―¡Ah!―soltó un quejido. Había pasado las cerdas duras del cepillo justo por encima de la herida en su cabeza, causandose a si misma un ardor doloroso―. ¡Demonios!―exhaló un gruñido.
Katara se encontraba frustrada. Estaba muy enfadada con toda aquella situación. Su memoria se había ido y ahora ya no podía recordar nada sobre su vida.
La cabeza le dolía debido al reciente roce involuntario sobre una herida aún sensible, todos la trataban como a una niña enferma e indefensa, lo que provocó que no le permitieran hacer control de su elemento aunque fuera lo único que su cuerpo recordara. Estaba confundida y abatida por no distinguir quiénes eran las personas a su alrededor y su condición le parecía una de las más patéticas del mundo.
Tan solo quería gritar, tirar todo, y martillar su cabeza contra la pared.
Y los enredos que ahora poseía su cabello, resistentes a ser vencidos, no hacian más que empeorar su mal humor.
Estampó iracunda el peine contra la mesita con espejo que tenía en frente.
Justo en ese instante, alguien llamó a su puerta.
―Adelante.
Detrás de aquel pedazo de madera, ingresó con cautela un chico calvo de tatuajes celestes y túnicas del color del otoño.
Ella lo reconoció. Aquel encantandor muchacho había estado allí cuando despertó perdida y confundida después del accidente. Junto al chico que se hacia llamar su hermano, era el que más preocupado se mostraba por ella.
Decían que era el Avatar, un Maestro que podía controlar los cuatro elementos en lugar de solo uno, un ser casi mítico.
Y aunque le parecía asombroso, una figura que imponía tanto respeto en el mundo, ella no sentía que debía tratarlo como tal.
Para ella, era un sentimiento más... cálido.
Sin embargo, no lo recordaba, como a ninguno de los que se proclamaban ser sus amigos. Al parecer eso sucede cuando una roca enorme aterriza sobre tu cráneo.
Le habían mencionado algo sobre que hubo un enfrentamiento. Un ataque de rebeldes que querian tomar la ciudad en la que se encontraban, y que había resultado malherida durante el combate.
―Vine a traerte ropa nueva y limpia―explicó el joven monje mientras señalaba con un ademán hacia las prendas azules y blancas como la nieve que traía cuidadosamente acomodadas sobre sus brazos. Tenia una sonrisa pequeña plasmada en su rostro, y actuaba conreserva. Se notaba que intentaba no incomodarla, ser sutil.
Eso le gustó a la morena, y le dedicó el mismo gesto, a pesar de que se sentía realmente molesta por dentro con toda su frustración anterior.
―Gracias... uh...
No sabía cómo se llamaba.
―Aang―dijo―. Mi nombre es Aang.
Aquella palabra hizo vibrar su corazón de tal manera que no podía explicar. Por algún motivo, le parecía un nombre hermoso y quería seguir escuchándolo.
―Gracias, Aang―le sonrió―. Eres muy amable. Puedes dejarla sobre la cama.
El chico asintió y obedeció de inmediato.
Mientras tanto, Katara decidió retomar su labor abandonada y molesta. Tomó su cepillo y empezó peinar los largos mechones ondulados con brusquedad, liberando gruñidos y juramentos inentendibles cada vez que aquel objeto quedaba atrapado y tiraba con maleducada fuerza de las pobres hebras, víctimas de su furia.
—Puedo ayudarte con eso, si quieres— propuso el Maestro Aire, señalando en su dirección con una sonrisa tímida.
Katara lo observó un momento, analizándolo, como si se debatiera internamente si aceptar o no aquella oferta, tratando de descifrar el significado e información oculta que esas palabras le podían proporcionar sobre la relación que había tenido con aquel encantador muchacho antes del accidente.
Él le agradaba, sí, mas aún no sabía si podría sentirse cómoda por demasiado tiempo ante su presencia. Después de todo, el que se le acelerara el latir al verlo debía implicar algo, ¿verdad?
—No, está bien— declinó finalmente.
—Soy bueno con eso— insistió Aang—. Yo... um, sé hacer lindos peinados.
Katara le había enseñado.
