BUENAS NOCHES. Disculpen mi tardanza. Verán. Estoy estudiando cosmetology y barbería. Y las clases, más mi rutina me hacen imposible dedicarme a escribir, así que no puedo prometer cuando será el próximo capítulo. Pero mientras haya vida todo es posible. Extraño mucho mis historias y a ustedes. Un abrazo y bendiciones para sus hogares. A hora si.

CUANDO EL AMOR LLEGA

CAPÍTULO 5.

—¿Que haces?—Ha bajado más la voz para preguntar, pero Terrunce no responde. Permanece mirando hacia un punto detrás de ella como si no hubiese oído nada. —Eres una mujer muy hermosa—dice al cabo de un momento. Mueve ella la cabeza.

—No diga tonterías. Apoya él una mano en el respaldo del banco contiguo: fuerte, de uñas anchas y muy cortas.

—Alguna vez me gustaría saber de verdad por qué… Lo deja ahí, súbitamente inseguro, casi con timidez. Después retira la mano cuando advierte que Candy la está mirando. Sonríe ella.

—A mí también me gustaría saberlo.

—Quizás algún día, ¿no? El lo ha dicho con voz neutra, como si estuviera absorto en pensamientos lejanos. No hay tristeza ni esperanza en su tono. Sólo una tranquila resignación. Al cabo, se gira y sin decir nada más y se marcha. Con el corazón desolado, sintiéndose enfrentada a un vacío hondo y oscuro, Candy oye extinguirse el rumor casi imperceptible de sus pasos. Y eso fue todo, piensa. Desvanecido en el silencio, como cuando llegó. De vuelta al mar oscuro de donde vino. Muy quieta, rígida, se deja caer en uña silla, se está clavando las uñas en las palmas de las manos para no ir detrás de él. Para no gritar y llamarlo. Entonces oye un roce a su lado, alza el rostro y lo encuentra allí de nuevo, de pie, mirándola.

—Quiero volver a verla. Respira hondo ella, procurando disimular la emoción. El estallido de gozo la sacude por dentro igual que una descarga eléctrica.

—Ya lo he dicho no quiero ser la otra, por que cuando todo esto acabe —se obliga a decir con calma.

— ¿La otra? Él, muy serio, mueve la cabeza. Casi infantilmente serio. Guapo. Indeciso. —No me refiero a esto… Tampoco sé cómo acabará. Ha ladeado un poco el rostro sin dejar de mirarla. Se calla, mueve los hombros, mira hacia la fotografía cual si buscase allí palabras que no es capaz de encontrar. Y De pronto sonríe como si se burlara de sí mismo. —Quiero verla ahora. Esta noche, mañana. No sé. Deseo verla otra vez antes de…

—¿Antes de? —inquiere ella, sobrecogida. —Sí. Candy no reconoce su propia voz al responder. —Pues hágalo —susurra—.Si nadie se lo prohíbe.

Nunca había vuelto a inquietarse por un hombre, advierte con algo semejante al pánico. Años de soledad, alejada de cualquier paisaje que le recordaran su rostro, la acostumbraron a las esperas solitarias, al mar gris y el oleaje como aprensión sombría, a la nube convertida en feo presagio, al escalofrío bajo la lluvia en la orilla, a la soledad de horas, días y semanas, y luego tan rápido, pero también lento y doloroso, fueron años Solá en un hogar vacío. Tras el amargo desenlace creía haber dejado todo eso atrás: no más recuerdos tristes por las ausencias, no más miradas inciertas a lugares que compartieron de reojo al azar. No más deseos en una vida que nunca se pudo vivir. Se había puesto en adelante una vida alejada de todo lo que la ahogaba, una vida confortable, desprovista de emociones. Libros y paz interior bastarían. El proyecto, o tal vez la seguridad, de una existencia serena para el resto de sus años. Sin embargo, el sentimiento vuelve a estar ahí. Casi taimado. Tan próximo, y eso la estremece, lo siente cercana a la traición. Establecer qué es lo que traiciona resulta ya más complejo. Práctica como es, ignora hasta dónde pueden traicionarse recuerdos, sensaciones, fragmentos de un pasado. Ella no es de melancolías o nostalgias, ni de culto a fantasmas; tiene demasiada conciencia de la necesaria economía que de los sentimientos. Centenares de libros leídos la adiestraron: Dioses bajo las murallas de Troya, Como Ulises que buscó el mar con diez mil griegos y estuvo en la cueva del Cíclope. Ha leído hazañas de héroes, atrocidades de tiranos, meditaciones de filósofos. Conoce los riesgos, los precios y las reglas, aunque no puede evitar sentir como traición íntima, propia, hecha de pasado e intuiciones, la incertidumbre que la turba mientras se piensa en el hombre que vino Del Mar, el desconocido que ahora invade sus más íntimos pensamientos y al que no puede ni quiere sacar . Al que vio partir al amanecer desnuda desde su cama. Hay en eso algo de incertidumbre, quizás eso sea el motivo de su traición. Él hombre prohibido al que ella es incapaz de alejar. Ésa es la traición, concluye al filo del asombro, ante la noche quebrada en rojo, en la orilla del mar donde la ilumina el resplandor de la luna : anhelar que el extraño piense en ella. Entonces en ese momento algo más profundo la invade. La pregunta que toda mujer se hace. Como será ella? Debe de ser muy hermosa si Terrunce se unió en matrimonio a ella. Imaginar lo que pudieran estar haciendo juntos le sentó mal. . Desear verlo otra vez. Nada puede hacer para que eso ocurra, pues los hilos del azar, los mecanismos raros de la vida y la muerte, los manejan crueles e imaginados dioses. Ella sólo puede mirar inmóvil desde la playa; y esa inmovilidad, tranquila en apariencia, oculta la lucha feroz que acaba de estallar entre sus sentimientos y su razón, combate rápido que concluye con una evidencia: la memoria del novio que sonríe desde el pasado impreciso deja de tener sentido. Por que ya su corazón es de el extraño que encontró casi muerto en la orilla Del Mar.

