Capítulo 17. La mina

Unos días antes...

No era fácil llegar a la Montaña del Fuego. Había que cubrir mucha distancia para llegar a lo más alto de las cordilleras de Eldin. Un camino corto habría sido a través de la llanura de Hyrule, pero se descartó enseguida. Estaba dominada aún por los ejércitos del enemigo. Tampoco desviarse usando la llanura occidental, donde debía de estar ya el ejército de Link y sus aliados, porque sería difícil aún llegar a la Montaña de Fuego, y estarían en mitad de la batalla.

– Me gustaría, para advertirle del objetivo de Zant, pero si lo hacemos, perderemos mucho tiempo. Y debemos ayudar a Kafei y Link VIII – Zelda miró la empuñadura de la Espada Maestra, que tembló un poco. Sí, era lo que debía hacer –. La mejor opción que tenemos es cruzar por el aire toda la región de Akala, rodeando el archipiélago de Mingle.

– Podríamos avisarles nosotras, pero nos llevará un tiempo bajar del cañón y también llegar hasta la llanura occidental. Menos mal que Link volvió a reconstruir el gran puente de Hylia, si no, habríamos tardado el doble… Pero estamos diezmadas, hemos perdido muchos caballos y gerudos en esta lucha – el rubí en la frente de Nabooru brilló bajo la luz del farol, con el que estaban mirando el mapa. Lo habían desplegado en el suelo. Alrededor, se habían sentado Vestes, Kandra, Zelda y una consejera gerudo.

– Puedo entrenaros en manejar a los pelícaros salvajes de ahí fuera. Las vuestras han sido muy amables con ellos, y ya por lo menos se conocen. Ahora queda que tengáis un vínculo. Habrá que adaptar unas sillas para ayudaros a montar, pero no son imprescindibles. Los primeros jinetes de pelícaro no las usaban – Kandra levantó la vista, para encontrarse con la de la líder de las gerudos fija en ella.

Le inquietaba esos ojos oscuros tan sabios y maduros en una persona que era casi diez años más joven que la propia Kandra.

– Creí que ibas a acompañar a Zelda a la Montaña del Fuego.

"En realidad, lo que quiero es marcharme corriendo, a detener esto…"

– No puedo dividirme. Soy la única que conoce cómo montar a estos pelícaros. Aunque creo que no necesitaré más de un par de días. Las gerudos ya tenéis mucha experiencia y sois disciplinadas.

– Quiero irme ya, no quiero esperar ni una hora – Zelda recogió el mapa –. Vestes y yo podemos ir por el archipiélago, rodear la región y llegar a Eldin. Y aun así, tardaremos tres días…

Kandra observó a Zelda. Una vez ya había pasado la batalla y se había aplicado los remedios de las gerudos, no tenía tan mal aspecto. Quedaban heridas en el rostro, y el brazo derecho lucía una venda recién anudada. Al caminar, la veía un poco renqueante, pero en cuanto notaba que la miraban, la labrynnesa se erguía y fingía que no le dolía nada. De haber estado en una guerra normal, como soldado, le habrían dado unos días más de descanso.

Solo que su guerra no era normal.

Kandra iba a sugerir que de todas formas Zelda necesitaba unos días de recuperación, pero Nabooru intervino.

– Zelda, quizá deberías asistir a las lecciones. Montaste a ese pelícaro de color rojo, y quizá con él puedas llegar más rápido a la Montaña de Fuego.

– Yo puedo llevar a la primer caballero, pero admito que estos pelícaros son más rápidos que los ornis – si Vestes hubiera tenido una frente humana, estaban seguras de que estaría totalmente fruncida.

– De nada me servirá ganar tiempo sobre Saeta, si al final tardo en salir de aquí tantos días…

La palmada que dio Kandra mientras se ponía en pie asustó a las presentes, a todas menos a Nabooru.

– Pues bien, no perdamos más tiempo hablando. Vamos a por la primera lección ahora mismo. Arriba, cabezota.

Había tenido razón al decirlo: las gerudos eran disciplinadas, e inteligentes. Tenían el cuerpo habituado al entrenamiento diario, no les resultaba nada difícil adaptarse a estar en alturas, como si lo llevaran haciendo tiempo. Los pelícaros se comportaron como Kandra se esperaba: al ser salvajes, aún necesitaban entrenamiento, pero con comida y buenos cuidados, se volvieron obedientes. Unas gerudos, habilidosas con la costura, habían ideado riendas e improvisado cabalgaduras a partir de las que sobraban, de cada caballo caído en la batalla. La misma Nabooru fue capaz de asistir al entrenamiento, tras escoger a un pelícaro de plumaje dorado, bastante impresionante. Lo llamó Topaz.

Estaban en el segundo día de entrenamiento. Zelda había participado en el anterior, y al terminar, se echó un rincón del campamento, y se quedó dormida sin cubrirse con la capa ni tomarse la cena. Vestes se preocupó, pensando que estaba enferma, pero Kandra la tranquilizó.

– Es una cabezota, y no admitirá que le duelen las heridas. Deja que descanse – y la muchacha le puso su propia manta y se quedó cerca. Saeta, el pelícaro de plumajes rojos, se acercó y se tumbó también cerca. Kandra observó al animal, y este le devolvió la mirada de sus ojos ámbar.

Por eso, para el segundo día, Kandra no quiso despertarla, y se había dispuesto a adelantar un poco. La labrynnesa conocía lo que era volar, y no tenía que superar el miedo a las alturas y el vértigo. Las gerudos aún tenían que hacerse con ello, pero al menos, la primera parte del entrenamiento ya estaba hecha: se habían establecidos vínculos. "Hasta los más inesperados" se dijo Kandra, mientras veía como Zelda aparecía, con una pieza de fruta en la boca mientras se ponía una bota dando saltos. Cerca, Saeta la seguía. Zelda le lanzó otra fruta. Mientras el animal la atrapaba en el aire, Zelda dio un salto por un lado y se subió a su lomo sin que Saeta tuviera que agacharse.

