PROPUESTA IRRESISTIBLE
Por: Tatita Andrew
Capítulo # 21
Neal. Aquí. En casa de Albert. ¿Cómo sabía dónde podía encontrarla?
De la misma manera que se había enterado de sus clases con Albert, se dio cuenta en el acto. Alguien la había seguido.
Un frío temor recorrió su cuerpo.
Desde el punto de vista legal, Neal podía hacer lo que quisiera con ella. Podía arrastrarla fuera de aquella casa y obligarla a entrar en el carruaje. Podía llevarla de vuelta a su hogar. O a un manicomio. Y nadie podría detenerlo.
Los ojos negros de George brillaron.
Qué oportuno que Neal hubiera aparecido cuando Albert no estaba aquí para recibirlo. ¿Había colocado espías vigilando la mansión georgiana e informarle justo cuando Albert saliera? ¿O había algún espía entre los criados de Albert?
Era evidente que George no aprobaba su relación con el. Era posible que estuviera colaborando con Neal, con el fin de expulsarla de la casa de su amo mientras su esposo intentaba eliminarla de su vida.
Trató de calmar una oleada de pánico. Albert había dicho que la protegería. George no le haría daño por temor a él. Estaba a salvo.
Candy enderezó los hombros.
—Dígale al señor Neal que no estoy en casa.
El rostro de George se cristalizó en una máscara sin expresión; hizo una reverencia.
—Muy bien. El carruaje y la cesta están preparados. Nos iremos cuando desee.
Candy se quedó mirando la túnica de algodón que desapareció barriendo el suelo. Qué simple había sido.
¿Entonces por qué le temblaban las piernas?
Buscó su bolso en la habitación de Albert, la mirada se detuvo en la mesita de caoba y en la caja estampada con el retrato de la reina Victoria, la enorme cama que se había agitado y movido debajo de ellos. Observó su propio rostro de extrema palidez reflejado en el espejo de la cómoda.
No le gustaba tener miedo.
En la parte superior de la escalera circular hizo una pausa.
¿Qué sucedería si Neal se negaba a marcharse de casa de Albert sin verla? ¿Y si George deliberadamente no hubiera transmitido el mensaje de que ella no estaba allí?
Pero nadie la estaba esperando al pie de las escaleras. Casi lanzó una carcajada de alivio.
Sobre la mesa del vestíbulo estaba la cesta. La tapa izquierda estaba abierta, esperando su inspección.
Curiosa, se asomó a su interior... y halló el aroma sabroso de la miel. Varias galletas y bizcochos estaban delicadamente colocados en servilletas de lino. Rosa había hecho un picnic que era una verdadera obra maestra. Sin poder resistirse, Candy tomó un pequeño pedazo de pastel de la canasta. Basboosa, lo había llamado.
El almíbar se pegó a sus dedos. Una capa negra de nueces finamente molidas decoraba la superficie.
A Richard les encantaría.
Sonriendo, mordió delicadamente una puntita del bizcocho. Era de una dulzura exquisita.
Miró lo que quedaba de la porción que tenía en su mano y luego los trozos cuidadosamente dispuestos envueltos en la tela de lino. A su hijo no les gustaría encontrar un pedazo de pastel a medio comer en su canasta. Frunciendo la nariz, se metió el resto en la boca.
Bajo la dulzura almibarada y las nueces crujientes había pimienta. El pastel dejó un rastro picante desde la garganta hasta su estómago.
Dándose la vuelta, se topó de frente con una túnica de lana negra. Dio un paso atrás.
—Disculpe. Estaba... ¿ya está el carruaje fuera?
George inclinó la cabeza. La capa de ella colgaba de su brazo; llevaba su sombrero y sus guantes en la mano derecha.
—Está aquí, señora Leagan.
Candy podía sentir su hostilidad, aunque no la manifestara ni con el más mínimo parpadeo. Ella no quería crear un conflicto en el hogar de Albert. Ni quería provocar un enfrentamiento entre los dos hombres.
Se tragó su orgullo.
—Gracias por hacer que mi esposo se marchara, George.
—He de obedecer sus órdenes.
Ella tragó de nuevo.
—Perdón por haber usado la intimidación para entrar en la casa de lord Andrew. Lo puse en una situación insostenible. Por favor, acepte mis disculpas.
