Capítulo 34

Toc toc.

Gabriela quitó la vista de las facturas que estaba revisando a la vez que un suave "adelante" salía de su boca. Dominga se asomó tímidamente por la puerta, pero con voz amable habló.

—Doña Gabriela, la cena está lista. ¿Desea que se sirva de inmediato?

—Sí, Dominga. Gracias. Y ponga un plato extra, Franco Reyes se quedará a cenar con nosotros.

Dominga no pudo esconder la sorpresa de su rostro, pero para su suerte, Gabriela no se percató, preocupada de ordenar los papeles que tenía sobre el escritorio antes de dar por terminado el día.

Mientras Dominga se dirigía a la cocina para informar los nuevos planes, la matriarca cerró el estudio y decidió ir en busca de sus hijas ella misma.

Bueno, en busca de dos de ellas.

Norma y Juan David habían salido temprano junto a Juan, y no volverían sino hasta el lunes. Sí, hasta el lunes.

Y si no fuera porque aun era temprano, Sarita y Jimena también estarían ausentadas como lo llevaban haciendo cada fin de semana por ya casi un mes.

Gabriela había dado un cambio de actitud radical. Luego de la conversación que tuvo con Sarita, se puso a pensar largo y tendido sobre su familia. Reconoció que todo aquello que su hija mayor le había dicho era cierto; que nunca, ninguna de sus tres hijas, le habían dejado de lado por muy mala actitud que ella hubiera tenido contra ellas. Que a pesar de todas las injusticias a las cuales las había sometido, las tres la seguían amando y se seguían preocupando por ella.

Así fue como dio el brazo a torcer, y muy a su pesar, permitió que los Reyes visitaran la hacienda Elizondo; así como también, que Sarita, Norma y Jimena pudiera ir y venir de la hacienda Reyes como quisieran.

Ya había empezado a aceptar la ausencia de las tres cada fin de semana, aunque eso significara saber que ninguna dormía sola por la noche.

—Ya está lista la cena.— Le dijo a Jimena una vez entró en su habitación, donde sospechó poder encontrarla—. ¿Has visto a tu hermana?

—No, mamá. Pero de seguro está en las caballerizas... con Franco. —Jimena la miró atenta a su reacción, aún algo desconfiada de la repentina aceptación de los Reyes—. ¿Quieres que vaya a buscarla?

—No, iré yo misma.

Jimena miró al cielo y rogó por su hermana. Solo esperaba que su mamá no la encontrara en alguna situación comprometedora con su novio, tal como ella misma y Norma ya la han pillado. Sara era una mujer sensata y cuidadosa cuando la situación lo ameritaba, pero algo tenía Franco que siempre la hacía perder la cordura.

Rio al recordar la escena de la semana anterior en la hacienda Reyes. A Oscar se le ocurrió dar un paseo a caballo unas horas antes del atardecer, pero cuando llegaron a los corrales, los cuales debían estar prácticamente vacíos como día domingo, ahí estaban Sarita y Franco sobre un montón de heno, besándose sin decoro. Las manos del rubio bajo la blusa de la castaña.

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Gabriela caminó con calma hasta el picadero, pero no divisó a Sarita. Un poco más adelante se encontraban algunos vaqueros guardando a los caballos que habían sido entrenados ese día, pero ni vistas de su hija.

—Olegario, ¿ha visto a Sarita?

El hombre se movió nervioso sobre su puesto al escuchar la pregunta.

—Hace un rato que no la veo, doña Gabriela. Pero la última vez que supe de ella, se dirigía a las caballerizas con el señor Reyes. Tenía que revisar las herraduras de algunos de los caballos.

Gabriela le dio las gracias y fue en busca de Sarita.

Olegario, por su parte y al igual que Jimena, rogó para que cuando doña Gabriela encontrara a la señorita Sara, ésta última estuviera enfocada en los caballos y no en otra cosa. La última vez que la había visto, los caballos eran en definitiva, lo último en mente de Sarita.