Se unió al ejercicio en pleno vuelo, sin saber exactamente en qué consistía, pero le bastó con mirar un poco para comprenderlo. Debían quitarle a un rival un token de madera. Había gerudos que ya tenían cinco o seis, pero eso no les garantizaba el éxito. Hasta que se acabara el tiempo, podrían atacarse entre ellas y quitarse los trofeos. Montada sobre Gashin, Kandra observó como Zelda se concentró en atacar a las gerudos que no tenían tantas estatuillas. Saeta era ágil, y obedeció a la perfección las intenciones de Zelda: la chica plegó el cuerpo sobre él, el pelícaro hizo un tirabuzón en el aire, tras elevarse un poco y lanzarse en picado. "Eso lo ha aprendido de los ornis" se dijo Kandra, aunque le sorprendía la facilidad con la que la labrynnesa aprovechaba las corrientes de aire.

De ser una clase en la academia, sin duda Zelda habría sido la rival más temible.

Kandra dio por terminado el ejercicio. Una gerudo llamada Kaima era la ganadora con seis estatuas, el resto había conseguido una o dos. Zelda, a pesar de unirse tarde, se había hecho con tres. No estaba mal. Kandra dio el visto bueno del fin del ejercicio, felicitó a todas por su participación y entrega, y anunció algo que hizo sonreír a Zelda.

– Ya os he enseñado lo más importante. Ahora solo os queda entrenar y entrenar. Sobre todo, lo más importante, cuidad de los pelícaros, sed amables con ellos – y Kandra notó que la misma labrynnesa se giraba y echaba a correr, con la intención de recoger víveres y todo lo necesario para partir.

– Vuela como una orni – comentó Kandra, al sentir a Vestes cerca. La guerrera cruzó sus alas sobre su pecho y dijo:

– Fue bendecida con el poder de convertirse en una de nosotras, así apareció hace casi un año, y ayudó a Lord Valú. Sin embargo, ese poder lo perdió. No sé muchos más detalles, solo lo que nuestra princesa Medli nos contó.

"Así que también tiene poder mágico…" pensó Kandra, mientras miraba como Saeta perseguía a Zelda y esta le decía que ya voy, ya me doy prisa.

Era poco lo que tenía que preparar: la mochila con víveres, el mapa, algunas semillas que había logrado cultivar (de luz y de fuego, aunque en la montaña el fuego era el problema, no la ayuda), una camisa remendada, su traje de gerudo para poder cambiarse, y remedios de las gerudos. El Escudo Espejo, su espada de Gadia, la empuñadura de la Espada Maestra y la ballesta, con todo un cartucho lleno de flechas nuevos, todo echado a la espalda. Mientras regresaba de vuelta a donde estaba Kandra, se hizo una coleta con un trozo de cuerda.

– ¿Aún estáis así? Nos vamos ya, ¿qué hacéis? – preguntó Zelda, al ver a Kandra y Vestes observándola sin hacer nada.

– Yo ya lo llevo todo – dijo Kandra.

– Igual, pero hay que despedirse de Nabooru, ¿verdad? – dijo Vestes.

La orni había pedido a la gerudo mensajera, que iría a la fortaleza, que le llevara un mensaje a Nuvem. La orni allí seguía enferma, pero se estaba recuperando poco a poco. En cuanto pudiera ponerse en pie, se uniría a la lucha, estaba segura.

Nabooru IV apareció entonces. Vestía ropas oscuras, en señal de luto por su hermana, y por eso el color de su rubí era aún más llamativo. Se acercó a Kandra, le dio la mano y le dio las gracias en nombre del pueblo gerudo. También agradeció a Vestes su ayuda y colaboración en el rescate de Zenara y en el suyo. Le dijo que, a partir de ahora, los ornis eran considerados amigos de las gerudos, y podían acercarse al desierto sin miedo. Serían siempre bien recibidos. Vestes prometió hacer llegar este mensaje a su rey y a la princesa. Cuando llegó el turno de Zelda, esta estaba a punto de salir corriendo. No aguantaba las ceremonias.

– Las gerudos bajaremos por el valle occidental y nos uniremos al gran ejército de Link. Les haremos llegar noticias de ti, y cuidaremos de él – Nabooru alargó los brazos, y Zelda aceptó que la abrazara. Lo hizo porque los ojos de la gerudo eran más oscuros y tristes que nunca –. Ten cuidado con Kandra, tiene un aura diferente del resto, no sé cómo leerla… – le susurró –. No es mala, pero tiene sus motivos.

– Sí, lo sé – Zelda sonrió y se apartó –. Traeré de vuelta a Kafei y Link VIII. Los sabios deben estar unidos.

– He pensado en mandar a una de las nuestras a Lynn. ¿Tu padre conservará esa caracola, con la que llamasteis a los zoras? Puede que ellos acudan y nos ayuden a localizar a Laruto. Le pediremos que se reúna con el ejército del rey.

Zelda no se acordaba de esa caracola. Sí, su padre la tenía, sin duda.

– Pero yo a ti no te he contado esa historia, ¿verdad? Sería Link…

– Fue Leclas, cuando le curé en Gadia y fuimos a Beele a ayudaros – Nabooru sonrió –. Espero que siga igual de gruñón. Siempre me hace reír.

"Cuando creo que es muy madura para la edad que tiene, me suelta algo así, y me parece aún más cría" pensó Zelda, pero sonrió.

Saeta se dejó poner una rienda, pero a la hora de intentarlo con una silla, se revolvió. Kandra iba a intervenir, pero Zelda, tras hacerle una caricia al pelícaro, le dijo que ella lo entendía.

