Aurora había estado convencida de que algún aspirante desesperado por aprender llegaría tocando a la puerta.
No había imaginado que ese aspirante sería precisamente Alex, portando un apellido que la gente comenzaba a olvidar, y cuyo regreso podía significar nuevos y malos rumores para la empresa. Aún así, Aurora había visto el hambre y la desesperación que emanaba de Alexander, y había hecho una apuesta de fe.
No se había equivocado. En un mes, las ventas se habían duplicado en la tienda. No solo contaba con la destreza y la habilidad manual para fabricar las varitas, sino que su humilde carisma lo convertían en un excelente vendedor. Había sido, sin embargo, su iniciativa para modernizar el proceso de fabricación lo que más había impactado más a Gervaise, y era lo que Aurora confiaba que terminaría salvando la empresa de una nueva quiebra.
—¿Estás lista para volver a Hogwarts? —cambió de tema Alex, acomodando los utensilios que estaban dispersos por la mesa de trabajo.
—Preferiría quedarme aquí y ver cómo resulta esto —confesó ella, haciendo un gesto con la cabeza hacia el prototipo. Alex rió.
—Puedo mantenerte informada si lo deseas —sugirió él, encogiéndose de hombros.
—Cuida a mi padre —le pidió ella de forma inesperada. Alex detuvo lo que estaba haciendo, a mitad de camino de colocar uno de los frascos en la estantería a su derecha, y torció la cabeza para mirarla.
Comprendió que no era el prototipo ni la tienda lo que preocupaba a Aurora.
—Claro —aceptó Alex sintiendo la garganta seca.
—Bien —dijo ella, desviando la mirada, visiblemente incómoda con la vulnerabilidad del momento—. Nos vemos en las vacaciones de invierno, entonces —se despidió velozmente, escapando del lugar.
Mientras Alex cerraba la puerta del local, dando el día laboral por terminado, se encontró pensando en su madre. Vaciló a mitad de camino de regreso a su casa, pensando en desviarse hacia la boca de metro que había en la siguiente esquina y que lo llevaba hasta el barrio donde había crecido. Pero no encontró la fuerza para bajar las escaleras y enfrentarse al pasado.
Siguió caminando.
Lorcan observó el oscuro y humeante café que ondulaba dentro de su taza y se obligó a beber un sorbo, sabiendo de antemano que el sabor sería horripilante. Junto a él, Zizec resopló de manera socarrona.
—¿Qué pasa? ¿El café no es lo suficientemente bueno para el delicado paladar de su majestad? —se burló el soldado. A modo de respuesta, Lorcan bebió de un solo trago el resto de la taza.
—El mejor que he probado en mi vida —mintió con ojos chispeantes.
Sentada al otro lado de la mesa, limpiando y acomodando sus armas, la misma mujer francesa que había acorralado a Lorcan en el bosque revoleó los ojos.
—¿Cuándo podré reunirme con él? —preguntó Scamander en dirección a la mujer, inclinándose ansiosamente sobre la mesa.
—Pronto —fue la respuesta seca que obtuvo de ella.
—Llevas semanas respondiéndome lo mismo, Nadine —se quejó Lorcan. Ella arqueó una ceja, como si el comentario le resultara divertido.
—¿Crees que el General no tiene cosas más importantes que hacer que reunirse con un mierda de mocoso insolente como tú? —despotricó Zizec, dando otro sorbo a su taza.
—Podrían dejarme salir de aquí mientras tanto —volvió a intentar Lorcan.
—No —le respondió Nadine, terminando de limpiar su ballesta y colgándola con un único movimiento hábil en la espalda.
—No soy un espía —se ofendió Scamander, cruzándose de brazos.
—No. Eres un periodista —una voz grave habló desde la entrada a la carpa.
Zizec, quien hasta entonces había estado balanceándose sobre las patas traseras de su silla, estuvo a punto de caerse de espaldas de la sorpresa. Tanto él como Nadine se incorporaron de un salto, adoptando una postura rígida y militar. Lorcan los imitó con mayor torpeza.
