¡Hola a todos! Hoy traigo una nueva adaptación de un libro que leí hace poco y pensé que os gustaría. Es diferente a todo lo que haya publicado anteriormente, pues nunca había tocado este género. Espero les guste. Y, si no, díganmelo también.


Disclaimer:

MSLN y sus personajes no me pertenecen

Esta historia no es de mi autoría. Es una adaptación del libro "El jefe" de Romina Naranjo


Capítulo 1

Cerré el coche con el mando electrónico y levanté la vista para vislumbrar por entre los rayos del sol la torre más alta del módulo de máxima seguridad, erigida como una antigua fortificación. Parecía impenetrable y daban escalofríos solo de mirarla.

Respiré hondo, sosteniendo mi maletín con fuerza, y a paso ligero crucé el pequeño pasillo acristalado que separaba el garaje de la entrada principal.

A simple vista, la primera imagen de la Prisión Estatal de Midchilda era austera, fría, atemorizante y, probablemente, esta era la realidad que se escondía tras aquellos impenetrables muros.

Recordé las palabras de mi padre un segundo antes de cruzar la puerta giratoria que daba a la entrada enrejada. Él creía que yo estaba loca. Lo mismo que pensó mi madre. Lo mismo que dijeron mis amigos. Lo que le pasaba a todo el mundo por la cabeza. No tenía que demostrar nada, decían. Podía ejercer mi profesión en cualquier otro lugar más acorde con el tipo de vida que había tenido, con las expectativas que debía haberme hecho conforme estudiaba la carrera.

Ser enfermera del centro de salud de un pueblo o de una ciudad acomodada, donde lo más grave que debiera hacer durante mi turno fuera cogerle unos puntos a algún niño travieso que se hubiera hecho daño jugando al fútbol. Sin sobresaltos. Sin estrés. Sin emoción. Sin prestar una ayuda significativa.

No obstante, yo estaba más que decidida. No había estudiado enfermería para quedarme sentada en una silla acolchada del área de urgencias de cualquier hospital. No. Lo había hecho para ayudar a la gente, para sanarla. Para ejercer donde realmente pudiera ser útil y se me necesitara. Por ese motivo me había ofrecido voluntaria para prestar mis servicios médicos en la prisión. Por vocación, y porque nadie más quería hacerlo.

Me retoqué la chaqueta blanca y azul que llevaba a juego con unos vaqueros pitillo y miré por el rabillo del ojo que las botas blancas estuvieran limpias. Me eché la coleta hacia el lado y anduve los pasos que me separaban de la puerta. No habría vuelta atrás en cuanto la cruzara, y lo hice con convicción.

La pelirroja alguacil de la entrada me cacheó con profesionalidad, sin apenas dirigirme la palabra. Comprobó mi identificación con mirada crítica y, pese a mi temblorosa sonrisa, ella no expresó ningún tipo de emoción.

- Debe ser muy valiente para estar aquí. –me dijo, seca– O muy tonta.

Ignoré su comentario y la seguí por el pasillo en total mutismo. Los rayos polvorientos de sol, que se colaban por los pequeños ventanucos enrejados, dibujaban sombras fantasmagóricas en el suelo gris y sucio. La encargada metió una llave grande y desgastada en una cerradura y pasó delante de mí, dejándome ver el inicio de un pasillo estrecho compuesto, a ambos lados, por un conjunto de celdas desde las que se oían voces, algún que otro grito y demás sonidos que poco tenían de agradables. Se me hizo un nudo en el estómago cuando empecé a recorrerlo. De inmediato me llegaron todo tipo de «piropos» e improperios que me esforcé por no escuchar. Lo había previsto. Estaba preparada para ello. No en vano, estaba en una prisión femenina colmada de mujeres que llevaban meses, años quizá, sin ver a un hombre o una mujer. Pero yo no era una mujer, recordé qué me había dicho el encargado que me había hecho la entrevista al presentarme para el puesto. Era la enfermera de la prisión, estaría allí para hacer mi trabajo y asistir al doctor, nada más. No habría simpatías, trato cercano ni conversaciones con las presas. Mi trabajo era puramente médico, no social. Con tales ideas en la cabeza, yo trataba de concentrarme en proseguir mi camino. La alguacil me repetía incansablemente las normas que ya me habían dejado claras en cada paso dado desde la firma del contrato y hasta ese momento.