– Estás harto de que te pongas cosas pesadas, ¿eh, pequeño? No pasa nada, respeto tu libertad. No me importa volar a pelo, siempre y cuando me cuides allí arriba. ¿Estamos? Estamos – y se subió de un salto. Vio que Kandra la estaba observando y Zelda dijo –. ¡Vamos! Gashin, a ver si nos alcanzas.

– Eh, que yo también quiero participar – reclamó Vestes. Kandra dominó a Gashin para que no saltara de inmediato detrás de las otras dos. "Menudo viaje me espera… Demasiados revoltosos veo yo en este grupo", y sonrió, aunque de inmediato esa sonrisa se le hizo pesada en el rostro.

Los ojos de Nabooru IV la siguieron a medida que se perdía en el cielo detrás de Saeta y Vestes.

El plan era sencillo: volar por la región de Akala, dando un pequeño rodeo. Tuvieron que bajar cuando oscureció, porque los pelícaros no eran muy buenos en la noche. Esto hizo feliz a Vestes, que le dijo a Gashin que los ornis seguían siendo mejores. La pelícaro no se ofendió, pero en cuanto pudo, le robó a Vestes parte de su comida.

Kandra regañó a la pelícaro, pero se notaba que no podía tomarse en serio estas travesuras. Zelda y Saeta contemplaban la discusión, los dos sentados al fuego. El pelícaro rojo estaba tan cerca de la labrynnesa que esta lo usaba como apoyo.

– Evitemos la cordillera de Lanayru. En esta época del año, estará cubierta de nieve, y ni pelícaros ni ornis pueden volar con vientos helados – dijo, tras dar un enorme bostezo.

Las chicas se organizaron muy bien: había un turno para preparar la comida, otro para limpiar los cacharros que usaban, un turno para alimentar a los pelícaros, y también las guardias nocturnas. Vestes era una guerrero orni muy experimentada, aunque no había participado en guerras por ser muy joven. Zelda estaba habituada a cumplir misiones. Kandra, que en algún momento había dicho que había asistido a una academia, había logrado sobrevivir en Hyrule, según ella desde hacía casi un año.

Vestes trató de sonsacarle algo de información, pero sin resultado. Kandra era espabilada, no se le iba a escapar más información. En su lugar, respondió con evasivas. Cuando se agotaba de las preguntas de la orni, miraba a Zelda y esta le pedía a Vestes que parara. "Ya me enteraré de todo, de momento, la necesito para que nos ayude…"

Tiempo atrás, hubo una aldea próspera, situada en una meseta que se elevaba sobre un lago. Para llegar, había que pasar por un trozo de tierra, un pequeño acantilado. Zelda propuso pasar allí la segunda noche. Era un lugar resguardado, difícil de llegar, y si alguien lo intentaba, lo verían a tiempo. Las viejas construcciones de las cabañas y granjas ofrecían resguardo, lo que vino bien porque esa noche cayó un fuerte aguacero. Kandra y Zelda derribaron una puerta, y entraron en lo que en tiempo atrás fue el hogar modesto de una familia, pero no quedaba nada allí. Kandra encendió la chimenea, y Zelda se ocupó del agua, mientras que Vestes, tras volver a picar a Gashin, dio de comer a los pelícaros las raciones de carne que llevaban para ellos.

– ¿Qué le pasó a este pueblo? Las casas están… enteras.

– No se sabe qué le pasó a Arkadia – Zelda dejó el cazo con agua sobre el fuego. Echó dentro, sin orden ni concierto, tres trozos grandes de carne seca, una zanahoria, una patata y un rábano. Los había encontrado en un huerto cercano, y lavado con agua de lluvia –. Hace mucho tiempo, todos sus habitantes desaparecieron. Coincidió con la guerra del aprisionamiento, se cree que acabaron en el Mundo Oscuro, pero no se sabe. Cuentan las leyendas que a veces se ven los espíritus de los pobres granjeros caminando entre las ruinas – no se pudo reprimir y empezó a hacer un aullido tenebroso, mientras alzaba las manos.

– Pero tú conocías este sitio – dijo Kandra, con los brazos cruzados. Tampoco Vestes parecía impresionada, aunque miró un momento al exterior. Todo estaba hundido en la neblina que se levantaba cuando caía una fuerte tormenta.

– Lo descubrí por casualidad. Mi caballo Ajedrez me trajo hasta aquí, huyendo de un orco. El muy cabrito me lanzó una piedra y me dejo grogui. Si no llega a traerme aquí, a saber qué me habrían hecho.

Sonrió con nostalgia y pensó en su caballo, fallecido a medio camino entre la llanura de Hyrule y la Montaña de Fuego. Tuvo que dejarlo ahí tirado. A estas alturas, ya estaría convertido en un montón de huesos. Se le escapó un suspiro, y para no pensar, se puso a tararear una canción, mientras esperaba que la comida se hiciera. Kandra anunció que no pensaba probar eso, que Zelda no había partido las verduras. Sabía que las había lavado, pero poco más. Vestes comió de su alpiste, y fue ella quién preguntó:

– ¿Cómo sabes el nombre de este sitio y su historia? Ah, seguro que te lo contó Link…

– Sí, de pequeño solía divertirse mirando mapas y leyendo sobre Hyrule. Tiene aficiones muy raras – y a Zelda se le escapó una sonrisa.

– Son novios – dijo la orni a Kandra.

– Lo suponía. Cuando estuvo enferma, no dejaba de llamarle – Kandra también sonrió –. Se te hará raro luchar contra Zant, que tanto se parece a él.

– Me sorprendió un poco, sí, pero enseguida se ven las diferencias. Link, el rey, es mucho más gua… Bueno, más amable, y tiene mejor cara – Zelda se puso colorada.

