GRACIAS a todos por la rebienvenida que me han dado. No tienen idea de lo bien que me han hecho sus mensajes de apoyo, estrellitas y sugerencias.

Y tengo un nivel DIOS de agradecimiento para Stacy Adler. Gracias, amiga. Gracias por creer en mí aún cuando yo dejé de hacerlo. Por ser mucho mejor persona que yo. Por siempre compartir todo.

Te quiero muchísimo.

CAPÍTULO 14: EL VERANO DE 1994.

A figure in the hallway light
Returning like a ghost
Something that was left behind
Something in a child's mind

Bury me Lovely - October Project

Cuando Hanamichi Sakuragi se rapó los rojos cabellos como parte de su expiación al perder contra Kainan, había sido objeto de las más diversas reacciones; de las más diferenciadas, aleatorias, y extensas reacciones en un singular catálogo de emociones que, para el final de la semana, se habían reducido a tres: los aterrados de un monje rojo salido de un cuento de terror tradicional, los que pagaban por verlo cual mono rojo de circo porque eso no lo iban a disfrutar todos los días… y ellos, los hijos de puta que tenía por mejores amigos riendo a carcajadas y cobrando entrada a los que pagaban por verlo cual mono rojo de circo porque eso no lo iban a disfrutar todos los días.

Cuando por fin se cansó de golpearlos e insultarlos, el rostro se le relajó mientras comía todo el ramen que habían pagado para él a modo de disculpa.

—Vaya que puedes comer, Hanamichi.

—Y pienso comer más, así que ve pidiendo otro tonkotsu antes de que recuerde lo que me hicieron.

—Pero no hicim…

Y la mirada letal se activó hacia Takamiya, llevando los escalofríos más terroríficos contra los huecos de su columna vertebral. Y los platos de ramen continuaron apareciendo como por arte de magia mientras el amable viejecito que los atendía con frecuencia se preguntaba por qué el único que parecía seguir creciendo era el pelirrojo, que ya de por sí era el más alto de todos.

En el exterior, la calle parecía recobrar un poco de esa brisa veraniega cuando el sol caía en el horizonte, y los pequeños recovecos de Kanagawa los recibían luego de un largo día de clases y ahogo en aulas sin refrigeración.

Aún así, comer ramen parecía ser una buena idea en lugar de atiborrarse a barras de jugo helado.

Y Yohei sabía que eso era, también, parte de la expiación del monje pelirrojo.

—El entrenamiento fue bien, Hanamichi —le dijo. La mano pálida sosteniendo el costado de su mejilla mientras le sonreía con amabilidad.

—Tuve que dormir con ustedes en un cubículo, y el olor corporal de Takamiya me sigue persiguiendo, ¿a qué te refieres con que fue bien?

—Eso dolió a muchos niveles, Hanamichi… —susurró el pobre muchacho de redondos anteojos.

—Completaste el régimen de entrenamiento de las mil canastas, ¿verdad?

Y la sonrisa de oreja a oreja se hizo presente en el rostro bronceado y lleno de caldo por sorber fideos. La mano enorme golpeando su pecho reiteradas veces. La voz elevada por el silencio de la callejuela donde se encontraban.

—¡Por supuesto que sí! Pero eso es porque soy un genio, no por otra cosa. ¡Aún así, tuve que soportar el olor corporal de Takamiya!

—Eso ya es personal —murmuró el aludido. Metió la nariz bajo el cuello de su camiseta y terminó arrugándola al comprobar que era totalmente cierto.

Hijo de la…

Cuando Hanamichi Sakuragi se rapó el rojo cabello como parte de su expiación al perder contra Kainan, había conseguido de las más diversas reacciones.

Y sus amigos sabían que la expiación no terminaba con el cambio de look.

—¡Zorro apestoso! —gritó de repente.

Yohei levantó la cabeza hacia la salida a la calle principal. Sus ojos solo pudieron captar la rueda de una de las tantas bicicletas que Rukawa solía llevar a clases. Y el aliento a ramen de Hanamichi insultando le dieron una pauta.

Estar en el camino a casa de Rukawa también era parte de su castigo…

¿Cierto?

.

.

—No tienes que ayudarnos a desempacar el equipamiento, Chiharu-chan. —Kogure y su luminosa expresión amable eran siempre un agrado de ver.

