La mañana siguiente Regina confirmó que su malestar del día anterior se debió al embarazo y que nada tenía que ver con el malnacido del Rey.

No se podía decir que pasó la mejor de las noches porque cada día que pasaba sentía que la desesperación la consumía un poco más. Sabía que debía esperar, que era muy arriesgado intentar escapar, sin mencionar que era imposible, pero se le estaba haciendo muy difícil.

También comenzaba a llenarse de angustia por no saber de David. Si estaba mejor, si ya se encontraba recuperado e intentaba no caer en el pensamiento de que algo malo le ocurriera. Prefería preguntarse cuál era el plan que tenían. Si iban a intentar negociar, a atacar por sorpresa o a declarar formalmente la guerra. Pero sobre todo se preguntaba cuánto tiempo debía esperar para que algo de eso sucediera.

Se quedó dormida a altas horas de la noche cuando el cansancio logró vencerla y sucumbió al sueño. El problema vino tan pronto como abrió los ojos y aun ni siquiera salía el sol. Sintió náuseas intensas que de inmediato le hicieron saber que iba a vomitar le gustara o no.

Así que tuvo que correr lo más pronto que pudo al cuarto de baño donde regresó el estómago sin mucho preámbulo. Fue arcada tras arcada hasta que nada más salió. Tosió con fuerza por unos momentos, luego se limpió las lágrimas que el esfuerzo provocó y enjuagó su boca para eliminar el mal sabor.

Regresó casi arrastrándose a la cama donde se acurrucó bajo las sábanas, cerró los ojos e hizo respiraciones profundas y calmadas, intentando que el malestar desapareciera por completo para no terminar vomitando de nuevo. Pero, a pesar de que se sentía mal, una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro por la confirmación de que sus malestares eran causados por el embarazo, por lo que en realidad significaba: era su bebé, que estaba ahí en su vientre brindándole la calma que necesitaba para no caer en la desesperación.

—No sé si me gusta esta forma de recordarme que estás ahí —le habló con voz suave—. Nunca lo olvido. Eres lo más importante y no permitiré que Leopold te tenga en su poder. Vamos a irnos mucho antes de que nazcas y seremos muy felices con tu papá —prometió acariciando levemente su vientre—. Te amo, ¿sabes? —inhaló profundo para luego soltar el aire con lentitud, permitiéndose relajarse mientras pensaba en cómo sería cuando llegara al mundo y los llenara de mucha más felicidad porque no veía su futuro con David de otra forma: feliz y lleno de amor como siempre lo soñó.

Siguió sumiéndose en ese hermoso escenario hasta que se volvió a quedar dormida.


La mañana para Leopold tampoco fue la mejor. Despertó con el hombro adolorido y el vendaje manchado de sangre. Johanna no dudó en asistirlo, curando con cuidado la herida que sanaba favorablemente. Pero, a pesar de ello, no dejaba de doler y sin duda le dejaría una cicatriz que le recordaría la humillación que Regina le hizo pasar en la cama. La doncella lo ayudó a vestirse y a estar listo para la reunión que tendría.

Cuando Johanna terminó su labor, Leopold se puso de pie, acercándose a la mesa con el cojín dorado que tenía encima la Corona del soberano del reino Blanco. La tomó y se la colocó en la cabeza llenándose de la gratificante sensación de saberse el Rey y dueño de todo, incluso de su joven esposa, aunque ella ahora lo negara. Se miró al espejo, pensando qué es lo que iba a hacer con Regina para que dejara de revelarse. Pero, tan pronto como razonó que eso sería algo prácticamente imposible porque Regina era muy terca y orgullosa, decidió salir de su habitación con dirección al salón de la mesa redonda donde ya se encontraban instalados los consejeros del reino Blanco. Mismos que hicieron la debida reverencia al verlo entrar y no tomaron asiento hasta después de que él lo hizo como el protocolo lo mandaba.

—Empecemos —dijo Leopold tan pronto como estuvo sentado en su lugar.

Los consejeros asistieron entusiasmados y abordaron los temas de interés para el reino. Se acordaron diligencias reales, eventos a los que era importante que el Rey asistiera y por último, se puso sobre la mesa el cumpleaños de Regina. Leopold se disgustó al notar que los consejeros acordaban que debía ser algo grande donde no solo el reino asistiera sino, al menos, un par de reinos vecinos también.

—Será algo modesto —decidió con autoridad dando a entender que esa era la última palabra al respecto.

—Majestad, si me permite —intervino Sidney que acaba de regresar de su viaje a Agrabah y estuvo recorriendo algunos reinos vecinos a fin de saber qué era lo que se escuchaba del Rey ahora que se sabía que tenía un nuevo heredero en camino—. La Reina es la sensación a donde quiera que vaya. —Contó a grandes rasgos lo que había visto y lo que ya sabían. Regina era conocida por ser la mujer más bella y cada rincón de esas tierras sabía de su existencia.

