CAPITULO 2
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En otro lado de la isla, en un bar de dudosa reputación, uno de los marinos de El Venganza se dirigía ahí.
Dentro del establecimiento «Luna Nueva», el ambiente era oscuro y al mismo tiempo tenía un aire atrayente que te invitaba a sumergirte en las profundidades del pecado. ¿A qué marinero no le atraía eso? Tanto hombres como mujeres desataban su pasión en cuanto tenían un par de copas encima, los más pudorosos subían a las habitaciones con su conquista de la noche y aquellos que simplemente no podían esperar se iban a un rincón oscuro del establecimiento. Si querías otro tipo de entretenimiento, uno más caro, hablabas con el encargado del lugar para arreglarte una cita con un "anfitrión". Sólo aquellos con el suficiente dinero o influencia podían darse ese lujo.
Entre ellos, el capitán del Kimera, un barco de velas rojas como sangre que presagiaba la muerte de otras embarcaciones, Klaus Wolfhart también conocido como "Caballero Demonio". El hombre de largo cabello negro trenzado, chaqueta de terciopelo rojo, y crueles ojos verde pardo descansaba a un lado de toda la algarabía con una excelente compañía: un par de gemelos idénticos que eran el delirio de todos los hombres. Castaños, con ojos heterocromáticos, piel tan blanca como la leche y totalmente exquisitos.
El marino de El Venganza entró en el lugar, buscando con la mirada hasta que, en cuanto lo vio, frunció el ceño. Se acercó, con paso decidido pero lento. Su sombrero causaba sombras sobre su frente y ojos, ocultando su mirada hasta detenerse frente al Caballero Demonio.
—Señor, tengo noticias —murmuró sin atreverse a quitarse el sombrero. Envió dos miradas de molestia a los gemelos pero no dijo más.
—Oh. Parece importante —dijo en un tono burlón. Inclinándose hacia la chica castaña, le dio un beso en la frente y después a su gemelo para susurrarle al oído—: Espérenme en la habitación. —El par asintió, y tomados de la mano, fueron a las escaleras para ir a las habitaciones—. ¿Entonces? ¿Qué me traes?
El marinero siguió con la mirada al par, mirándolos mal y luego al capitán. Se cruzó de brazos.
—El Dragón Azul capturó una sirena. La usará para que lo lleve a un tesoro. Creo que es uno bien grande.
—¿Qué tipo de tesoro? —El pirata hizo un gesto para que el marino se acercara. Cuando estuvo lo suficiente cerca, lo atrapó de la cintura, halándolo para que se sentara en su regazo—. Dímelo al oído —susurró con voz seductora.
—¿Por qué no se lo pides a tu dúo de lamebotas? —Apartó el rostro—. Por lo que sé, es el elixir de la juventud.
Con una risa gutural, el pelilargo tomó la barbilla del marinero, volteando su rostro hasta que sus labios estuvieron a centímetros de tocarse.
—¿Juventud eterna? —Sonriendo ladino.
—S-sí... —susurró, casi como cayendo en el embrujo del demonio—. Ella...le guiará a la fuente... Sabe todos los secretos del mar y él va a hacer que le diga el rumbo.
—¿Me guiarás al elixir? —susurró, rozando sus labios contra los rosados y pegando sus cuerpos—. ¿Me llevarás a la juventud eterna?
—Sí, señor... Siempre... —murmuró bajito—. Le enviaré...mensajes...con las...coordenadas.
—Buen chico. Aquí está tu premio. —Le besó largamente, apretando sus cuerpos contra la estorbosa tela de la chaqueta del capitán.
El pelinegro subió sus manos acariciando todo el cuerpo de hombre sobre su regazo, su torso, cuello, rostro hasta alcanzar el cabello, descolocando el sombrero. El marinero gimió de gusto, pasando sus brazos tras el cuello del capitán, apretándose contra el otro con necesidad. Enredó su lengua con la otra, profundizó el beso, hasta casi quedarse sin aire.
—No me gusta mucho que estemos así de separados —murmuró, haciendo un ligero puchero.
—Entonces vayamos a un lugar más... —Se acercó a la oreja del hombre, lamiendo el lóbulo y el interior del oído— privado... —ronroneó la palabra, haciendo estremecer al marinero. Levantándose del sillón, el capitán arrastró a su amante escaleras arriba por donde se fueron los gemelos.
Al día siguiente, apenas amaneciendo, una suave voz salía del baño, cantando. Se oían pequeños chapoteos al ritmo.
—Yo no sé la razón, di porque me late fuerte el corazón. Yo no sé la razón, mira como arde la llama del amor. Nunca he sentido algo tan abrumador.
La sirena, que pasó la noche en la tina del baño, había dado con la caja de jabón y provocado espumas. Jugueteaba con las burbujas como un niño, haciéndolas flotar. El capitán, quien solía tener un mal despertar fuera la hora que fuera, despertó con el canto de la sirena.
