Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Venganza para Victimas" de Holly Jackson, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.


Capítulo 17

A su sangre le pasaba algo. Iba demasiado rápido, llenándose de espuma al entrar y salir de su pecho. Puede que los dos cafés seguidos no hubieran sido una buena idea, pero Tori se los había ofrecido, había dicho que parecía cansada a esas horas intempestivas de la mañana. Ahora a Bella le temblaban las manos y le burbujeaba la sangre al salir de la cafetería para ir a Church Street.

Se estaba quedando seca. No había dormido nada esa noche. Cero.

Aunque se había tomado una pastilla entera, una dosis doble. Pero fue en vano después de haber leído la transcripción del interrogatorio de Stu Macher. Más veces de las que podía contar, reproduciendo las voces en su cabeza como una obra de teatro, con las pausas llenas por el zumbido de la grabadora. Y la voz que se había imaginado para Stu… no parecía para nada la de un asesino. Se lo oía asustado, confuso. Como ella.

Cada sombra de su habitación tomó la forma de un hombre, mirándola envuelta en el edredón. Cada luz era un par de ojos en la oscuridad: las led de la impresora y el altavoz Bluetooth que tenía sobre el escritorio. Fue incluso peor después de recibir el mensaje a las dos y media. El mundo se redujo a ella y a las sombras merodeadoras.

Bella se quedó despierta, con los ojos cada vez más secos a medida que pasaba el tiempo y ella continuaba mirando el techo oscuro. Si fuera honesta consigo misma, sincera de verdad, no podría decir que aquello fuera una confesión en absoluto. Sí, Stu dijo todas esas palabras. Sí, de su boca salió: «Fui yo quien mató a esas mujeres», pero el contexto lo cambiaba todo. Lo que pasó antes y después. Despojaba de sentido a esas palabras.

Nancy no había exagerado ni había tergiversado la verdad por leer la transcripción desde la perspectiva de una madre. Tenía razón: la confesión parecía coaccionada. El inspector había acorralado a Stu hablando en círculos, reprochándole mentiras que nunca había pretendido decir. Nadie había visto a Stu con Laura Crane la noche anterior, eso no era cierto. Y, aun así, el pobre chico se lo tragó, se creyó a esta persona inventada por encima de sus recuerdos. El inspector Dumbludore se lo dio todo mascado, los detalles de los cuatro crímenes. Stu ni siquiera sabía cómo había matado a sus propias víctimas antes de que se lo dijeran.

Existía la posibilidad de que fuera todo un montaje. Una táctica inteligente de un asesino manipulador. Intentó consolarse con esa idea, pero aquello quedaba eclipsado cuando lo comparaba con la otra posibilidad: que Stu Macher fuera un hombre inocente. Ahora que había leído su «confesión», ya no era solo posible, había dejado de ser un débil «quizá».

Notaba cómo su instinto se inclinaba, dejando atrás la duda para llegar a otras palabras. «Probable. Factible».

Y algo no estaba bien, porque parte de ella se sintió aliviada. No, no era esa la palabra exacta. Era más bien… emocionada. Con la piel de gallina y la palabra pasando despacio por su cabeza. Su otra droga. Un nudo retorcido que ella tenía que deshacer. Pero no podía creerse esa parte sin aceptar la otra, la que venía con ella, mano a mano.

Dos caras de la misma verdad: si Stu Macher era inocente, el Asesino de la Cinta seguía suelto. Libre. Había vuelto. Y a Bella le quedaba una semana antes de que la hiciera desaparecer.

Así que tenía que encontrarlo ella antes. Desenmascarar a quien estuviera acosándola, ya fuera el Asesino de la Cinta o un imitador.

La clave estaba en Green Scene, y por ahí es por donde debía empezar.

