CUANDO EL AMOR LLEGA

Por JillValentine.

CAPÍTULO 1

El frío matinal le calo en los huesos. Se detuvo un momento para agarrar un chal de lana gruesa. Tenía un buen aspecto de mujer todavía joven, figura esbelta, con su 1. 65" de estatura cuando no lleva zapatos de tacón: Rubia, de ojos verdes. Sabía que llamaba la atención masculina cuando se acercaba a la ciudad, pero ella no tenía corazón para volverse a enamorar. Ese órgano de sentimientos había muerto con el amor de su vida,cuatro años atrás.

Clin bailaba en sus pies, desesperado por salir y correr por la arena en la orilla del mar.

— Relájate Clin— dijo Candy poniendo los ojos en blanco. Sabe que de nada sirve decirle, pues no le haría caso de todos modos, aún que ha hecho todo para que tuviera adiestramiento, su perro es un caso perdido. De piel blanca y suave: su San Bernardo era tan grande como lo es su corazón de ternura, Suspiro, se calzo los zapatos y salió impulsada hacia delante por Clin. Unos metros más adelante Candy dejo que Clin corriera a sus anchas. Ella lo seguía en la distancia. Clin lo descubrió primero., corrió hacia la orilla y se quedó olfateando y moviendo el rabo mientras gruñía junto al bulto negro, inmóvil entre la arena y el agua color esmeralda, cómo el color de sus ojos, que se reflejaban más cuando miraba hacia las profundidades del océano, el cual reflejaba la primera claridad del día. El sol no sobrepasaba aún la sombra oscura del peñón, proyectándose en la superficie del puerto que como todos los días se halla silencioso y quieto como los campos donde vivió su infancia. El cielo era azul completamente, sin una nube, sólo marcado por la columna de humo; allí donde un barco, que aparcó su llegada durante la noche, había estado en movimiento toda la madrugada. No era nada que no sucediera constantemente. Se encontraba viviendo en el puerto de Southometown después de que su novio había muerto. No había superado su muerte, y tenía la sospecha que no lo haría nunca. Cansada de escuchar comentarios y recibir consejos, y no poder llorar a sus anchas. Candy había decidido que alejarse de su hogar, si quería estar tranquila era la mejor idea.. Así pues el Southometown le pareció el mejor sitio para seguir con su dolor a causa de su perdida.

—Clin!… ¡Ven aquí, Clin! Candy miraba el bulto en la arena sintiendo un escalofrío que le recorría el cuerpo. Mientras se iba acercando, el bulto cobraba su figura. Era un hombre. Lo comprobó mientras se acercaba, con el perro correteando ahora entre ella y el bulto inmóvil, como si la invitase gozoso a compartir el hallazgo. Un hombre vestido de negro ahora mojado. Estaba tumbado con la cabeza de costado mirando la orilla del mar. La cabeza y el torso desparramado sobre la arena, pero las piernas eran alcanzado por las olas de agua, cual si le hubieran arrastrado hasta allí, o lo hubiera depositado la marea. Sintió un mareo cuando vio sus manos atadas, miro la cabeza: tenía el pelo oscuro y lo llevaba todo revuelto. Del pecho pendía un extraño medallón metálico. Sangraba por la nariz, seguramente estaba muerto.

Ella recordó la muerte de Anthony al caer del caballo por un instante pensó que volvía a vivirlo todo. Pero en seguida comprendió que ese hombre no venía cabalgando, sino que había venido del mar mismo. O del cielo. Iba a levantarse para avisar , pues había un puesto cercano de patrulla, en la zona del puerto—, cuando creyó oírlo respirar. De modo que se inclinó de nuevo hacia él, acercándole dos dedos a la boca y el cuello, y entonces sintió un leve aliento y el latido muy débil del pulso en la arteria. Miró alrededor, confusa, en demanda de ayuda. La playa estaba desierta: a un lado la curva de arena que llevaba hasta la población de las casitas lejanas y sueltas de los pescadores , que a esas horas faenaban en la bahía. No había nadie a la vista. El edificio más próximo era su propia casa, situada a un centenar de pasos de la orilla: una pequeña vivienda de una planta rodeada de palmeras y buganvillas. Decidió llevar al hombre allí para socorrerlo antes de avisar a las autoridades. Sin saber que aquella decisión cambiaría toda su vida.