—Capitán Razin —saludó Nadine al recién llegado, llevándose el puño derecho sobre el tórax. Originalmente aquel había sido el saludo de la Resistencia Rusa, pero ahora era utilizado por todo el ejército de la Frontera que se había unificado como un frente común para luchar contra el Ejército de Romanoff.
—Teniente Leroy —le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza el capitán Razin—. Entonces… Este es el muchacho —comentó torciendo su gigantezco cuerpo hacia Lorcan, sus ojos inspeccionándolo de arriba abajo a través de la tupida melena que le cubría la cabeza y le crecía a modo de barba.
—Un placer conocerlo, señor —reaccionó Scamander, dando un paso al frente y extendiendo una mano hacia él. Notó la confusión en el gesto de Nadine y la desaprobación de Zizec, pero ya era demasiado tarde para retirar su torpe saludo.
—Veremos si sigue siéndolo cuando terminemos de conversar —fue la respuesta que obtuvo. Pero a pesar de la aspereza de sus palabras, Lorcan vislumbró una mueca divertida en los labios de Bastian Razin, y respiró aliviado cuando el ruso finalmente estrechó su mano.
Volvieron a tomar asiento en torno a la mesa. Por primera vez, Zizec no se atrevía a hablar. Su actitud cascarrabias había sido reemplazada por una de profunda reverencia. Zizec había peleado y había sobrevivido en Mahiyamist. Llevaba mucho tiempo con la Resistencia. Nadine Leroy se había acoplado al ejército más tarde, como parte de una de las primeras legiones que Francia había enviado a pelear en Polonia. Ahora, solo quedaban vivos un puñado de sus compañeros iniciales. Ambos eran completamente leales a la Resistencia, pero sobre todo, veneraban a la figura de su capitán.
Razin extrajo una petaca del bolsillo de su pechera y la depositó en la mesa, frente a Lorcan.
—Nadine me ha dicho que quieres colaborar con la Resistencia —volvió a hablar con tranquilidad el capitán, sin hacer referencia aún al líquido frente a ellos.
—Así es, señor —confirmó Lorcan, tragando saliva con pesadez. Intentaba mantener el contacto visual con Razin, pero no podía evitar que sus ojos se desviaran sistemáticamente hacia la petaca.
—Hubo una época en la que creía que la palabra de un hombre era un reflejo de su honor —le explicó Razin. Su tono de voz era sereno, pero Lorcan podía sentir la nostalgia danzando entre sus palabras. —Mi hermano Sigmund solía decirme que era un idiota por pensar así —se rió solo—. Todos juran decir la verdad, hasta que descubres que están mintiendo, hermano —Razin empujó la petaca sobre la superficie de la mesa unos centímetros más hacia él—. Entenderás que no puedo permitirme que me mientas —agregó dedicándole una mirada significativa.
Sentía la mirada penetrante de Zizec y de Nadine sobre él. Por el rabillo del ojo, y a pesar de que la mujer se movía de forma muy sigilosa, Lorcan se había percatado de que su mano descansaba sobre el broche que sujetaba su varita al cinturón, lista para liberar el arma si llegaba a ser necesario. El tiempo se sintió eterno durante esos segundos que Lorcan demoró en tomar finalmente la decisión.
Extendió su mano hasta la petaca, desenroscó su tapa, y bebió la poción de la Verdad en su interior.
—¿Cómo te llamas? —disparó Razin, tan pronto como la petaca volvió a tocar la mesa, vacía.
—Lorcan Newton Scamander —la lengua de Lorcan respondió antes de que éste pudiese pensar la respuesta, como si fuese una entidad independiente y autónoma.
—¿Quién te envía? —siguió el capitán.
—Nadie. He venido por voluntad propia —una vez más, su boca encontraba las palabras antes de que él pudiese controlarlas. Sacudió la cabeza, mareado por el efecto del Veritaserum.
—¿Por qué?
—Quiero ayudar —parpadeó con pesadez, intentando aclarar su mente y recuperar el control. El esfuerzo por controlar sus palabras gatilló una descarga dolorosa que le escoció la cabeza, y descendió por su columna.