—Y su popularidad ha incrementado con el anuncio del embarazo —aseguró otro.

—No es conveniente minimizar el cumpleaños de la Reina. Con seguridad el pueblo no estará contento si es así —alegó un tercero que fue muy directo con su comentario.

Leopold gruñó molesto ante la insistencia de sus consejeros. Se sentía furioso por la emoción de la gente hacia Regina. Saber que la fascinación por ella había incrementado con el embarazo no le venía en gracia. Se suponía que debían estar emocionados porque él iba a tener otro heredero, deberían hablar de él, esperar verlo a él y no a Regina. Ya había presenciado los rostros llenos de decepción cuando acudía a alguna diligencia y se percataban de su ausencia. Era como si ahora todos esperaran por verla.

Apretó la boca y la torció durante su indecisión, intentando ver el lado bueno, el provecho que podía sacar de la situación y entonces lo pensó bien: era el pretexto perfecto para que Regina volviera a entender su lugar. Saldrían al balcón a saludar a la gente e iba a tener que corresponder a sus afectos en público. Y esa era una oportunidad que Leopold no iba a desaprovechar.

Volteó a ver a Rumpelstiltskin que hasta el momento se mantuvo en silencio. Se miraron y el consejero asintió, dándole a entender que era conveniente aceptar.

—Está bien —accedió poniéndose de pie—. Organicen todo. Quiero que salga perfecto. Inviten a quien crean conveniente —ordenó con la intención de que sus consejeros trajeran a la mayor cantidad de personas posibles.


Días después fue imposible seguir reteniendo a David. El príncipe se levantó muy decidido y dispuesto a comenzar con su entrenamiento de tal forma que no hubo poder alguno que lo hiciera desistir. Se presentó con la guardia del Sol quienes al verlo hicieron una reverencia para él. Le resultó muy incómodo, pero, como ya lo había decidido, no era algo en lo que se iba a detener a pensar, tenía un objetivo muy claro y era lo único que le importaba.

La guardia del Sol pronto se impresionó con la habilidad que demostraba el rubio príncipe a pesar de que aún no afinaba sus movimientos tras el accidente. Era cuestión de tiempo, pero sin duda era muy bueno con la espada. Los caballeros detectaron de inmediato la técnica que utilizaba. El reino Blanco era conocido por su capacidad de defensa, armamento e impecable entrenamiento de la guardia Blanca y, en el intento de justificar la presencia de David en el castillo de Verano, le habían enseñado todo lo que sabían.

Ruth y Belle miraban asombradas a David por la destreza que mostraba a pesar de no estar recuperado por completo. Les parecía impresionante y digno de admirar pues nadie pensaría que un humilde pastor pudiera contar con esas habilidades. Quien no disfrutaba en lo más mínimo era el sanador que, contrario a ellas y a la guardia, se le notaba angustiado pues para él era muy pronto para un entrenamiento tan rudo.

Después estaba George, que veía a su hijo con orgullo. Quizás David no se había dado cuenta o era aún muy pronto para asimilarlo, pero si pudiera verse a sí mismo estaba seguro que se convencería de que era un verdadero príncipe. Uno que habría de arriesgarlo todo para alcanzar la felicidad, pero para eso lo tenía a él. Para cuidarle las espaldas en esa lucha para que precisamente no tuviera que arriesgarlo todo, porque para eso él era su padre y el Rey del reino del Sol.


Los malestares de Regina en esos días se habían intensificado. Tenía náuseas la mayor parte del día. El olor de casi toda la comida le causaba asco por lo cual su apetito era prácticamente nulo. Se veía pálida, cansada y un tanto ojerosa. Estaba acurrucada entre las elegantes sábanas y colchas de la cama.

—Tienes que comer algo más —la urgió Ruby quien para ese punto se encontraba muy preocupada porque Regina apenas había ingerido lo mínimo ese día y estaba segura que eso no era bueno.

—No puedo. En verdad —dijo mientras intentaba calmar las náuseas para no vomitar de nuevo. Estaba cansada de ello y era una de las razones por las cuales no deseaba comer más. Esperaba al menos retener lo que ya había comido.

A Ruby le entró la angustia porque no sabía nada sobre embarazos ni embarazadas. Su experiencia era nula por lo cual temía hacer algo mal y bajo ninguna circunstancia recurriría a Johanna que con seguridad buscaría humillar a Regina con su estúpido argumento de que Eva lo hizo mejor.

—Iré por el sanador —le dijo mientras le daba un suave apretón en el hombro. Sin embargo, no se movió hasta que la vio asentir con la cabeza.

Salió corriendo buscando al hombre que no encontró por ningún lado por lo cual, decidió buscar a Rumpelstiltskin pues ya sabía por Regina que el consejero parecía tener buenas intenciones con ella. Entró al salón donde casi siempre se encontraba y se quedó congelada pues en el lugar estaban presentes el Rey y Johanna.

