–No va a funcionar –Las pupilas de Kel temblaban mientras me miraba con el cuerpo petrificado por la indecisión– No... va... a funcionar.

–Eso no te incumbe –repliqué, sin dejar de maniobrar la horquilla dentro de la cerradura. Llevaba un buen rato penetrando el agujero con el extremo del palillo metálico, tratando de presionar cada centímetro del mecanismo interior. Sin alterar mi temple y con voz suave dije:– Tu única obligación ahora es ir a avisarle a Llaves que estamos generando problemas... que es la verdad. Esa debería ser tu prioridad. Claro, en caso de que no quieras ser considerado nuestro cómplice.

Jean volvió a mirar mis manos inquietas y tragó saliva. No tenía salida y lo sabía. Pero de seguro el miedo lo mantenía pegado al suelo bamboleante. El aire era pesado y las chicas a mis espaldas parecían no respirar. La inacción pareció liberar finalmente a Jean, que salió disparado por la puerta.

–Espero... realmente que se equivoque –Tabetha, la mujer morena, tenía gruesas gotas de sudor destellando en la frente. A mi otro lado, Marina me observaba con un nerviosismo contenido. No dejé de taladrar con la horquilla, aunque mis dedos llevaban un rato acalambrados. Escuché un "tik", lo que indicaba que un extremo del metal acababa de trozarse un poco. Seguí presionando.

Todas alzamos la cabeza ante el sonido de las pisadas y seguidamente entró Llaves, con su barba bien recortada y una discordante marca de nacimiento cubriéndole el brazo derecho. Venía cabreado, se notaba. Apenas lo vi solté la horquilla y con torpeza volví a introducir mis manos al interior de la celda. Por un momento perdí el equilibrio y tuve que apoyar mi cuerpo contra los barrotes para no caer; uno de mis pechos se estrujó contra el metal. Vi la confusión y la irritación en la mirada que posó Llaves en mí.

–¿Qué estabas haciendo? –su voz era áspera, enronquecida por el tabaco. Me hizo un gesto brusco con la cabeza y caminó en mi dirección–. ¡Te hablo a ti! En qué andas, puta.

Me alejé un poco de las rejas, pero no tanto. Percibía perfectamente el olor nauseabundo del pirata.

–Estoy aburrida –dije con molestia y una buena dosis de capricho– Los escucho, escucho la música allá arriba. Me imagino que se la pasan tan bien y yo llevo mucho tiempo acá encerrada. No entiendo por qué no puedo divertirme con ustedes.

El pirata frunció un lado de su rostro y me miró con recelo.

–¿Y a ti qué te pasa? ¿Te sacaron de un zoológico?

–Hablo en serio –solté un sonoro gemido de lamento– este lugar es horrible y no aguanto esta situación por más tiempo. No aguanto estar más tiempo sin un hombre. No entiendo por qué no puedo compartir con ustedes, contigo. –Aproveché que la suciedad mantenía mi camiseta pegada al cuerpo y apoyé uno de mis brazos en los barrotes para que se notara el contorno de mi busto–. Estoy sedienta, de verdad, haría lo que fuera.

El hombre rió despectivamente, aunque pude percibir un bajo nivel de nerviosismo.

–¡Estas mujeres! Yo... yo me largo.

Antes de que alcanzara a voltearse volví a hablar un poco más fuerte.

–¡Mira tú estos piratas! Tanto tiempo se la pasan solos en el mar que ya no se sienten capaces de estar con una muchacha. Qué desgracia la mía, haber sido secuestrada por una banda de mojigatos.

Llaves soltó un largo suspiro. Mi cabeza trabajaba a mil por hora tratando de pensar en cómo iba a continuar con el discurso si no picaba. Sin embargo, no fue necesario; el pirata se dio la vuelta y, sin mudar su expresión seria, se aproximó a la puerta de la celda con la mano albina rebuscando en su bolsillo.

–Ya vas a ver –empezó a mascullar entre dientes– Ya vas a ver, tú te lo buscaste. Te daré tu merecido.

Introdujo la llave oxidada en la cerradura e hizo fuerza con el hombro izquierdo para activar el mecanismo.

De repente me vino un miedo insólito que me paralizó. ¿Y si en realidad Kel tenía razón? ¿Y si no funcionaba? El pensamiento no había cruzado mi cabeza hasta ese momento, justamente cuando iba a averiguar si mi plan arrancaría o más bien estaba a las puertas de mi perdición.

Llaves rotó su muñeca.

Tik, tik.

El mecanismo del cerrojo había girado. Oh no, pensé, ahora sí que estoy jodida; y bien jodida. Llaves empujó la puerta del calabozo, pero esta no cedió. Sentí un retorcijón vertiginoso que me estremeció desde el ombligo para abajo. Volvió a empujar, esta vez con mayor ímpetu. Una chica cercana a mí soltó un chillido amortiguado. Con el ceño fruncido, el pirata empezó a maniobrar con la llave en coordinación con la presión de su hombro para forzar la bisagra. Sus movimientos se volvieron frustrados, salvajes. La habitación resonó con el martilleo que a esas alturas causaba el encuentro entre su hueso y el acero. Mi respiración, aunque seguía agitada, ya comenzaba a estabilizarse.

Llaves finalmente se rindió. Maldijo el artefacto que portaba en la mano, se lo guardó en el bolsillo, me miró con desprecio y salió airado hacia el pasillo.