—¡Espero no estés haciendo un desastre ahí dentro! —le gritó el hombre a la sirena para ser escuchado por sobre los cantos de esta.
—No lo hago —respondió ella. Sopló una burbuja, esta flotando hasta caer sobre su aleta y explotar. Volvió a tararear la canción, haciendo sonidos de diversión y risas.
—Demasiado ruidosa —gruñó el oji-azul, dándose la vuelta en la cama para cubrirse con la almohada pero entonces algo se le ocurrió.
Saliendo de la cama, fue hacia el baño y abrió la puerta, encontrándose con una montaña de espuma. Tanto era su estupor que se quedó con la boca abierta sin decir nada. Cuando la sirena se giró para verle, sonrió. Tenía una espiral de espuma en la cabeza castaña y más alrededor de la mandíbula como si fuese barba. Sin embargo, entre la espuma que tenía en el pecho se notaba un brillo rojo, y se podía asegurar que provenía del rubí de su collar.
—¡Hola! —saludó ella—. ¡Ven, únete!
Se le notaba al pirata en la cara que quería gritar con todas sus fuerzas pero respiró hondo. Por supuesto, su mirada era malhumorada.
—Salte. Ponte la ropa. Nos vamos.
—Aww. ¿Tan pronto? —Su expresión era de decepción. Movió su collar y poco a poco la espuma se fue desvaneciendo como si deshiciera—. Me divertía. —Intentó salir de la bañera pero se sintió atorada. Notó que su cola se veía más gruesa que antes e hizo una mueca—. Ups. Falta de sal... —Le miró—. ¿Puedes ayudarme? No puedo salir.
—No me voy a quedar para que me cobren tu desastre. —Con el ceño fruncido, se acercó a la sirena para ayudarla, notando el grosor de la cola que antes no tenía—. Engordaste en una noche.
—No hice nada malo. Y no engorde. Esta agua no tiene sal —dijo, ahuecando en una mano un poco del agua de la bañera—. Mi cola se ensancha si pasa mucho tiempo en agua dulce.
—Lo hiciste y estás gorda. —Pasando una mano bajo la cola y otra por la espalda, hizo fuerza para sacar a la sirena. Con esfuerzo la llevó a la cama, luego le arrojó el vestido que usó la noche anterior.
Ella le sacó la lengua. Tomó su collar entre sus manos y entonces éste brillo. Las escamas de la cola poco a poco fueron desapareciendo y en su lugar viéndose la piel de las piernas y el espacio del pubis, así como el top que pareció fundirse con la piel del torso y los senos. Las piernas se separaron, la aleta encogiéndose hasta acabar en las uñas de los pies. En unos segundos, volvía a estar la sirena desnuda sobre la cama, soltando el collar y cogiendo la camisa para colocársela, moviendo los labios como si dijese palabras, probablemente imitando al capitán. El hombre también se arreglaba, poniéndose las botas, el cinturón con la pistola y la espada, la chaqueta de cuerpo y, por supuesto, su sombrero.
Acercándose a la ventana, vio que fuera de esta había un árbol.
—Perfecto —murmuró para sí, abriendo la ventana de par en par.
Ariadna se las arreglaba con el chaleco, amarrándose las cuerdas del corsé, alisando luego la falda.
—Listo —tarareó, caminando hacia la puerta.
—Por este lado. —Le dijo mientras pasaba una pierna por el alféizar y la otra aún quedaba dentro de la habitación.
—¿Por qué? —preguntó ella, mirándole raro.
—Saldremos por la ventana. Como te dije, no voy a pagar por tu desastre. —le extendió la mano—. No tenemos todo el día.
—Yo no hice ningún desastre. —Se cruzó de brazos—. Y no saldré por ahí.
—Entonces, explícale tú la espuma en el baño al encargado a ver cómo te hace pagarle. —Alzó ambas cejas, su tono indulgente—. Espero te guste abrirte de piernas. —Pasó su otra pierna por la ventana dispuesto a alcanzar la rama.
Ella le sonrió, haciéndole un gesto de despedida. Abrió la puerta y salió de la habitación. Frunciendo más el ceño, el hombre alcanzó la rama, comenzando a descender hasta que llegó al suelo.
La chica miró por el pasillo con el par de puertas que conducían a otras habitaciones. Buscó alrededor hasta dar con lo que deseaba. Una sonrisa astuta apareció en su rostro. Minutos después, se presentó ante el encargado, dejando una bolsa en la mesa.
—Disculpe, quiero pagar una habitación que usé anoche. —La bolsa se abrió un poco, revelado piedras de oro y alguna que otra joya brillante.
El mismo hombre regordete de anoche abrió los chiquitos y marrones ojos un poco sorprendido, pero entonces su cara volvió a la misma amargura de siempre.