– ¿Y cómo te divertías tú de pequeña? – preguntó Vestes –. Nosotros los ornis, hasta que nos salen las alas, nos dedicábamos a explorar el pico de Lord Valu con los ganchos y el paracaídas.

– Pues, no sé… Entrenaba con mi padre, iba a la escuela, hacía alguna tarea en la casa o con los cultivos de semillas… Poca cosa, la verdad. Ah, leía. Mi amiga Miranda me dejaba libros muy buenos, también sobre leyendas y cuentos. De eso conocía la historia del Héroe del Tiempo, además por la leyenda de la reina Ambi.

– ¿El Héroe del Tiempo? – preguntó Kandra. Zelda removió el estofado y respondió:

– De muy lejos tienes que venir para no conocerlo. En todas las aldeas, pueblos y ciudades conocen la leyenda del Héroe del Tiempo, hasta en Labrynnia aunque quizá no se le menciona tanto. Se dice que viajó del pasado para salvar a Hyrule del malvado rey de los Demonios. Ayudó a sellarlo en el Mundo Oscuro, y después regresó a su tiempo – Zelda probó un poco del caldo, le supo a rayos ("normal, no has echado sal ni aceite" le dijo Kandra). Rebuscó en su mochila y encontró una especie de las gerudos –. Vestía de verde, y su espada creaba un remolino que destruía la maldad.

Fue entonces que Zelda contó cómo le había conocido, en el Desierto de las Ilusiones, en un lugar donde el tiempo se plegaba y podían estar personas de distintas épocas. Kandra escuchó, sin hacer preguntas, y Vestes, sin esperar a que Zelda contara lo que hizo a continuación (luchar contra las brujas Koume y Kotake), le pidió que contara como había salvado a Lord Valú disfrazada de orni. Sirvió el estofado, y mientras comían, le resumió esta historia a Kandra, aunque Vestes le pedía más y más detalles.

– Tienes merecida la fama, Zelda – fue el comentario de Kandra.

– Pues esas son solo dos de mis grandes hazañas. Tengo historias para contaros en mil días. Os puedo hablar de cómo conocí a los yetis, o de la caza del moldora, o de esa vez que tuve que apresar a un bandido tan escurridizo que le llamaban el Lagarto…

– Fama y modestia, todo en uno – Kandra sonrió –. Yo voy a echarme, despertarme para mi turno, por favor.

Tras una noche tranquila, el trío salió de la villa abandonada. Ahora solo quedaba subir a lo largo de la cordillera de Eldin, hasta alcanzar la cara este de la Montaña de Fuego. De ahí, sería fácil llegar a la aldea de los gorons. Kafei tuvo que hacer algo parecido para llegar hasta aquí, esquivando la llanura de Hyrule. La tormenta había pasado, y a medida que dejaron Akala atrás, iba haciendo más y más calor. Era diferente del desierto, era un calor abrasador, capaz de hacer arder la piel, mientras que el del desierto te dejaba sin agua en el cuerpo. Zelda dijo que habría que hacerse con una túnica ignífuga. La primera vez que subió, no la necesitó, pero quizá entonces no hacía tanto calor.

Por fin ya la veían: las cuevas y oquedades que formaban la villa de los gorons. Zelda vio que aún había taponadas algunas de las casas, por el ataque de Volvagia. Al aterrizar en la plaza principal, el lugar donde en el pasado el gran rey goron Darmanian le había hablado por primera vez, le pareció abandonada. Mucho tiempo había pasado desde que los gorons sentían que todos los humanos e hylians eran enemigos. Gracias a estos últimos cinco años, los gorons habían conseguido rocas mejores para alimentarse, mientras que los humanos comercializaban para hacerse con las piedras preciosas que para los gorons no tenían ningún valor.

Unas rocas redondas se acercaron rodando. Eran gorons, pero a Zelda le sorprendió ver que eran jóvenes, todos pequeños. Miraban al grupo con sus ojos redondos, negros, azules y rojos. Solo un goron muy anciano, que caminaba lento, se acercó a ellas y les dirigió las primeras palabras:

– Soles te guarden, amiga Zelda Esparaván. Aunque llegas en la peor hora de nuestro reino.

– Maese Hagel, soles te guarden también.

Los gorons pequeños se acercaron a Zelda, sus ojos suplicantes fijos en ella, en su cabello rojo y en sus espadas. Estaban tan tristes que no se parecían tener curiosidad por la aparición de los pelícaros o Vestes.

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están todos? – preguntó Zelda, con la vista fija en maese Hagel. Era uno de los consejeros del rey Darmanian, el más viejo y supuestamente el más sabio.

– Muchas desgracias. Hace ya tiempo, organizamos una fuerza para liberar a nuestros hermanos de Kakariko y ayudarlos a escapar del malvado rey falso… De esa batalla, muchos de nuestros jóvenes fueron capturados. El rey falso los usa como esclavos en unas minas situadas a gran profundidad, al sur de aquí. Nuestro rey, junto con más gorons jóvenes y miembros del consejo fueron a rescatarlos, hace ya más de mes, cuando regresó de la batalla en la Torre de los Dioses. Sospechamos que fueron capturados. Hace unos días, Kafei Suterland, el sabio de la Sombra y protector de los pueblos de Hyrule, llegó con un guerrero orni, y se ofreció a ir a salvar a los nuestros… Intenté persuadirle, no quería que acabaran más prisioneros en la mina, pero me dijo que si a él le pasaba algo, no debíamos preocuparnos, tú llegarías.

El sabio goron miró al grupo. Zelda se llevó las manos a la cintura y dijo:

– No tengo dudas de que Kafei no sea capaz de salvar a los gorons, pero sin duda, necesitará nuestra ayuda. Iremos, pero antes dime si esas minas están dentro del volcán… Porque si es así, necesitaremos alguna túnica ignífuga.