Miles de tardes pasaron juntos trenzando su cabello entre risas, cosquillas y besos robados. Aang disfrutaba llenarla de flores por todos lados y la Maestra Agua gozaba de la grata sensación de los dedos de su novio recorriendo con habilidad sus mechones.
Fueron momentos muy felices para ambos, inocentes y románticos.
Pero Katara no los recordaba.
La muchacha arqueó una ceja.
—¿De verdad?— dudó—. No esperaba que alguien que no deja crecer su cabello supiera cómo peinarlo.
El monje se encogió de hombros, divertido.
—Reconozco que al principio no tenía ni la más mínima idea de lo que hacía— confesó y soltó una risita que a Katara le pareció música—, pero tuve a la mejor maestra de todas. Incluso varias veces me pidió que la peinara yo directamente— el monje congeló su sonrisa pero la Maestra Agua pudo percibir la nostalgia nadando en sus ojos grises—. Déjame intentarlo. Prometo no tirar demasiado fuerte.
La muchacha de dieciseis pensó que podría darle una oportunidad, asi que le entregó el cepillo y Aang se posicionó tras ella.
El Maestro Aire comenzó a peinarla, desenredando con cuidado las puntas en pequeños trazos. Katara se sorprendió al no sentir ni el más ligero tirón. Aang peinó con paciencia cada uno de los nudos hasta que fueron liberados, y continuó con la parte media de su cabellera.
Llegó hasta la base, teniendo especial cuidado de no pasar sobre la parte lastimada, y deslizó el cepillo con gran facilidad y suavidad hacia abajo, repitiendo el movimiento varias veces. Ella se maravilló de lo relajante que resultaba ser la sensación de tenerlo tan cerca y de sus manos masculinas sosteniendo las hebras.
Estudió un segundo para averiguar si lograba invocar algún atisbo de haber vivido algo similar antes.
—¿Quieres algún peinado en especial?— le preguntó él.
—¿Eh?— la voz del muchacho interrumpió sus pensamientos, devolviendola a la realidad de golpe—. Uh... supongo que no. Dijiste que eras hábil con esto, ¿verdad? El que elijas hacerme está bien.
Aang asintió.
—De acuerdo.
Guardaron silencio la mayor parte del proceso. Aang la peinaba con delicadeza, teniendo especial finura para no provocarle ninguna molestia a su amada.
Aquel acto se sentía tan íntimo, tan cercano. Era algo que solo ellos dos compartieron por mucho tiempo, como un lenguaje secreto.
Pero había algo que faltaba; las risas y los besos, las memorias y los recuerdos.
Aang no se percató de que Katara lo observaba atenta y con especial interés a través del espejo, y que podía ver su expresión de melancolía escondida tras su pequeña sonrisa.
—Hicimos esto antes—sentenció la Maestra Agua.
No era una pregunta.
El muchacho se detuvo y un rayo de esperanza le apareció en la mirada.
—¿Lo recuerdas?— preguntó entusiasmado.
Katara quiso decir que sí, pero eso no habría sido más que una vil mentira. Lo había deducido por el cariño con el que la trataba Aang.
Quiso decir que sí, y fingir que estaba mejorando, pero más que todo lo quiso hacer para no romper la alegría que tensaba los labios del muchacho.
—No— admitió con pesar.
—Oh...— la desilusión lo abarcó y volvió a su tarea.
—Lo siento.
—Está bien—la tranquilizó el monje.
Katara cerró los puños sobre la tela de su vestido.
—Perdón— volvió a disculparse.
—Katara, lo digo en serio— respondió él—. Está bien, no te presiones. Tenemos tiempo.
La muchacha siguió observándolo a través del espejo. Recorrió cada rastro de su rostro, buscando aunque sea un dejá vu, una pista de lo que la antigua ella había vivido con él.
Nada.
Sin embargo, no todo estaba perdido. No podía recordarlo, pero sin duda había encontrado algo. No una memoria, como habría deseado al principio, sino algo más profundo.
Estaba segura de ello, a la vez que no sabía de dónde venía la certeza de saberlo. Para ella, era lo único tan claro como su elemento.
Lo había amado.
Quizás todavía lo hacía.
Quizás su corazón no había olvidado, a pesar que su mente estuviese confundida.