—¡Claro! —le apoyó Ayako, gesticulando con una mano—. Ni siquiera los maleducados que tenemos por compañeros lo hicieron. Y por cierto, mañana lo van a pagar.

—Estaba libre de todos modos —respondió la aludida sonriendo de lado a lado—. Además, hace una semana no los veo, ¡ya los extrañaba!

El subcapitán de Shohoku dejó escapar algunas risitas.

—Lamento no haberte traído nada de nuestro viaje.

Nah, no te preocupes. Akagi me regaló una caja de dulces —dijo como si tal cosa.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

—¡¿Akagi te regaló qué?! —estalló Ayako con un agudo grito.

—Regalar, obsequiar, pedir, quitarle de las manos. Ya sabes, sinónimos.

La muchacha de cabello ondulado se curvó sobre su delgado abdomen al largarse a reír como si no hubiera un mañana, soltando sin proponérselo las cajas de botellas que ahora yacían en el suelo. De solo imaginar la expresión del capitán ante esa petición le entraban de nuevo las risas. Y aún así, si Chiharu seguía en pie, significaba que podía considerarse un regalo después de todo.

Y es que el entrenamiento parecía haber ayudado a Akagi en tantas cuestiones como no podía enumerarse. Su capitán estaba casi angustiado al salir del colegio al campamento una semana antes. En tanto los días pasaban, su estado de ánimo parecía subir a medida que su espalda estaba cada vez más y más derecha. Eso era algo que lo hacía feliz, tanto como se veían las dos chicas que llevaban a dúo las cajas al depósito ubicado tras el gimnasio.

—¿Qué pasó con el pelirrojo? Sakuragi-kun, ¿verdad? Hisashi-kun estuvo insultando por lo bajo y alto y muy alto que iba a tener un entrenamiento preferencial.

Kogure y Ayako se miraron fijo antes de estallar en risa. La imagen del alto as tripleador con la cara limpiando el suelo en un puchero era algo que no solían ver. Sus berrinches de niño chiquito solían ser casi con la dignidad de un adulto, pero parecía que era él mismo cuando lo hacía frente a la chica de claros cabellos que reía junto a ellos.

—No es que fuera un entrenamiento preferencial —respondió la bella manager—. El profesor Anzai quiso que Hanamichi Sakuragi se puliera lo más posible antes de los dos últimos partidos. Realmente necesitamos ganar.

La imagen de Ayako pareció difuminarse al señalar el cartel de magnífica caligrafía que rezaba al borde del precipicio tras ella. Tan imponente que la hizo tragar fuerte. La voz de Kogure la sacó de su ensoñación.

—En realidad, pasó una semana solo con el profesor Ansai enseñándole cada paso a seguir.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

—Hisashi-kun tenía razón al estar celoso —dijo Chiharu de una sola corrida.

La voz monótona llenando el espacio. Como lo hicieron sus risas en acto seguido, como un reflejo inmediato.

Kogure acomodó los balones en la canasta de hierro fuera del límite de la cancha. Las risas hacían falta, pensó. La relajación hacía falta, pensó.

Suspiró con fuerza.

Faltaba solo una semana para el partido contra Ryonan.

.

.

Ese junio fue recordado por muchas razones: los incendios forestales debido al excesivo calor; la invasión de mosquitos propios del Amazonas a las zonas más calurosas de Osaka; el boom de los conos helados hechos a base de hielo picado y colorantes saborizados.

Para Hanamichi Sakuragi, en cambio, fue recordado por otra cosa. Algo mucho más profundo, calante, cortante como un bisturí entre sus costillas y tirando hacia arriba, abriéndolas sin anestesia alguna. Y es que Hanamichi había oído alguna vez a su tía contarle de niño que el ser humano asocia el dolor con experiencias pasadas como forma de medirlas, porque el dolor no puede sentirse propiamente como dolor si jamás se ha experimentado. Recordaba haber asentido ante aquella noción de sabiduría mientras daba una cucharada de plástico a su yogurt helado recién abierto. Y por mucho tiempo, el pelirrojo no sintió dolor.

Por eso, ver el cuerpo regordete y macizo del profesor Anzai retorcerse del dolor frío y punzante causado por un ataque al corazón le puso los nervios en alerta como si mil sirenas estallaran en su mente, desde la coronilla a la punta de sus dedos. Porque en algún momento de esa imagen dantesca, el cuerpo de su padre se superponía al de Mitsuyoshi Anzai. Y el miedo y el dolor y el terror volvieron a anidarse irrespetuosamente en su amplio pecho sin pedir siquiera permiso.

