Disclaimer: Sthephenie Meyer is the owner of Twilight and its characters, and this wonderful story was written by the talented fanficsR4nerds. Thank you so much, Ariel, for allowing me to translate this story into Spanish XOXO!

Descargo de responsabilidad: Sthephenie Meyer es la dueña de Crepúsculo y sus personajes, y esta maravillosa historia fue escrita por la talentosa fanficsR4nerds. Muchas gracias, Ariel, por permitirme traducir al español esta historia XOXO!

Gracias a mi querida Larosadelasrosas por sacar tiempo de donde no tiene para ayudarme a que esta traducción sea coherente y a Sullyfunes01 por ser mi prelectora. Todos los errores son míos.


Capítulo 5: Bella

Lunes, 24 de septiembre

Los Ángeles, California

7 semanas

Edward pasó la noche conmigo. No tuvimos sexo ni nada, ni siquiera nos besamos. Sólo hablamos. Me contó sobre el rodaje en Londres, y yo le conté sobre mi nuevo libro.

Ambos lloramos.

Caímos exhaustos alrededor de medianoche, ambos demasiado agotados emocionalmente.

Me desperté y Edward se acercaba a mí mientras dormía, con una mano apoyada en mi costado. Me alegré de quedarme ahí, mirándolo en las primeras horas del día, pero tenía que orinar desesperadamente, así que, tan silenciosamente como pude, salí de la cama y me dirigí al baño.

Una parte de mí deseaba no haberle preguntado a Edward qué quería. Saber que estaba dispuesto a tener un bebé, incluso sin mí, me pesaba mucho. ¿Realmente podía interrumpir un embarazo que él quería llevar a cabo?

Cuando terminé en el baño, volví a mi habitación. Llevaba menos de dos meses embarazada y básicamente no sabía nada de Edward, aunque habíamos pasado todo el día anterior hablando. Habíamos pasado, en realidad, dos días juntos y en el gran esquema de las cosas, eso no era nada.

Lo observé desde la puerta del baño. Su pelo color bronce brillaba contra la funda de almohada gris oscuro que tenía bajo la cabeza, y un largo brazo seguía extendiéndose hacia donde yo había estado acurrucada a su lado.

Miré el reloj de la mesita y me di cuenta de que apenas eran más de las cinco. Me mordí el labio y me aparté del marco de la puerta. Me acerqué en silencio a la mesita y cogí el teléfono celular. Miré a Edward una vez más para asegurarme de que seguía dormido antes de salir de la habitación.

Alice seguía durmiendo, así que el apartamento estaba tranquilo y silencioso. Deseaba desesperadamente una taza de café, pero en algún lugar de mis limitados conocimientos sobre el embarazo, sabía que el café no era una opción, así que me conformé amargamente con una taza de té de hierbas. Salí al balcón del apartamento de Alice, cerré la puerta y saqué el teléfono.

Mi padre contestó al primer timbrazo.

—Bells, ¿qué pasa? ¿Estás bien?

Resoplé. —Papá, estoy bien. ¿Te estoy llamando muy temprano?

—No, ya me he levantado y me voy a trabajar. ¿Tú estás bien? ¿Sigues en California?

Me acomodé en un columpio de terraza que Alice había colocado ahí fuera y suspiré.

—Sí, acá sigo.

Papá se quedó callado un momento. —¿Qué haces levantada a las cinco y media, Bells?

Me mordí el labio, intentando averiguar qué quería decir. Sólo el sonido de la voz de mi padre me hizo llorar. Dios, era una maldita tonta por estos días.

—Papá, cuando...— Hice una pausa y respiré hondo. —Cuando mamá quedó embarazada, ¿hablaron de interrumpir el embarazo?

Papá se quedó callado un largo rato, y mi ansiedad aumentó cada vez más. —Desde luego fuiste una sorpresa—, dijo al cabo de un momento. —Renée y yo aún éramos novios cuando quedó embarazada, y los dos éramos muy jóvenes. Más jóvenes de lo que tú eres ahora.

Tragué grueso, las lágrimas me quemaban los ojos. —Hablamos de abortar, pero tu madre sabía que yo te quería. Creo que aguantó por mí.