La emoción brilló en los negros ojos inescrutables de George y fue inmediatamente velada.
—Es la voluntad de Alá.
Con delicadeza, ella tomó el sombrero negro de seda de sus manos, se lo puso sobre la cabeza y se ató las cintas negras bajo la barbilla.
—Sin embargo, quería que supiese que no era mi intención perjudicarle.
—Ella aceptó los guantes de cuero negro y de manera decidida metió las
manos dentro—. Como tampoco perjudicaría a lord Andrew.
George sostuvo imperturbable la capa de Candy. Ella se dio la vuelta y dejó que se la pusiera sobre sus hombros.
La pimienta había irritado su boca... aunque era un torrente de saliva, estaba muerta de sed. Pensó en pedir un vaso de agua, pero no se atrevió. Los servicios públicos del tren dejaban mucho que desear.
—Lamento que tenga que acompañarme, George. Si prefiere no hacerlo...
George abrió la puerta en silencio.
Un carruaje arrastrado por dos caballos grises esperaba bajo el sol. Un vapor caliente subía de los cuerpos de los animales.
Candy dio un paso adelante.
Se dio cuenta de dos cosas a la vez. George cerró la cesta y la agarró por las asas de mimbre. Al mismo tiempo, una pelota de fuego de calor rojo explotó en su vientre.
Candy emitió un grito sofocado, desconcertada por la fuerza de un deseo físico sin origen alguno.
— ¿Se encuentra bien, señora Leagan?
La voz de George. era fuerte, como si le estuviera gritando en el oído. Ella se enderezó con esfuerzo, avergonzada y humillada de lo que le estaba sucediendo a su cuerpo. Se sentía invadida por una lujuria animal inexplicable, un deseo que brotaba a borbotones, músculos que se contraían, se convulsionaban.
Ninfomanía.
Albert no lo había negado el día anterior, cuando había estado alojado tan profundamente dentro de ella que no era posible penetrarla más aunque ella lo hubiese deseado.
—Estoy bien, gracias, George.
Su voz era demasiado fuerte, áspera. El ruido del tráfico en la calle aumentó hasta convertirse en un estruendo en sus oídos. Las vibraciones de las ruedas que giraban y los cascos de los caballos que retumbaban corrieron directamente por sus fibras nerviosas a la carne entre sus muslos.
De manera decidida, descendió un escalón. Si pudiera alcanzar el coche y a su hijo...
Sus muslos enfundados en seda se frotaron entre sí. La sensación fue eléctrica.
Dejó caer el bolso.
Candy podía sentir al cochero y George mirándola. Y sabía que estaba perdiendo la cabeza, porque los ojos de un hombre no generan calor, y sin embargo ella se estaba incendiando bajo sus miradas.
Un grito aislado penetró en el aire.
— ¡Señora... cuidado... los escalones!
Sus piernas se desplomaron. Unos brazos fuertes la sujetaron justo cuando debía caer al vacío.
Soportó el contacto con esfuerzo, cada fibra nerviosa dentro de su cuerpo alerta y consciente. Del tacto de un nombre... del olor de un hombre. Se encogió con horror al darse cuenta de que quería algo más que los brazos de un criado alrededor de su cintura, quería...
Candy se arrancó de los brazos de George.
—No me toques —dijo en voz baja, o tal vez gritó. Había ojos por todos lados, de George, del cochero, de los criados que de repente se congregaron alrededor del Pequeño escalón.
El espía de Neal. Uno de ellos podía ser el espía de Neal y le informaría acerca de aquel incidente, y su esposo, sus padres y sus hijos sabrían la verdad por fin, ella era una ninfómana.
— ¿Qué diablos le ha pasado?
—Se ha vuelto loca...
— ¿Llamamos al médico, señor George?
Los ojos de George. lanzaban fuego negro. Abrió con fuerza la cesta y cogió un trozo de bizcocho... Étienne había dicho que la basboosa estaba hecha de sémola y empapada en almíbar; no había mencionado que tenía nueces y pimienta, por lo que ella no sabía bien lo que había comido, pensó de golpe Candy febrilmente. El árabe que no era árabe olió el pastel. Como un perro. El kebachi. Animales. Eran todos animales.
Y ella era uno de ellos.
Un escupitajo y el pastel pasó volando a su lado. George debió de haberlo probado. Tampoco le había gustado.