—¿Por qué? —Razin seguía presionando, sin tregua. Sabía que cuanto más rápido hiciera las preguntas, más posibilidades tenía de obtener una respuesta antes de que Lorcan intentase mentir.
—La guerra… —balbuceó Scamander, pero no pudo encontrar las palabras. No podía decir lo que quería decir. Su lengua se resistía, buscando otra respuesta a la que él tenía ensayada. —Esa gente muerta en Poznan… —de nuevo, no completó la frase. Volvió a sacudir su cabeza, esta vez con más vehemencia. Otra descarga de dolor lo atravesó, y esta vez, dejó detrás de sí una presión sorda sobre su cabeza, como una advertencia. No podía pensar con claridad. Y comprendió en ese instante que había estado mintiéndose a sí mismo. No estaba allí por la guerra, ni por las muertes de Poznan... No del todo.
Su pulso empezó a acelerarse.
—Dime la verdad, muchacho. ¿Por qué estás aquí? —Bastian Razin presionó ambas manos sobre la mesa, inclinando su torso hacia él, percibiendo que Lorcan estaba cerca del punto de quiebre.
—Porque mataron a mis padres por esta puta guerra —escupió finalmente Lorcan, sin poder resistir más tiempo el efecto de la poción. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. No recordaba que se hubiesen acumulado en sus ojos. No estaba seguro si era el dolor o el alivio lo que las había provocado.
Razin le concedió unos momentos para que llorara en paz, el dolor palpitante de su cabeza cediendo un poco, un momento de gentil misericordia. Pero el efecto del Veritaserum era breve y el capitán continuó su interrogatorio tras dejar pasar unos segundos de gracia.
—¿Dónde murieron?
—Nurmengard —respondió Lorcan, incapaz de levantar la cabeza y mirar al resto de los soldados, sintiéndose vulnerable y débil. No necesitó ver la reacción de Razin para saber que su respuesta lo había tomado desprevenido. Lo escuchó aclararse la garganta de forma sonora.
—Tus padres… ¿eran parte de la Orden del Fénix? —esta vez, la pregunta fue formulada con delicadeza, casi como si estuviese pidiéndole permiso para conocer la respuesta.
Lorcan no se extrañó de que Razin supiera de la Orden del Fénix. Lorcan podía estar allí por voluntad propia, pero Harry y Ron seguían siendo sus tíos. No lo habían dejado partir sin antes darle todas las herramientas posibles para sobrevivir. Sabía que la Orden del Fénix había mantenido diálogo con la Resistencia desde el comienzo de la guerra, llegando incluso a enviar a varios de sus miembros al auxilio en múltiples ocasiones.
—Sí —confirmó Lorcan, sin oponer más resistencia a la poción de la verdad, cansado y víctima de un dolor que iba más allá de lo físico. No podía detener las lágrimas que seguían rodando por tu ojos.
—Ven conmigo —ordenó Bastian, mientras se reincorporaba de la silla—. Hay algo que quiero mostrarte.
Lorcan levantó con lentitud su cabeza. Nadine mantenía su rostro inexpresivo, pero Zizec lo contemplaba como si estuviese viendo un animal en extinción por primera vez. Ninguno de los dos soldados se atrevió a decir palabra, ni tampoco los siguieron cuando Lorcan finalmente logró que sus piernas le respondieran y siguió a Bastian fuera de la tienda.
Hasta entonces, Scamander no había tenido muchas oportunidades para inspeccionar el campamento de la Resistencia. Zizec y Nadine lo habían llevado encapuchado todo el camino por el bosque, y lo habían mantenido prácticamente todo el tiempo dentro de la carpa. Lorcan solo había conseguido breves imágenes cuando espiaba por las ventanas de la misma, y había escuchado frases a mitad de camino mientras los soldados caminaban por las inmediaciones de su tienda.
Pero esta era la primera vez que caminaba como un hombre más entre ellos, sin vendajes en los ojos ni ataduras en las manos.