Y es que trató de salir de su casa apenas habiendo entrado, porque su padre pareció desvanecerse en el dintel de la puerta tratando de llegar a ella. Quizá había intentado pedirle ayuda, pensó. Mientras él se ocupaba de romperle la cara a un grupo de imbéciles, su padre comenzaba a morir, pensó. Y su reacción fue gritarle. Llamarlo. Pedirle reaccionar, una y otra y otra vez. Y corrió tan rápido como pudo al hospital que, él sabía, estaba a pocas calles.

Fue ahí cuando ocurrió. Cuando su pasado volvió en forma de golpes y lágrimas e insultos y súplicas de permitirle irse y salvar a su padre… el padre que murió mientras él peleaba.

Quizá por eso la vida era tan hija de puta de volver a ponerlo en ese sitio; para que su mente torturada en penumbras cuando el recuerdo galopaba con violencia reaccionara esta vez. Por eso, llamó a la ambulancia y se quedó con el hombre sin permitirle perder el conocimiento y le dio cada dato necesario a los paramédicos, incluso avisando a su esposa y asegurándose de que también contactaran a Akagi al partido del que se había ido para seguir entrenando. Qué lejano quedaba el básquet cuando la vida de alguien parecía estarse apagando, ¿verdad?

Y aún así, había salido corriendo del hospital hacia su lugar seguro. El más seguro que había conocido en mucho tiempo. El único que tenía la capacidad de brindarle una paz que antes desconocía, sin la cual ya no podía atravesar el diario vivir. Porque el aroma de la cera de pulir le calmaba; el brillo de la madera le calmaba, incluso el ruido de los balones sobre la…

—¿Qué haces aquí?

Hanamichi frunció el ceño. La voz parca y apagada resonó en el gimnasio en penumbras. La única luz presente era la que hacía a la figura parecer una torre a contraluz. La noche sobre ellos fuera de las altísimas paredes. Una vez más violando las reglas de permanecer hasta altas horas en las premisas del colegio. La única otra persona que era capaz de hacerlo.

—Lárgate —espetó. Musitó. Susurró.

Esa fue la primera alarma. Kaede Rukawa conocía al idiota pelirrojo más de lo que deseaba admitir. Desde ese primer golpe hasta el día en que le encajó la canasta de hierro en la cabeza, incluyendo los golpes impartidos luego del partido contra Kainan y las innumerables imbecilidades cometidas en cada maldito entrenamiento y partido y día a día; gracias a todo eso, Kaede Rukawa tenía plena certeza de una cosa en concreto: el pelirrojo era un imbécil de tomo y lomo.

Sí que lo era, pero también… también estaba seguro de otra cosa: era tan noble y estúpidamente orgulloso como nunca lograría dimensionar. Y ahí, hecho un ovillo enorme de piel bronceada y vista perdida en un punto fijo, también parecía un niño. Uno muy perdido. Y es que Rukawa, en su mente exclusiva de basquetbolista, sabía que la llamada de Ayako significaba que Anzai estaba estable, pero que no estaría al día siguiente con ellos en el partido. Y para Sakuragi, sin duda significaba algo más. Algo que lo había convertido en un niño pequeño, con la enorme espalda contra la pared.

—Lárgate tú —replicó entonces, sin variar un ápice su habitual tono de mortal aburrimiento—, yo vine a entrenar.

—Oblígame, zorro.

Sus comentarios parecían automatizados, sin el fuego de siempre. No se sentían reales.

—Simio —le dijo para provocarlo. ¿Por qué? Ni idea, pero tenía que hacerlo.

—Tarado.

Rukawa suspiró por la nariz. Este intercambio no tenía ningún sentido. Si terminaban a los golpes, sabía que no iba a ser igual que otras veces. A Sakuragi se le había ido el alma.

Hizo botar la pelota que llevaba entre sus manos dos veces contra el suelo. Era un sonido tan familiar que parecía una extensión de sí mismo. Probablemente, para aquel torpe pelirrojo era igual.

