Capítulo 20 El umbral del Camino
Nahia se desvaneció en la negrura tras la contundente energía que la arrojó contra el muro de piedra. El impacto resonó en su cráneo, sumiéndola en un abismo de oscuridad e inconsciencia. Cuando finalmente emergió de aquella oscuridad, se encontraba en el suelo, la marea de la inconsciencia retirándose de su mente como las olas que golpean la costa, dejando tras de sí una estela de dolor que la atrapó en cada fibra de su ser. Cada movimiento era una lenta y dolorosa batalla, haciéndola anhelar el regreso de la quietud, ansiando que el dolor cesara, aunque fuera solo por un fugaz momento.
A medida que recuperaba la conciencia, un nombre se insinuó en su mente, y en ese instante, recordó por qué se encontraba allí. Atem. La inquietud y el temor por el bienestar del faraón la impulsaron a ir en su encuentro, luego de que fuera arrojado por el aire hasta estrellarse contra el mismo muro que momentos después se erguiría a su encuentro. Algo en su interior cobró vida, una familiar sensación de déjà vu, un ardiente deseo de mantener a raya la oscuridad que acechaba a Atem. Debía despertar. Debía asegurarse de que estuviera bien.
Abrió los ojos y por un instante pensó que se había quedado ciega, una opresión en el pecho la asaltó al ver tanta oscuridad. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no era la ceguera, sino una masa densa y voraz que se extendía como un mar de alquitrán, fluyendo y enroscándose en las paredes y el techo. La opresión en su pecho persistió, como si la misma sombra intentara ahogarla desde adentro.
Era la misma oscuridad que la había perseguido a lo largo de su vida, la que le había arrebatado la tranquilidad, la inocencia y el amor de su familia. Ahora comprendía por qué. Aquella criatura era la responsable, el ente que le había arrebatado la felicidad una y otra vez. Y el motivo estaba en una vida que no podía recordar, una historia milenaria que parecía haber emergido en este tiempo para saldar una deuda que ella ni siquiera recordaba haber contraído. Un poder que había sido arrebatado, por ella. ¿Era ese poder infernal dentro de ella lo que reclamaba la mujer? Se cuestionaba qué decisiones habría tomado en su vida pasada, qué senderos abía recorrido, para que ahora, milenios después, se encontrara cara a cara con aquella realidad.
La voz del faraón la arrancó de su aturdimiento, atravesando la densa bruma que nublaba su mente.
—Haré lo que me pidas —sus palabras resonaron en sus oídos, las manos alzadas en un gesto de sumisión—. Solo permite que Nahia salga de aquí. No la necesitas, puede esperar con el resto afuera.
Nahia sintió el corazón martillear en su pecho, una oleada de pánico surcando sus venas. Intentó articular palabras, pero sus cuerdas vocales parecían haberse petrificado, atrapadas en la nebulosa confusión.
—Por supuesto que la necesito, Faraón —sus palabras eran como un veneno que se deslizaba por el aire—. Los necesito a ambos. Puedo motivarte haciéndola sufrir, para que finalmente me des lo que quiero.
Atem giró su mirada violeta hacia Nahia, y en iese fugaz instante, captó el destello de sorpresa en sus ojos, mezclado con un atisbo de alivio. La interrogante brilló en la mirada de Nahia, pero Atem parecía absorto en pensamientos que ella no podía descifrar. Moviéndole la cabeza con gesto urgente, intentó advertirle, pero él no parecía percatarse. Sus ojos se ensancharon al llegar a una conclusión que Nahia no alcanzaba a comprender, hasta que finalmente desvió su atención hacia la criatura.
—Nahiara, Guardiana de Egipto... y de mi alma.
La luz explotó alrededor de Atem segundos después. Una radiante luminiscencia inundó la sala disipando la oscuridad en un deslumbrante estallido de colores. Filamentos dorados y plateados danzaban en el aire, formando un caleidoscopio resplandeciente que parecía contener todo el espectro del arcoíris en su interior. Por un fugaz instante, Nahia se sintió envuelta en un abrazo ardiente de estrellas, pero esa luminosidad deslumbrante no tardó en volverse avasalladora. La energía se tornó excesiva, y en un deslumbrante estallido final, la consumió, llevándola a la inconsciencia como una ola que arrastra a un náufrago al abismo del sueño sin fin.