Maese Hagel la miró, balanceó su larga barba blanca, como para dar a entender que estaba cansado de que los demás no le escucharan, y que él se lavaba las manos. Indicó a Zelda la cueva donde tenían esas prendas. Desde hacía cinco años, como cada vez más humanos subían a la ciudad de los gorons y negociaban con ellos por los minerales de sus minas, habían empezado a fabricar y vender túnicas ignífugas, más populares en los últimos tiempos. Zelda recordó, con cariño y nostalgia, la primera que llevó. Se la puso para ir al Templo del Fuego, y olía a polvo y moho porque habían pasado más de 50 años desde que un humano quiso ir a la Montaña del Fuego.

Cuando fue a ofrecer una túnica a Kandra, esta negó con la cabeza.

– Mis ropas son aislantes: me protegen del frío, del calor y de la electricidad.

– Ya me di cuenta de que en Hebra no necesitabas mantas, pero por si acaso… – Zelda miró hacia los dos pelícaros, que se habían quedado fuera de la tienda. Por fin los niños gorons se habían acercado, y ahora estaban entretenidos jugando con ellos. Gashin era la más sociable, dando golpecitos y rebuscando a ver si los gorons tenían algo de comer. Saeta era más serio, se mantenía erguido, pero sus ojos ámbar seguían a los niños. Sabía Zelda que en cuanto mostraran algo de comida, se abalanzaría igual que Gashin –. No nos los podemos llevar: dentro de una mina hará mucho calor para ellos, y no pueden volar. Será mejor dejarlos aquí.

– Se lo explicas tú a Gashin – dijo Kandra –. ¿Estamos listas?

– ¿Ahora tienes prisa? – Zelda se quitó su túnica verde, la sacudió, la guardó en la mochila y encima se puso la túnica roja.

– Sí, parece que Zant está extrayendo minerales. Lo estaba haciendo en Ikana, y también aquí. Además, creo que está buscando otra cosa.

Y aquí cerró la boca. Se giró y miró al exterior. Los ojos de Kandra eran expresivos. Puede que estuviera ocultando un secreto, pero enseguida se vio que estaba preocupada, y también que observaba la ciudad de los gorons con sorpresa, como si estuviera ante algo irreal. No era uno de los lugares favoritos de Zelda. Le parecía mejor y más comprensible la fortaleza de las gerudos. Los gorons vivían en cuevas excavadas en la roca, y solo porque ahora tenían más visitas humanas, habían puesto pasarelas y escaleras. Cuando visitó este lugar por primera vez, Zelda tuvo que escalar y trepar.

Además, había otro cambio: ya no había una gran sala de audiencias. Estaba tapiada. Después del ataque de Volvagia y la muerte de Darmanian, nadie había tenido valor de volver a ocuparla, ni siquiera su hijo. Zelda no le culpaba.

– Eran nuestros enemigos hasta hace muy poco – dijo Vestes, con un susurro, mientras se ponía la túnica más ancha. Como orni adulta, tenía un cuerpo grande y musculoso, tuvo que llevar la túnica más grande, y aún así le quedaba algo estrecha –. Ahora, vamos a ayudarlos.

– Ellos lo harían también por vosotros – Zelda se abrochó el cinturón y se miró en el escudo espejo. De rojo, siempre se sentía más pelirroja aún. Se retiró los cabellos, no sin pensar con nostalgia en las trenzas, que eran prácticas porque así no tenía que cepillarse los rizos rebeldes –. Entenderé que no quieras ir, si consideras que no merecen ayuda, pero tu hermano está con Kafei…

– Si ese cabeza de vaca de Oreili está metido en un lío, tendré que ayudarle, como siempre – Vestes hizo el gesto de sonrisa que hacían los ornis, arquear un poco el pico –. Medli estaría de acuerdo en ayudar a los gorons.

A los pelícaros no constó tanto convencerlos como temía Kandra. Los gorons tenían lagos de agua caliente, con unos peces sabrosos que ellos no comían, pero que les gustaba ofrecer a los visitantes. Al darle un par, Gashin y Saeta se comportaban como si los niños gorons fueran sus nuevos jinetes. Zelda les pidió que se portaran bien con los gorons, y a estos que fueran cariñosos y nada bruscos con los pelícaros. "Volveremos, eh… Saeta, no me mires así con susto, que no voy a olvidarte y dejarte aquí" le dijo en un susurro, y Zelda le acarició con las dos manos la cabeza pelirroja.

Emprendieron viaje montaña abajo, por la cara sur. Desde allí, Zelda podía ver la aldea de Kakariko. Tuvo que contenerse, porque incluso a lo lejos, vio que había construcciones grandes, como torreones, altas y de piedra, que antes no estaban. "Sí que se mueve rápido Zant" pensó Zelda, mientras caminaba por los caminos que descendían de la montaña. Lo más inquietante que veía es que en el lugar donde estaba el palacio de Link, estaba la torre más alta. Le pareció que encima, al final de esa torre, había algo que le recordaba a un guardián, pero un poco más grande. Se giró para preguntarle a Vestes si ella podía ver algo, pero la orni tenía los ojos estrechos. Estaba mirando en otra dirección.

– Plumas… – susurró. Dio un salto, como un vuelo, y recorrió la distancia sin ningún esfuerzo. Kandra dijo que era una imprudencia, pero Zelda le chistó. Ya había visto esa expresión en la orni. El día que encontraron el cuerpo de Aramal.

Era un conjunto de plumas, piedras y, lo más inquietante, sangre. Cerca, también encontraron huesos con algo de carne de goblins, y Zelda, tras examinar las manchas de sangre y las plumas le dijo a Vestes que Oreili debía de estar bien.

– Esta escoria se encontraron con Kafei y Oreili, y salieron escaldados. No te preocupes, tu hermano estará bien.

