Disclaimer: Nada de esto me pertenece, la saga crepúsculo es propiedad de Stephenie Meyer y la trama es del libro "Venganza para Victimas" de Holly Jackson, yo solo busco entretener y que más personas conozcan este libro.
Capítulo 29
Nononononononononono.
El aire entraba y salía agitado por su nariz, siseando contra los bordes de la cinta.
Bella movió las piernas para buscar en lo desconocido, por un lado y por el otro. No había nada más que hormigón. El tornillo había desaparecido, estaba fuera de su alcance. Y ella volvía a estar muerta.
«Lo siento, Edward —le dijo al Edward de su cabeza—. Lo he intentado. De verdad. Quería volver a verte».
«No pasa nada, Sargentita —le respondió él—. No pienso irme a ninguna parte. Y tú tampoco. Los planes cambian continuamente. Piensa».
¿Qué quería que pensara? Esa había sido su última oportunidad, el único resquicio de esperanza, y ahora el terror se estaba alimentando también de eso.
Edward se sentó con ella, espalda con espalda, pero en realidad era la pesada cuba de herbicida lo que reposaba sobre sus hombros, resbalándose por la esquina suelta de la balda. El metal crujió y se deformó.
Bella intentó cogerle la mano a Edward y tocó la esquina. Notó que había un hueco mínimo entre la balda torcida y la pata de la estantería a la que debía estar unida. Era diminuto, pero lo bastante grande como para que cupiera una uña, así que también pasaría la cinta americana que apretaba sus muñecas.
Bella aguantó la respiración mientras lo intentaba. Bajó las manos e introdujo la cinta por ese hueco. Se quedó enganchada en la balda, así que agitó las manos hasta que se soltó. Deslizó sus ligaduras por debajo de la balda, de modo que solo estaba atada la parte más baja de la estantería. Lo único que la mantenía allí era esa parte de la pata y el suelo sobre el que se apoyaba. Si pudiera levantar de alguna forma la estantería, podría pasar la cinta por debajo y liberarse.
Arrastró los pies atados para palpar la zona, con cuidado para que la cuba no se cayera. Se le hundieron las piernas en el canal que recorría el suelo de hormigón. Era buena idea, en realidad. Si pudiera arrastrarse hacia delante y llegar al canalón, habría espacio debajo de la pata para poder soltarse. Pero ¿cómo iba a arrastrar la estantería? Estaba pegada a ella por las muñecas y tenía los brazos a la espalda. Si no había sido capaz de usarlos para forcejear contra Neil Prescott, era imposible que pudiera levantar ese mueble tan pesado. No era tan fuerte y, si pretendía sobrevivir, debía ser consciente de sus límites. Esa no era la forma de salir de allí.
—¿Y cuál es? —intervino Edward.
Una idea: la cinta americana se había desgarrado con la balda torcida cuando había bajado las manos. Si seguía pasándola por el hueco, se seguiría desgarrando y a lo mejor conseguiría hacer pequeños agujeros en las ataduras. Pero eso le iba a llevar un rato, como el que ya había pasado aflojando la tuerca y sacando el tornillo. Neil podría volver en cualquier momento. Bella debía de llevar aproximadamente una hora sola, tal vez más.
Sola, aunque Edward estuviese allí. Pensaba con su voz. Era su salvavidas. Su piedra angular El tiempo era un obstáculo. La fuerza de sus brazos, otro. ¿Qué le quedaba?
Las piernas. Tenía las piernas libres. Y, al contrario de los brazos, sí que eran fuertes. Llevaba meses corriendo para huir de los monstruos. Quizá fuera demasiado débil para tirar de la estantería, pero igual era capaz de empujarla.