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El carruaje avanzaba con un susurro constante de ruedas sobre arena y piedras, un murmullo que llenaba sus oídos como una canción ancestral del desierto. El eco de los cascos resonaba en la tierra, marcando el ritmo implacable del viaje a través de las tierras de Egipto.
Una voz familiar la llamó, sacudiéndola del letargo inducido por el calor y el movimiento constante del vehículo.
—Nahiara, despierta, ya casi llegamos.
Otra voz se alzó, inflexible, cargada de dudas y cuestionamientos. El tono resonando con una acidez palpable, envuelto en un velo de repulsión.
—No entiendo por qué insististe en traerla, Nyla, teniendo mejores opciones a tu disposición.
Nyla resopló.
— Madre, por favor, no empieces.
Las voces se desvanecían en la brisa caliente, fundiéndose con el agitado galopar de los caballos y el crujir de la madera. El sol del desierto ardía implacable en el horizonte, pintando el paisaje con tonos dorados y naranjas, filtrándose entre las ventanas y rendijas del carruaje, iluminando sus párpados y acariciando su piel.
Nahia se esforzó por abrir los ojos, enfrentándose a la luz brillante y al paisaje ondulante que se extendía ante ella, así como a las figuras que la acompañaban. El viaje había sido una odisea, una travesía marcada por las aguas del Nilo y el traqueteo del carruaje en el último tramo del recorrido hacia el castillo del Faraón.
—Sefira habría sido una elección más adecuada, de porte más distinguido y resistente. Es evidente que esta... — hizo una pausa, como si buscara las palabras para aumentar su desprecio — es completamente inútil.
—Sefira — Nyla pronunció el nombre con una risa contenida — Madre, difícilmente podría confiar en ella. Su devoción hacia ti la convierte en un problema.
La madre de Nyla guardo silencio por un momento, pero Nahiara pudo imaginarse la mirada fría puesta sobre su hija.
—Los sirvientes deben mostrar devoción hacia sus amos, no insubordinación y tosquedad. Deben estar al servicio inmediato, ser discretos y estar siempre dispuestos. Difícilmente alguna de estas cualidades se aplica a esta... salvaje.
Salvaje. Ese era un insulto bastante suave, considerando los venenosos epítetos que había recibido de esa mujer a lo largo de su vida. Nahiara mantuvo su boca cerrada y su mirada fija en la ventana del carruaje. No era la primera vez que escuchaba a la madre de Nyla referirse a ella con tanto desprecio; era una rutina dolorosamente familiar. Desde que tenía memoria, nunca le había agradado, y eso era decir poco. Parecía odiarla con una intensidad que hacía difícil compartir un espacio con ella sin ser objeto de sus palabras despectivas. En realidad, ya había perdido el interés en descubrir por qué la detestaba tanto. Solía optar por ignorar todo lo que salía de su boca.
—Confío en Nahiara — sentenció Nyla, su voz firme como la piedra que forjaba los monumentos a los dioses —, confío en que hará lo que yo le pida y será discreta, a diferencia de lo que haría un sirviente a tu disposición.
Nahiara giró su mirada con calma hacia ambas mujeres. La madre de Nyla sostenía la mirada de su hija con ojos del color del oro líquido, tan gélidos como témpanos de hielo. Era la viva imagen de su hija, solo que unos años mayor. Su cabello oscuro y espeso, aunque mientras Nyla ostentaba el esplendor de su larga cabellera que caía tras ella como la crin de un caballo salvaje, su madre prefería llevarlo recogido en una intrincada trenza, adornada con joyas de oro. Compartían el mismo color de ojos, sus pieles suaves y tersas bronceadas por el sol, aunque no tanto como la servidumbre acostumbrada a la exposición diaria. Emitían esa aura de superioridad que distingue a los altos mandos de Egipto; eran la hija y la esposa del Nomarca de Enebek, una provincia pequeña pero no menos crucial en las tierras del Nilo.
—Hace falta más que ser tu confidente para desempeñar el papel de sirviente de una futura reina.
Nyla clavó sus ojos en Nahiara, como si estuviera a punto de compartir algo crucial. Sin embargo, el chirriar de los caballos al detenerse ahogó cualquier posible comentario. La puerta del carruaje se abrió y las tres mujeres descendieron. La madre de Nyla fue la primera en bajar, seguida por su hija, ambas recibiendo la asistencia del conductor. Por último, Nahiara salió por sí misma, su atención absorbida por la vista frente a ella.