— ¡Allah akbar! ¡Mandad llamar a la condesa!
No le gustaba el pastel. No le gustaban las mujeres que satisfacían sus deseos con un hombre que no era su esposo.
Candy se volvió, huyendo, incendiándose, cayendo...
No dejaré que te caigas, taliba.
De manera difusa, miró la acera, sólo a unos centímetros y no metros de su rostro, luego miró fijamente a las manos morenas que se acercaron para agarrarla.
— ¡En el nombre de Alá! ¡Apresuraos, idiotas! ¡Ayudadme!
Candy sintió que las carcajadas afloraban dentro de su cuerpo. Albert había gritado Alá cuando había alcanzado el orgasmo. Inmediatamente, las carcajadas fueron devoradas por un enorme muro negro de deseo incandescente.
Qué caliente era el semen de un hombre lanzado dentro del cuerpo de una
mujer. Necesitaba aquel calor. Necesitaba a Albert.
Lo necesitaba tan urgentemente que se iba a morir.
Albert miró fijamente a los dos hombres que estaban sentados en la esquina de aquella oscura taberna. Uno tenía la cabeza gacha, su cara surcada por las arrugas estaba oscurecida por el ala de un polvoriento sombrero de fieltro de copa baja y ala ancha. Según el camarero, se trataba del jardinero. El otro hombre llevaba un sombrero hongo, su cara arrugada y contrariada estaba a la vista de todos: era un hombre que había borrado las huellas detrás de demasiados hombres.
Albert le tiró una moneda al camarero. Levantó las dos pintas de cerveza y se acercó a los hombres de la esquina.
—Tengo entendido que ustedes trabajan en la escuela.
—Trabajamos en la escuela. —El hombre del sombrero hongo levantó la cara y frunció el ceño—. ¿Y qué?
Albert se sentó en la pequeña mesa de madera.
—Tengo un trabajo para ustedes.
—Mire, señor, no me importa ganarme unos cuantos chelines extra, pero no voy a andar a la caza de clientes para nadie.
Albert sintió un endurecimiento en el pecho.
—Le aseguro que tengo otras inclinaciones. —Arrastró las dos pintas de cerveza hacia el otro lado de la tosca mesa llena de manchas—. Sólo quiero que les echen el ojo a dos jóvenes. Y que me traigan cualquier información que puedan conseguir sobre cierta hermandad.
—Somos tipos simples... no sabemos nada de lo que quiere saber.
Albert sonrió cínicamente mientras el hombre del sombrero hongo agarraba la cerveza. Albert metió la mano en su chaqueta y sacó una bolsa de monedas, poniendo dos medias coronas sobre la mesa frente a él.
— ¿Alguno de ustedes conoce a un estudiante llamados Richard Leagan?
— Sí. —Ahora fue el turno del jardinero del sombrero de ala ancha. Alzó la cabeza; sus ojos irritados eran astutos—. El señorito Richard estudia ingeniería, es lo que dice. Me ayudó a construir un pequeño puente. Es un buen chico, no como los otros, que me arrancan las flores y los arbustos para divertirse.
Candy tenía buenos motivos para sentirse orgullosa de su hijo.
—No me gustaría que nada malo le sucediese al señorito Richard —advirtió el jardinero con voz grave.
—Ni a mí —agregó Albert a la vez—. Quiero que vigilen a este joven. Todas las mañanas y todas las noches un hombre se encontrará con ustedes frente a la capilla. Llevará puesto un sombrero con una franja anaranja-da. Le informarán a él.
— ¿Y qué hay para nosotros? —preguntó el hombre de la limpieza.
—Medio soberano ahora, para cada uno, y una corona por cabeza al final de cada semana.
—Está bien —dijo el ordenanza—. ¿Pero sobre qué tenemos que informar?
Albert analizó en silencio a los dos hombres, intentando determinar cuánto sabían y cuál era la mejor forma de hacerlos hablar.
—La hermandad de los Uranianos —dijo brutalmente.
El jardinero bajó la cabeza como una tortuga que se mete de nuevo en su caparazón.
Una satisfacción amarga se apoderó de Albert.
Entonces la hermandad seguía existiendo. Todavía seguía abordando a jovencitos.