Parpadeé, lágrimas gruesas rodaban por mis mejillas. ¿Era por eso que había sido tan fácil para ella dejarme? ¿Para empezar, nunca me había querido?

—¿Me querías?— pregunté.

Papá suspiró. —Por supuesto, Bells. Estaba cagado de miedo, pero te convertiste en todo mi mundo. El día que naciste cambió mi vida para siempre.

Las lágrimas me rodaban por la cara tan deprisa que la vista empezaba a nublárseme. Busqué una manta que Alice tenía por ahí y me envolví con ella, usando las esquinas para secarme los ojos. —¿Qué pasa, pequeña?

—¿Crees?—, hice una pausa, tratando de que mi voz no temblara tanto. —¿Crees que estoy condenada a ser como ella?

Papá tarareó. —Bells, tomamos nuestras propias decisiones en la vida. Tienes mucho de tu madre en ti, seguro que sí. Es un espíritu libre, audaz y aventurera como tú.

Mis ojos se cerraron con fuerza mientras las lágrimas amenazaban con brotar de mí. —Pero niña, me gusta pensar que tú también tienes un poco de mí. Eres más amable de lo que nunca fue Renée, más paciente, y sé que tienes una capacidad de amar en el corazón mayor de la que jamás tuvo Renée. Ella amaba a la gente, pero nunca tanto como se amaba a sí misma. En eso no te pareces en nada a ella.

Las lágrimas me caían por la cara a chorros calientes y espesos. Imaginé que papá habría podido oírme lloriquear por teléfono, pero no hizo ningún comentario al respecto. Permanecí sentada un largo rato, intentando controlar las lágrimas lo suficiente como para hablar.

—Háblame, Bells. ¿Qué te pasa?

Podía oír la ansiedad en su voz, e hice acopio de toda mi fuerza de voluntad para respirar entrecortadamente. —Estoy embarazada.

La respiración de papá se volvió superficial y esperé a ver si respondía. Al cabo de un minuto, oí que se aclaraba la garganta. —¿Qué?—, graznó. Suspiré, llevándome las rodillas al pecho.

—Acabo de enterarme. No sé qué voy a hacer.

Papá dejó escapar un suspiro entrecortado. —¿Sabes quién es el padre?

Casi podía oír cómo se encogía ante la pregunta. No me lo tomé como algo personal, porque era una pregunta justa. —Sí, lo sé.

Papá esperó a que me explayara y, como no lo hice, suspiró. —¿Sabes lo que vas a hacer?

Me mordí el labio y volví a llorar. —No. Él quiere el bebé, pero me ha dejado decidir a mí.

—¿Qué quieres hacer?

Me lamí los labios y negué con la cabeza. —No lo sé, papá. Tengo mucho miedo. Tengo miedo de que, si tengo este bebé, le haga lo que Renée me hizo a mí. Tengo miedo de que si interrumpo el embarazo la culpa me destruya. Sea cual sea, no saldré ganando.

Apoyé la cabeza en las rodillas mientras me invadían los sollozos. En la línea, papá guardaba silencio y yo sabía que, incluso en persona, las lágrimas le resultaban difíciles de manejar.

Cuando por fin pude recomponerme un poco, papá suspiró.

—Cuando Renée me dijo que estaba embarazada, recuerdo haber sentido el mayor miedo de toda mi vida. Tenía veintidós años. Mi vida adulta acababa de empezar e iba a ser padre. Esa mierda da miedo, Bells—. Suspiró y yo resoplé. —Pero cariño, nada en mi vida, absolutamente nada, ha sido mejor que tenerte a ti.

Parpadeé con lágrimas en los ojos y apoyé la cara en mis rodillas. —¿Alguna vez has deseado que no hubiera nacido?

—No, pequeña. Ni una sola vez.

Intenté respirar hondo para calmarme. —No quiero cagarla como ella.

Papá soltó una carcajada. —Bells, ser padre es cagarla constantemente. Pero tú eres más fuerte que Renée, y sé que, si eliges ser madre, no te parecerás en nada a ella—. Dijo, suavemente. Me quedé en silencio un largo momento y papá suspiró. —¿Quieres que vaya hasta allá?

