Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Venganza para Victimas" de Holly Jackson, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.


Capítulo 26

Bella emergió de la oscuridad, abriendo lentamente un ojo y luego el otro. Era un sonido lo que la guiaba hasta la salida, algo golpeando junto a su oreja.

Aire. Tenía aire. La sangre volvía a su cerebro.

Había abierto los ojos, pero no conseguía darle forma a las siluetas que la rodeaban. Aún no. Había una desconexión entre lo que veía y lo que comprendía. Y lo único que entendía en aquel momento era el dolor, que le abría la cabeza y le retorcía el cráneo.

Pero podía respirar.

Podía escucharse respirar. Y de pronto dejó de hacerlo: el mundo gruñó y rugió a sus pies. Conocía ese ruido. Lo entendía. Un motor arrancando.

Estaba en un coche. Tumbada bocarriba.

Dos parpadeos más y de pronto las formas de su alrededor cobraron sentido, su mente volvió a abrirse. Estaba en un espacio cerrado y estrecho; tenía una moqueta áspera bajo una mejilla y una lona rígida sobre su cuerpo le bloqueaba la luz. Estaba en el maletero de un coche. Sí, eso es, le dijo a su cerebro recién nacido. Y lo que había oído era la puerta cerrándose.

Debía de haber estado inconsciente solo unos segundos. Medio minuto como mucho. El coche estaría justo detrás de ella, preparado. La arrastró. El maletero abierto, bostezando, listo para tragársela.

Sí, eso era lo más importante que tenía que recordar. Su mente se estaba poniendo al día.

El Asesino de la Cinta la había atrapado.

Estaba muerta.

Todavía no: estaba viva y podía respirar, menos mal. Pero estaba muerta en todos los sentidos que importaban. Prácticamente.

Una chica muerta que camina. Aunque no estaba caminando; no podía levantarse.

Le entró el pánico, cálido y espumoso, e intentó dejarlo salir, intentó gritar. Pero, un momento, no podía. Solo se escapaban sonidos amortiguados, no lo bastante fuertes como para llamarlo siquiera un grito.

Algo le cubría la boca.

Se llevó la mano para ver qué era…, pero ¿qué pasaba?, tampoco podía hacer eso. Tenía las manos atadas a la espalda. Atrapadas. Juntas.

Giró una mano todo lo que pudo, dobló el dedo índice para notar lo que rodeaba sus muñecas.

Cinta americana.

Debería habérselo imaginado. Tenía una tira sobre la boca. No podía separar las piernas; debía de tener también los tobillos atados, aunque no podía verlo ni, aunque levantara la cabeza.

Algo nuevo se le desintegraba en la boca del estómago. Una sensación primitiva, antigua. Un terror que iba más allá de las palabras que lo contenían. Estaba por todas partes: detrás de sus ojos, debajo de su piel.

Como todos los millones de partes de ella desapareciendo y apareciendo a la vez, parpadeando, existiendo y dejando de existir.

Iba a morir.

Ibaamoriribaamoriribaamoriribaamoriribaamorir.

Igual se moría simplemente por esa sensación. El corazón le latía tan rápido que ya no sonaba como una pistola, pero no podía seguir así. Se terminaría rindiendo. Se iba a rendir.

Bella intentó gritar otra vez, apretando la palabra «ayuda» contra la cinta americana, pero rebotó. Un grito perdido en la oscuridad.

Todavía quedaba una chispa de Bella dentro de todo el terror, y ella era la única que podía ayudar. «Respira. Respira», se intentó decir. ¿Cómo iba a respirar si estaba a punto de morir? Pero inspiró hondo. Cogió aire y lo soltó por la nariz, y sintió cómo se movilizaba por dentro, ordenando números, empujando esa sensación demasiado fuerte al lugar oscuro de su cabeza.

Necesitaba un plan. Bella siempre tenía un plan, aunque fuera a morir.

Esta era la situación: era sábado, aproximadamente las cuatro de la tarde, y Bella estaba en maletero del coche del Asesino de la Cinta. Daniel Parkinson. La estaba llevando al lugar en el que planeaba matarla. Estaba atada de pies y manos. Esos eran los hechos. Y había más; Bella siempre tenía más hechos.