Tras despojarlo del traje y abrir la camisa para comprobar que no tenía otras lesiones, friccionó el pecho y los brazos con alcohol para hacerle entrar en calor y luego limpió la sangre de la nariz. Más que de heridas parecía proceder de un golpe en la cabeza, aunque no era visible hematoma alguno, acabó concluyendo que el daño se debía a alguna clase de conmoción interna. Tal vez una golpe por el mismo mar. Quizá las olas de una de sus propias aguas, a hora detallo su rostro: un trazo blanco, simpático, que la luz le ilumina el rostro, atractivo, inequívocamente atractivo, que piensa es americano, aunque lo mismo podría ser ingles, griego o turco. Una característica criatura del sur, nacida entre atardeceres rojizos, profundidades cálidas y dioses sabios y cansados. Mirarlo trae a Anthony a su memoria. Y que también es, además, un hombre guapo. Más ahora que ha limpiado su rostro que había estado manchado de sangre. Lleva el pelo despeinado, más todavía cuando ella lo arrastró desde la orilla hasta su casa para tumbarlo en el suelo del pequeño saloncito con vistas a la bahía, todavía inconsciente, cubierto de arena.

En cualquier caso, el hombre recobró el sentido. Candy había vuelto a tapar el frasco de alcohol cuando, al girarse de nuevo, vio que había abierto los párpados y la miraba con unos ojos azules turquesa cuyas córneas estaban de color verde azul. Cuando ella habló de ir en busca de un médico, él siguió mirándola con fijeza, cual si no comprendiera sus palabras o el sentido de éstas; y tras un largo momento movió débilmente la cabeza a uno y otro lado. Debió acercarse a sus labios para escuchar lo que dijo a continuación con un suspiro de leve aliento. No llame a nadie, por favor. Eso fue lo que dijo. Lo hizo en inglés, con un suave acento británico. Y se desmayó otra vez.

Ahora, detenida en la puerta y disimulada ella lo observa de lejos, atenta a los nuevos detalles, recordando hacia dos semanas cuando lo encontró casi muerto, y recuerda también la sombra de dos años de soledad y rencor, las dudas de si podía seguir adelante sin Anthony, mientras, a través de la ventana, contempla al desconocido del que sabe muy poco, o nada en realidad. Hasta el momento ella solo sabe que se llama Terrence, y que lo habían secuestrado para matarlo, pero que por suerte no murió. A pesar de que Candy podía haberse espantado con el relato, extrañamente no fue así. Había algo en la mirada de ese hombre atractivo que le daba la certeza que lo que le había dicho era la verdad. Candy habia querido hacerle más preguntas, pero prefirió mantenerse callada por el momento, y esperar a que él por fin le dijera lo que esconde. En los días que llevaban compartiendo el reducido espacio de su casa, ambos empezaron a sentirse bien. Ella había visto el torso de Terrunce más veces de las que ella se había visto en un espejo. Al principio, recordo que se sentía incómoda, pero a él parecía pasarle desapercibido lo que ella pudiera sentir. O quizás, pensó, Terrunce tenía cosas más importantes en que pensar como para darse cuenta de cómo se sentía ella. Candy lo había observado quedarse mirando un punto con absoluta concentración, pensativo por horas. Incluso parecía sentirse inquieto quizás con miedo. Permanece inmóvil en la esquina, sin apartar los ojos del hombre ajeno a su presencia, reprendiendo el deseo de saber más del desconocido que hace dos semanas ocupaba su vida, y su tiempo , ahora ocupaba también sus pensamientos, suspiro y se alejó. Estaba loca o se sentía atraída por él, sintió miedo, ella no podía volver a enamorarse, por qué no soportaría perder a alguien otra vez. Y aún así no puede dejar de verlo. Va en mangas de camisa y tienen un aspecto sano, desenvuelto, con la confianza de un vago aire de familia. Relajado, pensativo hablando entre gestos que hace para él mismo. Se pregunta que estará pensando, No quiere reconocerlo pero tiene miedo por qué siente que pronto se irá y no sabe si volverá a verlo. No quiere pensar en eso ahora que juntos se dirigen hacia el teléfono público que está en la estación de la secretaria pública.