Negué con la cabeza antes de que hubiera terminado de hablar. —No, papá. No. No pasa nada. Es sólo que me está golpeando todo a la vez y no sé cómo sentir nada racionalmente en este momento.

Papá se rio. —Sí, por lo que tengo entendido, eso es lo normal durante el embarazo.

Gemí, con la cabeza golpeándome las rodillas. Papá volvió a reírse. —Estarás bien, Bells—, dijo suavemente. —Sé que tomarás la decisión correcta para ti, y yo te apoyo, sea cual sea esa decisión—, dijo suavemente. Estaba harta de llorar. Sentía como si no tuviera más lágrimas que dar, pero aquí venían más, rodando por mis mejillas. —Si te sirve de algo, Bells. Siempre pensé que serías una gran madre.

Me limpié los mocos en el borde de la manta y respiré entrecortadamente.

—Dejaré que te vayas a trabajar—. Dije en voz baja.

Papá suspiró. —De acuerdo, pequeña. Llámame si necesitas algo. Y hablo en serio sobre lo de ir para allá.

Lloriqueé y sonreí. —Apenas has salido de Washington—. señalé.

Papá resopló. —Bueno, no hay nada como el ahora para empezar, ¿verdad?

Sonreí. —Te amo, papá.

—Yo también te amo, Bells. Mantenme al tanto de lo que decidas, ¿quieres?

Resoplé. —Sí, claro—. Papá tarareó y colgamos.

Dejé el teléfono a mi lado en el columpio y volví a secarme la cara con la manta. Iba a tener que lavarla antes de que Alice se diera cuenta.

Miré al mundo que me rodeaba. El sol empezaba a salir por mi izquierda y me quedé quieta, acurrucada en el columpio, mirándolo salir. Los primeros rayos me golpearon e inmediatamente empezaron a calentarme, calmando mis nervios extenuados. Yo no era mi madre y no cometería sus errores.

~Home~

Edward me encontró algún tiempo después, cuando el sol ya había salido del todo. Salió al balcón y se sentó cuidadosamente a mi lado. No dijo nada, dejando espacio para que yo hablara si quería.

Mi taza de té frío se posó entre mis manos enfriándome los dedos.

—Mi madre me abandonó cuando tenía siete años—. Podía sentir la mirada de Edward sobre mí y tragué saliva. —Se rindió conmigo y nos abandonó.

A mi lado, podía sentir la tensión creciendo en Edward. Lo miré a través de las lágrimas y, con ternura, me tendió la mano. Dejé que me rodeara los hombros con un brazo, pero no me apoyé en él.

—Me parezco demasiado a mi madre. Tengo miedo de que un día sea demasiado y me rinda como ella. No puedo hacerle eso a un niño. No puedo hacerte eso a ti—. Lo miré, y su cara estaba dolorida. Sin embargo, asintió, como si supiera qué era lo que yo no podía decir. —Lo siento—. Susurré.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Edward, pero negó con la cabeza. —Lo entiendo—. Dijo en voz baja. Cerré los ojos. De algún modo, su aceptación y comprensión me hicieron sentir mucho peor.

Me recosté en el columpio y apoyé la cabeza en su hombro. Estábamos sentados en silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos, cuando el teléfono de Edward empezó a sonar. Se movió, sacándolo del bolsillo, y yo me separé de él.

—Jane—, dijo contestando a la llamada. Observé su rostro mientras me miraba rápidamente antes de aclararse la garganta. —No, no va a ser necesario—. Dejó escapar un suspiro tembloroso. —Sí, ella decidió interrumpirlo.

Aparté la mirada de él, avergonzada. Sabía que era la única opción que tenía sentido, que era la única que realmente había que tomar, pero me pesaba, mucho.

Edward tarareó al teléfono, asintiendo una vez antes de colgar.

—Probablemente tengas que volver al trabajo— dije en voz baja. Edward hizo una mueca. —No pasa nada. Vuelve al trabajo. Voy a concertar una cita.

Edward palideció. —¿Hoy?—, preguntó. Asentí con la cabeza. —¿Quieres... quieres que vaya contigo?

