«La costumbre de amar suele limar el amor, debilitarlo. Hay que amar al margen de cualquier costumbre, improvisadamente.»
—Mario Benedetti.
Mei por poco se había muerto del susto cuando Aioria la llamó, y sin siquiera darle tiempo de saludar o preguntarle qué sucedía le comentó que Aioros había sufrido un accidente en su trabajo y que estaban ahora en el hospital. La chica casi entró en pánico y apenas pudo tranquilizarse lo suficiente como para pedir un permiso de salir antes de la escuela bajo la excusa de una emergencia familiar. De manera algo recia la administración se lo concedió, pero sólo cuando ella les aseguró que había completado las horas de clase de aquella jornada. Tuvo que calmarse para evitar provocar un accidente en su camino en auto al hospital, y no bien cruzó la puerta de la recepción del mismo se topó con Aioria y con su suegra ahí, esperando sentados en el pasillo.
En todo el camino ella no había hecho nada más que pensar lo peor. Se imaginaba que su amado había sido herido por un disparo, que lo habían acuchillado, incluso por alguna razón le llegó a la mente la idea de que se había caído por un peñasco y estaba luchando por su vida.
Pero Aioria con una expresión entre la diversión y los nervios le explicó que no era nada de eso.
Lo que había sucedido fue que simplemente por estar forcejeando con un borracho que se resistía al arresto Aioros terminó cayendo con esa persona por unas escaleras. Gracias al cielo no habían sufrido ninguno de los dos una lastimadura en la columna o en la nuca, pero la pierna del de ojos verdes sí se había visto afectada y por eso le habían dado dos semanas de discapacidad y le habían recetado reposo y analgésicos mientras su pie se recuperaba.
Si bien Mei se tranquilizó solamente un poco al saber que Aioros al menos no estaba en peligro letal, sólo lo suficiente para no sufrir una crisis nerviosa allí mismo. La sensación de angustia y el imaginarse el dolor que hubiera sufrido Aioros con esa caída hacía que se le revolviese el estómago. Fue la madre de Aioros y Aioria, una dulce mujer de cabellos claros y brillantes ojos verdes como los de sus hijos la que la tranquilizó diciendo que ya habían ido a ver a Aioros y estaba bien, sólo algo adolorido y sobresaltado.
Al cabo de un rato la doctora les dio el permiso de volver a entrar a la habitación y entraron acompañados por la mujer de cabellos negros: La habitación de hospital tenía las paredes pintadas de blanco y color pardo, un fuerte aroma de medicamentos y jabón de piso, cuatro camas alineadas a lo largo de la habitación y una ventana en el fondo, dos de ellas eran ocultas por las cortinas pardas, la otra estaba vacía y luego estaba la cama de Aioros, en la que este se encontraba sentado en el borde y con la pierna entablillada apoyada con todo cuidado en un banco.
—¡Aioros!
—¿Mei?
La joven fue rápidamente hasta él y lo abrazó sin demasiada fuerza por más ansiosa que estuviese, puesto que su suegra le había advertido desde antes que no fuese tan brusca con él debido a sus otras heridas, también evadió a toda costa mover por accidente la pierna dañada.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella.
—Un poco mejor ahora que te vi.
—¡Hablo en serio! —insistió ella mientras lo soltaba.
—Y yo también —replicó el de cabello castaño.
Tanto Aioria como la madre de los hermanos soltaron una risita y procedieron a acercarse también a la camilla. Junto a la que Mei estaba parada acariciándole el pelo a Aioros.
—¿Ya te dieron algo de comer, querido? —preguntó la madre. A lo que Aioros negó y Aioria hizo una mueca.
—Si le dieran algo de comer creo que sería más o menos lo mismo —comentó el de cabellos más claros—. He estado aquí antes y la comida es espantosa ¡Ni siquiera creo que sea buena para los pacientes!
—¡Aioria! —ambas mujeres le reclamaron al leonino, y su madre le dio tremendo pellizco en el brazo que lo hizo pegar un grito.
—Sólo era un comentario —se quejó el menor frotándose el brazo agredido.
—Voy a hablar con la doctora —dicho esto la mujer se dio la vuelta y salió de la habitación.
Aioria frunció el ceño.