El campamento era inmenso, más grande de lo que había imaginado pero más pequeño de lo que necesitaban para ganar la guerra. Las legiones se movían en bloques, marchando por las angostas e improvisadas callejuelas que habían quedado señaladas entre las tiendas y caballerizas. En algún lugar, alguien había encendido una hoguera y el aroma a comida caliente inundaba el aire. Un grupo de jóvenes reía mientras practicaban su puntería contra el tronco de un árbol. Una bruja entrenaba duelo contra otros dos magos. Alguien gritaba una orden en un idioma que Lorcan no entendía. Una mujer pasaba corriendo junto a ellos cargando con frascos de pociones medicinales y se introducía en lo que parecía ser un hospital improvisado. El caos y el orden se entretejían en una compleja red de convivencia que dejó a Lorcan momentáneamente atontado y sin palabras.
Los soldados se enderezaban y se llevaban el puño derecho al pecho cuando Bastian Razin pasaba junto a ellos. Había un respeto que rozaba lo místico en sus miradas. Bastian se había convertido en una leyenda viviente, uno de los pocos allí que podía jactarse de haber sobrevivido todo el camino desde la caída de Moscú hasta Poznan.
—Hace menos de un año atrás, esta guerra estaba perdida —le empezó a contar Razin, sin detener su caminata, alejándose de la zona más ajetreada del campamento—. El ejército de Romanoff nos tenía acorralados y la caída de Alemania, de toda Europa, parecía algo inminente. Pero entonces, una aurora inglesa llegó con nueva inteligencia que habían extraído de Nurmengard antes de su destrucción.
Lorcan sintió que se le contraía el pecho y le costaba respirar. Las voces del ejército eran ahora un sonido apagado y lejano. Estaban en el límite del campamento, y allí la vida no zumbaba con tanta intensidad. El aire se sentía más espeso, menos puro. La luz se filtraba con dificultad por entre las copas de los árboles. Una presencia invisible y opresiva los rodeaba, haciendo que Lorcan se sintiese más miserable si eso era posible.
Bastian se detuvo frente a una cabaña. Era una de las pocas construcciones sólidas en todo el campamento. Los cristales de sus ventanas estaban pintados de negro, bloqueando la visión hacia el interior. La puerta se encontraba sellada con un potente encantamiento.
—Mantente siempre detrás de mí. Y pase lo que pase, no intervengas —le dijo Razin en un tono de advertencia. Lorcan asintió con torpeza.
Bastian sacó su varita y por primera vez desde que había llegado al campamento, Lorcan sintió un miedo visceral y frío descendiendo por su columna, entumeciéndole el cuerpo.
La puerta se abrió y ellos entraron. Al principio no vio nada. Creyó que la cabaña se encontraba vacía. Le tomó un par de segundos comprender que, en realidad, lo que estaba viendo era la más profunda e insoldable oscuridad. Giraba y se enroscaba alrededor de ellos, lamiéndoles la piel con su negrura, espesa y vacía al mismo tiempo.
Y después, llegaron los recuerdos. Todos los malos recuerdos. Y el dolor. Un dolor desgarrador que nacía desde su pecho y se extendía por todo su cuerpo, desgarrándolo por dentro. El dolor de la muerte. La desolación de la soledad. La desesperación de no poder controlar el futuro. El miedo a perderlo todo.
—Anima Solaris —escuchó que una voz hablaba en algún lugar en medio de toda esa oscuridad.
Lorcan cayó de rodillas, aliviado y empapado una vez más en lágrimas, cuando la luz finalmente lo rodeó y alejó las sombras de él. Si la oscuridad había sido la más absoluta desolación, esta luz era la cálida esperanza. Era una sensación de inexplicable bienestar, y Lorcan podría haberse refugiado en ella para siempre.
Duró unos segundos, un bálsamo para su alma adolorida, y luego se apagó. Las sombras, sin embargo, no regresaron de inmediato. Lorcan las vio retorciéndose como un animal herido en la esquina opuesta a donde ellos se encontraban, como si el maleficio también se estuviese recuperando del efecto de la luz.