—No sé de qué habla. —El hombre del sombrero hongo tomó un trago de cerveza tibia y se limpió la boca con una mano temblorosa.
—Obviamente sí, o de otra manera no habrían dicho que no se dedicaban a la búsqueda de clientes.
—No sé nada —repitió obstinado.
Encogiéndose de hombros, Albert alargó la mano para coger las dos monedas.
—Hay un miembro del cuerpo de profesores —farfulló el jardinero.
Albert hizo una pausa.
— ¿Un miembro del cuerpo de profesores?
El hombre levantó la cabeza lentamente.
—Un profesor. He visto a caballeros respetables, como usted, reunirse algunas noches con el profesor en el jardín de invierno. El profesor les lleva a chicos jóvenes. Después veo a los caballeros conduciendo sus elegantes carruajes y llevándose a los chicos de paseo.
Albert sostuvo la mirada del jardinero.
— ¿Has visto alguna vez a Richard Leagan entrar en ese jardín de invierno con el profesor?
—Sí. —La respuesta salió como un estruendo reticente de su garganta—.
Una vez. Vi al señorito Richard hace como un mes. No ha venido a ayudarme desde entonces.
Albert había previsto la respuesta del ordenanza por la descripción de Candy de la reciente «enfermedad» de Richard; pero eso no hacía que fuera más fácil enterarse de la verdad.
— ¿Viste quién era el caballero al que el profesor llevó a Richard para que lo conociera?
—No vi su cara.
— ¿Quién es el profesor?
—Enseña griego. Es el señor Winthrop. Albert se puso de pie.
—Entonces ¿qué debemos decirle al hombre del sombrero de franja anaranjada? —preguntó el hombre de la limpieza, deseoso de más dinero.
—Los nombres de los caballeros. —La voz de Albert produjo un estremecimiento en los dos individuos.
—No está bien lo que está pasando —dijo el jardinero.
—No. — Albert se preguntó el dolor que esto le causaría a Candy si alguna vez se enteraba—. No, no lo está.
Una vez fuera de la pequeña taberna, Albert tragó el aire fresco de la neblina de Londres. Quizás podía sorprender al «miembro del cuerpo de profesores» almorzando como había hecho con aquellos dos trabajadores.
Pero no fue así. El profesor, según el encorvado secretario del decano, estaría fuera hasta la semana siguiente.
Albert quería preguntarle al secretario si Candy Leagan había visitado ya a su hijo pero no lo hizo. No quería que se enterara de su visita. De hecho, entrando en el vestíbulo principal se arriesgaba a encontrarse con ella.
Se caló el sombrero hasta cubrir sus orejas y se subió el pañuelo hasta la barbilla, salió del edificio y entró en el coche de alquiler que lo esperaba fuera.
Richard sólo tenía doce años. Otra señal en contra de Neal Leagan.
Dominó su deseo de volver a entrar en la escuela y llevárselos a todos de allí, a Candy y a sus hijo. En lugar de ello, se subió al tren y cerró los ojos, intentando olvidar el dolor que Richard debía de estar padeciendo.
Repulsivo, había dicho Candy del intento de Leagan de matarla. Esperaba que ella jamás se enterara de lo repulsivo que era en realidad Neal Leagan.
Esperaba no fuera demasiado tarde para proteger a su hijo, pero tal vez, cuando llegara la ocasión, podía ayudarlo a aceptar lo que había sucedido y seguir con su vida. En aquel momento tenía que concentrarse en detener a Neal Leagan.
La estación de Londres tenía un olor nauseabundo, era ruidosa y estaba abarrotada. Se preguntó lo que pensaría Candy del desierto, de la arena blanca y limpia y del cielo infinitamente azul.
Madame Tusseau no se alegró cuando llegó a su tienda y la persuadió con
su encanto de que le diera más prendas para Candy. La ansiedad lo dominaba cuando llegó a la puerta de su mansión con los brazos cargados de cajas.
Le hubiera gustado haber estado más tiempo con Candy aquella mañana. Ella se había ofendido de verdad cuando él no le había dejado hablar con más detalle de su baño.
Albert imaginó su piel, caliente y sudorosa con el olor de su pasión mezclándose con el dulce aroma de las flores de azahar.
Sin previo aviso, la puerta de entrada de su mansión se abrió de par en par.