– Siempre metiéndose en líos, desde polluelos…

– Esa mina estará bajo tierra, cerca del volcán… Si estos goblins estaban aquí, la entrada estará cerca – Kandra examinó la zona. Para ello, sacó de uno de sus bolsillos un cacharro con forma rectangular, como una piedra. Hizo una señal a Vestes y Zelda y las dos se agacharon detrás de una roca, mientras Kandra usaba ese extraño cacharro: se lo puso a una distancia de los ojos, y, con el dedo índice de la mano derecha, empezó a dar golpecitos en un lado. Vestes susurró a Zelda que no era necesario, que ella ya veía una cueva, escondida bajo unas rocas de pico, en un recoveco de la pendiente.

Kandra guardó de nuevo el cacharro, se agachó y se acercó a las dos.

– Ya, pero mi visor también ve en la oscuridad, y muestra si hay cuerpos calientes en la cueva. He visto más goblins allí, y parecen bastante vivos. Son unos diez – Kandra hizo un dibujo en el suelo –. Están en una cámara en la entrada. Después, hay una cascada de lava.

– ¿Has podido ver a algún humano? – preguntó Zelda.

La muchacha negó.

– La cascada me impide ver nada más allá, pero si entramos, puede que encontremos a los prisioneros – Kandra registró sus bolsillos. Preguntó entonces a Zelda si aún tenía de esas bombas que le vio arrojar durante la batalla con las gerudos. Solo le quedaban tres, bien atadas dentro de la bolsa – Suficientes… ¿me las prestas?

– Con una cascada de lava como dices que hay, ten cuidado. Puedes provocar un derrumbamiento…

– Lo tendré – Kandra les hizo un gesto para que la siguieran. Poco a poco, las tres llegaron a la entrada de la cueva.

Por instinto, Zelda sacó el escudo y se colocó en posición defensiva. Kandra se asomó, usó su aparato extraño otra vez. La escuchó murmurar, decir algo que parecían números, y al final, Kandra tomó una de las bombas. Zelda no le había dado tiempo de decirle que debía lanzarlas rápido, según el consejo de Grunt. Kandra no la lanzó por los aires, sino que, con una mano la deslizó por el suelo, aprovechando la pendiente cuesta abajo, y la bomba entró limpiamente en la cueva. Tras unos segundos, la entrada se llenó de humo, fuego, y cuerpos de goblins volando. Si alguno sobrevivió a la explosión, no tardó en caer: Zelda y Vestes, usando las armas de largo alcance, les derribaron.

– Genial, ahora saben que estamos aquí – dijo Zelda.

– Ya no quedan guardias. Y si las mazmorras de las minas están bajo tierra, no lo habrán notado – Kandra le guiñó el ojo –. Vamos, cuadrilla.

En la cueva, además de muchos cadáveres calcinados, polvo, humo y fuego, había cajas llenas de metal y tierra, listas para salir. La cascada había resistido la explosión. Kandra usó de nuevo su extraño aparato, y esta vez, Zelda se atrevió a preguntarle qué era:

– Es algo que he podido recuperar: se llama visor. Tiene muchos usos, entre ellos, puedes ver venir a los enemigos, incluso de noche.

– Aquí en Hyrule lo máximo que tenemos son catalejos… – Zelda la miró, pero recordó su promesa, así que no dijo nada más.

Vestes volvió a decir que esos aparatos no eran necesarios, teniendo la vista de un orni a su disposición. Kandra la ignoró, con el ceño fruncido, concentrada en mirar a su aparato plano. Zelda intentó ver cómo funcionaba y que veía. Kandra no se lo acercaba a los ojos como un catalejo, sino que lo ponía a distancia. A través de la superficie, se veía algo de imagen, pero Kandra era más alta y además se había subido a una roca. Como no podía quedarse quieta, Zelda miró alrededor. Puede que ella ni fuera orni, ni tuviera un cacharro capaz de ver los cuerpos calientes de ningún ser vivo, pero tenía mucha experiencia en guaridas de monstruos y templos. Demasiada, pensó, y su mente la hizo recordar la pirámide en el Mundo Oscuro.

– La entrada estará detrás de la cascada de lava. Los goblins debían de tener una palanca para poder pasar por debajo de ella – Zelda empezó a caminar dando vueltas, mirando sobre todo al techo. No había ningún grabado, ni dibujo, ni marca que indicara un ojo o flecha.

Vestes la siguió, mirando al mismo tiempo que Zelda, mientras que Kandra solo dijo que no veía nada que se pareciera a una palanca.

– Es que no es una palanca – dijo Zelda, con una sonrisa. Miró a las dos, dio un paso atrás y entonces, tras un crujido, la cascada de lava se dividió en dos, dejando al descubierto una amplia pasarela que conducía a una cueva.

Kandra se acercó la primera. Si se había impresionado por la inteligencia de Zelda, no lo mostró. Vestes solo le dio una palmada en la espalda, diciendo "bien hecho", pero poco más. Con dos saltos, se colocó justo detrás de Kandra. La chica anunció que había distintos cuerpos, la mayoría goblins, pero que en una galería debajo del todo, había gente.

– Son más grandes que los goblins y emiten más calor. Es probable que sean los gorons.

– Tendría sentido – Zelda se asomó por la cueva. Bajó un poco la voz para decir –. Resisten las altas temperaturas. ¿Has visto a uno muy grande? Tiene que ser casi el doble que un goron normal. Kafei y Oreili quizá se han escapado o siguen tratando de entrar…

– No, no los he visto. A lo mejor no están en esta mina, sino en otra – sugirió Kandra.

– Las huellas de la batalla y la sangre llevaban a esta cueva. Oreili está por aquí – dijo Vestes.