—Majestad —jadeó con preocupación haciendo la debida reverencia.

—¿Qué ocurre, muchacha? —preguntó Leopold porque esa doncella nunca se separaba de Regina pues no solo era su deber, sino que tenían una estrecha relación.

Ruby sintió que se le venía el mundo encima. No quería que ese par se enterara de lo que pasaba con Regina porque no quería que quisieran ir a verla o que se tomaran decisiones indeseables.

—Deseo hablar con Rumpelstiltskin. Es importante —aseguró, procurando ser lo más respetuosa posible.

El consejero asintió, poniéndose de pie para ir con la doncella cuando el Rey intervino.

—Habla —demandó pues sintió que Ruby trataba de ocultar algo de él.

Johanna sonrió con satisfacción y Rumpelstiltskin miró fijamente a la doncella para que hablara. El negarse a hacerlo sería contraproducente. Ruby se vio obligada a hablar en contra de su voluntad.

—La Reina se ha estado sintiendo muy mal. Casi no ha comido y lo poco que come a veces lo vomita. Tiene muchas náuseas —les contó, evidenciando su preocupación—. Buscaba al sanador, pero no lo encontré.

—Johanna —llamó Leopold a la doncella mayor—, ve a ver a la Reina— ordenó. La mujer hizo la reverencia y se fue a hacer lo indicado—. Rumpelstiltskin, manda llamar al sanador. Lo quiero de vuelta en el castillo en este mismo instante.

—Enseguida, Majestad —respondió haciendo la reverencia para retirarse.

Ruby trató de seguirlo, haciendo la reverencia para el Rey, pensando que lograría salir sin que el hombre quisiera abordarla, pero no tuvo éxito.

—Muchacha —la detuvo tan pronto como vio las intenciones de irse. Aguardó a que se diera la vuelta para encararlo. Juntó sus manos por el frente y agachó la cabeza—. Sé que sabes lo que sucedió —comenzó a hablar. La joven doncella asintió—. No quiero ni una sola palabra de ello. A nadie. A no ser que desees que tu abuela te vea colgada en la horca.

—No, Majestad —se apresuró Ruby a responder, alzando la mirada para ver al despreciable hombre que sonrió con satisfacción ante su reacción a la amenaza que le lanzó.

—Sería una lástima. Tu abuela, esa vieja lobo, sirvió a la perfección a la Corona y no espero menos de su nieta —dijo viendo complacido que la doncella regresó a su posición inicial—. A partir de hoy Johanna te ayudará a asistir a la Reina —decretó—. Te falta experiencia y no me puedo arriesgar. Cualquier situación deberás informar a ella. ¿Está claro? —preguntó y aguardó hasta que Ruby asintió—. Necesito que Regina esté muy bien cuidada durante el embarazo. Retírate —ordenó con desdén.


Johanna entró a la habitación de Regina y, lo primero que hizo, fue mirarla con desaprobación. Claro que aprovechó que la Reina no la estaba mirando. Se acercó hasta la cama donde puso un mano sobre la frente de Regina que se quejó porque fue despertada por la brusquedad del trato.

—Quítate —murmuró con voz adormilada, intentando quitarse las manos de Johanna de encima con las suyas.

—El Rey ha ordenado que venga a verla. Así que no me iré —le informó mientras la destapaba para asegurarse que no estuviera sudando pues si tenía fiebre podía llegar a ser algo peligroso para el embarazo. Le echó las sábanas encima al constatar que no era el caso, luego se acercó a la mesa donde estaban los alimentos.

Ruby llegó jadeando porque corrió para llegar lo antes posible. Miró la escena, trató de acercarse a Regina que seguía hecha un ovillo en la cama, pero fue detenida por la mujer mayor.

—Llévate esto a las cocinas y trae sopa caliente —ordenó a la joven doncella que pareció contrariada. Miraba a Regina y después a ella, pero no se movía—. ¡Ve! —la apuró, caminando hacia la cama, siguiendo a Ruby con la mirada, asegurándose que saliera de la habitación a hacer lo ordenado.

Cuando se vio sola con Regina no dudó en jurarse a sí misma que aprovecharía la ocasión para hacerla pagar por haberse atrevido a lastimar al Rey.

Regina se levantó de la cama y se dirigió al baño. Últimamente sus ganas de orinar se habían vuelto más frecuentes. Johanna vigiló su trayecto de ida y vuelta con la mirada. Viéndola detenerse justo antes de subirse a la cama. Apretó las manos en puños y giró para encararla.

—Lárgate de aquí —demandó, mirando a Johanna como lo era: su enemiga.

—El Rey ha ordenado que la asista porque al parecer su doncella no está resultando muy buena —alegó con aire despreciativo hacia Ruby.

—Jamás voy a olvidar lo que hiciste —dijo Regina, tratando de aguantar las ganas que tenía de írsele encima a la mujer porque por su culpa Leopold había sentenciado a David a muerte y eso lo había dejado herido de gravedad.