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Lo primero que percibió Gabriela al acercarse a las caballerizas, fueron risas. Se escuchaban desde unos metros de distancia, aunque era obvio para sus oídos que los involucrados trataban de ser discretos. Caminó hasta la entrada, y allí se detuvo un momento ocultando su presencia.

Nunca imaginó ver a Sarita así. Tan libre y sonriente, actitud que podría asociarse con Jimena, y hasta con Norma en algunas ocasiones. ¿Pero con Sarita? Jamás. Su hija mayor siempre se había parecido más a ella misma, rígida e impasible.

Sarita trataba de quitarle el sombrero que Franco traía en la mano, sombrero que aparentemente le había robado a Sarita segundos antes. Pero la castaña era muy bajita para alcanzarlo por sí sola, por lo que se decidió por el plan B: cruzarse de brazos y hacer un puchero el cual Franco no resistió. La tomó por la cintura, y mientras le volvía a poner el sombrero, intentó besarla. Pero Sara, al último segundo, corrió la cara y juguetonamente salpicó a Franco con agua del bebedero que tenían a un costado.

Franco la miró ofendido, y Sarita le sonrió de vuelta con falsa inocencia, dando un par de pasos hacia atrás.

—Ven acá, no te escapes. —La castaña negó con la cabeza tratando de disimular la risa que quería escapársele—. Sara...

De repente, Franco avanzó con rapidez hasta Sarita, y sin que la castaña pudiera hacer mucho, la agarró a la altura de las rodillas, se la subió al hombro y empezó a caminar fuera del corral donde estaban. Sarita solo reaccionó a afirmarse el sombrero con una mano mientras con la otra se agarraba fuerte a la camisa del ojiazul.

—¡Fraancoo! —La castaña se rio sin poder evitarlo—. ¡Bájame ya!

—Nop. No sé qué voy a hacer contigo, pero esto no se quedará así. —Franco terminó de hablar y sin pensarlo mucho le dio una palmada en el trasero.

Sarita saltó levemente ante la sorpresa, pero ni tonta ni perezosa, le dio una palmada de vuelta.

Franco paró en seco.

—Señorita Elizondo —dijo a la vez que la bajaba hasta que los pies de Sarita tocaron el suelo—, ¿acaso me ha dado... una nalgada? —Sarita rio por lo bajo, pero pretendiendo ponerse seria, le respondió.

—¿Y qué si lo hice? Tú lo hiciste primero.

—Tal vez... —la acercó hacia él por la cintura y buscó su boca con la propia. Sarita, aún con una leve sonrisa en el rostro, cerró los ojos en expectación—. Tal vez deba darte un par más.

Gabriela eligió ese momento para interrumpir. Bastó que se aclarara la garganta para que de un salto Sarita pusiera al menos un metro de distancia entre ella y Franco.

—Se va a servir la cena. Los espero en cinco minutos en la mesa.

Y sin más, se dio la vuelta.

Sarita, sonrojada hasta las orejas, vio la figura de Gabriela alejarse hasta que la perdió de vista y solo salió de su estupor cuando Franco la tomó de la mano.

—¿Crees que haya escuchado algo? —le preguntó sin mirarlo.

—Supongo que no, porque me acaba de invitar a quedarme a cenar.

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Hace horas la noche había caído sobre ellos. La luna llena iluminaba la habitación a través de la ventana abierta, siendo esa luz lo único que necesitaba Franco para poder ver con claridad a su amada. El calor de la noche los había obligado a empujar las sábanas hasta los pies de la cama, permitiéndole a Franco apreciar las curvas de la castaña sin nada que entorpeciera la vista. Sarita se hallaba entre sus brazos, acomodada sobre su pecho con los ojos cerrados; aún así, sabía que no dormía.

Momentos como este eran sus favoritos. Hace menos de una hora le había demostrado cuánto la amaba con su cuerpo, Sarita respondiéndole con el mismo fervor; y ahora, apaciguados con el sudor ya seco, sólo quedaban inocentes caricias a piel desnuda.