—Ven —Razin lo ayudó a levantarse y lo arrastró hacia el exterior de la cabaña. Lo depositó contra uno de los árboles más cercanos y luego se dispuso a colocar nuevamente los hechizos protectores que rodeaban la cabaña.
Lorcan lo observó en contemplativo silencio. Su corazón todavía latía desbocado en su pecho, intentando recuperarse de la traumática experiencia. Sus manos le temblaban de forma descontrolada y tenía las mejillas húmedas y frías.
Razin no estaba en mejor estado. Scamander se percató del esfuerzo que le suponía seguir haciendo magia después de lo que acababa de hacer dentro de la cabaña. En cuanto terminó de sellar el lugar, se desplomó junto a él, con su enorme pecho subiendo y bajando a un ritmo rápido. Debajo de la espesa barba y el pelo crecido, la piel de su rostro tenía un color grisáceo y enfermo, como quien se está recuperando de una severa enfermedad.
—¿Qué… qué diablos fue eso? —la voz de Lorcan escapó ronca de su garganta.
—Eso es nuestra única esperanza de ganar esta guerra —respondió Razin, mirándolo fijamente a los ojos—. Esa es la magia por la que tus padres murieron en Nurmengard. Y es la magia que nos permitió ganar en Poznan —el gigantesco soldado hizo una pausa para recuperar el aliento. Sus ojos tenían un aspecto vidrioso.
—Nunca antes había visto… sentido una magia así —confesó Scamander, el recuerdo de la cálida luz todavía cosquilleando sobre su piel, erizándole los vellos.
—Es porque no la hay —reconoció Razin, frotándose el rostro con una mano. Intentó ponerse de pie, pero se tambaleó bajo su propio peso.
—¿Es... magia blanca? —preguntó Lorcan, lanzando una mirada de soslayo hacia la cabaña, todavía intentando comprender lo que había sucedido allí adentro. Una carcajada amarga y grave escapó de los labios de Bastian.
—No es magia negra, si eso sirve de consuelo —respondió el soldado—. Pero invocarla… tiene un precio.
—¿Cuál fue el precio de ganar Poznan? —se estremeció Lorcan, comprendiendo lo que el hombre intentaba transmitirle.
—Uno muy alto… Demasiado tal vez —confesó Razin de manera sombría.
Lorcan se puso de pie usando el tronco del árbol como soporte para enderezarse. Se sentía enfermo. Y más que nada en el mundo, quería alejarse de allí. Poner toda la distancia posible entre él y esa cabaña, fuese lo que fuese.
—¿Por qué me has mostrado esto? —balbuceó Lorcan.
—Porque sé lo que se siente tener tu edad y perder a alguien que amas —le explicó de forma condescendiente Razin—. Pero si quieres quedarte aquí, tienes que entender esto es una guerra, muchacho. No es bonita, no es noble… y definitivamente no justa.
—Lo sé —aseguró Lorcan. Pero Razin no parecía convencido. El soldado ruso inspiró hondo, inflando el pecho y consiguiendo la entereza necesaria para ponerse también de pie.
—Eso que viste ahí adentro… Esas sombras… Están por todo Europa Oriental. Están devorando pueblos enteros, países completos —presionó en el tema, apuntando con un dedo índice hacia el interior de la cabina. La mano le temblaba—. Pero la magia necesaria para combatirlas, la magia que tus padres descubrieron… Implica sacrificar también muchas vidas. Mucha gente morirá antes de que termine todo esto por culpa de este hechizo. El sacrificio de tus padres en Nurmengard… No termina con ellos. No es el final de esta guerra. Es el comienzo.
No pudo evitar sonreír al llegar al final de la carta. Se quedó observando el trozo de pergamino durante varios segundos, simplemente contemplando la curvada caligrafía de Tessa.
—¿Buenas noticias de tu novia? —se burló Taurus, sacándola de su ensoñación.
—No es mi novia —respondió casi instintivamente Circe, mientras plegaba con dedos veloces la carta de su mejor amiga para ocultarla de los ojos curiosos de su hermano. Demasiado tarde cayó en cuenta de que había mordido el anzuelo. La sonrisa lobuna de Taurus terminó por confirmarlo.