—Usted sola lo provocó al haberse enamorado del pastor. Él murió por su culpa —susurró para evitar ser escuchada por alguno de los guardias.

Regina quiso responder, pero no pudo porque las náuseas intensas le llegaron de golpe y tuvo que correr al baño de vuelta para devolver el estómago.

Johanna alzó la mirada al techo, implorando por un poco de paciencia ante lo que a su parecer era debilidad de la joven Reina para cargar a un heredero en el vientre.


Durante los días siguientes Regina comenzó a sentirse mejor gracias a las recomendaciones del sanador y al cuidado de Ruby. Lamentablemente tenía que volver a aguantar a Johanna que la atendía de mala gana aun cuando ella expresaba que no quería su asistencia. La mujer mayor se aferraba bajo el argumento de que el Rey ordenó que ayudara a la doncella a asistirla.

Johanna prácticamente no dejaba la habitación por lo que no daba espacio para que Regina y Ruby tuvieran un momento de paz y tranquilidad.

Regina estaba por perder la cordura y en su desesperación, hizo el intento porque la insufrible mujer las dejara solas.

—Ve por Rumpelstiltskin, Johanna —solicitó a la mujer que tejía aparentemente tranquila, sentada en una silla en un rincón de la habitación.

—Dígale a su doncella —respondió la mujer, mirando a ambas jóvenes.

—Ella te está diciendo que…

—El Rey me envió para ayudarte. No para hacer tu trabajo, muchacha inútil.

—Te prohíbo que le hables así a Ruby —demandó Regina. La mujer mayor bufó y siguió con su tejido.

Ruby miró a Regina quien asintió, dándole a entender que fuera ella por el consejero pues planeaba probar la buena disposición del hombre pidiéndole que mantuviera a Johanna lejos de ella. La joven doncella miró con odio a la otra doncella y salió de la habitación.

—Yo no estaría aquí si usted no hubiera resultado tan débil para cargar en el vientre a un heredero del reino Blanco. La Reina Eva jamás sufrió malestares, tampoco la niña Snow —le escupió las palabras con veneno y eso hizo enfurecer a Regina quien se acercó a ella.

—Sabes muy bien cual es la verdad de mi hijo. Así que no me vengas con idioteces del heredero del reino Blanco —la miró con altivez y frialdad. La vio dejar el tejido y ponerse de pie, desafiándola.

—Tenga cuidado con lo dice —amenazó Johanna porque no se suponía que debían hablar de eso. Era algo que debían fingir que nunca sucedió. No andar pregonándolo como si fuera algo de qué sentirse orgulloso. Regina lanzó una pequeña risa divertida.

—Tú eres quien debe medir sus palabras, Johanna. No aprecio que intentes decirme qué hacer —advirtió, alzando una ceja con elegancia—. Tampoco que sigas jodiendo con compararme con la difunta y la princesa mimada.

—No hable así de la Reina y la princesa.

—La Reina soy yo. Desde hace dos jodidos años soy la maldita Reina del reino Blanco —habló con dientes apretados y con reniego porque ella jamás deseó ser la reina de ese lugar. Las circunstancias la obligaron a casarse con el Rey en contra de su voluntad y la enojaba que esa mujer se negara a reconocerlo.

—A mí no me engaña. Usted es ambiciosa, quería ser Reina y por eso se casó. Es una maldita bruja que hechizó al Rey, que buscó atormentarlo enamorándose de otro y que va a matarlo en cuanto tenga oportunidad —la acusó, acercándose más a ella.

—En esto sí he de darte la razón. Pienso defenderme las veces que sean necesarias de ese miserable malnacido —el desprecio que sentía por Leopold fue perceptible en sus palabras y en el bello rostro que reflejó también el asco que le provocaba.

—¡No se refiera al Rey de esa forma!

—¡Me refiero a él como se me da la gana! Porque ha sido un maldito desgraciado conmigo.

—Usted quería ser Reina. ¡Aguántese!

—¡Yo no quería ser Reina! ¡No me quería casar con tu Rey!

—Oh, claro. No quería ser la esposa del Rey, lo apuñaló porque no quiso cumplir con su deber real, pero sí abrió gustosa las piernas para que el pastor se la follara —bajó la voz para decir eso porque era peligroso que alguien las escuchara.

—No tienes idea de lo que dices. Tu maldito Rey es un jodido abusivo que me obligaba a acostarme con él. Quién sabe qué fue lo que vivió tu preciada Reina difunta con ese monstruo.

—¡Ya basta, maldita prostituta! —demandó, gritándole con coraje al tiempo que la abofeteaba con fuerza.

—¡Johanna! —exclamó Rumpelstiltskin quien en ese momento ingresó a la habitación al escuchar la discusión, presenciando la terrible escena.