Hacía poco más de cuatro años Terrunce conoció a Lidia, una joven de un nivel inferior al suyo. Vamos una joven que no era la adecuada para alguien como Terrunce. Aristocrático, primogénito, postuló a tomar el ducado. A Terrunce nada de eso lo detuvo se había quedado impresionado, y había pensando que era un hombre afortunado. Mantuvo su relación cuando conoció a Lidia. Que intentaría construir la familia que no tuvo. Creyendo estúpidamente que lo que tenia con Lidia era amor. Deseando que siempre estuviera ella, había puesto todo de sí mismo. Puso todas sus esperanzas en esa relación. Y al final, solo había resultado ser una epifanía, había estado tan ciego, Lidia no sólo resultó ser una oportunista que consiguió lo que se propuso. Terrunce no fue lo suficiente para ella, No... por supuesto. Ella lo quería todo, y Richard GrandChester se lo dio. Terrunce no podía culpar a su padre, ni reprochar ninguna de sus decisiones , ni siquiera podía culparlo por haberse fijado en Lidia. Llevaba un año con Lidia y todo ese tiempo lo mantuvo en secreto. Un día Richard había pedido a Terrunce que se encargase de resolver un asunto importante fuera del estado y este se marcho, creyendo que a su regreso estaría Lidia esperando por él. Que idiota había sido. El duque de GrandChester ajeno al amor que su hijo sentía Lidia usó toda su galantería para conquistarla . Lidia se las había ingeniado para aparecer en la vida de Richard. Terrunce había estado tan ciego que no pudo ver a la verdadera mujer tras la hermosa fachada, Lidia con su belleza había abierto las puertas para conseguir un marido de la aristocracia. A Richard no le importo que no perteneciera a la nobleza, con el poder que tenía, no fue ningún problema en que contrajera matrimonio con alguien muy por debajo de su posición. Richard estaba encantado por la belleza de Lidia, pero desconocía la relación que está había tenido con Terrunce. Tres meses después y a su regreso. Terrunce recibió la noticia del compromiso que Richard y Lidia tenían . Traicionado y herido por la traición de Lidia, Terrunce no tuvo el coraje de decirle a Richard quién era Lidia . A partir de ese instante, el día de la boda de Richard y Lidia, Terrunce comenzó a verlo todo con una claridad, que le había abofeteado en medio de la cara y sacudido hasta los cimientos. Ya no sentía nada por Lidia. Es cierto que le costó todo su coraje para arrancársela del corazón. Sin embargo Lidia no había dejado de sentirse atraída por Terrunce y aun que era la esposa de Richard, no perdía oportunidad de insinuarse con astucia y artimañas, a pesar de que Terrunce era él hijo de su esposo. Terrunce tuvo muchas oportunidades de divertirse con ella, pero el rencor por su traición y el hecho de que su padre fuera quien saldría afectado, lo frenó. Ahora ni siquiera sentía un mínimo de respeto por Lidia y eso se agravó cuando comprendió lo ciego que había estado al aceptar, a alguien más interesado en el dinero y poder, que en formar una auténtica familia. El desprecio ya firmemente establecido que Terrunce sentía por Lidia quedó redoblado tras la muerte de su padre , y saber poco después que el matrimonio de su padre tenía una cláusula de la que Richard por su estupidez enamoramiento no se había enterado. Al igual que Terrunce, Richard había estado tan ciego por ella. Por que pensándolo con más calma, tenía que haber el motivo por el que Lidia se había precipitado tanto al matrimonio , solo lo hacia sentir mas odio y repulsión , Richard había firmado su acta matrimonial sin haberse enterado de la mujer a la que convirtió en duquesa . Haber conocido a Lidia convirtió su vida en un infierno. La pasión con ella había sido instantánea y falsa. Todo había empeorado cuando su esposa había sacado sus verdaderas garras. Terrunce no le quedaba duda de quién estaba detrás de su secuestro. Pero no tenía pruebas. Solo su intuición.