Bella volvió a explorar lo desconocido con las piernas, estirándose hasta la pata trasera de la estantería. A través de la tela de las deportivas notó que no estaba pegada a la pared. Se encontraba separada unos centímetros, al menos el ancho de su pie. No había mucho espacio, pero sería suficiente. Si conseguía empujar la estantería hacia atrás, se volcaría y se recostaría contra la pared. Entonces, las patas delanteras quedarían levantadas, como un insecto bocarriba. Ese era el plan. Un buen plan. Y quizá viviría para volver a ver a todo el mundo.
Bella balanceó las piernas hacia delante y clavó los talones en el hormigón, utilizando el borde del canalón para impulsarse. Hizo fuerza con los hombros contra la estantería, aún sujetando la cuba para que no se resbalara.
Hizo fuerza con los talones y se levantó del suelo.
«Vamos», se dijo. Y ya no tenía que hablarse con la voz de Edward. La suya era suficiente. «Venga».
Bella chilló por el esfuerzo, y su voz sonó amortiguada por la máscara de la muerte.
Apoyó la cabeza contra la pata de la estantería y empujó más.
Notó un movimiento, o igual solo era un engaño de la esperanza.
Acercó un pie, luego el otro, y volvió a llevarlos hasta el canalón, empujando fuerte los hombros contra la estantería. Le temblaron los músculos de las piernas y sintió que el estómago se le desgarraba, pero sabía que era eso o la muerte, y empujó y empujó y empujó.
La estantería cedió.
Se cayó hacia atrás. El metal repicó al chocar contra el ladrillo. La cuba por fin cayó con un ruido sordo, abriéndose al chocar contra el hormigón.
Las otras se resbalaron y se precipitaron contra la pared. Un olor químico muy intenso llenaba la sala, y un líquido le mojaba las piernas.
Pero todo eso daba igual.
Bella bajó las ataduras por la pata de metal. Y allí, abajo del todo, estaba la libertad. Solo se había levantado un par de centímetros del suelo, o eso es lo que parecía, pero era más que suficiente. Deslizó la cinta por el extremo y fue libre.
Libre, pero no del todo.
Bella se alejó de las estanterías y del líquido que se acumulaba a su alrededor. Se tumbó de lado, se llevó las piernas al pecho y pasó las manos atadas por encima de los pies. Ya tenía los brazos delante.
La cinta se despegó con facilidad. Una mano salió por el hueco que había dejado la pata, y luego liberó la otra.
La cara. Lo siguiente era la cara.
A ciegas, fue tocando la máscara de cinta americana, buscando el extremo que había dejado Neil. Allí estaba, junto a la sien. Tiró de él y la cinta se fue despegando con un fuerte ruido. Le tiraba de la piel, de las pestañas y de las cejas, pero Bella se la arrancó rápido y abrió los ojos.
Parpadeó y miró el frío almacén y la estantería destrozada. Continuó tirando y arrancando. El dolor era agonizante, tenía la piel en carne viva, pero era un dolor bueno, porque significaba que iba a vivir. Se sujetó el pelo para evitar arrancarlo de raíz, pero la cinta se llevó algunos mechones.
Desenrolló y desenrolló.
Por encima de la cabeza y por debajo de la nariz. Se liberó la boca y cogió aire con fuerza. La barbilla. Una oreja, la otra.
Bella tiró la máscara al suelo. La cinta americana, larga y serpenteante, estaba llena de pelo y pequeñas manchas de sangre.
Neil le había robado la cara, pero ella la había recuperado.
Bella se inclinó y se desató los tobillos, luego se levantó. Le temblaban las piernas y casi se desplomaron al sentir su peso.
Ahora la sala. Solo tenía que salir de allí y estaría viva, prácticamente.
Se escabulló hasta la puerta, pero se tropezó con algo en el camino. Miró hacia abajo: era el tornillo que se le había caído. Había rodado casi hasta la salida. Bella agarró el picaporte y tiró de él hacia abajo, sabiendo que era inútil. Había escuchado a Neil encerrarla. Pero había una puerta al otro lado del almacén. No daría al exterior, pero sí a alguna parte.