—¿Qué piensas? —le susurró él.

—En cuánto te amo… Y lo raro que todavía se siente poder estar aquí sin tener que escaparme de casa.

Franco rio bajito y la abrazó más fuerte.

—Me encanta tenerte acá sin preocuparme en que te irás en la mañana antes que salga sol. —Sarita le plantó un casto beso en el pecho y se volvió a acomodar—. A todo esto, ¿qué te dijo doña Gabriela antes de salir de tu casa? —La castaña entonces rio recordando lo inverosímil de aquella conversación.

—Me pidió que para la próxima fuéramos más cuidadosos con nuestras expresiones de afecto. No quiere que los empleados nos vean en algo similar… o peor. Sus palabras, no las mías.

—¿Solo eso? ¿Ni un regaño? —Sarita negó con la cabeza—. Vaya, vaya. ¿Estás segura que esa era tu mamá y no un impostor?— La castaña volvió a reír, sobretodo al recordar que ella misma había tenido un pensamiento similar semanas atrás.

El silencio de la noche se vio interrumpido por el sonido de todos los teléfonos de la casa. Sarita miró a Franco con el ceño fruncido, extrañada por semejante insolencia a altas horas de la noche. El ojiazul la atrajo más hacia sí sin inmutarse mucho.

—¿No irás a contestar?

Él le contestó con un suave "no", ya somnoliento. Sarita decidió ignorar el ruido, hasta que eventualmente el molesto ring ring se detuvo. Pero ni diez segundos más tarde se volvió a escuchar.

Ahora preocupada, se levantó de la cama a pesar del gruñido quejumbroso de Franco. Si alguien decidía llamar tan tarde, podría significar una emergencia. Pensó de inmediato en su mamá y el abuelo, y sin dudarlo más, se puso encima el albornoz de Franco y salió al pasillo.

Levantó el auricular y se lo puso en la oreja esperando una mala noticia, pero apenas escuchó la voz al otro lado de la línea, supo que lo que en verdad le esperaba era algo mucho más preocupante.

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—¡Estás loco si piensas que vas a ir solo!

La voz de Juan se escuchó hasta el último rincón de la hacienda Reyes. Su tono de voz imperante y final parecía marcar el final de la conversación, pero la verdad era que llevaban discutiendo sobre lo mismo una eternidad.

En el momento en que Sarita escuchó la voz de Rosario Montes al otro lado de línea supo que la noche sería larga, especialmente considerando que no habían sabido nada de ella desde el arresto de Armando Navarro, y eso había sido hace ya casi un mes.

La cantante pidió hablar con Franco, y aunque la mayor de las Elizondo se rehusó en un principio, exigiéndole que dejara de molestar y que de una vez por todas se entregara a la policía, Rosario fue insistente en que sólo trataría con Franco y nadie más.

Así que contra su voluntad fue a despertar a Franco, quien despabiló a penas escuchó el nombre de la cantante y se paró rápidamente de la cama para ir a decirle un par de cosas a la mujer esa.

Aunque de nada sirvió.

Rosario ni siquiera lo dejó terminar cuando ya le estaba exigiendo verlo por última vez, a solas, y que esa sería la única opción para que ella se entregara a la policía. Le prometió que lo haría si llegaba al lugar que le indicó, en el día y la hora que ella decidió. Pero fue enfática en que tenía que ir solo, sin sus hermanos y muchos menos podía llegar con la policía.

Franco terminó accediendo a regañadientes.

Cuando volvió a colocar el auricular en su lugar, Juan lo miraba atento desde el umbral de la puerta de su cuarto. El menor de los hermanos suspiró pesado mientras se pasaba una mano por el rostro, viéndose imposibilitado de ocultar lo recientemente ocurrido; le hubiese encantado no armar más drama, asistir a la bendita reunión esa, y terminar de una vez por todas con el martirio que era Rosario Montes.