El palacio de Faraón se alzaba majestuoso ante ellas, una imponente fortaleza de piedra caliza resplandeciendo bajo el ardente sol egipcio. Sus altas torres, erguidas como centinelas orgullosas, se recortaban en el cielo diurno y despejado, como si estuvieran tocando los límites mismos del reino de los dioses.
Las fachadas del palacio estaban adornadas con intrincados relieves, cada uno contando una historia de epopeyas y conquistas que habían marcado el curso del tiempo. Capturando la gloria de cada reinado en la eternidad de la piedra, las imágenes parecían cobrar vida bajo la luz dorada del sol. Esculturas de dioses, talladas con maestría, observaban con benevolencia a quienes se acercaban a la entrada del palacio, como guardianes silenciosos de la majestuosidad que yacía en su interior.
En la entrada principal, dos imponentes estatuas de leones guardianes flanqueaban las puertas, sus ojos de piedra fijos en el horizonte, vigilantes y protectores. Las amplias escalinatas de mármol, pulidas por el tiempo y el paso de incontables personas, conducían a la entrada, y en la base se recortaban tres figuras, aguardando con una serenidad que parecía tallada en su postura.
El padre de Nyla se encontraba a la derecha, vestido de pies a cabeza con la indumentaria característica de un Nomarca. Extendió una mano en gesto caballeroso para asistir a su esposa y luego a su hija, ayudándolas a ascender los últimos peldaños. Había optado por adelantarse en su carruaje, con la intención de presentar sus respetos al Faraón antes de introducir a su hija y esposa en la majestuosidad del palacio. Sus ojos grises brillaron con una complicidad cuando miró a su familia, que no pasó desapercibida para Nahia, aunque el significado de ese intercambio fugaz de miradas le eludiera por completo.
A la izquierda del Nomarca, otro hombre vestido con una túnica que cubría su cabeza, y una armadura dorada que relucía bajo el sol, los observaba con seriedad y discernimiento. Sus ojos de un tono violeta pálido escudriñaban con una penetrante agudeza. Nahia le devolvió la mirada, percibiendo en él una aura de reserva y fiabilidad, como si fuera un guardián de secretos bien resguardados. En su pecho, pendía un extraño artefacto redondeado, con un ojo de Horus grabado en su centro, una reliquia cuya naturaleza le resultaba intrigante. La joven se preguntó si sería uno de esos objetos de las sombras de los que tanto se hablaba en el reino. El hombre se adelantó y realizó una elegante inclinación, marcando el inicio de su encuentro con la corte del Faraón.
—Bienvenidos — dijo, su voz potente resonando en el aire—. Soy Mahad, sacedote del Faraón y estoy a su servicio. Él los espera.
La tercera persona se adelantó, haciendo una breve reverencia a los visitantes. Vestida con una túnica larga que llegaba hasta el suelo, estaba cubierta de joyas de oro con incrustaciones de piedras preciosas en tonos azules. Un collar con el mismo símbolo que adornaba el pecho del hombre a su lado descansaba sobre su cuello. Su cabello oscuro enmarcaba delicadamente su rostro, y sus ojos de un azul intenso brillaban con una sabiduría antigua y una serenidad que transmitían una sensación de profunda inteligencia.
—Yo soy Isis, es un placer recibirles— Su voz resonó con una melodiosa cadencia, como el canto de un ave en una tranquila mañana egipcia — Síganme, por favor.
—¿Y la servidumbre? ¿Dónde podría aguardar? — La voz de la madre de Nyla rompió la tranquilidad de las presentaciones.
Nahiara y el resto de los sirvientes que acompañaban a la familia del nomarca quedaron en silencio, inmóviles, escuchando el intercambio con silenciosa deferencia. Si bien Nahia solía ser requerida en las presentaciones importantes junto a Nyla, como su principal sirviente, y estaba dispuesta a asegurar su comodidad y satisfacer cualquier deseo, esta ocasión era distinta. Estar frente al faraón de Egipto marcaba una diferencia notable y la madre de Nyla se había encargado de subrayarlo constantemente, relegándolos al lugar que consideraba adecuado, reforzando así su posición de superioridad.