El siguiente era particularmente pesado, particularmente difícil de escuchar, aunque saliera de su propia cabeza. Algo que había aprendido en un podcast de crímenes reales, algo que jamás pensó que necesitaría saber. La voz de su cabeza se lo repitió claramente, sin pausas, sin pánico: «Si alguna vez te secuestran, debes hacer todo lo posible para evitar que te trasladen. En el momento en el que estás en una segunda ubicación, tus probabilidades de supervivencia se reducen a menos de un uno por ciento».

A Bella la estaban trasladando. Había perdido su oportunidad, esa pequeña ventana de supervivencia abierta durante los primeros segundos ya se había cerrado.

Menos de un uno por ciento.

Pero, por algún motivo, ese número no la hizo volver a entrar en pánico.

Bella se sentía más tranquila, en cierto modo. Una calma extraña, como si asignarle un número hiciera que fuese más fácil de aceptar.

No era definitivo que fuese a morir, sino que había muchas probabilidades de que muriera. Era casi una certeza, no había espacio suficiente para la esperanza.

Vale, respiró. ¿Qué podía hacer?

Todavía no estaba en la segunda ubicación.

¿Llevaba el teléfono encima? No. Se le había caído cuando él la había agarrado. Lo había oído chocar contra el asfalto. Bella levantó la cabeza y analizó el maletero, que vibraba a medida que avanzaban por un camino más árido. Ahí no había nada más que ella. Seguramente él le hubiese quitado la mochila. Bueno, ¿qué más?

Debería haber intentado visualizar el camino por el que iban, tomar una nota mental de los giros que daba el coche. La había cogido al final de Cross Lane, donde los árboles eran más densos. Había escuchado arrancar el motor y no había notado que el coche girara, así que había debido de continuar por esa calle. Pero el terror la había cegado y no había prestado atención al viaje. Diría que ya llevaban unos cinco minutos de trayecto. A lo mejor ni siquiera seguían en Little Kilton. Pero Bella no veía de qué le servía nada de eso.

Entonces ¿qué podía ayudarla? «Venga, piensa». Si mantenía la mente ocupada, no iría a buscar ese lugar oscuro en el que vivía el terror. Pero se le ocurrió otra pregunta mejor. Esa pregunta.

«¿Quién te buscará cuando seas tú la que desaparezca?».

Ya nunca sabría la respuesta, porque estaría muerta. Pero no, no debía pensar eso, se dijo, cambiándose de lado para liberar la presión sobre sus brazos. Conocía la respuesta, era una certeza muy profunda, que viviría más que ella. Su Edward la buscaría. Su madre. Su padre. Jake. Tori, que era más una hermana que una amiga. Daphne. Harry. Jamie, igual que ella lo había buscado a él. Rose. Incluso Tatum.

Bella era afortunada. Y mucho. ¿Por qué nunca se había parado a pensar en la suerte que tenía? Toda esa gente se preocupaba por ella, independientemente de si lo merecía o no.

Ahora sentía algo nuevo. No era pánico. Era un poco menos intenso, más pesado, más triste, se movía más despacio y dolía muchísimo más. No los volvería a ver jamás. A ninguno. Ni la sonrisa torcida de Edward, ni su risa ridícula o sus cientos de formas de decirle que la amaba. Nunca volvería a escucharlo llamarla Sargentita. Jamás se reencontraría con su familia, ni con sus amigos. Bella no sabía que esos últimos momentos con todos ellos habían sido su despedida.

Sus ojos rebosaron y se derramaron, cayendo por las mejillas hasta la áspera moqueta. ¿Por qué no se hundía? ¿Por qué no desaparecía? Pero en algún sitio en el que el Asesino de la Cinta no pudiera atraparla.