Remover sus recuerdos había sido una terrible idea. Terrence había trabajado incansablemente para que su futuro fuera completamente diferente. No lo hubo conseguido. El mismo se había dejado manipular por su título , como su padre y su abuelo. Pero nunca creyó que en ese momento en que odiaba todo lo que era su vida apareciera Candy, conocerla fue un alivio que le dio esperanza. ¿Como podía decirle a ella todo lo que esconde?, ella lo echaría , lo odiaría y no podía culparla. El problema es que no quería perderla. Y se prometió que haría lo que fuera necesario para que Candy no lo apartara de su lado. Incluso mentirle. Lo que el día anterior sólo eran meros impulsos había pasado a convertirse en una resolución irrevocable en cuanto la vio aquella mañana que abrió sus ojos. Nunca había deseado con tanta intensidad a alguien. Candy era hermosa de una manera tan irresistible como poco convencional, sin que el atractivo que suscitaba en él tuviera nada que ver con algo tan banal como las proporciones clásicas. Todos sus rasgos estaban llenos de firmeza, las líneas de sus pómulos, su mandíbula y su cuello dibujados con impecable pureza. Y Terrunce nunca había visto nada tan invitador como aquella generosa abundancia de pecas... quería seguir sus senderos por todo el cuerpo de Candy, y hacer que su lengua tocara cada una de ellas. Había pensado que alejándose de ella la olvidaría, cual equivocado estuvo. Cada hora que pasaba el deseo de volver a su lado crecía.

—Terrunce... — El nombre saliendo de sus labios lo volvieron loco y no pudo aguantar solo deseaba besarla largamente.

—Eres tan bonita, Candy ... —Con delicadeza aparta el cabello para descubrir todo su rostro—. Tan bonita... No quiero perderte.

—Terrunce ... no me hagas daño — dijo ella con suavidad. E inesperadamente, aunque sabe que él le oculta algo. Siente miedo, no, no por eso, sino por el ansia, por el miedo a no volver a verlo nunca más, porque siente qué hay alguien más, podría ser la otra, aquel pensamiento que solo va en contra de su voluntad y que Terrunce no entiende, solo por eso, inesperadamente, lo aparta y le da la espalda

Ni siquiera volvió la mirada mientras descendía por el camino en el pequeño jardin: a pesar de su fortaleza, sabía que Candy estaba a punto de echarse a llorar y no era momento para sentimentalismos. En la absoluta inconsciencia, presentía que la separación no duraría demasiado: como si lo que estuviera a punto de hacer estaba al alcance con tan sólo cruzar un par de calles y su marcha no fuera a durar más allá de unas cuantas semanas.

Por mucho que lo intentara, no conseguía evitar que su imaginación se obstinara en ver a Terrunce con otra mujer en aquel preciso instante. Candy entornó los ojos mientras imaginaba a una mujer de rostro irresistible llevando a Terrunce a su lecho, sus esbeltas caderas meciéndose en un movimiento invitador y su mano en la de él. Y Terrunce bajaba la vista hacia ella con una sonrisa sardónica en los labios, inclinando la cabeza mientras le robaba un beso y sus manos se movían para quitarle la ropa. «Tenía que pasar esta noche contigo», podría estar murmurando. «Rodéame con los brazos...» Y mientras la mujer se ponía de puntillas para ofrecérsele, su cabeza inclinándose de buena gana hacia atrás, Candy imaginó su propio rostro en la misma postura, sus propios brazos deslizándose alrededor de aquella espalda tan ancha... que le estaba sucediendo?. Dirige su mirada a la fotografía del chico de tierna mirada. Su corazón, que hace poco más de una hora parecía un tambor , contraída de incertidumbre, se esponja y late relajado. El hueco que le crispaba el estómago desapareció por fin, y el pulso en las muñecas discurre normal, diluyendo el deseo. Y mientras las horas avanzan se rinde pues no a dejado de pensar en él . El perfil de bronce antiguo se recorta en la claridad tamizada de los tragaluces: pelo oscuro , nariz fuerte, mentón duro donde azulea un poco la barba. Vino a cambiar su vida igual que un gato, piensa ella. Como un griego que saliese del caballo de madera en plena noche. Y no lo ha oído llegar.