—El faraón espera recibirlos y saludar a todos sus invitados — declaró con determinación.
El rostro de la madre de Nyla se tensó ligeramente, expresando su disgusto. Sin embargo, asintió y tomó a su hija del brazo, siguiendo a los sacerdotes de Faraón.
Nahiara esperó a que los nomarcas tomaran cierta distancia antes de proseguir, manteniéndose con el resto de la servidumbre, sin perder detalle de su entorno. El interior del castillo se desplegó con una majestuosidad que la abrazó mientras se adentraba, envolviéndola en una atmósfera de grandiosidad y esplendor. Las altas columnas, erguidas como antiguos guardianes del tiempo, estaban adornadas con más intrincados relieves que contaban las gestas heroicas de faraones antiguos y narraban la rica historia de Egipto en cada surco. La brillante luz dorada y tibia del sol se filtraba a través de los grandes ventanales, pintando el suelo de roca pulida con tonos resplandecientes. Los muros, revestidos de lapislázuli y ónice, formaban mosaicos que representaban a los dioses egipcios en su esplendor divino, emanando una vibrante energía.
Estatuas majestuosas flanqueaban los pasillos, sus ojos incrustados con gemas parecían seguir cada paso con una mirada vigilante. El suelo, una obra de arte en sí mismo, estaba decorado con intrincados símbolos y marcas que trazaban el camino ceremonial hacia el trono del Faraón. El aire estaba impregnado con el fresco aroma de las flores, insinuando la cercanía de exuberantes jardines. Nahiara imaginó pasear por cada pasillo, absorta en los relatos grabados y maravillada por la magnificencia de la arquitectura.
El sonido de los pasos resonaba, creando un coro rítmico que llenaba el espacio entre las columnas, mientras la brisa danzaba a través de las cortinas de seda. El castillo parecía respirar con vida propia, sus piedras susurrando historias de un pasado glorioso.
Finalmente, frente a ellos se alzaron unas altas puertas dobles de madera, adornadas con piedras preciosas incrustadas en un enrejado de oro macizo. Dos soldados se erguían a cada lado, con movimientos coordinados y precisos, abrieron las imponentes puertas extendiendo una invitación silenciosa a continuar. Al cruzar al otro lado, se encontró en un salón de proporciones majestuosas, exudando la solemnidad digna del palacio de un rey.
Nahiara exploró con sus ojos el vasto salón, desde su posición hasta el final, donde en una plataforma elevada se alzaba sobre ellos el trono del faraón. Aquel asiento, más parecido a un altar celestial que a una simple silla terrenal, se encontraba enmarcado por columnas talladas y estatuas de faraones de imponente presencia.
Una figura ocupaba el trono emanando un aura de majestuosidad y autoridad que llenaba la sala. Vestido en túnicas finamente bordadas con hilos de oro, el faraón irradiaba una serenidad que se percibía en el aire. Sus ojos, tan profundos como las aguas del Nilo en calma, observaban con una mezcla de sabiduría y benevolencia, como si pudieran penetrar en los corazones de aquellos que se detenían ante él.
Para Nahiara, la visión del faraón era como presenciar la personificación misma del poder y la grandeza. Sus pasos se hicieron más cautelosos y su respiración se volvió más pausada. Al llegar al lado del Nomarca, su esposa e hija, todos se inclinaron en una reverencia unísona al imponente gobernante de Egipto.
Cada paso resonó en los muros de piedra, mientras el faraón se tomaba el tiempo para bajar del trono. Nahia, sin atreverse a levantar la mirada, podía sentir el peso de su escrutinio sobre ella y el resto del grupo, haciéndola tiritar de nerviosismo.
—Es un placer verte de nuevo, Raheem — la voz del faraón llenó el espacio, imponiéndose con autoridad — Levántense, por favor.
Todos obedecieron, incluida ella. Cuando finalmente se atrevió a alzar la vista, se encontró con la figura imponente del faraón, a poca distancia. Las orbes violetas y brillantes de sus ojos estaban fijos en el Nomarca frente a él. Aunque joven, emanaba un aura de poder innegable.
—Mi Faraón, Neferet y mi hija, Nyla, han arribado — el nomarca habló con voz calmada y respetuosa, señalando hacia su familia.