Bella fue corriendo hacia ella. Las deportivas rechinaron contra el suelo de hormigón, tropezó y perdió el control hasta chocar contra una mesa que había junto a la puerta. Encima de esta había una caja de herramientas que se movió haciendo un ruido metálico. Bella se enderezó y tiró del picaporte de la puerta. Estaba cerrada con llave. Joder.
Se fue hacia el otro lado, hacia la cuba de herbicida. El líquido oscuro se derramaba en el canalón como un río maldito. En él se reflejaba una línea brillante, pero no era de las luces del techo. Provenía de la ventana, arriba, enfrente de ella, que dejaba pasar las últimas luces de la tarde. O las primeras. Bella no sabía qué hora era. Y la estantería volcada contra la pared llegaba hasta arriba, como si de una escalera se tratase.
La ventana era pequeña y no parecía que estuviera abierta, pero Bella cabía por ella, estaba segura. Y, si no, haría lo que fuera por caber. Subiría hasta allí y saltaría al exterior. Solo necesitaba algo con lo que romper el cristal.
Miró a su alrededor. Neil había dejado el rollo de cinta americana en el suelo, junto a la puerta. A su lado había una bobina de cuerda azul. La cuerda azul. Cuando se dio cuenta, se estremeció. Era la que el Asesino de la Cinta iba a utilizar para matarla. Iba. Aunque todavía podría usarla si llegara en ese mismo instante.
¿Qué más había allí? Solo ella y un montón de herbicidas y fertilizantes.
Un momento. Su mente dio un salto hacia el otro lado del almacén. Había una caja de herramientas.
Corrió de nuevo hacia allá. Le dolían las costillas y el pecho. Había una nota pegada en la caja de herramientas. En ella decía, con frases torcidas, «J, el equipo rojo sigue llevándose las herramientas del azul. Dejo esto aquí para Rob. L.».
Bella quitó las presillas y abrió la tapa. Dentro había un montón de destornilladores y tornillos, cinta métrica, alicates, un taladro pequeño y una especie de llave. Bella metió la mano. Abajo del todo había un martillo. Uno muy grande.
—Lo siento, equipo azul —murmuró mientras lo sacaba.
Bella se puso frente a la estantería volcada, su estantería, y miró atrás una vez más, a la sala en la que sabía que podía haber muerto. Donde las otras murieron. Las cinco. Entonces empezó a subir. Clavó el pie en la balda inferior, como si fuera un peldaño, y se impulsó hacia el siguiente. Todavía le quedaba fuerza en las piernas, que se movían rápido por la adrenalina.
Cuando llegó a la última balda, perdió un poco el equilibrio frente a la ventana. Tenía un martillo en la mano y había un cristal sin romper delante de ella; Bella tenía experiencia con esto. Su brazo sabía qué hacer, se acordaba, y se echó hacia atrás para coger impulso. Golpeó la ventana, que se rajó formando una tela de araña que se extendía por todo el cristal reforzado. Golpeó otra vez, y entonces en martillo atravesó el cristal, que se hizo añicos a su alrededor. Quedaron trozos en el marco, pero los arrancó uno por uno para no cortarse. ¿A qué distancia estaba del suelo? Tiró el martillo y lo vio caer contra la gravilla. No estaba muy alto. No le pasaría nada si doblaba las rodillas.
Ahora solo estaban ella y un agujero en la pared, y algo la esperaba al otro lado. No algo. Todo. La vida, una vida normal, y el equipo Edward y Bella y sus padres y Jake y Tori y todos. Puede que incluso la estuvieran buscando, aunque no llevara mucho tiempo desaparecida. Tal vez algunas partes de ella ya no estuvieran, partes que quizá no recuperaría, pero ella todavía estaba allí. E iba a volver a casa.
Bella se agarró al marco de la ventana y se impulsó hacia delante, con las piernas levantadas Se agachó un poco para pasar los hombros y la cabeza.