—Son buenas noticias, entonces —dedujo él, dando otro paso hacia el interior de su habitación. Circe se enderezó en su cama, manteniendo una postura elegante e intentando destilar seguridad.
Lo cierto era que su hermano la asustaba más de lo que quería reconocer. El frágil vínculo entre ellos se había terminado por romper después del fatídico ataque en Hogsmeade, cuando Taurus la había intoxicado intencionalmente para mantenerla alejada, y el padre de ambos había terminado preso. Circe seguía sin perdonarle la puñada por la espalda, y Taurus seguía sin ver su error. Por el contrario, el encarcelamiento posterior de Blaise Zabini en Azkaban no había hecho más que reforzar la actitud fría y vengativa de Taurus. Circe podía ver cómo un cruel resentimiento crecía detrás de la mirada verde de su hermano conforme pasaban los días y la situación de su familia no mejoraba.
—¿Qué quieres? —se vio forzada a preguntarle al ver que su hermano vagaba por su habitación, observando perezosamente el mobiliario, sin decirle palabra.
—Es patético de ver, hermana —chasqueó la lengua Taurus, mientras tomaba un portarretratos donde Circe había colocado una foto de ella y Tessa—. Una mujer como tú arrastrándose tras alguien como ella… una asquerosa mestiza…
—No hables así de ella —lo interrumpió Circe, incorporándose como propulsada por un resorte hacia él. Taurus depositó la foto de regreso en la estantería y giró lentamente sobre sus pies.
—Debe de ser terrible para ti —sopesó, inclinando su cabeza hacia un lado, y Circe se sintió asqueada por la lástima que destilaba su voz. Odiaba que la miraran de esa forma, como si fuese una especie de víctima—. Pero supongo que eso es lo obtienes cuando te enamoras de alguien que se acuesta con tu enemigo.
Circe acortó la distancia entre ellos con toda la intención de golpearlo, pero a último momento se contuvo, su mano quedando sostenida en el aire a medio camino. Taurus, por su parte, ni siquiera se inmutó. Se mantuvo allí de pie, sin siquiera pestañear, las manos entrelazadas en su espalda, sus pies firmemente plantados en el suelo. Y una mirada desafiante que prácticamente la invitaba a terminar lo que había empezado. La desafiaba a cruzar la línea de la violencia y asumir las consecuencias.
No pudo hacerlo. Su mano volvió a caer con lenta derrota hacia su costado y una mueca triunfante se perfiló en las comisuras de la boca de Taurus. Circe sintió el miedo ascender hacia su corazón conforme la sonrisa de su hermano crecía.
—Te estúpida enemistad con Albus Potter no es mi problema —siseó ella, intentando mantener una fría compostura. No podía permitirse que Taurus conociera el pánico que verdaderamente sentía.
—¿Te has olvidado que Albus Potter es el motivo por el que nuestro padre está en Azkaban? —le respondió con una voz de hielo. Circe rió por lo bajo, meneando la cabeza con incredulidad. No era la primera vez que tenían esta discusión. Pero no se podía razonar con él. Su mente y su corazón estaban envenenados, contaminados con el odio y el resentimiento que su padre había alimentado.
—¡Nuestro padre está en Azkaban porque intentó matar a Scorpius! —exclamó con exasperación.
—El padre de Scorpius Malfoy es un traidor de sangre —empezó a excusarse Taurus.
—¿Y eso justifica intentar matar a su hijo?
—Las deudas de sangre se pagan con sangre, hermana —Circe no dejaba de horrorizarse con cada charla que compartía con su hermano. Cuando creía que la crueldad de su familia no podía seguir creciendo, ellos encontraban una nueva forma de superarse.
Intentó dar un paso hacia la puerta para huir de allí, asqueada con la conversación, pero Taurus se movió hacia el costado, bloqueándola.
—Debemos ayudarlo a salir de allí, Circe —Taurus confesó finalmente su plan. Circe lo observó durante una fracción de segundo atónita, sin terminar de creerse lo que estaba escuchando.