—¿Qué rompió?
Ella pareció sorprendida.
—¿Debí haber roto algo? No suelo venir para este lugar. Creí que eso era lo que cobraban. —Comenzó a alargar la mano para tomar la bolsa—. Pero si es mucho, bien puedo darle tan solo un poco de oro...
Arrebatándole la bolsa, el hombre cogió 20 monedas de oro, el resto se la devolvió a la chica.
—No la quiero por aquí otra vez. —La despidió sin miramientos.
Ella cogió la bolsa, asintiendo y dio la vuelta, marchándose. Salió del establecimiento y comenzó a caminar para alejarse. En ese momento, no parecía acordarse del capitán pirata.
Una vez más tiraron del corsé que vestía.
—¿A dónde crees que vas tú sola? —le sorprendió la voz del capitán por detrás. Sin esperar a que respondiera, comenzó su camino hacia el muelle sin mirar a los lados.
—¡Estás aquí! Creía que habías ido huyendo —respondió ella, siguiéndole.
—Yo no huyo. —le gruñó—. Tú eres demasiado problemática. —Aceleraba el paso al caminar, queriendo llegar al puerto de una vez.
—Claro. —Y tosió un "cobarde" después.
Al hombre poco le importaba lo que opinara la sirena, así que caminó el resto del trayecto en silencio. Tortuga se veía diferente en la mañana; mientras que en la noche era el festejo del desenfreno y el caos, en la mañana eso parecía un pueblo fantasma, más que todo por los hombres tirados frente a los establecimientos ahogados de borrachos, durmiendo en cualquier posición. El puerto era el lugar más ajetreado pues, con resaca o no, si era hora de zarpar los primeros en despertarse eran los marineros, y el que se quedara dormido lo dejaban atrás.
Junto a ellos se unió varios otros que la sirena reconoció, entre esos Gibbs, Yuki y ya vio allí al tal Christopher dando órdenes.
—Con su permiso. —Yuki hizo un pequeño asentimiento a la chica y se apresuró a obedecer las órdenes del segundo al mando.
—Seguro que si le pido que me deje ir nadando se va a negar, ¿no es así? —preguntó la sirena al capitán.
—No es tan tonta para ser un pez —contestó Christopher por el capitán.
—Chris, asegúrate de que los hombres acarreen algo de agua salada para llenar la bañera —ordenó el pelinegro, comenzando a subir la rampa.
—Buena idea. Así no desperdiciaremos una fortuna en sal —dijo en voz alta, refiriéndose a la sirena.
Ella se soltó, sus uñas de un color rojo sangre, demostrando su enojo.
—Si tanto problema les causo, déjenme ir. Ya tienen su ruta. —Dejó caer las piedras doradas al mar, en cuanto tocaban agua se volvían rocas. Girándose, siguió subiendo la rampa y luego caminó a la proa del barco, ignorado a los demás.
—¿Falta mucho para zarpar? —preguntó a Chris el capitán.
—En cuanto de la orden —respondió el oji-verde muy seguro. Haciendo un gesto, el pelinegro dio a entender su orden—. ¡Hombres! ¡Terminen de una vez, los quiero a todos en el barco, zarparemos enseguida, el que se quedó se quedó! —amenazó el oji-verde, subiendo la rampa. Varios hombres igualmente le siguieron, recogiendo las cuerdas, izando las velas y alzando el ancla.
En todo el rato la sirena se mantuvo en el castillo de proa, su vista viendo cómo el barco comenzaba a moverse y abrirse paso entre las aguas. Estando allí, con los demás ocupados, podría lanzarse por la borda y volver al océano, como éste le llamaba. De verdad no comprendía el porqué simplemente no la dejaban. Ellos querían la ruta, ya se la había dicho, incluso la dirección de otras islas...
—¿Qué más quieren de mí? —preguntó a las aguas, apoyando los brazos en la baranda y sintiendo la brisa del mar golpear su rostro.
—¡Oye, pez! —gritó Christopher a la chica—. Hora de desayunar.
Ella le miró mal pero no respondió, quedándose en su lugar. Era increíble que quizás los únicos que le agradasen un poco sean el grumete y el capitán. «Mortales», pensó despectivamente.
—No es una sugerencia. El capitán dijo que ibas a desayunar con él, así que mueve tu escamosa existencia abajo —insistió el marino sin moverse de su lugar.
Ella se volteó, cruzándose de brazos.
—En primera, no tengo por qué obedecerte. Y en segunda, yo no necesito comer varias veces al día como ustedes mortales, no quiero su comida. Ni algas tienen.
Cansado de la réplica, el pelinegro se acercó hasta la proa. De imprevisto se montó a la chica en el hombro, comenzando a alejarse del lugar. Ignorando los chillidos de la sirena, bajó con ella las escaleras a un lugar donde estaba el comedor, dejándola caer en una silla al lado del capitán.