—¡Desgraciada! —Ruby se apresuró hacia la doncella para cobrarse lo que acababa de hacer, pero se detuvo tan pronto como Regina alzó una mano hacia ella para detenerla.

Sentía su mejilla izquierda arder y miraba a Johanna que la veía con los ojos grandes, impactados. La mano la seguía teniendo en alto y le temblaba, señal inequívoca que se encontraba asustada por lo que acababa de hacer.

—Majestad. —El consejero hizo una reverencia para ella. La voz temblándole ligeramente—. Johanna… —intentó retirar a la doncella, pero la Reina lo interrumpió.

—No —habló Regina sin apartar la mirada fría de la doncella que acababa de abofetearla y que ahora la veía como si no supiera qué hacer—. Guardias —dijo y la mirada de Johanna se llenó de terror.

Los caballeros que custodiaban entraron, haciendo una reverencia para ella.

—Aprésenla —ordenó sin emoción en la voz.

Fue aprendida por los caballeros y la doncella mayor de inmediato comenzó a pedirle auxilio a Rumpelstiltskin quien no pudo hacer nada para evitar que se la llevaran.

—Ve a contarle a tu Rey lo sucedido y dile que no se le ocurra volver a poner a esa maldita mujer como mi doncella —dijo al consejero quien se limitó a hacer una reverencia y se retiró.

En cuanto la puerta se cerró Ruby corrió hacía Regina y le inspeccionó el golpe en la mejilla.

—Dolió —se quejó, arrugando el ceño.

—Es una estúpida. ¿Cómo se atrevió a insultarte y a golpearte? —se quejó Ruby con rabia.

Regina arrugó la nariz y alzó un poco los hombros, como dando a entender que no lo sabía. Después se acercó al tocador, viendo en el espejo su enrojecida mejilla.

—Espero sirva para que el imbécil de Leopold la aleje de mí —dijo mientras se tocaba la mejilla—. Debí regresarle el golpe.

—Así es —dijo Ruby sonriendo cuando vio a Regina sonreír—. Pero te viste muy importante con lo que hiciste. Como la Reina que eres —presumió, haciendo reír a Regina quien torció los ojos con dramatismo y luego fijó la mirada en su propio reflejo.

—Quién diría que cuando me hicieran sentir realmente la Reina de este lugar estaría a punto de irme para siempre —dijo y esbozó una tenue, pero sincera sonrisa.


Leopold enfureció cuando supo lo que sucedió. Estalló como nunca lo había hecho frente a Rumpelstiltskin.

—¡Es que no le puede pasar nada a Regina! ¡Nada! ¡Por qué carajos no lo entiende! —vociferó, yendo de un lado a otro como animal encerrado. Es que no podía creerlo. ¿Cómo es que a Johanna se le pudo ocurrir abofetear a Regina e insultarla?

—Majestad, sugiero que Johanna permanezca en la celda principal por unos días —aconsejó como era su deber.

Leopold lo meditó un momento. Unos días la harían reflexionar con seguridad, pero no podía quedarse ahí por mucho tiempo, tampoco la podía mandar ejecutar porque Johanna podía hablar y los caballeros seguro escucharían atentos lo que tuviera qué decir y eso era algo que no podía pasar.

—Haz lo creas conveniente. Solo evita que Johanna hable y que algo le pase a Regina por su culpa.

Rumpelstiltskin hizo la debida reverencia y se retiró. Caminó a paso apesadumbrado por los pasillos hasta llegar a las escaleras de la torre donde estaba la celda principal. Era un sitio más humano que las mazmorras donde solían tener como prisioneros a los miembros de la realeza. Eligió ese lugar por lo delicado de la situación. Llegó y la mujer de inmediato se acercó a las rejas.

—¿Qué dijo? —preguntó con los ojos llorosos.

—Tienes mucha suerte, Johanna. El Rey no piensa cortarte la mano ni enviarte a la horca. Estarás aquí algunos días nada más —informó. Vio cómo la mujer cerró los ojos y se llenó de alivio—. Lo único que se sigue esperando de ti es tu lealtad. Lo sabes bien.

—Siempre —aseguró—. Por defender a su Majestad y a la Reina Eva es que sucedió todo.

—No digas mentiras. Te lo dije muchas veces, que la dejaras en paz. Al Rey no le importa que lo defendieras. Está furioso contigo por haber agredido a la Reina.

Johanna se llenó de culpa por causarle ese problema al Rey, pero no se arrepentía de lo que hizo. Regina se merecía eso y más por todo el daño que había causado desde que llegó al reino Blanco.


Los días siguieron pasando, los preparativos del cumpleaños de la Reina Regina se estaban llevando a cabo a la perfección, tal como el Rey lo había solicitado.

Regina no tomó nada bien enterarse de lo que hacían. No deseaba pararse frente a otros reyes, nobleza y pueblo a fingir de nuevo. Ya no podía hacerlo. Algo dentro de ella se manifestaba en contra de tal manera que sentía que no lo iba a conseguir, que si ese día llegaba todo se le iría de las manos porque no iba a aguantar la situación.