Lo miré sorprendida. Agradecí su ofrecimiento, pero negué con la cabeza. —No, no creo que...—. Me detuve y me aclaré la garganta. —Será más fácil, si sólo soy yo.

Edward dejó escapar un largo suspiro y asintió.

—¿Puedo verte? ¿Después?

Levanté la vista hacia él. —Aún no lo sé.

Asintió, resignado.

Aparté la mirada de él y volví a mirar la brillante mañana de Los Ángeles. El teléfono de Edward volvió a sonar y él suspiró sacándolo del bolsillo. Frunció el ceño y le di un codazo. —Vete. Le dije suavemente. —Tienes que ser mister Hollywood.

Edward me sonrió a medias. —Llámame si necesitas algo, ¿bueno?

Asentí. —Gracias.

Edward se inclinó hacia delante y me besó suavemente en la frente antes de levantarse. Volvió al apartamento, con el teléfono en la oreja.

Volví a mirar el horizonte y respiré agitada. Estaba haciendo lo correcto. Sabía que lo estaba haciendo.

~Home~

Como sólo llevaba siete semanas en este lío, pude optar por las pastillas. Me gustaba la idea de poder estar en algún lugar cómodo y familiar mientras pasaba por esto. Por desgracia, para conseguir las pastillas, tenía que pedir cita. Llamé a la clínica y, aliviada, me dieron cita para hoy más tarde. Habría sido una tortura tener que esperar. Alice se había ofrecido a acompañarme, pero yo la había rechazado. Tenía trabajo y, además, yo sólo iba a recoger las pastillas. Volvería a su casa enseguida.

Cuando llegué a la clínica, estaba hecha un manojo de nervios, a pesar de estar convencida de que estaba haciendo lo correcto. Conseguí registrarme y, aceptando un portapapeles de la enfermera, me senté a rellenar mis datos.

No me resultaban extrañas las visitas al médico -había sido una niña torpe y había tenido mi buena ración de visitas a urgencias- pero, a pesar de ello, nunca me resultaron fáciles.

Empecé a morderme las cutículas mientras rellenaba el papeleo y mi ansiedad aumentaba a cada minuto que pasaba.

Después de rellenar mi información de contacto, pasé la página para rellenar mi historial médico, cuando una revista que había sobre la mesa me llamó la atención. Me detuve a mirar la conocida portada. Era un ejemplar antiguo, pero reconocí la foto de inmediato. Yo había hecho esa foto.

No era raro que algunas de mis fotos acompañaran a mis artículos, pero nunca las veía.

La foto era de una joven mongola con una amplia sonrisa sentada con su madre, su abuela y su bisabuela. A mí me había encantado la foto multigeneracional, y a la revista también. Hicieron de mi artículo el artículo principal y utilizaron la foto en la portada.

Dejé el portapapeles en la silla de al lado y me incliné hacia delante para coger la revista. La abrí y leí el artículo principal.

A todas las mujeres de su familia les han enseñado las mismas habilidades que aprendieron sus madres, transmitiendo estos conocimientos a través de incontables generaciones. Ahora, esta sabiduría será otorgada a la más joven de la casa, el siguiente pilar de este tremendo legado.

Se me secó la boca. Recordé a las mujeres que había visto en Mongolia. Habían sido feroces y resistentes, pero extraordinariamente amables. Se habían apreciado mutuamente de una forma que nunca había visto hacer a las mujeres.

Me quedé mirando el artículo, con el corazón latiéndome dolorosamente en el pecho. Este legado, su legado, era hermoso y fuerte, y construido por personas que habían tenido el valor de seguir adelante.

¿Qué clase de legado tendría yo si seguía huyendo?

Levanté la vista y parpadeé para evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas. Dejé la revista a un lado y cogí el portapapeles. Arranqué la primera página y la desmenucé mientras se la devolvía a la enfermera. —No lo haré—, dije en voz baja. La enfermera me miró y asintió, sin parecer sorprendida. Le devolví el portapapeles y salí corriendo de la clínica. No sabía adónde iba, sólo sabía que tenía que salir de ahí.