—¿Era necesario eso? —El hombre, que estaba sin el sombrero o la chaqueta, comía tranquilamente huevos duros, tocino y pan con un poco de vino como acompañante.
—Es muy testaruda. Buen provecho. —les deseó Christopher, saliendo del lugar.
—Intenta probar esto. —El oji-azul le alcanzó un plato con huevos duros a la sirena.
—Tienen suerte que mi padre no esté —masculló ella, mirando ceñuda la cosa blanca y redonda. La cogió con la mano, observándolo de cerca—. ¿Qué es esto?
—Un huevo. Se come —explicó tranquilamente. Con los cubiertos cortó uno de los huevos a la mitad, y luego esa mitad a la mitad, llevándose un cuarto a la boca.
Ella volvió la vista a la cosa que se llama huevo y decidió arriesgarse a probarlo, mordiéndolo y descubriendo que era igual de amarillo que el del capitán por dentro. Masticó lento, saboreándolo. No notó nada raro en ella, así que supuso que no era malo, y debía admitir que sabía bien..., pero...
—Necesito sal.
El pelinegro le pasó un potecito de vidrio con unos agujeros en la parte de arriba, adentro se veía que tenía la sal.
—No lo vayas a romper. —le advirtió. También le acercó su copa de vino—. Ayer probaste el ron, esto es vino, sabe diferente.
Ella miró el salero, volteándolo y alzando las cejas con decepción al ver lo poquito que salía.
—Que miseria —murmuró. Alzó la vista a la copa, dejando el salero—. Vino... —Cogió la copa, oliéndolo y arrugando un poco la nariz. Bebió un sorbo, paladeó—. Mmh..., esto sabe mejor que la cosa asquerosa de ayer.
—Los humanos no necesitamos tanta sal, y de hecho en grandes cantidades nos hace daño —explicó primero. Comió un poco de tocino y volvió a hablar—. Este es un vino dulce, así que sabe mejor. Yo no tolero mucho el ron, por eso cada vez que tocamos tierra trato de abastecerme con alguna de estas. —Señaló la botella de vino en la mesa.
—A los demás marinos que logré observar de lejos les encantaba esa cosa. —Volvió a beber del vino—. Me alborotaba las escamas, eso arde. —Dejó la copa y volvió a tomar el salero, sacudiéndolo varias veces hasta embardunar el huevo de sal y volver a darle un mordisco.
—No es el sabor si no el efecto que causa lo que les gusta.
Después de eso siguió comiendo tranquilo, sirviéndose otra copa de vino y dejándole la suya a la sirena, los dos comieron tranquilamente.
—He notado, todos te llaman capitán, pero ellos se llaman por su nombre entre sí, ¿por qué? ¿No tienes nombre? —preguntó Ariadna cuando acabó de beber el vino de su copa—. Y el cara de alga me llama "pez" —dijo despectivamente—. El grumete Yuki es el único mortal que al menos me llama por mi nombre...
Echándole una inquisitiva mirada, el hombre quitó del alcance de la sirena la copa de alcohol.
—Me llaman señor por respeto, pues soy su líder, ellos me obedecen. Supongo que puedes llamarme Dimitrevich... Christopher es un poco intransigente pero no es malo, es un hombre de confianza —terminó con su plato, dejándolo a un lado—. Quizás si me dijeras tu nombre podría llamarte como tal... —respondió a todas sus preguntas y comentarios en orden mientras rellenaba su propia copa.
—Dimitrevich... —Ella pareció pensativa—. Sigue siendo un nombre raro, y él sigue siendo un cara de alga. —Tomó el salero, y molesta le quitó la tapa—. ¡Ja! —Se echó un poco en la boca. Cuando tragó, dijo—. Mi padre me puso Ariadna como la princesa mortal de Creta.
—Bonito nombre —reconoció Dimitrevich acabando su copa—. Acompáñame. —le dijo a la sirena, extendiéndole la mano para que la tomara.
—¿Me vas a conceder mi libertad? —preguntó Ariadna, poniéndose en pie. Tropezó con sus pies, teniéndose que apoyar del hombre para no caer, riéndose tontamente—. Por esto ustedes los mortales van al suelo, estas cosas son torpes.
—Serás libre cuando lleguemos a la fuente. —Cargándola, la llevó hasta su cama donde la acostó—. Duérmete un rato, te bajará la borrachera. Después analizaremos el mapa.
—Mmh..., y no irás al triángulo... —gimió de alivio al estar en la cama, volteándose para quedar de lado y cerrar los ojos, cayendo enseguida dormida.
—Triángulo —murmuró el hombre. ¿Ese era el lugar que la sirena no quería que fuera? ¿Por qué? ¿Qué había ahí que ella no quería que vieran? Lo averiguaría.