Leopold había ordenado que la dejaran salir como lo sugirió el sanador por lo que paseaba de noche por el jardín. Decidió salir de su habitación mucho tiempo después que Ruby se retiró y ahora veía atenta la extrema vigilancia en cada punto del palacio, haciéndole ver que era imposible intentar escapar.


Cuando las dos semanas se cumplieron Granny recibió una carta de manos del caballero Peter quien se portó muy amable en esta ocasión.

Eugenia abrió la carta para leer lo que Ruby le quería decir. La doncella fue muy precisa, solo le informaba que no podría ir a visitarla pues la Reina se había estado sintiendo mal y se acercaba su cumpleaños.

Lamentó no poderle decir que le hiciera llegar a David las noticias de Regina, pero no podía arriesgarse a que el caballero violarla su privacidad y leyera la carta antes de entregarla.

Granny no se lo pensó dos veces. Fue a su cuarto de almacenamiento de donde sacó su fiel y preciada ballesta. Tomó lo necesario y emprendió rumbo.


David entrenaba día y noche sin descanso. Había recuperado sus fuerzas, la movilidad y la coordinación. George se le unió un par de veces intentando aprender algunas de las técnicas que la guardia Blanca le enseñó a su hijo.

Ese día George estaba solo como espectador, admirando a David, maravillado ante la realidad de tenerlo ahí, como siempre debió haber sido.

Cuando el entrenamiento acabó ambos se dieron un abrazo e ingresaron al Castillo para reunirse con Ruth quien tomaba el té con galletas en compañía de Belle.

—Majestad. Alteza —saludó respetuosamente la doncella.

—No te levantes, Belle —indicó el Rey al ver las intenciones de la joven doncella quien asintió agradecida volviendo a acomodarse en su asiento.

George tomó asiento para acompañarlas, pero David no fue capaz de hacerlo. Cada vez que era la hora del té recordaba esa vez con Regina, cuando tuvieron el malentendido y lo feliz que fue al saber que la hermosa Reina tenía sentimientos hacia él. Era un momento especial que atesoraba en el alma.

—¿Estás bien, cariño? —preguntó Ruth, al ver que David se quedó parado con el semblante ausente.

—Sí —respondió, esbozando una pequeña sonrisa para no preocuparla. Sin embargo, no pudo aguantar lo que realmente quería decir—. Estoy listo —anunció.

Los rostros de los presentes se tornaron sorprendidos y ligeramente preocupados, sobre todo el de Ruth quien miró a George, urgiéndolo a decirle algo a su hijo ya que ellos habían acordado junto con el sanador que aún no era el momento, pero antes de que pudiera hablar, entró un caballero con correspondencia para el Rey.

David reconoció de inmediato el sello del Reino Blanco y miró a los ojos a su padre cuando este se dio cuenta de lo mismo.

—¿Qué es? —demandó saber con la ansiedad consumiéndolo por completo.

George se apresuró a abrir la ostentosa carta que se notaba era algo muy importante a nivel de realeza. Abrió los ojos con sorpresa al ver de lo que se trataba.

—Es una invitación para el cumpleaños de Regina.

El rostro de David se llenó de emoción, por un lado, pero también de desesperación. Apretó con las manos la silla que tenía enfrente.

—Ese día es el indicado, David —dijo George haciendo que los tres voltearan a verlo y fue testigo del inusual brillo en los azules ojos de su hijo. Era algo intenso, lleno de pasión y esperanza—. Daremos el golpe el día del cumpleaños de Regina.

—¿Cuánto falta? —preguntó el rubio príncipe, dejando de lado su emoción.

—Una semana.

—Pero… —trató de intervenir Ruth, tomando una mano de George quien colocó la otra suya sobre la de ella.

—Es perfecto, mi bella flor. David está casi listo —le sonrió para tranquilizarla.

—Alteza, estoy muy feliz por usted —dijo Belle con respeto, viendo a David con ojos llorosos. Era una apasionada de los libros y los cuentos de hadas, y ya le había comentado al príncipe que esa historia era un cuento perfecto.

—Gracias —le sonrió David aunque se encontraba lleno de nerviosismo porque ahora sí estaba a una semana de ir por Regina al fin.

La escena se vio interrumpida por otro caballero que se inclinó con respeto antes de hablar:

—Una mujer ha venido y solicita hablar con usted, Majestad. Dice que es de suma importancia y que no puede esperar —informó. George frunció el ceño, extrañado por la premura.

—Bien —asintió pensativo, preguntándose qué era lo que pudiera querer la mujer.

—Majestad, hay algo más. La mujer venía armada, le hemos sustraído la ballesta y… ha mencionado que sabe lo del príncipe —dijo haciendo que todos se exaltaran.