Cuando abre la puerta, él está allí: sombra inmóvil recortada en el umbral, bajo el cielo estrellado de un mar oscuro . Un ápice de luna desliza por el jardín una claridad vaga que apenas define los contornos de las buganvillas y las palmeras, plata y negro punteado de luciérnagas. El hombre no dice nada y Candy tampoco. Por un largo momento permanecen muy quietos, mirándose en la penumbra como si un gesto o una palabra pudieran quebrar lo que ocurre y va a ocurrir. No hay audacia por una parte ni sorpresa por la otra. Todo sucede con la silenciosa naturalidad de lo intuido, o lo inevitable.

—Creo que… —dice él, por fin. —Sí. Después Candy se hace a un lado —viste un jersey de lana gruesa cuyas mangas le cubren las manos— y Terrunce penetra en la casa mientras Clin, feliz con la novedad, da vueltas alrededor, olfateándolo. No hay luz eléctrica, y en el salón alumbra una lampara con la mecha alta, junto al sofá donde hay un libro abierto boca abajo sobre uno de los brazos. En la chimenea, un tronco incandescente arde sobre los rescoldos, llenando el lugar de olor a leña quemada. Él mira el libro sobre el sofá.

—La he interrumpido, lo siento.

—No diga tonterías. El perro se frota contra las piernas del recién llegado. Candy agarra al animal por el collar y lo hace salir al jardín, con suavidad, cerrando la puerta. Después mira a Terrunce que sigue de pie en el centro de la habitación, la cazadora abierta sobre una camisa blanca. La luz lateral del quinqué ilumina un lado del rostro y deja el otro en sombra. Como un buril de claridad dorada y rojiza, talla más dureza en sus rasgos: el mentón firme, los pómulos, la nariz fuerte, los ojos claros bajo el pelo y la frente obstinada.

—Siento no poder ofrecerle gran cosa —dice ella—. ¿Ha cenado?

—Sí, hace rato. No se preocupe por eso. Se acerca ella al sofá y coge el libro que está sobre la mesita contigua y lo cierra. —Yo voy a tomar un té … ¿Quiere uno?

—Por favor.

—Té ingles. Sonríe un poco él, sin decir nada, mientras Candy le ofrece la taza .

—Toma. Siente un cosquilleo cuando ve al el hombre, llevándoselo a los labios.

– Te importa — le pregunta enseñando una caja de cigarros. Mientras ella coge la otra taza . Candy niega con la cabeza, ve que él se acerca un ciguapa a los labios y se inclina con el pitillo en la boca, para encenderlo. Y Dios mío, piensa. Me gusta hasta su manera de encender un cigarrillo inglés.

—¿Algo de beber más fuerte ?

—No. Le indica una silla.

—¿Quiere sentarse?

—Prefiero seguir un poco de pie —se frota los riñones con una mueca tímida—. He venido en motocicleta desde... se detiene. Tras un silencio mira en torno, los lomos de los libros alineados en los estantes—, la fotografía de la que no se atreve a preguntar y de la que siente celos irracionales apenas contenidos pero visibles. Mira los cuadros que decoran una pared, la mesa del centro . La alfombra sobre la que estuvo desvanecido la primera noche.

—Me gusta la casa —hace un ademán hacia la ventana que da al jardín en sombras—. El lugar y su interior. Tiene aspecto de verdadero hogar.

—¿Hace mucho tiempo que no está en uno?

—Sí, mucho. De pronto, irracionalmente, la estremece el pánico y formula la pregunta que no se ha contestado hasta ahora.

—¿Está casado? Se la queda mirando con una fijeza que trasluce curiosidad. Y de improviso, una sonrisa súbita le taja el rostro como un trazo de luz.

—No, en absoluto.Candy se siente estúpida. Muy estúpida. Para disimular su embarazo observa la brasa del cigarrillo, aspira el humo, finge regular con la ruedecilla la llama, acerca un cenicero. El la mira hacer sin decirle nada.

—Quizá tenga calor —comenta ella.

—Sí, un poco.

—Quítese la cazadora, si quiere.

—Gracias. Deja él la prenda en el respaldo de una silla y se queda en mangas de camisa. La ligera tela blanca dibuja sus hombros sólidos, los brazos fuertes. Ella debe hacer un esfuerzo para reprimir el impulso de acercarse más. De olerlo.

—¿Cómo es su hogar? No conozco la manera de vivir de un duque. Lo ve meditar un momento, inclinada la cabeza. La brasa del cigarrillo se aviva dos veces en sus labios antes de que responda a la pregunta.

—¿Sabe qué es un internado ?

—No.

—Un lugar sin familia, sin sentimientos . Terrunce se gira hacía ella, ha visto películas. Candy lo mira entre sorprendida y espantada.

—Nunca. — Dice con cautela—Pero estuve en un hogar de acogida.

—Que?

—A diferencia de un internado. Mi hogar era una casa. Es bonita y húmeda. Los campos que la rodean son verdes y grandes y cuando llega la nieve es blanca y esponjosa.

—No he conocido algo así...