Ya había empezado. La noche anterior, el reloj del navegador marcaba más de las cuatro de la madrugada y Bella se estaba dedicando a leer todos sus viejos documentos. Buscando entre archivos y carpetas hasta que encontró el que necesitaba. El que se coló en su cabeza como un picor repentino, recordándole su existencia, su importancia, mientras ella intentaba pensar en todo lo que sabía sobre la empresa de Neil Prescott.

Volvió a «Mis documentos» y a la carpeta que se llamaba «Deberes».

Luego a «2do bachillerato», y la carpeta se abrió mostrando la mitad de sus trabajos.

«PC».

Bella hizo clic, y aparecieron líneas y líneas de documentos de Word y archivos de sonido que había creado hacía un año. JPG e imágenes escaneadas: las páginas de la agenda de Sid Prescott abierta por completo en el escritorio y un mapa con notas de Little Kilton que Bella dibujó ella misma, recreando los últimos movimientos de Sid. Navegó por todos los registros de producción hasta que encontró el que quería. Otra vez ese picor.

«Registro de producción. Entrada n.o 20 (entrevista con Millie Bulstrode)».

Sí, ese era. Bella lo había releído y su corazón se había acelerado a medida que se iba dando cuenta de su importancia. Qué raro que un detalle sin relevancia por aquel entonces resultara ser tan vital ahora. Casi como si todo esto hubiera sido inevitable desde el principio. Un camino que Bella no sabía que recorrería hasta el final.

A continuación, investigó dónde estaba la sede de Green Scene y Clean Scene: un complejo de oficinas en Knotty Green, a veinte minutos en coche de Little Kilton. Incluso lo visitó con el Street View de Google Maps sentada en la cama, conduciendo virtualmente por la calle. El complejo estaba tras un pequeño camino de tierra rodeado de árboles muy altos, capturados en la foto en un día nublado indeterminado. No podía ver gran cosa de ese camino aparte de un par de edificios industriales y coches y furgonetas aparcados, todo rodeado por una valla de metal pintada de verde oscuro. Había un cartel en la puerta principal con los logos coloridos de las dos empresas. Subió y bajó, haciéndose con el espacio pixelado como si fuera un fantasma. Podía mirar todo lo que quisiera, pero no le daría las respuestas que necesitaba. Solo las encontraría en un sitio. Y no era Knotty Green, no, sino Little Kilton.

Justo allí, de hecho, pensó al levantar la mirada y darse cuenta de que casi había llegado. Y también se percató de otra cosa. Una mujer se dirigía hacia ella, una cara que reconocía. Maureen Prescott. La madre de Sid y Tatum.

Debía de acabar de salir de casa, con una bolsa vacía del supermercado colgando de un brazo. Llevaba el pelo rubio oscuro peinado hacia atrás y las manos escondidas bajo las mangas de la sudadera. También parecía cansada. Quizá fuera lo que le hacía este pueblo a la gente.

Estaban a punto de cruzarse. Bella sonrió y agachó un poco la cabeza, sin saber muy bien si saludarla o no, o si confesarle que estaba a punto de llamar a su puerta para hablar con su marido. La boca de Maureen tembló, como sus ojos, pero no se detuvo, sino que miró hacia el cielo mientras pasaba los dedos por la cadena de oro que colgaba de su cuello, moviendo el colgante, que brilló bajo la luz de la mañana. Se cruzaron y continuaron sus caminos. Bella miró hacia atrás, Maureen también. Sus miradas se encontraron durante un instante incómodo.

Pero ese momento desapareció de su cabeza en cuanto llegó a su destino. Se quedó mirando la casa, siguiendo con los ojos la línea torcida del tejado hasta llegar a las tres chimeneas. Viejos ladrillos punteados, abarrotados de hiedra, y un carrillón cromado sobre la puerta principal.

La residencia de los Prescott.