—¿Cómo? —preguntó George, muy preocupado—. Tráiganla aquí de inmediato.

—Sí, Majestad —el caballero hizo una reverencia y se retiró a hacer lo ordenado.

—¿Cómo puede saber? —preguntó Ruth asustada.

—Debe haber alguna explicación —comentó el Rey para calmarla, aunque él se sentía igual.

—Maldita sea —masculló David comenzando a ir de un lado a otro, muerto de la angustia porque eso podía poner en peligro su plan e incluso a Regina.

Fue entonces cuando los guardias entraron, escoltando a una mujer que tanto George como Ruth reconocieron de inmediato.

—¡Eugenia! —la madre de David saltó de su asiento y se apresuró para estrechar entre sus brazos a la otra mujer que le regresó el abrazo.

—Ruth, cuanto tiempo ha pasado —dijo mirando el rostro de quien alguna vez fuera una joven doncella—. Majestad —inclinó la cabeza para George que la veía sorprendido.

Tenían años, muchísimos que no se veían. George la conoció cuando apenas entraba a la adolescencia. Eugenia ya era toda una mujer, tenía una hija muy joven llamada Annita y era doncella del reino Blanco.

—Me da gusto que haya encontrado a Ruth y a su hijo —le sonrió empáticamente.

—¿Usted… cómo sabe? —se atrevió a preguntar David quien hasta ese momento se había limitado a observar.

—Alteza —su sonrisa se amplió al ver al muchacho y lo bien parecido que era. Alto, guapo, rubio, con unos preciosos ojos azules. Sólo podía imaginar lo hermoso que sería ese bebito que Regina traería al mundo en unos meses—. Soy la abuela de Ruby —respondió, segura que la joven Reina debió haberle hablado a David de su nieta.

—¿Sabe algo de Regina? —preguntó de inmediato, confirmando con ello que sabía de quién hablaba. Granny asintió con la cabeza.

—Ha tenido malestares por el embarazo, pero según lo que Ruby me dice, está bien —le contó.

—Gracias al cielo —dijo Ruth, esperando que eso tranquilizara un poco a David.

—Mi nieta me contó lo que sucedió entre Regina y tú —reveló haciendo que todos se sorprendieran una vez más—. Y he decidido venir con ustedes para unirme. Sé que planean ir allá por Regina porque ustedes se aman —le dijo a David quien asintió con lágrimas en los ojos—. No puedo quedarme callada ante tanta injusticia.

—¿Callada? —preguntó George con el ceño fruncido.

Granny asintió, sacando de su morral algunos papeles y planos importantes que colocó sobre la mesa.

—Ha ocurrido demasiado en ese lugar —dijo, apartando algunos de los papeles de los planos que abrió para mostrarles—. Sé cómo la guardia del Sol puede infiltrarse en el castillo del reino Blanco.

Escucharon atentos a Eugenia que les contó todo lo que sabía de Leopold y Eva, y ella se llenó de horror cuando supo que fueron ellos quienes provocaron que Ruth huyera embarazada de David y que se estuviera ocultando por tantísimos años.

Cuando terminaron tanto David como George confirmaron que el día del festejo de Regina era el indicado para hacer lo planeado. Habría muchos testigos y Leopold no podría escapar de su suerte.


Al siguiente día Snow arribó con su familia al castillo del reino Blanco. Leopold la recibió con todo el amor del mundo a pesar de que su hija llevaba una actitud bastante cuestionable.

—No puedo creer lo que estás haciendo —le reprochó al enterarse del gran despliegue que se estaba haciendo para el festejo de Regina—. Ningún cumpleaños se ha festejado así jamás.

Y eso era verdad. Nunca en el reino Blanco había habido un festejo tan grande como el que sería el cumpleaños de Regina.

—¿A mi madre la festejaste alguna vez así? —preguntó con recelo.

—Snow, comprende. Es importante para la Nueva Alianza, para el bienestar del reino Blanco y el de las Flores —repitió lo mismo que le decía una y otra vez para convencerla.

—¿Qué te pasó en el hombro? —preguntó al notar que la movilidad de uno de los brazos de su padre parecía un poco limitada desde esa parte.

—Un fuerte golpe —mintió.

—¿Y Johanna? —preguntó Snow al notar la ausencia de la mujer.

—Está en la celda principal —le contó.

—¿Por qué?

—Agredió a Regina.

—¡¿Y por eso la encerraste?! —preguntó exaltada, muriendo de rabia al saber que ahora aprisionaba a los miembros más leales del castillo por Regina.

—¡Si! —respondió con la misma intensidad—. Porque sabe perfectamente que nada le puede pasar a Regina mientras esté embarazada y desobedeció —explicó de mala manera porque no apreciaba que su hija cuestionara sus decisiones.