Pero ahora toda su familia estaba reunida en la sala de estar, discutiendo sobre los pasos a seguir.

—¿¡Pero por qué no!? Si que aparezca solo, a cientos de kilómetros de aquí, es lo que hace falta para que Rosario se entregue, ¡entonces es lo que hay que hacer!

—No puedes ser tan ingenuo, canijo. Esa mujer hará todo lo que esté en sus manos para tenerte. Es una loca y está obsesionada contigo, ¿no entiendes?

Franco se sentó frustrado en el sofá, apoyando los codos en sus muslos y agarrándose la cabeza con las manos.

—Lo siento, amor. Pero estoy de acuerdo con Juan. Perfectamente esto podría ser una trampa. Además, ¿piensas en serio que esa mujer va a entregarse así como así a la policía? Porque yo no. Así que escoge. —Ante eso último, Franco miró a Sarita confundido—. O te acompaño yo, o uno de tus hermanos.

—O ambos —agregó Oscar.

—Estas loca si crees que te voy a dejar ir conmigo.

—Entonces está arreglado. Juan u Oscar o ambos te acompañarán. Ahora vamos a llamar a la policía y daremos aviso que Rosario Montes te contactó.

—Sara…

—No, Franco. No seas cabeciduro. Llevamos una eternidad dándonos vueltas en lo mismo, cuando sabes que nadie acá te dejará ir solo. Además, ¿qué esperas? ¿Llegar allá y conversar las cosas como gente civilizada, tal vez un abrazo de buena fe y un "ahora me voy a la estación de policía más cercana"? Pff.

Franco sabía todo eso, su problema no era pecar de ingenuo o de tonto. Su problema era la culpa.

Culpa de haber involucrado a todos los presentes en un lío que se buscó solo; por haberse metido con una mujer que solo le trajo problemas y, que para peor, le advirtieron más de una vez que no era de buena calaña.

Culpa de preocupar a Sarita, de tenerla despierta a las tres de la mañana cuando deberían estar durmiendo abrazados… o despiertos pero a causa de otro tipo de actividades.

Exhaló cansado.

—Muy bien. Que Juan y Oscar me acompañen. Pero bajo perfil. Lo que menos quiero es que se espante y arranque quién sabe donde.

—Y llamemos a la policía, por favor.

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Franco podía escuchar a Sara pensar. Habían vuelto a la cama en silencio, Sarita dándole la espalda y él apegado a ella, agarrado a su cintura fuertemente. Hundió su rostro en la castaña cabellera de ella, e inhaló profundo impregnándose de su olor.

—Lo siento. Lo siento mucho —le dijo Franco en un susurro.

Sara tomó su mano, esa que Franco tenía apoyada en su estómago, y le dio un apretón.

—No es tu culpa, mi amor.

Quedaron en silencio nuevamente, cada uno absorto en su cabeza, pensando en lo que podría o no pasar en un poco más de veinticuatro horas.

—Solo prométeme que tendrás cuidado… Y nada de ideas tontas, como alejarte de tus hermanos o algo. —Sarita entonces se dio la vuelta aún rodeada por el brazo de Franco, y cuando lo tuvo frente a frente, besó sus labios suavemente—. Te quiero de vuelta en una sola pieza, ¿me escuchaste?

—Te lo prometo.

Franco besó la coronilla de Sara a la vez que la atraía aún más hacia su cuerpo. Esperaba con todas sus fuerzas que esta fuera la última batalla a la cual tuvieran que enfrentarse. No hallaba la hora de poder vivir tranquilo junto a sus hermanos, y por supuesto, junto a Sarita.

Pensó en el anillo que tenía bajo llave en uno de los cajones de su escritorio, y no pudo evitar sonreír. Si todo salía bien, apenas volviera del corto viaje que tendría que realizar el domingo, le pediría a Sara que fuera su esposa.

Estaba decidido a no esperar un día más.