Zelda sacó la espada, y el escudo. Kandra usó su extraña arma, no solo para estar lista, sino también para iluminar el camino. Vestes se colocó la última, y vigilaba la retaguardia. Las tres avanzaron en silencio en mitad de la densa oscuridad. Poco a poco, por encima de los sonidos de sus pasos, se escuchaban golpeteos rítmicos. No hacía falta usar el visor para saber que eran los gorons, usando picos. Se acercaron lentamente. Los goblins que vigilaban a los prisioneros no se habían molestado por la explosión, estaban muy ocupados comiendo un montón de carne, asada sobre la fogata, el único punto de luz en el lugar. Hacía calor, se condensaba alrededor de sus cuerpos. Kandra había apagado su arma, y, con un solo gesto, indicó a Zelda y a Vestes el plan a seguir: la pelirroja por el lado derecho, ella por el izquierdo y Vestes dispararía desde arriba. Sin dejar de mirarlas, Kandra contó con los dedos: 3, 2, 1…

El ataque fue veloz. Zelda ya había participado en escaramuzas así, sola la mayoría de las veces. Había tenido que pelear a la vez con varios goblins y orcos, pero contaba con las semillas y que entonces era pequeña y más ágil. Ahora, aunque seguía en forma, se daba cuenta de lo mucho que había crecido. Los goblins le parecieron pequeños.

Tras lanzar por los aires a un goblin de piel azul, que Vestes remató con una flecha, Zelda fue a por el siguiente, antes de que tocara un cuerno. Kandra atacaba con un golpe de su escudo, y después, con el arma que parecía una espada, mataba a los goblins. Era veloz, y tenía una técnica de lucha bastante práctica y ágil. En pocos minutos, cinco goblins yacían muertos en el suelo. Zelda le dio una patada a uno, que tenía una bolsa llena de semillas. Se acercó curiosa: eran semillas de luz.

– ¿Qué hacen estos desgraciados con mis semillas de luz? – Zelda se guardó el saco.

– En el palacio de Kakariko había una plantación – fue la respuesta de Kandra.

Quiso preguntarle a la chica cómo es que sabía eso. Ella misma se había olvidado de que Leclas y ella las plantaron, y que cuando no estaba en la villa, era el shariano quién se ocupaba de ellas. Sin embargo, le sorprendía que Zant las hubiera cultivado…

Ahora, el repiqueteo contra la roca era más cercano y sonaba más fuerte. Las tres se asomaron, atentas a la llegada de más goblins, pero no salió ninguno a su encuentro. En la caverna estaba más oscuro, y de nuevo, Kandra usó su espada para iluminar sus propios pies. Enseguida, tropezaron con unas piernas de piedra, seguidas de un cuerpo grueso y redondo.

– Un goron – Zelda se acercó. Se atrevió a hacer el saludo, aunque en aquella cueva su voz reverberaba entre las frías piedras negras –. Soles te aguarden, amigo… Deja que te ayudemos, te quitaremos las cadenas y podrás marcharte…

El goron la miró, con una expresión vacía y extraña. Tenía los ojos marrones con un punto rojo. No soltó el pico, no devolvió el saludo, ni siquiera sonrió al ver a Zelda Esparaván, la querida primer caballero y amiga de los gorons. Tras esperar de nuevo a que Zelda hablara, se volvió a la pared y volvió a alzar el gran pico, para destruir la roca.

– No tiene cadenas… – dijo Vestes.

– Está hechizado, de algún modo… – Zelda se apartó. Había otro goron más abajo, también picando. Lo intentó con este, pero no obtuvo respuesta.

En aquella mina, ningún goron la reconoció ni dejó de trabajar. Tampoco llevaban cadenas. Parecían agotados, algunos más delgados, pero en general no tenían heridas ni señales de maltrato. Kandra los observó, levantó la mano izquierda sobre uno u otro, mientras murmuraba. A Zelda le pareció una canción, pero por culpa del martilleo no supo qué cantó. Lo único que logró fue un ligero estremecimiento de un goron, que después regresó a su trabajo como si nada.

– Llevan tiempo así – Kandra observó alrededor –. Tienes razón, es un hechizo, pero no he sido capaz de ver de dónde viene, es muy antiguo…

– ¿No eras la primera en tecgo… tecmomagia o algo así? – preguntó Zelda. Kandra hizo un amago de sonrisa, pero no se atrevió en un sitio tan lúgubre.

– Tecnosanación. Hay maestros muy poderosos en mi escuela, pero su arte solo se enseña a unos pocos… – Kandra calló –. Solo os puedo decir que hay que localizar el hechicero que hizo este conjuro y acabar con él. Quizá así lo liberemos.

"No ha pasado eso con Vaati, Zant sigue siendo una marioneta" pensó Zelda, pero se guardó este pensamiento. No porque quisiera respetar su promesa, sino porque justo entonces, hubo un estruendo, y algo apareció en mitad de la cueva: sobre unos listones de madera y metal, lo que parecía un carro grande se detuvo a tiempo de evitar atropellar a Zelda.

Sobre él, estaba Oreili.

Vestes dio un grito de pájaro, pero por mucho que se acercó a su hermano, le sacudió los hombros y le llamó por su nombre y por el trino que usaban entre familiares, Oreili tenía la mirada vacía. Estaba mucho más delgado, y sus plumas de un brillante color verde ahora estaban apagadas.

– ¿Qué te han hecho, hermano? Van a pagar por esto…

– Deja que termine lo que está haciendo, Vestes – le pidió Kandra. Zelda estuvo a punto de decirle que era una persona insensible, pero la chica hizo un gesto como sabiendo qué le iba a decir –. Quiero ver algo.

Oreili, libre del abrazo y las preguntas de su hermana, caminó hasta una pala. Cargó tierra que los gorons habían arrancado de la pared, y la echó en el carro en el que había ido montado. Al terminar, empujó este carro otra vez y luego, una vez rodó por una pendiente que se perdía en la oscuridad, se subió de un salto sobre la tierra y se hundió en la mina.

