—Uogabas raton… Uogabas peilin, uissupe attepisas –

Volvía a tararear esa canción en un tono suave, como recordaba a su madre cantarla de vez en cuando al pelar verduras, como zanahorias o papas. La extrañaba.

Han pasado solamente 3 meses desde que la abrazó por última vez. A pesar de que sabía que la salud de su madre estaba en declive, nunca se preparó para su despedida. Durante todos estos años, ella era la persona con la que siempre tenia ese apoyo que su corazón necesitaba, la que siempre lo escuchaba con atención, que lo consolaba después de un día duro sin haber podido cazar algo para la cena, su única razón para seguir adelante, su esperanza de que todo mejoraría. Su razón de vivir.

Era temprano, alrededor de las 8 de la mañana, y seguía el camino que había escarbado hace algún tiempo para guiarse dentro de su territorio en lo profundo del bosque. Los árboles altos y majestuosos dominaban el paisaje, formando un dosel que cubría el cielo creando una atmósfera misteriosa y ominosa si no se estaba familiarizado con este entorno. Los rayos del sol se filtraban a través de las hojas y las ramas, creando un juego de luces y sombras.

Se dirigía al lugar donde él y su madre solían cultivar bayas y cerezas. A pesar de que estaba por terminar la temporada de verano, no había ido a recolectar las frutas. Perdido en sus sentimientos y, tal vez en los propios del bosque como el cantar de los pájaros, no notó el resonar de las hojas al ser pisadas no muy lejos de dónde estaba.

Llegó a una zona de arbustos que, fácilmente se podría confundir con el resto de la vegetación boscosa y densa, plantas y flores crecían en armonía alrededor. Los helechos gigantes, las enredaderas que abrazaban los troncos de madera y las plantas trepadoras se entrelazaban formando una maraña simétrica. Contempló su cosecha un momento que, por un instante le hizo feliz, olvidando su duelo; sus hojas eran de un verde intenso, y sus ramas se retorcían y entrelazaban una a la otra en una danza alrededor de las bayas y cerezas que colgaban de ellas. Sus flores eran una sinfonía de colores blancos y rosados, a pesar de que algunos pétalos se volvían café por el próximo cambio de estación. Las bayas eran pequeñas joyas rojas y moradas que, a primera instancia parecían suaves, y por su parte las cerezas eran como un tesoro escondido entre las ramas de los arbustos, variaban de un color rojo intenso a un amarillo brillante y, eran tan grandes como una gema preciosa. Estos arbustos fueron sembrados y cuidados con mucho aprecio por su madre.

"Cuando aún podía caminar…" –pensó con melancolía. Desde la siembra, cuidaba con esmero cada una de las plantas, dedicando tiempo y esfuerzo para asegurarse de que crecieran sanas y fuertes. Los recuerdos de su madre caminando por el huerto, arrodillándose y dedicando horas a cada arbusto, aún se mantenían frescos en la mente de Arthur.

Cada fruto que ahora se encontraba en la cosecha era un testimonio del amor que su madre tenía por él y su hogar. A pesar de las dificultades que surgieron en el camino, ella nunca abandonó su compromiso con el huerto, cuidándolo con todo el aprecio y la dedicación que merecía. Ahora, con la cosecha en sus manos que recolectaba lentamente, solo podía sentir lágrimas resbalándose por sus mejillas.

Tardó más de lo que debería pues se detenía en cada arbusto, examinando con detenimiento cada fruto que arraigaba de las ramas. Cada baya, cada cereza merecía su atención, como si fueran una fortuna que, para él, lo eran. Un último regalo de su madre. Tomando cada fruto con delicadeza, lo miraba exhaustivamente, admirando su textura, su color y su forma, como si quisiera guardar cada detalle en su mente. Una última memoria.

El canasto que llevaba consigo se llenó lentamente, uno tejido a mano con esmero por su madre, Niamh, y él mismo. Utilizando mimbre, una fibra natural, cada hebra fue cuidadosamente seleccionada y trabajada para asegurar su resistencia y durabilidad. Arthur se encargó de diseñar un entrelazado a cuatro hebras, logrando un patrón simétrico. Cada vez que lo miraba, recordaba aquellos momentos cuando su madre lo guiaba en cada tejido.

Cargado de tristeza, se apartó del camino principal, sintiéndose perdido en su propia mente. A medida que se alejaba, el sonido de un arroyo lo atraía y se abría a través del bosque con un murmullo suave y melodioso. Observó como el agua cristalina fluía con serenidad, formando pequeñas cascadas y remolinos en su camino. Se sentó cerca de una de las rocas llenas de musgo que contrastaban con el agua que se deslizaba suavemente por su superficie, produciendo un susurro suave y calmante, como un consuelo. Él aire húmedo que se mezclaba con el aroma del agua le recordó a la lluvia, cuando la tierra se mojaba. Acomodó su canasto a un costado, y distraídamente comenzó a lavar lo que había recolectado antes. Sus movimientos eran mecánicos, sin prestar mucha atención a su alrededor, quizás en un acto reflejo para calmar su corazón herido y frustrado. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sintió un nudo en la garganta al revivir esos recuerdos de su madre. Cada gota que caía por sus mejillas era una muestra más del dolor que sentía, una sensación de aquel vacío que lo acompañaba desde la partida de su madre. Trató de contener los sollozos, pero su cuerpo temblaba con cada respiración profunda y entrecortada.

La presión y la tensión acumulada durante la corta mañana habían comenzado a pesar demasiado para su cuerpo y mente. Buscando alivio, apartó la canasta con las frutas y suspiró profundamente mientras cerraba los ojos, sintiendo las frías hierbas debajo de él. Una sensación de paz momentánea lo invadió mientras se dejaba llevar por el sonido suave del arroyo. Finalmente, se recostó para descansar, permitiendo que la naturaleza lo abrazara y la brisa del bosque lo acunara. Poco a poco, sus pensamientos comenzaron a desvanecerse en el abismo que prometía un anhelo, dónde su mente se desconectaba del mundo que lo rodeaba mientras se sumergía en un mar profundo de liberación.

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Arthur despertó lentamente en el silencio del bosque y envuelto en la calidez del atardecer, sus ojos parpadearon varias veces mientras su mente luchaba por salir del letargo. De un momento a otro una extraña sensación lo invadió repentinamente, una percepción intensa de sí mismo. Cada árbol a su alrededor parecía susurrarle con cada hoja y brizna de hierba que temblaba con el viento, acariciando su cuerpo a través de la ropa. El murmullo de las hojas al moverse y el canto de los pájaros creaban una sinfonía natural que lo envolvía por completo. La corriente de agua que antes era tranquila, ahora chisporroteaba con agresividad, el sonido lo suficientemente fuerte como para hacer que se sintiera atrapado en su presencia.

Con lentitud, se levantó y se encontró mirando a su alrededor con curiosidad, sintiendo que algo no estaba bien.

Fue entonces cuando un tintineo metálico atrajo su atención, y giró bruscamente siguiendo el ruido. Descubrió a un hombre a pocos metros de distancia, con una espada amenazadora en el aire, lista para caer sobre él. El hombre estaba en silencio, sin emitir una palabra o sonido, su mirada fría y despiadada. Arthur no tuvo tiempo de reaccionar y cerró los ojos con fuerza, esperando lo peor. La tensión del momento era palpable, y su corazón latía con fuerza en su pecho. El ambiente mágico del bosque desapareció de su noción, y un aire helado lo abrazó.