Hola, hola. Bienvenidos a la segunda parte de esta historia. Muchas gracias a quienes han leído, votado y comentado. Un abrazo enorme :)
—Vuelvo a dudar de ti, Severus —dijo el Señor Oscuro mirándolo fijamente con sus ojos carmesí. Estaba sentado en la costosa silla del despacho de Lucius. Los blancos y largos dedos del malvado líder acariciaban la cabeza de Nagini, que permanecía sobre sus hombros perezosamente.
—¿Mi señor? —inquirió Severus sosteniéndole la mirada.
—A mis oídos ha llegado cierto rumor… —el señor Oscuro respiró profundo, dilatando las rendijas de su nariz.
—¿A qué rumor se refiere, mi señor? —odiaba tener que llamarle así. Ya no era el niño que alguna vez disfrutase de besar los pies de la criatura frente a él.
—Jillian Peverell, Severus —el señor Oscuro sonrió maliciosamente —. ¿Es tu nueva debilidad?
Sintió como si el alma se le escapara del cuerpo, invadido por un repentino pánico que a duras penas pudo controlar.
—Piensa bien tu respuesta, Severus… He visto lo mismo que Draco.
—¿Qué es lo que Draco ha visto, mi señor? —Severus reprimió la necesidad de humedecerse los labios. Eso habría delatado su nerviosismo.
—Una sonrisa… una caricia en el rostro de la chica —el señor Oscuro ensanchó su sonrisa —. Cosas tan poco propias de Severus Snape.
Severus se maldijo mentalmente. Había bajado la guardia con Jill y Draco los había visto. Era un estúpido, un cretino actuando como un maldito adolescente enamorado. Casi estaba convencido de que Draco se había tragado la excusa ridícula que le diera el día del asalto al ministerio.
—Mi señor… —Severus sentía la lengua pastosa y un nudo en la garganta. Viéndose acorralado admitió su culpa —. He sido débil.
El señor Oscuro dejó escapar una carcajada, divertido como pocas veces le había visto Severus. Sintió que los vellos de su nuca se erizaban, alarmado.
—No lo habría esperado, Severus. Pero me complace que tus preferencias hayan cambiado tan drásticamente —la crueldad en sus palabras fue casi corpórea.
Severus no respondió. Sintió que la ira lo invadía al recordar a Lily y su asesinato a manos del vil ser que se sentaba frente a él. Había confiado en que ella sobreviviría, aun a costa de la muerte del niño y el bastardo con el que se casara. El remordimiento también hizo presencia, avergonzándolo, como cada vez que pensaba en sus lamentables acciones.
—Debo ser sincero contigo, Severus: me preocupa tu debilidad por alguien que ha renegado de su familia, como lo ha hecho Jillian Peverell.
—Es muy joven —dijo Severus, con la sensación de que cada vez se hundía más.
—La juventud no es una excusa ¿verdad?
—No… mi señor —esta vez se permitió humedecerse los labios con la lengua.
Voldemort suspiró teatralmente.
—Severus, Severus… ¿qué podemos hacer ante esta falta? —dijo Voldemort con fingida pena —. ¿Cómo puedo confiar en que tu lealtad sigue firme?
—Mi lealtad no flaquea, mi señor —dijo rápidamente Severus. El corazón se le iba a salir del pecho.
—Demuéstralo, Severus. Te diré cómo en un momento.
No supo a ciencia cierta cómo se las arregló para aparecerse en las puertas de Hogwarts sin sufrir una despartición. Tampoco fue consciente de cuánto le había tomado llegar a la oficina del director. Estaba tan abrumado por el encargo del señor Oscuro que apenas lograba mantener control de sí mismo. Dumbledore lo miraba con algo parecido a la pena, sin juzgarlo a pesar de su gigantesco error. La mano ennegrecida del director, afectada por manipular estúpidamente un anillo maldito, reposaba en el brazo de la silla. Casi parecía que había sido ayer cuando Severus contuvo la maldición en esa sola extremidad, sin obtener mayores explicaciones, como siempre.