– Están extrayendo metal – Zelda miró de nuevo las tablas del suelo –. En la cueva donde tenían encerrada a Zenara, había un monstruo de metal que se movía en algo parecido…

– Se llaman vías. En las minas se usan para las vagonetas que acabas de ver, para transportar los metales. Se los estarán llevando a una fundición, para extraer el metal y depurarlo – Kandra soltó un suspiro –. Nunca habías estado en una mina, ¿cierto?

– Yo tampoco – respondió Vestes –. Vamos, hay que encontrar a ese hechicero, antes de que mi hermano se muera de cansancio.

Zelda asintió. Dejó a un lado las preguntas que tenía (¿todas las minas funcionaban así? ¿quién había construido esos raíles? ¿por qué Zant estaba tan obsesionado con los metales?) Pero había una que le daba miedo averiguar, ahora que ya sabía dónde estaba Oreili.

Kafei y Link VIII…

Siguiendo las vías, encontraron a más gorons, en el mismo estado. Al menos, comprobaron que comían. Oreili pasó al cabo de un rato, con la vagoneta llena de grandes trozos de carne que brillaban en la oscuridad. Vestes hizo un gesto de repugnancia, y al menos Zelda pudo sonreir.

– Carne de rocodrilo. Es un animal que vive en las cuevas. Los gorons suelen comer rocas rojas, pero también esto, aunque ellos lo consideran una especie de lujo. Además, no lo había visto brillar así…

Kandra tomó uno, aunque tuvo que dejarlo en el suelo porque pesaba demasiado. No trató de comerlo: tenía aspecto de estar muy duro y ser difícil de masticar, solo la mandíbula de un goron podría destrozar eso. En su lugar, volvió a entonar la canción de antes. Ahora sí que la escuchó, a Zelda se le hizo familiar, pero no tenía tan buen oído como Link. La memorizó, para contarle este detalle cuando se reuniera con él.

– Están hechizados, también. Los usan para mantener el control. Muy hábil – Kandra dio una patada a la carne de rocodrilo hacia un goron un poco más pequeño que el resto, más joven probablemente. Este lo cogió ansioso y empezó a masticarlo.

– ¿No deberíamos impedir que los comieran? – preguntó Vestes.

– No, de momento no es buena idea. Desconozco qué podría pasarles si les negamos el alimento, a lo mejor nos atacan – fue la respuesta de Kandra.

Tenía razón, otra vez. Más adelante, fueron testigos de una brutal pelea entre dos gorons porque uno había tratado de llevarse la carne del otro. Los gorons eran pacíficos, nunca los había visto discutir ni pelear entre ellos, por lo que Zelda se quedó algo asustada por la fuerza y fiereza. Prefería que siguieran siendo amigos, mejor que enemigos. Volvieron a ver a Oreili, y esta vez, Kandra le sujetó y pidió ayuda a Zelda y a Vestes para que hicieran lo mismo. El orni se resistió, soltando graznidos terribles.

– Creo que, en su caso, el hechizo es débil porque lleva poco tiempo, voy a intentar liberarlo… – dijo Kandra, y recibió por esto una mirada llena de esperanza de Vestes.

Zelda sujetó a Oreili de las patas, y su hermana de su ancho torso. El orni se resistió, tanto que tuvieron que arrinconarlo contra el suelo, subiéndose Zelda sobre él. Kandra empezó a entonar de nuevo, y esta vez Zelda tuvo la certeza de que había escuchado esa canción… ¿No tocaba Link una parecida a veces? Podía ser la que tocó para encender un montón de antorchas, solo que esta tonada era más lenta. En lugar de fuego, salió un poco de luz azul y verdosa de los dedos de Kandra y esta, con los ojos entrecerrados, tocó a Oreili. El orni dio un grito de dolor que retumbó por toda la mina, e hizo que los gorons se giraran, por fin interesados en algo que no fuera carne o el hierro. Cuando Oreili dejó de gritar, los gorons volvieron al trabajo, y Zelda y Vestes se quitaron de encima. Oreili estaba inconsciente. Su hermana le tocó el rostro, le llamó varias veces, usando el trino de orni, pero no consiguió que abriera los ojos.

Kandra se agachó y le pidió que le dejara un momento. Sugirió irse a una zona escondida, beber agua (hacía mucho calor allí dentro, incluso con sus túnicas ignífugas) y esperar a que Oreili se despertara de forma natural.

– ¿Es buena idea? Pueden aparecer más goblins y atacarnos. Además, no sabemos nada de Kafei ni de Link VIII. Hay que encontrarles, son los sabios. Si atacaron a Nabooru, ellos son un objetivo. No quiero esperar…

– Además de cabezota, no tienes mucha paciencia, ¿verdad? Si Oreili despierta y nos cuenta qué ha pasado, sabremos más y podremos ir sobre seguro. Si quieres morir en la cueva, entonces adelante – Kandra le hizo un gesto para que siguiera caminando en la oscuridad.

Quizá pensó que hablando así a Zelda podría convencerla. En otros encuentros, a pesar de ser testaruda, la había escuchado y al final seguido sus instrucciones. Sin embargo, en ese momento, Zelda estrechó los labios, dijo un "Cuidad de Oreili, ahora vuelvo", se subió en la vagoneta que había usado Oreili y, sin dar ocasión a Vestes a pedirle que se esperara, la pelirroja se precipitó vía abajo.

– ¡Pero si no ves en la oscuridad! – le dijo la orni. No la siguió, porque vio a su hermano allí tirado. No iba a abandonarle, aunque maldijo no poder seguir con su misión.

– Déjala, luego la alcanzamos – Kandra se agachó, tomó a Oreili de los hombros, Vestes lo sujetó de las patas y se marcharon a otra sección.

Solo un rato después descubrió que ya no tenía su visor.