–Mierda, mierda ¡Mierda! –dijo Tabetha con los ojos abiertos como platos–. ¿Esto está pasando en serio?

Eché un vistazo alrededor y me percaté de que todas estábamos recibiendo una descarga de excitación y miedo. Por algún motivo, en mi caso predominaba el primer tipo. El plan estaba a toda marcha y era momento de darlo todo para que se desarrollara de la manera que lo había previsto. A los pocos minutos regresó Llaves; tenía una argolla adornada con un juego impresionante de sus artefactos favoritos. Buscaba con avidez el que necesitaba y cuando lo encontró lo introdujo de inmediato en la cerradura. El resultado, para alivio de todas, fue el mismo. Un extremo de la comisura de mis labios se contrajo en una sonrisa accidental. Al parecer, el haber pasado tanto rato hincando la ranura con la horquilla había dado resultado: los pedacitos de metal que se fueron rompiendo se habían colado y estropeado el mecanismo interno. Por supuesto, eso Llaves no lo sabía; pensaba que el problema estaba en la herramienta oxidada, no en el candado. Y, tal como había anticipado, tenía un repuesto que había ido a buscar de inmediato. La inutilidad de su esfuerzo se le estaba haciendo patente en ese mismo instante.

–¡Maldición! ¡¿Qué le ocurre a esta puerta malparida? Me cago en todos tus muertos. Ya vas a ver hijadeputa, en cuanto descubra una manera de entrar en esa celda...

–¿Ah? ¿Me hablas a mí? –alcé una ceja con fingida indiferencia–. Mira que yo no acostumbro escuchar a los fracasados y por cómo te estás manejando con ese pedacito de metal, pues me parece...

–¡Cállate! Sucia, inmunda...

–Vamos, vamos, son solo palabras –lo miré a los ojos y me acerqué tanto que me volvió a pegar una ola de hedor a tabaco–.Te escucho ladrar y ladrar, pero no me has puesto una mano encima, asqueroso, desgraciado, inmundo, degenerado, inepto...

En un arrebato de rabia el pirata introdujo ambos brazos en la celda y de un zarpazo intentó agarrarme las muñecas. Retrocedí rápidamente y, por un solo segundo, sentí el contacto de las yemas de sus dedos contra mi piel. Al instante Tabetha y otra chica con una contextura robusta rodearon con sus propias cadenas las extremidades del carcelero que asomaban por entre las rejas, labor que realizaron con decisión y acierto. El pirata apenas pudo retroceder de la sorpresa cuando ya se encontraba bien sujeto y privado de su libertad. Pataleó, se retorció con angustia, pero las chicas jalaron de las cadenas y anularon sus movimientos.

Lo teníamos.

Antes de que empezara a mascullar palabras malsonantes me aproximé con rapidez y me hice con el llavero que actualmente colgaba de una de sus muñecas. Teníamos al carcelero amarrado y la clave de nuestro escape a nuestra disposición, pero la situación no alcanzó el auge de perfección hasta que Jean entró delante de Kel y ambos nos miraron con los ojos desorbitados. No pude evitar sonreír mientras les mostraba mi botín tintineante.

–Te dije que funcionaría. Con un poco de su ayuda caballeros, me parece que es hora del espectáculo.

Para cuando habíamos encontrado la llave de los grilletes de kairoseki de Marina, los varones habían conseguido traer el elemento final: un den den mushi conectado con los altavoces de la fiesta que se celebraba arriba, lo cual no les resultó difícil dada su cualidad de personal. Una corriente de emoción recorrió la habitación mientras la muchacha de ojos llorosos sostuvo el caracol entre sus dedos inseguros. Afortunadamente, ninguno de nosotros olvidó tomar la precaución correspondiente; con bastante alarma cada uno hizo lo posible por evitar que el más mínimo sonido se hiciera paso al interior de sus oídos. Algunos se valieron de objetos o pedazos de tela y otros simplemente presionaron las manos contra sus orejas hasta que estas se pusieron blancas por falta de circulación.

Mentiría si dijera que no escuché nada. Lo primero que noté fue que Llaves, quien no había detenido sus imprecaciones ni por un segundo, comenzó a tambalearse y a los segundos cayó inconsciente. Algo de la voz de Marina entró por mis oídos, nada más que pequeños indicios de su timbre, un suave ronroneo con cualidades etéreas. Sentí que el hormigueo previo a quedarme dormida recorría mi cuerpo, frente a lo que me resistí y le otorgué más fuerza a la presión ejercida por mis manos. Algunas prisioneras perdieron el conocimiento y Jean tampoco logró salir invicto. Cuando Marina se detuvo sabíamos con certeza que el resto de tripulantes a bordo se había sumido en un profundo sopor.

A lo largo de los años he escuchado muchas historias respecto a cómo uno de los barcos de contrabando de esclavas más importante sufrió una insurrección definitiva por medio de las artes más misteriosas y fantasmagóricas. Mi favorita: sirenas del más allá realizando un acto feroz de fraternidad y venganza contra los piratas que osan mancillar la dignidad femenina. Probablemente han oído algo. De una u otra forma, la leyenda ha surcado todos los mares. Esto es lo que pasó realmente, créanlo o no. Mi viaje tuvo un agitado inicio, pero por algún motivo esperaba que ese fuera el último de los percances. Por supuesto, me equivocaba.