Mientras se pregunta cómo es que parecen entenderse uno a otro sin decir más que una que otra palabra. Al llegar a su destino Terrunce le pone un papel en las manos y ella mira el contenido.

954-5675686 Se lee en color negro. Nota, que la caligrafía es muy elegante y varonil. Él espera fuera, mientras ella hace la llamada.

—He avisado —dijo Candy mientras acariciaba al perro. La mirada de Terry pareció relajarse. La observaba con fijeza, estudiándole cada expresión y ademán. Su desconfianza cedía poco a poco. —No sé a quién —añadió ella—. Pero lo he hecho. Terry asintió despacio, sin dejar de mirarla.

—Gracias —dijo al fin, ronco. Estaba en pie frente a ella, que parecía indecisa. No sabía qué más hacer. piensa Candy. Era una situación absurda y extraña.

—Sean quienes sean —pronuncio sin apartar la mirada de Terrunce—, supongo que vendrán pronto. Lo vio asentir de nuevo y parpadear incómodo, como si contuviera un gemido. Debía de sentirse dolorido todavía pensó. Exhausto, dolorido y mal, pese a que era un hombre fuerte, de torso atlético. Había notado sus músculos cuando le daba las fricciones en el pecho el día que lo rescató.

— Candy...— Con un respingo levanto la mirada sorprendida, era la primera vez que la llamaba por su nombre. No supo que estaba pasando pero el acaricio su mejilla con delicadeza, mientras a ella se le cortaba la respiración. Él la miraba con un brillo diferente en las pupilas de color zafiro.

— Si... — Logró decir ella aunque la voz pareció temblarle un poco.

— No se cómo pagarte todo lo que has hecho por mí. Ella negó con la cabeza todavía hechizada por su contacto suave de las yemas de sus dedos que ahora acariciaba el contorno de sus labios.

—Eres una mujer muy especial, muy hermosa, y muy valiente, quisiera poder... Ella lo detuvo. No quería escucharlo por qué sabía que cuando se marchará recordarlo le dolería y no podía soportar vivir otra pérdida, aunque él dolor fuera diferente.

—No— Dice interrumpiendolo—. No digas nada que nos haga daño. Terry se acercó lentamente muy lentamente que ella pudo ver cada rastro de las facciones de su rostro, todo en él era perfecto, una sensación le recorrió la espalda mientras lo miraba con los ojos muy abiertos. Incapaz de permanecer así, cerro los ojos sintiendo como el se iba acercando más, sintió su aliento tibio en sus labios, así se quedó esperando a que él le diera un beso. Pero pasaron segundos y el tan deseado contacto no llegó. Cuando abrió los ojos, Terrunce la miraba pensativo. Ella se encontró con su mirada preguntado por qué se detenía. Lo vio negar con la cabeza y apartarse de ella mientras ella en ese momento se preguntaba que había ocurrido.

—No puedo hacerte esto —dijo él—. No te mereces que nadie lastime. Y no mereces que lo haga yo, cuando pronto tendré que irme. Hay Algo que necesitas saber. Candy no necesitaba nadamás para saber que era lo que iba a decirle. Aún así no pudo evitar que le doliera el golpe en el estómago cuando las palabras salieron de los labios que habían estado apunto de besarla.

— No soy un hombre libre — como sí le hubieran acuchillado el alma.

—Entonces no lo hagas, no me lastimes. Tú te irás pronto, y yo me volveré tú pasado, no hubo nada como para haber un recuerdo.

—No creo que se así. Te recordare y te pensaré cada momento, día a día. No quiero prometer nada

—Será mejor que no lo hagas. Respondió ella con una fuerza llena de orgullo.

—Eso quieres? Preguntó Terrunce confundido.

—Si. Yo voy hacer lo mismo

Aquello tomo a Terrunce por sorpresa, pero no pudo hacer o decir nada más que respetar su petición. Ambos regresaron en completo silenció. Candy estuvo pensativa y Terry la observaba en momentos pensando también.