Severus permanecía sentado en una de las sillas de la oficina, con una copa de vino en su temblorosa mano. Estaba avergonzado de sí mismo y a duras penas podía sostenerle la mirada al director. Había tenido que admitir ante el anciano todas sus fallas y, lo que le hacía sentir peor, era que Albus Dumbledore no le recriminara su relación nada ética con su alumna.
—Debo admitir que me sorprende el nulo temor de Voldemort —dijo Dumbledore pensativamente —. Es magia oscura más allá de lo imaginable.
—¿Cómo puedo convencerlo de que no lo haga? —dijo Severus con una voz que sentía ajena.
La angustia crecía en su pecho, recordándole cómo años atrás recurriera al mismo hombre suplicando por la vida de la mujer que amaba.
—Él no cambiará de parecer, Severus. La necesidad de Voldemort de romper su vínculo con Harry lo ha hecho tomar una decisión —dijo Dumbledore acomodándose las gafas con la punta del dedo índice de su mano sana —. El dolor que sintió al poseerlo en el ministerio lo ha aterrorizado. Prefiere cometer un nuevo acto repudiable antes que volver a sentir lo que sintió esa noche.
—Es una locura —dijo Severus mesándose el cabello —. No puedo. Usted debe saber cómo evitarlo.
—¿Por qué querría evitarlo? —preguntó Dumbledore con un tono de voz que Severus no supo identificar —. Esto podría acabar con él.
—¿De qué habla? —Severus lo miró estupefacto —. Creía que sólo Potter podía hacer eso.
—Oh, sí. Harry es el único que puede —convino el anciano —. Pero lo que Voldemort planea hacer podría salir tan mal que lo dejaría desprovisto de poder.
No pudo evitar que su boca se abriera en un gesto de incredulidad. Dumbledore no estaba actuando como el mismo anciano protector de los desfavorecidos, sino como un despiadado al nivel del señor Oscuro.
—¿Qué? —graznó al fin Severus.
—Le darás a Voldemort lo que pide, Severus —un destello de triunfo anticipado cruzó los ojos del director —. Será un nuevo error irreparable.
—¡Está loco! —Severus se puso de pie, dejando caer la copa de su mano. El vino se esparció por la alfombra en una oscura mancha — ¡No pienso hacerlo!
—No es la primera vez que entregas un niño a Lord Voldemort —dijo Dumbledore calmadamente.
—N-no… No es lo mismo —dijo Severus con los dientes apretados.
—¿Por qué no, Severus? —Dumbledore ladeó un poco la cabeza —. ¿Qué sería diferente esta vez?
—Aunque quisiera, no podría —dijo Severus sacudiendo la cabeza —. Ella me dijo que no puede…
—Estoy al tanto del encantamiento que el elfo puso en ella —dijo Dumbledore acomodándose mejor en la silla —. Pero me temo, estimado Severus, que en realidad iba encaminado a protegerla un poco de Lucius.
Severus abrió los ojos, asombrado ante el alcance del conocimiento del anciano.
—¿Siempre lo supo?
—No. Lo sé hace relativamente poco —Dumbledore acarició su mano renegrida con su mano sana —. Jill no sabe que usé veritaserum en ella la noche en que pidió mi ayuda… Volviendo al tema, Severus…
—No pienso hacerlo —lo interrumpió Severus.
—Voldemort lo intentará. Contigo o sin ti, amigo mío… ¿Por qué no controlarlo desde nuestro lado entonces? ¿Acaso prefieres que lo intente otro de sus mortífagos? Lord Voldemort no está al tanto de que lo que se necesita realmente.
Se dejó caer de nuevo en la silla y se golpeó la rodilla con el puño. Lamentó haberle confesado todo al anciano, recriminándose el haber pensado que encontraría ayuda para ella. El infeliz sólo estaba sacando partido de la situación e intentaba manipularlo con sus sentimientos hacia Jill para que cediera. Pero no podía dejar de pensar en que el director tenía razón: si él no cumplía los deseos del señor Oscuro, este le entregaría a Jill a los otros mortífagos. Y ellos no podrían, porque Jill no sentía amor por ninguno de ellos.
—¿Cómo puede fallar su plan si acepto? Jill cumple con el estatus de sangre inmaculada necesario —Severus sacudió la cabeza con abatimiento —. Yo cumplo con el mestizaje necesario para manchar la sangre por primera vez… Es lo que él necesita.