Bella aguantó la respiración al cruzar la calle, mirando el coche verde aparcado en la entrada, junto a otro más pequeño de color rojo. Bien, Neil debía de estar en casa, no había salido aún hacia el trabajo. Tenía una sensación extraña, inquietante y sobrenatural. Como si no estuviera realmente allí, sino en el cuerpo de la Bella de un año atrás. Descolocada, fuera de lugar, como si todo volviera a empezar de nuevo. Allí, en casa de los Prescott una vez más, porque solo había una persona que podía darle las respuestas que necesitaba.

Llamó con los nudillos sobre el cristal de la puerta.

Una figura emergió tras el vidrio translúcido, una cabeza borrosa que deslizó la cadena de la puerta y la abrió. Neil Prescott estaba de pie en el umbral, abrochándose el cuello de la camisa y alisando las arrugas.

—Hola, Neil —saludó Bella alegre, aunque sentía la sonrisa demasiado tensa y correosa—. Disculpa que te interrumpa la mañana. ¿C-cómo estás?

Él la miró perplejo, comprobando quién era a quien tenía enfrente.

—¿Qué… qué quieres? —preguntó, bajando la mirada a los botones de los puños y apoyándose en el marco de la puerta.

—Ya sé que tienes que irte a trabajar —dijo Bella con la voz temblorosa por los nervios. Juntó las manos, pero fue una mala idea, porque le sudaban y ahora tendría que comprobar que no era sangre—. Solo quería hacerte un par de preguntas sobre tu empresa, Green Scene.

Neil Prescott se pasó la lengua por los dientes; Bella vio el bulto tras la piel de los labios.

—¿Qué pasa? —siseó entornando los ojos.

—Quería preguntarte por un par de exempleados tuyos. —Tragó saliva—. Uno es Stu Macher.

Parecía que Jason no se esperara eso. El cuello se le encogió dentro de la camisa. Se quedó sin habla durante un instante, hasta que por fin consiguió que salieran las palabras.

—¿Te refieres al Asesino de la Cinta? Es tu siguiente «entretenimiento», ¿no? Tu próxima llamada de atención.

—Algo así —respondió Bella con una sonrisa falsa.

—Evidentemente, no tengo nada que decir sobre él —zanjó Neil. Algo se le agitaba en la comisura de los labios—. He tenido que esforzarme mucho para separar a la empresa de las cosas que hizo.

—Pero están íntimamente conectadas —respondió Bella—. La historia oficial es que Stu cogió la cinta americana y la cuerda azul del trabajo.

—Escúchame bien —soltó Jason, levantado la mano, pero Bella lo interrumpió antes de que pudiera desviar la conversación.

Necesitaba respuestas, independientemente de si a él le gustaba o no.

—El año pasado hablé con una de las amigas del instituto de Tatum, Millie Bulstrode, y me contó que el 20 de abril de 2012, la noche en la que Sid desapareció, tú y Maureen estuvieron en una cena. Pero se tuvieron que marchar porque saltó la alarma de Green Scene. Me imagino que te llegaría un aviso al teléfono.

Neil se quedó mirándola, inexpresivo.

—Esa fue la misma noche en la que el Asesino de la Cinta mató a su quinta y última víctima, Laura Crane. —Bella no paró para respirar—. Y quería saber si eso fue lo que pasó: que el Asesino de la Cinta entró en el almacén para coger los suministros y la alarma antirrobo saltó. ¿Llegaste a saber quién fue? ¿Viste a alguien cuando fuiste a apagar la alarma? ¿Tienes cámaras de seguridad?

—No vi… —Neil dejó de hablar. Miró al cielo detrás de Bella durante unos segundos, y cuando volvió a centrarse en ella, su cara había cambiado. Habían aparecido unas arrugas de rabia alrededor de sus ojos. Negó con la cabeza—. Escúchame. Ya está bien. Se acabó. No sé quién te crees que eres, pero esto es inaceptable. Tienes que aprender… ¿No crees que ya has interferido demasiado en las vidas de la gente, en las nuestras en especial? —dijo, golpeándose el pecho con una mano y arrugando la camisa—. He perdido a mis hijas. La prensa ha vuelto a merodear por mi casa, intentando conseguir declaraciones. Mi segunda mujer me dejó. He vuelto a este pueblo, a esta casa. Ya has hecho suficiente. Más que suficiente, créeme.