De pronto, detiene la mirada y se queda inmóvil, apoyadas las manos en la encimera de la pequeña Codina contemplando el puerto escondido por las sombras de la recién entrada noche. Sopla una brisa suave que trae olor Del Mar, Una pequeña embarcación es el último de los pescadores que se detiene cerca del puédate de madera. El mar está tranquilo y sólo se escucha el rumor leve del agua que lame con suavidad la arena, donde un tenue reflejo señala el contorno de la orilla. Oscuridad todavía sin luna, luces distantes en el lado del puerto, paz bajo un cielo ya negro donde se van afirmando despacio las estrellas. Nubes grises y gruesas cubriendo todo intento de alumbramiento.

Contempla una vieja fotografía. Sumida en el sabor amargo y dulce de la memoria, todavía en carne viva. En los recuerdos y sensaciones, lejanos pero no olvidados. Aunque, concluye, años después la soledad no es tan terrible como al principio, más vivo el dolor, llegó a esperar. O a temer. La templa el discurrir apacible de los días, el trabajo, los libros, el mar cercano, la compañía de clín, y el extraño en su hogar, los largos paseos, los amigos situados a una distancia adecuada, la libertad de espíritu sin grandes afectos: ni siquiera, muy distante —una carta a veces, alguna fría llamada telefónica, a casi mil kilómetros de allí. Hay, incluso, alivio en la ausencia de lazos próximos, de vínculos íntimos con sus perplejidades y miedos. Alivio y también fortaleza. Es poco lo que se teme cuando es poco lo que se espera, más allá de una misma. Cuando, en caso necesario, la vida cabe en una maleta con la que poder alejarse de cualquier paisaje sin necesidad de volver atrás. Un mundo neutro, cómodo, desprovisto de sorpresas y emociones. Fácil de transportar y de habitar, allí o en cualquier otro sitio. Y sin embargo, concluye. Sin embargo. El hombre hallado en la orilla del mar y el que por la mañana sintió más cercano a ella, se funden en su cabeza, perturbándola cual si se acercase insegura a un acantilado o un pozo que la inquietaran y atrajesen al mismo tiempo: un misterio por desvelar, el cabo suelto de un enigma. Ahí dentro, otra más, o tal vez hace meses en el amanecer de la playa, hace unas horas. Curiosas geometrías de la vida. Hay cosas que ocurren solas, concluye. Tal vez porque alguna regla oculta determina que deben ocurrir. Y tres veces son demasiadas para considerarse al margen. Sonríe absorta, con cierto asombro, sin darse cuenta de esa sonrisa. Sentada en su casa a la luz del quinqué, el perro echado a sus pies y los relojes en la pared marcan cada segundo viejo y nuevo ala misma vez, Candy acaba de decidir que en el sentimiento que creía ajeno vuelve a formar parte de su vida. Es en ese momento que Candy descubre que él joven al que amo en sus años de adolescencia, el joven de ojos azules como el cielo y de sonrisa tierna, él joven con él que imaginaba algún día casarse. Hoy muere por fin y para siempre dentro de su corazón .

A la siguiente mañana clin se pone alerta. A lo lejos se escucha el camino crujiendo por en cima del ruido de un motor acercándose. Candy curiosa sale por la puerta, y se detiene justo cuando el vehículo lo hace también frente a su puerta. Es un carro grande de color negro , con los ventanales y el las puertas lleva dos escudos en blanco, rojo y negro bordeados de oro, dos banderas con el mismo emblema se agitan de un lado a otro en los espejos de las puertas. Cuando las puertas se abren salen dos tipos con trajes negros, dos hombres grandes, fuertes y bien parecidos. Dos hombres que llevan armas.

— Terrunce GrandChester — dice él hombre más cercano a ella, Candy asiente con el nuevo dolor comenzando a invadir su corazón.

Terrunce sale despacio , pues todavía no está del todo recuperado. Ambos se miran en silencio, sabiendo que es el momento de decirse adiós. Y así sin dejar de observarla, Terrunce entra en el vehículo y cierra la puerta. Candy ve su reflejo en la ventana que oculta al extraño dentro. Y así como han llegado selo llevan. Candy ese día lloro en silencio por su pérdida, por el nuevo dolor de otra pérdida, pero llora mas que nada por qué se da cuenta en ese momento que se a enamorado.

continuará..