—La sangre de Jill no tiene el nivel de pureza que se requiere —dijo Dumbledore con una misteriosa sonrisa en medio de su larga barba.
—¿De qué habla? Los Peverell han cometido incesto generación tras generación. Provienen de una sola línea de sangre, tal como lo pide el ritual.
—Pero los Black no provienen de una sola línea de sangre —dijo Dumbledore con lentitud, como si saboreara cada palabra que salía de su boca.
Se quedó petrificado al escuchar las palabras del director. Recordó el cabello negro de Jill, sus ojos grises, su total ausencia de parecido con Atos Peverell…
—¿Comprendes ahora el odio que Atos sentía por Jill?
—¿Black? —balbuceó Severus.
—El pecado por el que Jill ha pagado toda su vida, es ser hija de Sirius Black.
Severus recordó el día en la cocina de Grimmauld Place: dos pares de ojos grises mirándolo fijamente. Jill era la viva imagen de Alice, pero tenía el cabello y los ojos de Black. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Qué tan ciego había que ser para no notarlo?
—¿Black lo sabía? —preguntó Severus. Se sentía embotado, con demasiadas cosas por asimilar de golpe. Amaba a la hija de su enemigo y eso resultaba un tanto inquietante.
—No —Dumbledore suspiró, con nostalgia —. Planeaba revelárselo a ambos cuando finalizara el año escolar.
—¿Por qué esperar?
—Sirius era muy impulsivo… ¿Qué crees que habría hecho de saberlo?
Como Dumbledore tenía razón, evitó dar su opinión al respecto. ¿Cómo tomaría Jill una noticia semejante? Si la culpa por la muerte del perro la embargaba siendo sólo un amigo para ella, no quería imaginar la forma en que se sentiría si se enteraba de que era su padre a quien había perdido.
—Eso nos lleva nuevamente al tema que estábamos tratando, Severus —Dumbledore lo sacó de sus cavilaciones —. ¿Entiendes ahora por qué el plan de Voldemort va a fallar? Estarías dándole un niño que no cumple con lo que necesita el ritual.
—¿Realmente perdería su poder? —preguntó Severus abriendo mucho los ojos.
—Un hijo tuyo con Jill sólo sería un mestizo más —asintió Dumbledore con seriedad —. Voldemort estaría renunciando a su poder en vano.
No creyó que hubiese otra opción más que dejarse guiar por Albus Dumbledore. Ahora no sólo debía vigilar a Draco y cumplir con la promesa de llevar a cabo la misión del chico, según el juramento que le hiciese a Narcisa, sino que debía aprovecharse de los sentimientos de Jill y hacerla concebir un niño que sería entregado al señor Oscuro para ser sacrificado. La sola idea le producía escalofríos. Sólo alcanzaba a imaginar cuánto daño le haría a la chica con eso, sabiendo de sobra que ella lo odiaría como a nadie.
No le quedaban dudas acerca de que Jill tenía sentimientos románticos por él, pero sabía que el hecho de que no los verbalizara hacía que el encantamiento que el elfo pusiese en ella no se rompiese. Tenía que arreglárselas para que la chica le dijera lo que sentía por él y de esa forma reestablecer su fertilidad. A partir de ese momento, sólo le esperaba sentirse todavía más miserable hasta el momento en que entregase a su propio hijo para el sacrificio. Dudaba que se sintiera mejor cuando el señor Oscuro perdiese sus poderes, porque él no habría sido mejor que aquel malvado ser al que quería derrocar.
La idea de un recién nacido desangrado hasta la última gota sobre un caldero le corroía el alma, sobre todo porque dicho recién nacido sería el suyo. Además, imaginar el odio de Jill lo mataba de a poco, haciéndolo sentir menos que mierda.
En un arrebato de ira, tomó una esquina del escritorio y lo volcó, esparciendo pergaminos y tinta por todos lados. Dejó que sus rodillas se doblaran hasta dar con el suelo, gritando a voz en cuello, con el dolor de la perdida premonitoria abrasándole el pecho. Sintió cómo las lágrimas se escaparon de sus ojos, mientras se odiaba un poco más por la debilidad que nuevamente se apoderaba de su vida.