Miró hacia abajo, a la gravilla, al martillo, y saltó.
Cayó de pie, con fuerza, y el impacto le subió por las piernas. Sintió un dolor en la rodilla izquierda, pero era libre, estaba viva. Respiró tan fuerte que casi parecía una risa. Lo había conseguido. Había sobrevivido.
Bella se paró a escuchar. El único sonido era el del viento entre los árboles, una brisa que ahora también le entraba a ella por la nariz y la boca, y soplaba por sus costillas. Bella se agachó y cogió el martillo, sujetándolo a un lado, por si acaso. Pero en cuanto dobló la esquina del edificio, vio que el complejo estaba vacío. El coche de Neil no estaba y la puerta volvía a estar cerrada. La valla metálica era muy alta, demasiado, jamás podría treparla. Pero la parte de atrás del jardín estaba bordeada por árboles y seguramente la valla no los rodeara.
Nuevo plan: solo tenía que seguir los árboles. Seguir los árboles, encontrar una calle, una casa, a alguien, llamar a la policía. Eso era todo.
Quedaba lo más fácil. Tan solo mover un pie delante del otro.
Un pie delante del otro, el crujido de la gravilla. Pasó por delante de las furgonetas aparcadas, de grandes contenedores y máquinas, camiones con cortacéspedes y una pequeña carretilla elevadora. Un pie delante del otro.
La gravilla se convirtió en arena, que se convirtió en el crujido de las hojas.
El último rayo de sol ya se había escondido, pero la luna había salido temprano y vigilaba a Bella. Estaba sobreviviendo: un pie delante del otro, no hacía falta más. Las deportivas y las hojas crujían bajo sus pies. Soltó el martillo y continuó entre los árboles.
Un nuevo sonido la detuvo.
El rugido distante del motor de un coche. La puerta cerrándose detrás de ella, a lo lejos. El chirrido del portón.
Bella se escondió detrás de un árbol y miró hacia los edificios.
Dos luces amarillas le guiñaban entre las ramas a medida que avanzaban. Escuchó las ruedas sobre la gravilla.
Era el Asesino de la Cinta. Neil Prescott. Había vuelto. Había regresado para matarla.
Pero no la encontraría allí, solo a las partes que ella había dejado atrás.
Bella se había ido, había escapado. Lo único que tenía que hacer era encontrar una casa, a una persona, y llamar a la policía. Eso era lo fácil. Podía hacerlo. Se dio la vuelta, dejando las luces atrás, en lo desconocido. Siguió avanzando, acelerando el paso. Solo tenía que llamar a la policía y contárselo todo; que el Asesino de la Cinta había intentado matarla y que sabía quién era. Incluso podía llamar al inspector Hawkins directamente, seguro que lo entendía.
Vaciló un instante, con un pie flotando sobre el suelo.
Un momento.
¿Lo entendería?
Qué va. Nunca entendía nada. Y ni siquiera era cuestión de comprender, era cuestión de creer. Se lo había dicho a la cara, amablemente, pero el mensaje le había llegado igualmente: que se lo estaba imaginando. Que no tenía un acosador, que eran imaginaciones suyas, que veía peligro en cada esquina a causa del trauma que había vivido. Él había formado parte de ese trauma, porque no la había creído cuando había acudido a decirle lo que le había pasado a Jamie.
Era un patrón que se repetía. No, no era un patrón, era un círculo. El final era el principio. Hawkins no la había creído antes, en dos ocasiones, ¿por qué pensaba que ahora sí?
La voz de su cabeza ya no era su Edward, sino el inspector. Lo dijo amablemente, pero el mensaje le llegó igualmente: «El Asesino de la Cinta está en la cárcel. Lleva años encerrado. Confesó». Eso es lo que él diría.
«Stu Macher no es el Asesino de la Cinta —le contestaría Bella—. Es Neil Prescott».
Hawkins negó con la cabeza dentro de la suya.