—¡Mamá! ¡¿Ahora me ignoras?! —reclamó el menor mientras que Aioros y Mei... Sencillamente trataban de disimular sus risas con poco éxito.
Aioros le explicó a Mei que ya le habían dado de alta y sólo esperaban los últimos trámites. Sí bien Mei se sintió relativamente aliviada —puesto que el pesadísimo ambiente en el hospital la asfixiaba un poco—, no pudo evitar pensar que era algo apresurado, aunque prefirió ahorrarse los comentarios viendo que, aparte del yeso y los raspones su amado se veía bastante bien.
Cuando llegó el momento de salir del hospital, la madre de Aioros y Aioria sacó de su bolso ropa de Aioros que a saber en qué momento o cómo había sacado —cuando Aioria se lo preguntó la mujer sólo dijo: Una madre siempre está preparada para todo—, le cambiaron la bata del hospital con la incómoda abertura en su espalda y finalmente salió con muletas y ayudado por su hermano de esa habitación cuyo olor a analgésicos empezaba a provocarle dolor de cabeza.
Cuando llegaron al apartamento que Aioros y Mei compartían lo tendieron en la cama con la pierna enyesada bien estirada, y estuvieron un rato en la habitación conversando sobre lo sucedido y lo dicho por la doctora hasta que Aioria y su madre decidieron marcharse, para dejar descansar tranquilo al mayor. Mei los despidió en la puerta y después se quedó sola con Aioros, caminó de vuelta hacia la habitación y volvió a sentarse junto a él, en su lado de la cama.
—¿Quieres que te traiga algo? —preguntó ella, Aioros sonrió suavemente.
—Estoy bien, Mei. Sólo que no suelo tener la pierna estirada tanto tiempo —él hizo una mueca—, y empieza a hormiguear.
En respuesta, Mei gateó hacia la pierna lastimada de Aioros y empezó a masajearle justo en donde no cubría el yeso. Cuando ella alzó de nuevo la mirada vio a Aioros sonrojado, y ella sonrió con ternura.
Durante las siguientes dos semanas Aioros apenas se movió de la cama y muchas veces se sintió al borde de la locura. Intentó entretenerse jugando con las lámparas, contando los grumos de sus almohadas, contando los pájaros que cruzaban por la ventana del dormitorio e incluso buscando telarañas en el cielorraso. Al cabo de una semana ya había resuelto todos los acertijos que se pudo inventar en la habitación y al primer fin de semana se sentía al borde de la locura. Aioria lo visitaba seguido en el apartamento para acompañarlo y (por pedido de Mei y su madre) asegurarse de que no se levantara o apoyara el pie a no ser que fuese estrictamente necesario. Por desgracia cuando Aioria se iba Aioros volvía a quedarse sin algo qué hacer, y sin más opción trataba de dormir la siesta o leer, terminó leyendo dos veces cuatro libros grandes, sumado a una edición de El Principito y otros cuentos infantiles.
Pero de cierta forma también valió la pena esa muerte lenta de aburrimiento. Porque cuando su novia regresaba de su trabajo en la escuela se desentendía de cualquier cosa que no fuese él: Le colocaba la cabeza en su suave regazo y le cantaba canciones o simplemente lo mimaba en el cabello y el rostro, le preparaba postres o comidas incluso más deliciosos de lo normal y se quedaba con él todo el tiempo que le fuese posible. Con ella la pasaba tan bien que hasta se le olvidaba su vergonzosa condición hasta que Mei le masajeaba la pierna o le cambiaba el yeso. A veces Mei lo cubría de besos cuando estaba segura de que no le haría daño. La verdad es que Aioros podría acostumbrarse a eso.
Por lo menos hasta la mañana, cuando la mujer se iba de nuevo a la escuela, y él se quedaba solo de nuevo sin nada qué hacer y dependiendo únicamente de las llamadas de sus padres, hermano y compañeros de trabajo para evitar enloquecer por completo.
Llegó el segundo Lunes, y ya a Aioros le picaba la piel saboreando el alta. Hasta cierto punto ya ni siquiera le dolía tanto el pie y podía apoyarlo sin mucha dificultad estando descalzo, aunque se probó un zapato en una ocasión y no fue igual, por eso Mei y Aioria seguían sin permitirle caminar demasiado, lo bueno era que estos ahora le tenían más piedad y, dándose cuenta de las horas de aburrimiento que soportaba sólo mirando el techo, le habían puesto en la mesita de noche varios de sus libros. Eso lo ayudó bastante a matar el tiempo.