Un puñetazo invisible le dio a Albert de lleno en el pecho. Se suponía que George tenía que estar con Candy, visitando a su hijo en Eton, no allí. Sólo estaría aquí si...
— ¿Dónde está Candy? —preguntó con la voz desgarrada.
El rostro del hombre de Cornualles permaneció imperturbable.
—Su esposo vino a visitarla. El temor se retorció en el estómago de Albert.
—No lo habrás dejado entrar.
—Lo hice.
Albert subió los dos escalones de un salto. Varias cajas cayeron al suelo.
— ¿Donde está?
George miró fijamente por encima del hombro de Albert.
—Está con la condesa. En tu habitación.
Albert sintió una estocada de alivio. No había vuelto con su esposo. Se movió para sortear al hombre de Cornualles.
George le cortó el paso.
—La voluntad de Alá prevalecerá, Ibn. Una vida por otra. Así está escrito. Te ofrezco mi vida por la de la señora Leagan.
Candy... muerta.
Las restantes cajas que descansaban en los brazos de Albert salieron volando. Su mano agarró con fuerza el cuello de la túnica del hombre de Cornualles.
—Explícate.
George no intentó liberarse.
—Puse en riesgo la vida de la señora Leagan; puedes hacer lo que quieras con la mía.
— ¿De qué estás hablando?
Los ojos negros de Georgese encontraron impertérritos con la mirada turquesa de Albert.
—Fue envenenada.
La palabra envenenada pasó por encima de Ramiel como frías olas de
horror. Empujando a George hacia atrás, corrió frenéticamente por las escaleras, subiéndolas de tres en tres. Cuando llegó a la puerta de su dormitorio, la abrió con brutalidad. La puerta golpeó contra la pared y casi se volvió a cerrar en su cara. Sólo una bota con la velocidad de un rayo se metió en la entrada para evitarlo.
La condesa había acercado el sillón de terciopelo rojo al lado de la cama. Una tenue luz penetraba por las cortinas cerradas; su cabello rubio parecía plateado en el crepúsculo artificial. Con el ruido de la puerta, su espalda se enderezó bruscamente. El alivio se derramó sobre sus facciones al ver a Albert.
Se llevó una mano delgada y elegante a sus labios:
—Shhh.
Albert devoró la distancia que había entre la puerta y su cama. El corazón le dio un vuelco cuando vio a Candy. Su piel estaba más blanca que la almohada; destellos rojos y dorados centelleaban en su oscuro cabello color caoba, como si hubieran consumido la vida que debía animar su cuerpo. Sombras oscuras bordeaban sus ojos cerrados.
—No te preocupes, Ibnee. Estará bien ahora.
— ¿Cómo? —El murmullo de respuesta fue áspero; arañó su pecho. Sin darse cuenta, extendió una mano, alisó un mechón de pelo húmedo de la frente de Candy. Su piel estaba fría y pastosa.
—Vayamos a otro lugar para no molestarla.
—No. —La furia y el temor luchaban dentro de su pecho. Le había prometido que estaría a salvo con él, y le había fallado—. No volveré a dejarla sola.
Sentado en el borde de la cama, buscó su mano.
—No la toques.
Albert se quedó inmóvil. Lentamente, sin moverse, volvió su cabeza hacia la condesa.
—Le he dado un sedante. Su piel está todavía demasiado sensible —explicó la condesa—. Si la despiertas, le causarás dolor.
La mano de Albert quedó suspendida en el aire por encima de los dedos de Candy, que yacían curvados hacia arriba sobre la colcha.
— ¿Qué quieres decir con que su piel está todavía demasiado sensible?
—Ha sido envenenada, Albert.
— ¿Qué tipo de veneno hace que el tacto sea doloroso?
La condesa no se amedrentó ante la peligrosa suavidad de su voz.
— ¿Acaso has estado tanto tiempo fuera del harén que lo has olvidado?
La cantárida, conocida popularmente como mosca de España, era un afrodisíaco común usado en los harenes aunque normalmente se mezclaba con otros ingredientes para que excitara y no matara.
—Imposible —dijo sin expresión en la voz.
—Te aseguro que no.
— ¿Cómo?
—Basboosa. Estaba rociada con cantárida en abundancia. George le dio un vomitivo para que la evacuara del estómago. Si no hubiera actuado tan rápido, ella habría muerto.