«Neil Prescott es un hombre respetable. Padre, marido. Ya ha sufrido bastante por lo que le pasó a Sid. Hace años que lo conozco, a veces jugamos al tenis. Es amigo mío. ¿No crees que me habría dado cuenta? Él no es el Asesino de la Cinta y no supone ningún peligro para ti, Bella. ¿Sigues yendo a terapia? ¿Te están ayudando?».
«Le estoy pidiendo ayuda a usted».
Se la pedía una y otra vez, pero ¿cuándo aprendería? ¿Cuándo rompería el círculo?
Y, si sus peores miedos eran ciertos, si la policía no la creía y no arrestaba a Neil, entonces ¿qué? El Asesino de la Cinta seguiría en libertad. Jason podría volver a raptarla, porque era muy escandalosa y tenía que hacerla callar de alguna forma. Él se saldría con la suya. Como sucedía siempre. Él. Mike Newton. Por encima de la ley, porque la ley estaba mal.
Dejaban tras de sí una legión de chicas muertas y de ojos sin vida.
—No me creerán —se dijo Bella, con su propia voz esta vez—. Nunca nos creen.
Lo dijo en voz alta, para escucharlo. Para entenderlo. Estaba sola.
James Green no era quien tenía todas las respuestas; era ella. No necesitaba que él se lo dijera para saber qué debía hacer.
Romper el círculo. Tenía que encargarse ella, aquí y ahora. Y solo había una forma de hacerlo.
Bella se dio la vuelta, las hojas crujieron bajo sus pies y se enganchaban a la suela blanca de sus zapatos.
Y caminó de vuelta.
Entre los árboles oscuros. La luz de la luna brillaba sobre la superficie del martillo que había dejado caer, mostrándole el camino. Se agachó para recogerlo y lo agarró con fuerza.
Las hojas secas dieron paso al césped, a la arena, a la gravilla, atenuando sus pasos, presionando los pies sin hacer ruido. Quizá ella fuera muy escandalosa para su gusto, pero no la iba a escuchar llegar.
Delante de ella, Neil había salido del coche y caminaba hacia la puerta por la que la había arrastrado. Sus pasos disimulaban los de ella. Cada vez más y más cerca. Él se paró, y ella también, esperando. Esperando.
Neil se metió la mano en el bolsillo y sacó el montón de llaves.
Aprovechando el ruido del metal, Bella se acercó.
Tenía que romper el círculo. El final era el principio y él era los dos. El origen. Todo terminaría donde había empezado.
Giró una llave y la puerta se abrió con un «clac». El sonido resonó en el pecho de Bella.
Neil empujó el portón, que se abrió mostrando el almacén iluminado de amarillo. Dio un paso adelante y se detuvo en el umbral. Miró hacia arriba y dio un paso atrás con la mirada fija al frente. Contempló la escena: la estantería volcada, la ventana rota, un río de herbicida derramado, metros de cinta americana desenrollada.
Bella estaba justo detrás de él.
—¿Qué coñ…? —dijo él.
Su brazo sabía qué hacer.
Bella lo echó hacia atrás y blandió el martillo.
Chocó contra la base del cráneo.
Con un sonido desagradable de metal sobre hueso.
Él se tambaleó. Incluso se atrevió a soltar un grito ahogado.
Bella volvió a enarbolar el martillo.
Un crujido.
Neil se cayó hacia delante y se golpeó contra el hormigón, protegiéndose con una mano.
—Por favor… —susurró.
Bella echó hacia atrás el codo. Tenía la cara rociada de sangre.
Se inclinó sobre él y volvió a armar el brazo que sostenía el arma.
Otra vez.
Y otra.
Y otra.
Y otra.
Y otra.
Y otra.
Hasta que dejó de moverse. Ni un espasmo, ni en los dedos ni en las piernas. Solo un río, esta vez rojo, que se le derramaba lentamente por la cabeza desfigurada.