Tenía pensado ponerse a practicar pasando olímpicamente de su inesperada compañía, no obstante, terminó sorprendiéndose a sí mismo al decir unas palabras que le sonaron todavía más ciertas al pronunciarlas:

—No le pasó nada porque justo había un idiota que llamó a la ambulancia.

Hanamichi alzó la cabeza. Era una ofensa que él, el genio Sakuragi, el Rey del Rebote, el sucesor de Gori, el salvador de Shohoku, terminara siendo consolado por el mediocre, estúpido, zorro apestoso de Rukawa.

¿Consolado…? Nah, imposible.

—¿Vas a quedarte ahí mirando con cara de imbécil —volvió a botar la pelota—, o vas a levantar el trasero y a hacer algo más que dar lástima?

Espoleado por esas palabras, Hanamichi compuso su habitual expresión sulfurada.

—Cierra el pico. Este genio puede vencerte a ti y a Sendoh con los ojos cerrados.

—En tu imaginación.

—Estúpido Rukawa…

—Demuéstraselo —exigió, con esa furia helada que el pelirrojo atisbaba solo durante un enfrentamiento en la duela de básquetbol—. Demuéstrale que eres lo que dices ser.

Hablaba de Anzai. No necesitaba que pronunciara su nombre para comprobarlo, simplemente lo sabía.

—No estará mañana.

—Pero estará. Y podrás ser el simio presumido de siempre.

Antes de que Hanamichi lograra componer alguna respuesta a su altura, Rukawa se alejó botando el balón con una mano a practicar tiros y dribleos en solitario.

Apoyando nuevamente el mentón entre sus brazos encogidos, Hanamichi se mordió la boca por dentro con rabia. Volvía a parecer un niño, aunque ahora enfurruñado.

—Idiota… —balbuceó, resiguiendo con la mirada la fría elegancia con que se movía su alto cuerpo cada vez que fintaba a sus enemigos imaginarios—… como si necesitara que me lo recuerdes…

Pero sí que lo necesitaba. Y sí que se lo recordó.

.

.

Hisashi Mitsui tenía la impresión de que alguien se lo había dicho. No tenía en claro durante qué situación, y tampoco la línea de tiempo. Solo sabía que esas palabras estaban en su inconsciente hacia tanto como podía recordarlo. Algo sobre que el ser humano registra el dolor como dolor, solo cuando ya lo ha sentido. Como si se tratara de un juego de imitación consigo mismo. De la misma forma en que uno reconoce el aroma a ramen cuando ya lo sintió antes y lo identifica con él. Y esa noche de junio supo que era verdad.

Hisashi Mitsui tenía algo en claro en la vida a sus diecisiete años, y eso era el dolor. El dolor de que su madre casi muriera dando a luz a Miyuki. El dolor de perder a su abuelo favorito a los ocho años. El dolor de perder a su gato a los doce años. El dolor de perderlo todo en su vida a los quince años. Y ahora, ese dolor y miedo y desesperación se había vuelto carne cuando Takenori Akagi lo llamó para decirle que el profesor Anzai estaba internado en el hospital Kitamura. Y él había corrido tan rápido como recordaba esas veinte calles que lo separaban del precinto.

Su rostro debió ser el de un desquiciado a punto de llorar, porque Sumi Anzai le había sonreído, palmeando su hombro con la delicadeza de una madre amorosa que trata de que su hijo no estalle en llanto. Y cuando lo invitó a pasar para verlo, sintió que su corazón se desarmaba como un rompecabezas que cae al suelo sin remedio alguno.

Sabía que el profesor Anzai no era joven. No se iba a volver más joven con los años que pasaran, claramente. Pero verlo en esa cama, con el enorme vientre tapado por sábanas blancas y el rostro calmo como el de un Buda robusto, lo dejó sin habla. Por primera vez, a sus diecisiete años, se dio cuenta que Mitsuyoshi Anzai era humano.

—¿Estás bien, querido?

La apacible voz de la esposa de su mentor lo trajo a tierra como un hilo dorado atado a su tobillo. Su ensoñación volviéndose la cruda realidad. Asintió con celeridad, esforzándose en mostrar una expresión serena a la mujer que probablemente pasó el susto de su vida.

—Sí, señora —respondió —. Solo estoy aliviado de que esté estable.

Sumi sonrió. Una sonrisa que le recordó a su madre.