En esos momentos él se encontraba leyendo una antología de cuentos que antes no había podido leer por falta de tiempo, lo tenía tan concentrado que se sobresaltó cuando escuchó la puerta del apartamento siendo abierta. Aioria se había ido hace menos de dos horas, por lo que él sonrió al saber de antemano de quién se trataba.
Una mano femenina tamborileó con sus dedos en el marco de la puerta, como si estuviese pidiendo permiso para acceder, Mei entró con una dulce sonrisa y los ojos tiernos al toparse con los de Aioros.
—Buenas noches —dijo Mei suavemente, dejó su bolso en la silla del tocador y luego caminó hacia el lado de la cama en la que estaba Aioros para inclinarse a besarlo.
—¿Noches? Son apenas las seis. Llegaste temprano —contestó Aioros.
—Una compañera se ofreció a traerme en su auto en lugar de esperar el metro.
—¿Es tu amiga?
—No realmente, es más una compañera. Quizá quiere algo de mí.
—Quizá sólo quiso ser amable, Mei.
Mei sonrió mientras se quitaba los tacones sentada en la orilla de la cama, después gateó hasta donde Aioros se encontraba y se recostó de lado cerca de su torso. El de ojos verdes cambió de posición para mirar a los ojos a su novia, con cuidado de no torcerse el pie enyesado.
—¿Cómo te sentiste hoy? —dijo Mei con ternura.
—Aburrido —contestó Aioros—. Si te refieres a mi pierna, sólo siento algunas molestias cuando la muevo, pero ya no duele como antes.
Mei bajó la mano para acariciar el muslo externo de Aioros, no era una caricia provocativa sino un simple mimo, como tratando de relajar un poco el posible dolor.
—Es un alivio. Una fractura es algo grave ¿Te imaginas si fuese peor y tuvieses que estar incapacitado un mes?
—¡No por favor! Llevo sólo dos semanas y apenas me estoy aferrando a la cordura —respondió el hombre medio en broma y medio en serio.
—Pasas demasiado tiempo con Aioria. Te estás haciendo igual de dramático.
Se suponía que era una queja, pero la sonrisa suave y contenta de Mei decía todo lo contrario. Su rostro se veía más gentil de lo normal y eso era algo que sus amigas, hermanos y hasta otros desconocidos habían hecho notar, que cuando hablaba de su novio o estaba junto a él ella parecía iluminarse, prácticamente volverse de algodón. Ella no notaba en sí misma nada diferente la verdad, pero la verdad no le interesaba más que todo porque no era del todo mentira. La presencia de Aioros iluminaba su vida.
En lugar de responder Aioros pasó el brazo por la cintura de Mei y la acercó a su costado, ella se deslizó sin ninguna resistencia y se movió para apoyar su mejilla entre el hombro y la clavícula de Aioros, el sagitariano llevó su otro brazo bajo el cuello de Mei para rodearla por detrás y acariciar con su pulgar la piel descubierta del brazo de la chica.
—Así me siento mucho mejor —murmuró él para luego besarle con ternura la sien a Mei.
—Estás muy amoroso desde que te facturaste ¿Los antibióticos tienen efectos secundarios?
—No son los antibióticos, es tu ausencia la que tiene efectos secundarios.
—¿Dónde leíste eso?
—¡Lo acabo de inventar!
Mei dejó salir una breve carcajada: —Estuvo terrible, Aioros.
A pesar de que pretendió estar ofendido el castaño no podía dejar de sonreír.
—Pero no miento —dijo—. Me doy más cuenta de tu ausencia cuando te vas y yo me quedo aquí encerrado sin poder moverme. Eso es lo bueno de estar lastimado.
—¿Qué puedes quedarte holgazaneando?
—No, que cuando vuelves a casa puedo quedarme así contigo.
Eso sí que Mei lo consideró dulce, por eso se movió para besarle la mandíbula a Aioros, con cuidado de no apoyarse en la pierna enyesada.