Ambas mujeres se inclinaron de nuevo en una reverencia profunda, mostrando el debido respeto hacia el gobernante.
—Han llegado en el momento preciso. Les doy la bienvenida a ambas. Espero que el viaje no haya sido demasiado arduo para ustedes — pronunció el faraón, su voz resonando en el amplio salón.
—Su gracia, el viaje transcurrió sin contratiempos — respondió Neferet, con una voz tranquila y respetuosa, que Nahiara jamás había escuchado salir de su boca.
—Así es, su Alteza — estuvo de acuerdo Nyla, su tono igualmente solemne y respetuoso.
El faraón asintió, su mirada deteniéndose brevemente sobre Nyla. Nahiara percibió algo en su mirada, algo que no pudo identificar, pero desapareció en un segundo.
—Su majestad... — comenzó el Nomarca.
—Por favor, Raheem, me gustaría que me llames por mi nombre, Atem. Quiero que entre nosotros exista una relación de confianza y cercanía.
—Por supuesto, su majestad... Atem — corrigió Raheem con respeto.— Queríamos expresarle nuestra sincera condolencia por la pérdida de su padre. Fue un líder admirable y su legado perdurará en la historia de Egipto. Estoy seguro de que él estaría orgulloso de la sabiduría y la fortaleza que usted ha demostrado al asumir el trono. Que los dioses lo guíen y le otorguen la fuerza para llevar adelante su reinado con éxito y honor.
El faraón escuchó las palabras del Nomarca con seriedad, asintiendo levemente.
—Agradezco tus palabras, Raheem. Saber que cuento con tu apoyo es reconfortante.
El Nomarca hizo otra reverencia. Nahiara observaba la interacción con interés, encontrando fascinación en cada gesto y formalidad que rodeaban al Faraón. No pudo evitar notar la tensión en el ambiente al mencionar la muerte del padre de Atem, un tema que imaginaba aún estaba marcado por la sensibilidad.
Sin embargo, el gesto de Atem al pedir que lo llamaran por su nombre demostraba una humildad que Nahiara no esperaba en un gobernante de su posición. En su experiencia, los líderes egipcios jamás habrían permitido tal familiaridad, considerándolo una falta de respeto grave, incluso castigada con la muerte. Desde luego, el Faraón era diferente. Aquello la dejó intrigada, preguntándose qué tipo de líder se encontraba tras el trono, y cómo sería servir a alguien como él.
—Imagino que todos están agotados — continuó el faraón, sacando a Nahiara de sus reflexiones — Hemos preparado todo para su llegada.
La mirada del faraón recorrió el grupo, inspeccionándolo. Cuando finalmente sus ojos se encontraron con los de Nahiara, esos segundos parecieron estirarse infinitamente en el tiempo, como si dos estrellas colisionaran en el vasto universo. Nahiara sabía que no debía sostener la mirada del faraón, pero se quedó inmovilizada por la intensidad que emanaba de esos ojos violeta. Era como si una chispa ardiente la atravesada por completo, amenazando con consumirla desde adentro. Por un fugaz instante, el mundo se redujo a la feroz conexión entre sus miradas, mirándose como si pudieran desentrañar los secretos más oscuros de sus almas sin pronunciar una sola palabra.
Atem fue el primero en desviar la mirada, y ella aprovechó para ocultar su rostro, que ardía de vergüenza. Apenas habían transcurrido unos instantes, pero su piel zumbaba como si estuviera expuesta a un sol abrasador. No se atrevió a alzar la vista de nuevo, temiendo encontrarse con los ojos del Faraón fijos en ella, quizás con una orden de detención en los labios por atreverse a mirarlo de manera tan descarada.
—Mahad, Isis y Karim les mostrarán sus aposentos — la voz del faraón mantuvo su tono imperturbable — Raheem, tu familia y tú pueden retirarse a descansar. Nos reuniremos para la cena. Respecto a tus sirvientes, uno de mis sacerdotes los guiará a sus habitaciones y les mostrará el castillo para que se familiaricen.
Raheem inclinó la cabeza en señal de respeto y se despidió. Nahiara aguardó a que todos comenzaran a voltearse para salir, para entonces ella hacer lo mismo, sin arriesgarse a posar nuevamente sus ojos sobre él.