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A la madrugada siguiente, Sarita besaba tiernamente a Franco en los labios para despedirlo. Todavía no amanecía, pero la noche ya empezaba a aclarar para dar paso al día, y los tres hermanos Reyes ya estaban listos para partir en el jeep de Franco.

Rosario lo había citado en un pueblucho algo alejado de San Marcos, a unas dos horas de viaje en carro, y la hora de la reunión se había pactado a las ocho de la mañana.

Una hora poco usual, si era sincero.

Pero Rosario no le había dado más opciones.

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—Canijo, deja de moverte. ¿Te pican las pulgas o qué?

—No puedo, Juan.

Llevaban casi una hora de camino y Franco ni por un solo minuto se había quedado tranquilo. Trató de acomodarse varias veces en su asiento, pero no duraba mucho en una sola posición cuando ya se estaba acomodando nuevamente.

—Fue un error que hayamos venido los tres. Uno de ustedes debió quedarse con las muchachas.

—Tranquilo, flaco. Más seguras no pueden estar. Toda la hacienda está alertada y sabes que pueden cuidarse muy bien. Sobretodo mi cuñadita, ¿ah?

—Tal vez deberíamos volver.

— ¿Y qué con Rosario?

Franco pareció pensárselo.

¿Y qué si no aparecía en la dichosa reunión? Si era honesto consigo mismo, le importaba bien poco ir. Tenía una sensación extraña que no podía ignorar ni un minuto más; sentía una necesidad horrible de dar media vuelta y volver con Sarita.

—Juan, da la vuelta.

Y aunque Juan lo miró como a un loco, el mayor de los hermanos obedeció sin saber que esa era, efectivamente, la decisión correcta.

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Sarita no pudo conciliar el sueño una vez Franco y sus hermanos emprendieron viaje. Sus hermanas y ellas habían visto partir el jeep y no volvieron entrar a la casa sino hasta perder de vista el vehículo. En silencio, decidieron cada una volver a la cama, y aunque Sarita hasta cerró los ojos en un intento de volverse a dormir, su mente no se lo permitió, muy activa como dejar que los brazos de Morfeo la envolvieran de nuevo.

Salió de la cama para buscar algo que hacer con su tiempo.

Por un momento lamentó no estar en su hacienda, pues de ser así podría haber empezado las labores que hacía a diario para intentar ocupar su mente y distraerse hasta que Franco llegara de vuelta. Pero no estaba en su casa, y no podía ir a hacer y deshacer a las caballerizas que Juan manejaba a su gusto.

Decidió, entonces, dirigirse a la oficina de Franco.

Le encantaba esa habitación, sobre todo cuando el rubio se encontraba en ésta. En aquellas raras ocasiones donde ella llegaba a visitarlo y él aún no podía terminar el día laboral, disfrutaba verlo trabajar, concentrado en algún que otro papel para terminar lo más rápido posible. Aunque esas situaciones siempre terminaban igual: Franco pidiéndole que lo espere en otro lado porque su mero aroma lo distraía. Ella salía sonriendo, orgullosa de provocar, con algo tan mínimo como lo era su olor, semejante distracción.

Rodeó el escritorio mientras apreciaba el orden sobre éste para finalmente sentarse sobre la silla. Respiró profundo, y de inmediato pudo reconocer el aroma de Franco entre el olor a cuero y madera. Disfrutó del silencio de la mañana; se permitió cerrar los ojos para así dejarse envolver por el espacio que la rodeaba e imaginar que Franco se encontraba allí con ella.

Hasta que el sonido de pisadas la sacaron de su ensoñación.

Se paró de la silla y caminó en silencio hasta la puerta. Sin saber muy bien porqué, la abrió sin emitir sonido, con el corazón algo acelerado.

Bastó con asomarse un poco por el umbral para darse cuenta de lo que sus instintos le estaban advirtiendo. Allí, sobre el descanso de la escalera, se encontraba nada más ni nada menos que Fernando Escandón.