—Mi esposo debe estar orgulloso de todos ustedes —musitó—. Han venido tantos hoy, que no puedo entrar en mí de agradecimiento.

Quiso decirle que era él quien le debía la vida a su esposo, pero no quería sonar como un fanático. Pero así era. Él le había dado esperanzas, y se la había devuelto cuando ya nada tenía. Así que sonrió. Sonrió con toda la sinceridad que tenía en el cuerpo, y luego de una reverencia enfiló el enorme cuerpo hacia la puerta. Y por el pasillo aséptico y blanco del hospital que odiaba con el alma por el recuerdo de su propia estadía, fue que reconoció ese aroma. Ese aroma que no pertenecía ahí. Ese aroma que podría haberlo guiado a ciegas por un pantano oscuro y encontrar la luz.

Era la refulgente sonrisa de Chiharu Nijiyama, que lo recibía en el vestíbulo de la salida.

Para ese entonces, Hisashi Mitsui estaba acostumbrado a ese perfil casi élfico: la nariz respingada como si permanentemente oliera limón. Las pecas traslúcidas en fila y desordenadas en el puente de la misma. El cabello que por las noches parecía más claro que durante el día, como una especie de duendecillo lunar con voz molesta aunque grave. Esa ridícula costumbre de atarse una trenza en el lado derecho de su cabeza, aún cuando lo llevara atado en una alta cola de caballo como ahora… Permitiéndole descubrir que también tenía pecas en la base de su cráneo.

Bajó la vista aún respirando el aroma a algodón de azúcar que su piel parecía expeler naturalmente, fijando la mirada oscura en sus enormes manos húmedas por la lata de gaseosa que le había comprado hacía unos instantes.

—¿Te sientes mejor después de verlo? —preguntó la voz femenina cuando se hubo sentado a su lado.

Las blanquecinas piernas descubiertas por el short de entrecasa que llevaba puesto y la amplia camiseta desteñida de Jon Bon Jovi daban a entender que ni siquiera se había cambiado correctamente al venir.

—Sí —musitó—. Es decir, está aquí.

Chiharu sonrió antes de dar un pequeño sorbo de la botella de té verde que había sacado de la máquina expendedora. El líquido amargo limpió su garganta antes de responderle.

—Tu héroe es todo un adulto, Hisashi-kun. Es un hombre rudo. Más que tú, quizás.

En ese momento cualquiera era más rudo que él, reflexionó el alto muchacho. No quería admitir que aún luego de saber que ya se encontraba estable, los fuertes músculos que sostenían su cuerpo temblaban como gelatina que no llegó a enfriarse. Y aún con esa sensación en su vientre, lo único que supo salir de sus labios partidos fue con el mejor tono de enfado:

—¿Vas a decirme qué estás haciendo aquí, Chiharu tonta?

Chiharu giró la cabeza hacia él, ladeándola. Levantó una ceja clara y frunció la nariz como si de repente algo le apestara. Mitsui juró que una vena apareció por un microsegundo en la pálida frente antes de desaparecer en una sonrisa arrolladora.

—Alguien tenía que atajarte.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

—¿Qué…?

La joven se encogió de hombros. La mirada miel nunca dejando la suya.

—Kiminobu-kun me llamó desanimado contándome las noticias —dijo con calma. Mitsui no pudo sino imaginar la escena como si viera una novela por la tarde.— Le pedí a papá que me trajera porque pensé que necesitarías un gnomo que dijera imbecilidades para que no te tiraras al piso a llorar en posición fetal —completó—. Eso es todo.

¿Así de simple? Así de simple. Así de simple la joven le explicaba con esa liviandad que la caracterizaba que se preocupaba por él y quería acompañarlo. ¿Que si se sonrojó? No lo sabía, pero el calor en sus mejillas pareció aumentar de repente pese a la leve brisa veraniega. ¿Que si el pecho le dolió? Si antes le dolía, ahora se le estaba partiendo de una forma en que no parecía molestarle tanto. Por algún motivo, en ese instante, en esa escalinata de mármol en el hospital Kitamura y bajo las luces pálidas y heladas, se sintió a salvo. Seguro. Contenido. En casa.

Quizá por ese motivo fue que su pecho comenzó a latir, como un motor que poco a poco comienza a ponerse en marcha y respirar ya no era un esfuerzo. Tal vez por eso, fue que sus labios dejaron brotar las palabras que siguieron como agua de una cascada, sin freno alguno.