—¿De Azkaban? —se rió de la propuesta, una carcajada cínica y sin humor. Taurus entornó los ojos, su mirada enfriándose aún más. —¿Acaso no estuviste diciendo todo el verano que una vez que Shacklebolt estuviese fuera del gobierno, la Rebelión finalmente podría liberarlo?—se atrevió a burlarse Circe.
—No es tan simple —gruñó Taurus. Circe torció una sonrisa mordaz.
—No, ya lo creo —dijo arqueando las cejas en un gesto pedante.
—La Rebelión acaba de tomar el control del Ministerio. Liberar prisioneros de una cárcel de máxima seguridad como una de sus primeras medidas podría hacerles perder parte del apoyo popular con el que cuentan. Harry Potter podría aprovecharlo a su favor para recuperar el poder —nuevamente, su hermano repetía las excusas que le habían enseñado.
—No entiendo cómo nosotros podríamos ayudarlo, Taurus —confesó Circe, encogiéndose de hombros despreocupadamente.
—Todo se resolverá si capturan a Potter —blanqueó éste, dedicándole un gesto significativo. Circe abrió los ojos como platos. Su hermano había perdido finalmente la cabeza.
—Nadie sabe dónde está Harry Potter. ¿Cómo esperas capturarlo? —se mofó de él, pero ni siquiera ella podía ocultar por completo la preocupación que ese planteo le generaba.
—Tú vas a ayudarme a averiguar dónde se esconde —le indicó él con simpleza.
—¿Cómo mierda pretendes que haga eso, eh? —se empezó a exasperar Circe.
—Eres la mejor amiga de la novia de Albus Potter, ¿no? —Taurus no desaprovechó la oportunidad para presionar sobre la herida.
—Sabes perfectamente que Tessa y Albus ya no están juntos —puntualizó Circe, presionando los dientes para contener su enojo.
—Pero ella sigue formando parte de su grupo de confianza… Al igual que tú.
Tenía razón. Tessa seguía manteniendo una relación cercana con Potter (demasiado cercana para el gusto de Circe, quien nunca había sido buena disimulando su celos). Albus confiaba en ella. No era completamente descabellado pensar que, si Albus conocía el paradero de su padre, lo confesara ante la persona que había sido su pareja y seguía siendo su amiga y confidente.
—No —se negó Circe, y armándose de coraje, volvió a avanzar hacia la puerta, golpeando con el cuerpo el hombro de su hermano con su cuerpo para abrirse camino.
Pero las manos de Taurus se descruzaron para cerrarse sobre una de sus muñecas, reteniéndola junto a él.
—Dime, hermanita… ¿Sabe Tessa la verdad? —le susurró por lo bajo, mientras sus dedos se cerraban con más fuerza sobre su muñeca, acentuando cada palabra que pronunciaba—. ¿Le has contado ya que fue nuestro padre quien mató a los suyos? —agregó con venenosa intención.
—Suéltame —se intentó sacudirse de su agarre, pero solo consiguió que Taurus le sujetara también la otra muñeca, obligándola a girarse hasta quedar una vez más cara a cara.
—Averigua dónde se esconde Harry Potter… O me veré obligado a tener una pequeña charla con Tessa —la amenazó Taurus.
Y luego la soltó.
Este capítulo ha sido, probablemente, uno de los más difíciles de escribir de estos últimos meses, porque es una etapa de transición en la historia, y tengo que asegurarme de incluir los últimos detalles necesarios para poder cerrar este libro.
Tenemos muchos hilos argumentales que se están sucediendo en simultáneo... Y sí, ya sé lo que dirán: cuál es la relevancia de los mismo? Solo puedo pedirles que confíen en mi, y que me tengan paciencia... Eventualmente, todo cobrará sentido y las historias volverán a unificarse y a converger entre sí.
Gracias a quienes siguen dejando sus reviews y apoyando esta historia en Telegram. Y gracias a quienes leen silenciosamente.
Saludos.
G.