—No te lo puedo creer. No puedo creer que por Regina estés haciendo estas cosas, padre. Me juraste que jamás le darías su lugar como Reina y ahora… —No pudo seguir hablando por el nudo en la garganta que se le formó. Las lágrimas corrieron por su rostro.

—Es sólo por el heredero.

—Al que vas a querer más que a mí —sollozó.

—No, eso nunca —se levantó de su asiento y se acercó a ella para limpiarle las lágrimas—. Eres lo único que tengo de mi amada Eva. Ese hijo nunca podrá compararse contigo —aseguró mientras intentaba frenar el enojo que le nacía hacia Regina pues no soportaba ver a Snow llorar por culpa de ella.

—Libera a Johanna —pidió la princesa, mirando con súplica a su padre a quien, al momento de asentir, le plantó un beso en la mejilla.


Regina se encontraba en el vestidor de su habitación. Era un lugar extremadamente amplio con una pequeña base en el centro donde estaba parada para que las costureras le tomaran medidas.

Ya había sido informada que Leopold ordenó que no se escatimara en costos para la fiesta. Era algo que podía costear porque Hans, con la Nueva Alianza, estaba comprometido a proveer al reino Blanco de riquezas y por supuesto que el joven Rey entregó gustoso lo necesario para el festejo de un miembro de la familia real de la Luz.

—El bebé comienza a mostrarse, Majestad —informó emocionada una de las mujeres que le tomaba medidas. Alzó la cinta, mostrándole el pequeño aumento desde la última vez que midieron su vientre.

Regina no pudo evitar sonreír genuinamente porque su bebé crecía día con día a pesar de que aún no se le notaba en realidad. Llevó ambas manos hasta su vientre, estirando la tela del fino camisón que llevaba para ver si se le veía un poco más.

—Cuando menos lo piense lo notará y no podrá ocultarlo —dijo otra de las costureras.

La Reina asintió agradecida por sus palabras, constatando la diferencia en el trato que ahora le daban. Todos eran amables, respetuosos, cordiales. Se habían terminado las miradas reprobatorias y las habladurías a sus espaldas.

Y, lo que más agradecía, era que desde que apuñaló a Leopold no lo había vuelto a ver. Esperaba que siguiera siendo así, aunque sabía que sería algo inevitable cuando llegara su cumpleaños. Exhaló largamente, deseando que David pudiera aparecer ese día.

Cuando terminaron, Ruby ayudó a Regina a vestirse a pesar de las protestas que lanzó porque seguía sin gustarle que su amiga hiciera todo eso por ella. La doncella insistía en que era su deber y Regina insistía en que podía hacerlo sola.

Salieron después a pasear a su jardín favorito. Le gustaba porque estaba lleno del mismo tipo de flores que había en la hacienda real donde creció y le traía gratos recuerdos.

Paseaba alegre, disfrutando de un rato agradable al aire libre con su doncella que emocionada no dejaba de hablar del caballero Peter, sin saber que Leopold la observaba desde unas de las ventanas del castillo, ansiando su pequeña venganza contra su joven esposa que cada día se veía más radiante y hermosa, sin sospechar que, desde otra de las ventanas, Snow y Johanna también la observaban, aunque ellas lo hacían con recelo.


David llegó corriendo al despacho real de su padre. Acababa de terminar de entrenar y ahora se quería dedicar a repasar el plan. Faltaban escasos tres días para el cumpleaños de Regina y le era imposible descansar. Sólo pensaba en ese día, en volver a ver a la mujer que amaba y poder estar justos por siempre.

—Estás aquí —dijo George sacándole un buen susto a su hijo que brincó por la impresión.

—¡Me asustaste! —El Rey comenzó a reír y David terminó haciendo lo mismo—. Muero porque el día llegue.

—Sí. Es cuestión de esperar un poco más —dijo el hombre mayor caminando hacia un pequeño armario al fondo del lugar—. Considero que estás listo en verdad para ser quien realmente eres. —Abrió las puertas de donde sacó una espada. La tomó entre sus manos y se acercó a él—. Normalmente habría una ceremonia para esto, pero las circunstancias no lo permiten. David, te entrego la emblemática espada del Príncipe heredero del reino del Sol. —Se la extendió. Sin embargo, el rubio la observó más no se movió—. Tómala, es tuya.

—No —negó. Esa espada debía valer una fortuna. Tenía piedras preciosas y el escudo del reino del Sol.

—Es tuya porque eres mi hijo. El príncipe heredero —dijo con más firmeza para que David aceptara por fin su verdadera identidad. Entendía que fuera difícil para él, pero era una realidad—. Es verdad que conlleva un gran compromiso, pero hijo, llevas sangre real en las venas. Este es tu derecho por nacimiento y tu deber real, que es servir a la Corona.

David tragó pesado al escuchar esas palabras porque eran las mismas que habían condenado a Regina. La tomó, sintiendo el peso del significado de la espada, jurando por el amor que le tenía a Regina que usaría ese derecho y ese deber con la Corona para liberarla.