Al menos le había dicho a su madre que la quería antes de salir de casa. Al menos su madre había tenido ese pequeño momento al que agarrarse. Pero ¿y su padre? ¿Cuándo había sido la última vez que se lo había dicho a él? ¿Y a Jake? ¿Se acordaría su hermano de ella cuando fuera mayor? ¿Y qué pasaba con Edward? ¿Cuándo le había dicho a él que lo amaba? No lo suficiente, nunca era suficiente. ¿Y si él no lo sabía en realidad? Esto lo iba a destrozar. Bella gritó más fuerte. Las lágrimas se acumulaban alrededor de la cinta sobre su boca. «Por favor, no dejen que piense que es culpa suya».

Era lo mejor que tenía ella, y ahora ella siempre sería lo peor que le había pasado a él. Un dolor en el pecho que nunca olvidaría.

Él la buscaría. No la encontraría, pero atraparía a su asesino, Bella estaba segura. Edward vengaría su muerte. Justicia: una palabra escurridiza, pero la necesitarían para que, en algún momento, todos pudieran aprender a continuar sin ella y llevarle flores a la tumba una vez al año. Un momento, ¿qué día era? Ni siquiera sabía la fecha de su muerte.

Gritó y gritó más fuerte, hasta que las partes más racionales de su mente tomaron el mando y la sacaron de la desesperación. Sí, Edward encontraría a su asesino, descubriría quién era. Sin embargo, había una diferencia entre saberlo y poder demostrarlo. Una diferencia enorme; Bella lo había aprendido por las malas.

Eso sí lo podía hacer. Urdir un plan, para mantener la mente ocupada.

Bella podía ayudarlos a encontrar a su asesino, a meterlo entre rejas. Solo tenía que dejar las pistas suficientes en ese maletero. Pelo. Piel. Cualquier cosa que llevase su ADN. Cubrir este coche con sus rastros, su última marca en el mundo, una flecha que apuntase hacia él.

Sí, podía hacer eso. Se estiró hacia atrás y frotó la cabeza contra la moqueta. Más fuerte. Más fuerte, hasta que le doliese y sintiera cómo se le soltaban los pelos del cuero cabelludo. Bajó un poco más y lo volvió a hacer.

Siguiente: piel. No había mucha disponible: solo la cara y las manos. Dobló el cuello, apoyó una mejilla contra la moqueta y la movió de atrás hacia delante. Gritó del dolor, pero continuó, con la mejilla en carne viva. Si sangraba sería incluso mejor. Dejaría un buen charco, a ver cómo se libraba el asesino de eso. Luego pasó a las manos, moviéndolas torpemente contra la cinta americana. Se raspó los nudillos contra la moqueta y contra la parte de atrás de los asientos.

¿Qué más podía hacer? Se sumergió en los casos que había estudiado.

Le vinieron dos sílabas a la cabeza, una palabra tan obvia que no comprendía cómo no se le había ocurrido antes. Huellas. La policía se las había tomado para descartarla como sospechosa tras la muerte de Stanley.

Sí, exacto. La tela de araña de las yemas de sus dedos sería la red con la que apretar cada vez más al Asesino de la Cinta hasta que lo capturaran. Pero necesitaba una superficie dura, la moqueta no serviría.

Bella miró a su alrededor. Estaba la ventana trasera, pero la lona oscura que tapaba el maletero le impedía alcanzarla. Un momento. Los laterales del coche, junto a su cabeza y sus pies, estaban cubiertos de plástico. Eso serviría. Bella encogió las piernas y apretó las deportivas contra la moqueta, deslizándose hacia arriba y hacia un lado, y repitió ese movimiento, hasta que estaba encogida contra un costado y tenía el plástico al alcance de las manos atadas.

Lo hizo con una mano y luego con la otra. Colocó y apretó cada dedo en el plástico varias veces. Arriba y abajo, donde llegara. Los pulgares fueron los más difíciles, por culpa de la cinta, pero consiguió tocar con las puntas.

Una huella parcial, al menos.

Vale, y después, ¿qué? El coche pareció responderle, dando un salto cuando las ruedas pasaron por encima de algo. Otro giro brusco. ¿Cuánto tiempo llevaba ya conduciendo? ¿Qué cara pondría Edward cuando le dijeran que ella estaba muerta? «No, para». No quería tener esa imagen en la cabeza. En sus últimas horas le apetecía recordarlo sonriente.