—Pero, Neil, es que…

—No vuelvas a intentar contactar conmigo jamás —dijo agarrando el borde de la puerta con la piel tensa sobre los nudillos—. Ni con nadie de mi familia. Se acabó.

—Pero…

Neil le cerró la puerta en las narices. No dio un portazo, lo hizo despacio, sosteniéndole la mirada hasta que la madera los separó. Los despegó. Escuchó el clic de la cerradura. Pero seguía allí. Bella veía su silueta a través del cristal translúcido. Se imaginó que sentía el calor de sus ojos sobre ella, aunque ya no pudiera verlos. Y su figura aún no se había movido.

Se dio cuenta de que quería que ella se marchara primero, ver cómo se alejaba. Y eso hizo. Agarró las asas de su mochila de color bronce y se fue, arrastrando los pies por el sendero.

Quizá hubiera tenido demasiadas esperanzas al traer el micrófono, el ordenador y los cascos. Debería haberse esperado esa reacción, la verdad, teniendo en cuenta lo que le había dicho Hawkins. Entendía a Neil. Sabía que no era bien recibida en muchas casas del pueblo, pero necesitaba esas respuestas. ¿Quién había hecho saltar la alarma en Green Scene aquella noche? ¿Había sido Stu, u otra persona? Su corazón todavía palpitaba muy rápido, y ahora los latidos le sonaban como un temporizador, una cuenta atrás hacia su propio final.

A mitad de camino, Bella miró hacia atrás, a la casa de los Prescott. La silueta de Neil seguía allí, tras la puerta. ¿De verdad era necesario que la vigilara hasta que se perdiera de vista? Había pillado el mensaje, no iba a volver más. Había sido un error.


Dobló la esquina de High Street y su teléfono empezó a vibrar dentro de su pantalón. ¿Era Edward? Debería estar en las prácticas a esa hora. Metió la mano en el bolsillo de sus jeans y sacó el teléfono.

«Número desconocido».

Bella dejó de andar y se quedó mirando la pantalla. Otra más. La segunda.

Quizá solo se tratase de una llamada de la universidad; pero no lo era, estaba segura. ¿Qué debía hacer? En realidad, solo tenía dos opciones: botón rojo o botón verde.

Pulsó el verde y se llevó el teléfono a la oreja.

Silencio.

—¿Hola? —dijo con una voz fuerte, pero algo quebrada—. ¿Quién es?

Nada.

—¿Eres el Asesino de la Cinta? —preguntó, mirando a unos niños que se estaban peleando al otro lado de la calle con el mismo uniforme que Jake—. ¿Eres el Asesino de la Cinta?

Un sonido. Podía haber sido el coche que acababa de pasar, o una respiración en su oído.

—¿Vas a decirme quién eres? —insistió, con miedo a que se le cayera el teléfono, porque de pronto sus manos estaban pegajosas por la sangre de Stanley—. ¿Qué quieres de mí?

Bella se puso en medio de la carretera, en el cruce, aguantando la respiración para poder escuchar la de él.

—¿Me conoces? —añadió—. ¿Te conozco?

La línea crujió y se cortó la llamada. Escuchó los tres pitidos y el corazón le dio un salto con cada uno de ellos. Se había ido.

Bella bajó el teléfono y se quedó mirándolo, a dos pasos del bordillo. El mundo exterior estaba borroso, desaparecía mientras ella miraba la pantalla bloqueada del teléfono, donde él acababa de estar hacía unos segundos. Ya no albergaba ninguna duda de quién la estaba llamando.

Ella contra él.

Sálvate para salvarte.

Bella escuchó el ruido del motor demasiado tarde.

Unas ruedas chirriaron detrás de ella.