Si George no hubiera admitido a Neal Leagan en su casa, ella no habría sido envenenada.
—Neal Leagan no sabrá nada sobre el envenenamiento con cantárida.
— ¿Estás seguro de que ha sido su esposo?
— ¿Estás insinuando que fue mi chef, Étienne? —replicó él cortante.
— ¿Estás seguro de que el veneno era para Albert? —repuso con tranquilidad la condesa.
La cesta sorpresa. El pastel era para el hijo de Candy.
Nadie conocía la intención de Candy de visitar a sus hijos excepto él y sus criados. Albert había puesto a un espía en la casa de Leagan ¿había puesto éste uno en la de Albert?
George . El hombre de Cornualles sabía que una vez ingerida, no había antídoto para la mosca de España. La única solución para una sobredosis era administrar inmediatamente un vomitivo. También sabía que a menudo no surtía efecto. La cantárida mataba a la vez que excitaba. La dosis que provocaba el deseo no era tan diferente de aquella que causaba la muerte.
—No creo que ninguno de mis criados sea culpable, pero te lo aseguro, si alguno de ellos ha sido, pronto lo sabré —prometió sombrío.
Suavemente, como para no mover la cama, se puso en pie.
— ¿Adonde vas?
—A buscar a un traidor.
—Has dicho que no dejarías a Candy.
No podía evitar que la amargura apareciera en su voz:
—Tú has podido protegerla mejor que yo.
—No podré ayudarla cuando despierte, Albert.
Albert hizo una pausa.
Los efectos de la mosca de España eran duraderos. Aunque lo peor del suplicio hubiera pasado, cuando despertara su deseo aún sería enorme.
Experimentó un endurecimiento en la entrepierna en contra de su voluntad. Y se despreció por su debilidad. Pero cuando Candy despertara, iba a necesitar de su sexualidad. Lo iba a necesitar a él.
No volvería a fallarle.
Catherine observó a Albert mientras miraba a Candy. Sus facciones, tan parecidas a las de su padre, eran una mezcla de dureza y ternura.
Un sentimiento de pesar oprimió su pecho. Por el amor que había sentido. Por lo que podía haber sido y por lo que nunca volvería a ser.
— Albert
Los ojos celestes que se encontraron con los de ella estaban tan brillantes que sintió que el corazón se le oprimía.
—Sé tierno. —Una sonrisa traviesa curvó sus labios—. Pero no demasiado.
Con suavidad, cerró la puerta del dormitorio tras ella.
Parecía que había sido ayer cuando Albert usaba pantalones cortos y seducía a todas las criadas de los alrededores con sus ojos turquesas, el cabello rubio y la piel morena, peleándose por darle el biberón y cambiarle los pañales.
El dolor en su pecho se agudizó.
Si se hubiera quedado en Arabia, Albert habría sido el niño mimado del harén. Y ella... la favorita del jeque. La madre de Albert. Su cerebro se habría convertido en arena del desierto rodeada por el vacío parloteo y el temor constante a que otra mujer obtuviera los favores del jeque. Una mujer de cabello oscuro en lugar de rubio. Una mujer cuya tez fuera similar a la de una mujer nacida en Arabia. Una mujer que pudiera someterse en un mundo de hombres y estar contenta tras las ventanas enrejadas y velos de muselina.
Una mujer que aceptara un placer físico fuera de este mundo y no confundiera el amor con la satisfacción sexual.
—Madame.
El corazón de Catherine dio un salto en su pecho. Un fantasma con turbante salió de entre las sombras, un resto del pasado que ella había rechazado.
La rabia desplazó a la nostalgia. Había renunciado a la belleza de Arabia para no quedar atrapada en ella, mientras que el hombre de Cornualles que ahora estaba frente a ella se sumergía en las tradiciones que habían provocado la ruina de su propia vida.
— ¿Envenenaste la basboosa, Connor?
Él permaneció imperturbable.
—Usted sabe que no lo he hecho.
—Me doy cuenta de que a medida que pasan los años, menos certeza tengo sobre nada. Tú me aseguraste que Candy Leagan era una ramera maquinadora que tenía la intención de arruinar a mi hijo. Me pediste que me metiera en las vidas de dos personas que necesitaban encontrar el amor desesperadamente.