Él le había dicho que era la persona más valiente que conocía. Bella no se sentía valiente en ese momento. Para nada. Sin embargo, la versión de sí misma que vivía en la cabeza de Edward sí lo era. A la que acudía a preguntar «¿Qué haría Bella?». Ella lo intentó con el Edward que vivía en su cabeza.

Acudió a él y le preguntó: «¿Qué me dirías que hiciera si estuvieras aquí conmigo?».

Edward contestó.

Le diría que no se rindiera, aunque las estadísticas y la lógica la animasen a hacerlo. «Que le den a ese "menos de un uno por ciento". Eres Isabella Swan-Black, la puta ama. Mi Sargentita. Bellus Maximus. No hay nada que no puedas hacer, amor».

«Es demasiado tarde», le respondió ella.

Él le aseguró que no era demasiado tarde. Todavía no estaba en la segunda ubicación. Aún tenía tiempo, y ganas de luchar.

«Levántate, Belly. Levántate. Tú puedes».

Levantarse. Eso podía hacerlo.

Podía. Edward tenía razón. Todavía no estaba en la segunda ubicación; continuaba en el coche. Y podía usarlo para su beneficio. Sus probabilidades de sobrevivir eran mucho más altas en un accidente que en la segunda ubicación. El vehículo parecía estar de acuerdo con ella. Las ruedas rugían cada vez más contra el camino de gravilla, insistiéndole. «Haz que se estrelle. Sobrevive». Ese era el nuevo plan.

Sus ojos se fueron hasta el final de la puerta del maletero. No había ningún cerrojo para abrirla y salir rodando. La única vía de escape eran los asientos de atrás y, desde allí, se debería lanzar sobre él para que perdiera el control del vehículo.

Vale, tenía dos opciones. Darle una patada al asiento de atrás, lo bastante fuerte como para romperlo y doblarlo; o pasar por encima, por el hueco entre los reposacabezas y el techo. Para eso, tenía que retirar la lona negra.

Bella eligió la opción dos. La lona estaba rígida —la tocó con las rodillas—, pero solo podía estar sujeta por los lados con algún gancho o mecanismo. Lo único que tenía que hacer era reajustar su posición, tumbarse y patear la esquina hasta que se soltara.

El vehículo se detuvo.

Una parada demasiado larga como para ser solo un cruce. Joder.

Bella abrió mucho los ojos. Contuvo la respiración para poder escuchar.

Un sonido; la puerta de un coche abriéndose.

¿Qué estaba haciendo? ¿La iba a abandonar? Esperó a que se cerrara la puerta, pero ese sonido no llegó, al menos durante unos segundos. Y, cuando lo hizo, el coche volvió a arrancar, despacio. No lo bastante rápido como para estrellarlo.

No obstante, solo tardaron siete segundos en volver a detenerse. Y esta vez, Bella escuchó cómo echaba el freno de mano.

Habían llegado.

La segunda ubicación.

Era demasiado tarde.

«Lo siento mucho, mi amor», le dijo Bella al Edward de su cabeza. Y «Te amo». Por si acaso podía hacérselo llegar al de verdad.

La puerta del coche se abrió. La puerta del coche se cerró.

Pasos sobre la gravilla.

El terror había vuelto y se derramaba por el lugar oscuro de su mente, donde ella pensaba que lo había encerrado.

Bella se hizo una bola subiendo las rodillas al pecho.

Esperó.

La puerta del maletero se abrió.

Estaba allí. Pero lo único que ella podía ver era su ropa oscura, hasta el pecho.

Apareció una mano, que tiró de la lona que tenía encima, arrebujándola contra el asiento trasero.

Bella lo miró.

Una silueta contra el sol de la tarde.

Un monstruo a plena luz del día.

Bella parpadeó para ajustar los ojos al brillo.

No era un monstruo, sino solo un hombre. Había algo familiar en la forma de sus hombros.

El Asesino de la Cinta mostró su rostro. Le enseñó a Bella el brillo de su sonrisa.

No era la cara con la que pensaba encontrarse.

Era Neil Prescott.