—Tuve mucho miedo —le confesó.

—Lo sé —respondió Chiharu.

—Cuando recibí esa llamada, no supe qué hacer —le dijo.

—Lo sé —respondió Chiharu.

—Sentí que no podía moverme —continuó. Y la agitación en su voz era evidente.

—Lo sé —volvió a responder Chiharu.

—Salí corriendo de casa, mamá me decía algo y no recuerdo qué… —Mitsui no parecía notar el temblor en sus manos. En su voz. En su mirada aguada—. Yo…

Pero Chiharu sí lo notó. Cada uno de esos detalles. Los notó. Quizás, tal vez, Chiharu Nijiyama también hubiera sabido de esa afirmación. Algo sobre el ser humano registrando el dolor como dolor, solo cuando ya lo ha sentido. Como si se tratara de un juego de imitación consigo mismo. De la misma forma en que uno sabe el aroma a ramen cuando ya lo sintió antes y lo identifica con él. Y Chiharu sabía con suma certeza, que era tan real como el enorme muchacho desmoronándose frente a ella. Por eso había saltado de su mullido colchón ante el llamado de Kogure. Por eso había bajado las escaleras tan rápido que casi tropezaba con sus propios pies descalzos, ante el grito de su madre que tuviera cuidado con la madera recién lustrada. Por eso abrió la puerta de cuajo y ante la incógnita de su padre, le rogó que la llevara al hospital Kitamura. No podía ser más tarde, debía ser ahora. Y su padre entendió. Por eso estaba sentada junto a él en su pijama, porque claro que esa camiseta llena de agujeros y de cuello estirado por su hombro era un pijama.

Y en nada más que en él pensaba cuando sus delgados brazos rodearon los amplios hombros musculosos, que parecieron petrificarse a su tacto. Cuando apoyó el fino mentón contra la camiseta blanca, tan cerca de su cuello que el olor a madera y sudor limpio le perforó el cerebro. Y se sintió minúscula en comparación, porque lo era. Y sin embargo, se puso firme, como sosteniendo una enorme torre con la vida misma.

—Sé cómo debes sentirte en este momento, ese vacío en tu estómago, el vértigo de no tener dónde poner los pies… Pero no vas a pasar por eso solo. No voy a dejar que te pierdas, Hisashi-kun. Aquí estoy.

Mitsui entendió algo esa noche de verano de 1994, mientras su mentor y guía estaba durmiendo en una cama de hospital al resguardo de su esposa. Mientras el sonido de la calle transitada lo arrullaba y la respiración de Chiharu lo invitaba a imitar sus latidos calmos. Supo que no solo el dolor se recuerda. Que no solo lo malo en la vida tiene un enlace inmediato al pasado y al reconocimiento sistemático de sus emociones. Porque en el instante en que ella apareció, se sintió en paz. Y cuando lo abrazó, sintió que nada podía tocarlo. Y vino a su mente cada vez que un partido no salía como quería. Que un examen no se pasaba. Que había problemas en casa. Esa sonrisa estaba para él. Ella estaba para él.

Mitsui supo que estaba pensando en todo lo que sentía, como si su sobre estimulado cerebro quisiera ponerlo en alerta de algo. Como si un montón de carteles de luces de neón parpadearan frente a sus ojos con desesperación. Pero solo pudo dejar que sus lágrimas cayeran mientras apoyaba la frente contra las clavículas descubiertas de la joven que lo sostenía. Los fuertes brazos caídos sobre sus rodillas. La mano tiesa apenas sosteniendo la lata que aún no abría.

Respiró profundo. Y volvió a hacerlo. Y lo hizo nuevamente. Y sintió que se calmaba.

—Además, ya sabes —le dijo la joven. El pecho vibrando bajo la piel de su frente—. Siempre puedes llevar una foto del profesor Anzai para que te mire jugar mañana y que se sienta orgulloso de ti.

Fueron pocos segundos de silencio. Y el sonido sordo de un gruñido y una risa contenida parecieron estallar contra su pecho. Chiharu sonrió con los ojos cerrados. Cuando los abrió, sintió que su vista se perdía en el firmamento. Cada vez más lejos.

Mitsui siguió respirando.

Mañana jugarían contra Ryonan. Y sería la última banca.