El hombre de Cornualles se estremeció, como si le hubiera pegado una bofetada. De repente, Catherine lo entendió todo.
—Tienes celos —dijo suavemente.
—Lo estoy protegiendo, como es mi deber.
—Mi hijo no necesita de tu protección, Connor. Ya no tienes el deber de
hacerlo. Eres un hombre libre, pero sigues con él. ¿Por qué?
—El jeque me ordenó velar por el Ibn. No eludiré mi responsabilidad.
— Albert te ama pero también ama a Elizabeth. No conviertas su amor hacia ti en odio.
—El es el Ibn; sólo un infiel confía en el amor de una mujer.
Catherine frunció el ceño
—Tú no crees eso, Jhonsons.
—Debo creerlo. Debo cumplir con mi deber. —La voz del hombre de Cornualles latía de dolor—. Si no lo hago, no hay razón por la cual deba seguir viviendo.
De repente, cuarenta años se disolvieron, y Jhonsons fue otra vez un niño de trece años cuyas lágrimas empapaban la arena en la cual estaba enterrado.
Catherine tenía diecisiete años. Había sobrevivido a la violación y la esclavitud. Cuando aquel joven le había rogado sollozando que lo matara, ella no había entendido lo que le habían hecho. En su ignorancia, le había causado un mal, pero ahora comprendía y, quizás, pudiera reparar su error.
—Eres un hombre apuesto, Jhonsons.
—Soy un hombre inútil.
—Cuyo rostro es joven y sus músculos están duros —dijo bruscamente—.
—Me quitaron a la mujer que amaba —rechinó con una crudeza poco común en él—. Me robaron mi capacidad para crear vida.
—Y por eso Albert es más un hijo que alguien a tu cargo.
El hombre de Cornualles permaneció en silencio.
— ¿Has estado alguna vez con una mujer, Jhonsons?
Una breve sonrisa iluminó el rostro de Catherine ante la expresión de furiosa indignación Jhonsons.
—Soy un hombre.
—Pero nunca has querido estar con una mujer. —Si la luz hubiese sido más fuerte, habría jurado que él se había ruborizado.
—Se ríen de ellos en los harenes.
—Pero al menos alcanzan un grado de felicidad. Eras muy joven cuando te lastimaron, Jhonsons. Si hubieras sido un niño al que todavía no le había crecido el vello del cuerpo, podría entender este... este martirio. Afecta a los niños de manera diferente que a los jóvenes. Las mujeres en el harén valoran a los eunucos como tú porque pueden tener una erección y darles placer sin
dejarlas embarazadas. ¿Acaso nunca has deseado a una mujer? ¿Nunca jamás has deseado encontrar el amor en el cuerpo de una mujer?
—No debería estar comentando estas cosas conmigo. —La voz del hombre de Cornualles estaba áspera de furia—. Usted es la mujer del jeque.
No, ya no y no importa cuánto lo quisiera.
—No, Jhonsons, yo soy dueña de mí misma. Y no me quedaré de brazos cruzados viendo cómo apartas a mi hijo de la mujer que ha elegido.
—Jamás le haría daño al Ibn.
—Y sin embargo posees conocimientos sobre la cantárida.
—Si hubiera querido matar a Candy Leagan, no habría envenenado la comida de la cesta. Era para sus hijos. Nunca haría daño a sus hijos.
— ¿Ni siquiera para salvarlos de un destino peor que la muerte?
Los ojos negros de Jhonsons ni pestañearon: —Ni siquiera para eso.
— ¿Vino realmente Neal Leagan hoy aquí? —Sí.
— ¿Estaba solo?
—No.
— ¿Quién estaba con él?
—No lo sé.
El delicado arco de las cejas de Catherine se unió bruscamente.
— Jhonsons r, por favor, no me mientas.
—No miento, madame. Era una mujer. Estaba totalmente cubierta. No dijo nada. No sé quién era. Ni siquiera estoy seguro de que fuera una mujer.
CONTINUARA….
HOLA AQUÍ ACTUALIZANDO ESTA MARAVILLOSA HISTORIA DES PUES DE ALGÚN TIEMPO POR FAVOR ESTAR PENDIENTES PORQUE PRONTO LLEGARÁ EL GRAN FINAL GRACIAS POR SUS COMENTARIOS LAS ADORO.