No le hizo falta mirar para saber lo que estaba pasando. Pero, en esa milésima de segundo, el instinto se apoderó de ella e impulsó sus piernas hacia la acera.

El chirrido le llenó los oídos; y los huesos y los dientes cuando el coche giró a su lado. Un pie aterrizó y derrapó debajo de ella.

Se cayó de rodillas y se protegió con un codo. El teléfono salió

disparado de su mano y se estrelló contra el hormigón.

El chirrido se convirtió en un gruñido que se disipaba conforme el coche se alejaba de ella, antes de que pudiera verlo.

—¡Santo cielo, Bella! —gritó una voz sin cuerpo, aguda, en algún lugar delante de ella.

Bella parpadeó.

Tenía sangre en las manos.

Sangre de verdad, tenía un arañazo en la palma.

Se levantó, con una pierna aún en el asfalto, mientras unos pasos corrían hacia ella.

—Por Dios.

Apareció una mano de la nada, extendida delante de ella.

Bella miró hacia arriba.

Layla Mead. No, parpadeó, no era Layla. Ella no era real. La que estaba allí de pie era Angela Weber. Su compañera del instituto, mirándola con preocupación.

—Joder, ¿estás bien? —preguntó.

Bella le agarró la mano y dejó que Angela tirara de ella para ponerla de pie.

—Estoy bien, estoy bien —respondió Bella limpiándose la sangre en los jeans. Esta vez sí que dejó una mancha.

—El muy gilipollas ni siquiera estaba mirando —dijo Angela, aún con la voz aguda por el susto mientras se agachaba a recoger el teléfono de Bella—. Estabas en el paso de peatones, me cago en todo.

Le dio el teléfono a Bella. Para su sorpresa, no tenía ni un rasguño.

—Debía de ir al menos a sesenta por hora. —Angela seguía hablando demasiado rápido como para que Bella se enterara—. Y por el centro, nada menos. Los que tienen coches deportivos se creen que son los putos dueños de la carretera. —Se pasó nerviosa la mano por el pelo castaño—. Ha estado a punto de atropellarte.

Bella podía escuchar aún el chirrido de las ruedas, que se habían quedado como un timbre en sus oídos. ¿Se había golpeado la cabeza?

—… tan rápido que no he podido ni intentar leer el número de la matrícula. Lo que sí he visto es que era un coche blanco. ¿Bella? ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? ¿Llamo a alguien? ¿A Edward?

Ella negó con la cabeza y el zumbido de sus oídos desapareció. Tan solo estaba en su cabeza.

—Gracias, Angela.

Pero cuando la miró, cuando vio sus ojos amables y su piel bronceada, las líneas de sus pómulos…, volvió a convertirse en otra persona. Una diferente, pero la misma. Layla Mead. Igual que ella en todos los sentidos, excepto por el pelo castaño, que ahora era rubio ceniza. Y, cuando volvió hablar, tenía la voz de James Green.

—Bueno, ¿qué tal todo? Hace meses que no te veo.

Bella sintió el impulso de gritarle a James y hablarle de la pistola que se había dejado en su corazón. Enseñarle la sangre de sus manos. Pero en realidad no quería gritar. Necesitaba llorar y pedirle que la ayudara a entenderlo todo, a entenderse a sí misma. Rogarle que volviera y que le mostrara cómo volver a estar en paz con quien era. Que le dijera, con su voz calmada y suave, que a lo mejor estaba perdiendo esta pelea porque ya estaba perdida.

La persona frente a ella ahora le estaba preguntando que cuándo se iba a la universidad. Bella le devolvió la pregunta, y se quedaron allí, de pie en la calle, hablando despreocupadamente sobre el futuro que Bella ya no estaba segura de tener. No era James quien estaba delante de ella, hablando de irse del pueblo. Y tampoco era Layla Mead. Era Stella. Solo Angela. Pero, a pesar de eso, era muy difícil mirar a Solo Angela.