- No las mire a la cara. No les dirija la palabra. No les haga preguntas. No se interese por nada que tenga que ver con ellas. Limítese a hacer su trabajo. –decía, como si nada de todo aquello le importara lo más mínimo– De todo lo demás se encargará el doctor.

Asentí con la cabeza cuando aquella mujer fría y cansada me miró, aguardando una respuesta. Pareció gustarle mi expresión, pues volvió su vista al frente. Sin embargo, yo no pensaba cumplir semejantes premisas. Esa no era mi forma de ser. Yo no podía limitarme a ofrecer mis conocimientos médicos de forma autómata y robótica sin más, ignorando a las personas que tenía a mi cuidado. Porque eso es lo que eran: personas. Mujeres. Erradas en su camino, tal vez, pero humanos, al fin y al cabo. Sonreí, yo siempre había logrado ver luz donde solo se atisbaba oscuridad. Siempre conseguía encontrar algo bueno en todo el mundo, fuese quién fuese. ¿Por qué ahora tendría que ser diferente? Tras unos pocos pasos más, llegamos frente a una puerta blanca en la que podía leerse la palabra «Enfermería». La crucé tras la alguacil, desilusionándome un poco ante la primera visión que tuve de mi nuevo lugar de trabajo. Las camas estaban deshechas y amontonadas, los estantes desordenados, los cristales y el suelo sucios; reinaba la oscuridad y el caos por todas partes y podía respirarse un extraño hedor que, con toda seguridad, sería cualquier cosa menos algo higiénico. Lo primero que se me vino a la cabeza es que me aguardaban muchísimas horas de trabajo por delante: limpieza, inventario, reorganización… Todo ello sin contar con el hecho de que trabajaría casi bajo tierra, con escasas opciones de ver el sol y respirar aire puro, alejada y ajena al mundo real, casi como si yo también estuviera presa. Tendría que encontrar momentos en los que pudiera salir al menos al patio, estirar las piernas, recordarme a mí misma que mi estado era de libertad y que no estaba cumpliendo condena, sino ofreciendo un servicio. Hacerme a la idea de la situación física en que iba a encontrarme requeriría trabajo y esfuerzo por mi parte. Y grandes dosis de calma y control mental. Pero eso podía esperar al menos un día más. Lo primordial, teniendo en cuenta la exagerada cantidad de tiempo que llevaban las presas en ese penal sin atención médica, era asegurarse de que todas y cada una de las reclusas quedaban vacunadas contra el virus de gripe que amenazaba con azotar la ciudad. Era algo de primera necesidad, pues de contar con un brote grave, dadas las circunstancias de aquella sala médica, las consecuencias podrían ser catastróficas.

Dejé el maletín sobre una mesa con cuidado. En él estaban guardadas las jeringas, las agujas y las vacunas, separadas en una pequeña neverita portátil. Ese era mi primer cometido como enfermera de prisión.

- Estará sola como mucho un par de horas hasta que llegue el médico. –informó la alguacil.

- ¿Estará usted presente mientras vacune a las presas? –le pregunté.

La mujer asintió parcamente. Su gesto logró tranquilizarme, debo admitirlo. No es que les tuviera miedo, pero tampoco podía confiarme en exceso. Después de deambular un rato de un lado para otro viéndome pasar un trapo por la mesa que había escogido para dejar mis cosas, abrir un par de ventanucos y reconocer los medios con los que contaba, la alguacil se marchó sin ceremonia. Me quedé sola una media hora, quizá cuarenta minutos, los cuales aproveché para ventilar la enfermería y pasar un trapo por las camillas que luego utilizaría en mi labor. Saqué del maletín mi bata blanca, la alisé con la mano y me la coloqué, sintiéndome de inmediato más cómoda y relajada que minutos antes. Bien. Ya estaba ahí. El primer paso estaba dado, ahora solo quedaba esperar que todo fuera a mejor.

La alguacil volvió a reunirse conmigo un poco más tarde, trayendo consigo un dossier amarillento donde figuraban los nombres de las presas a los que yo debía atender. Aquel documento tenía pinta de ser una de las pocas cosas que estaban actualizadas en aquel lugar. Todavía no sabía mucho sobre la distribución carcelaria, pero, al parecer, las más conflictivas se encontraban aisladas en el módulo de máxima seguridad cuyo acceso estaba permitido, en contadas ocasiones, exclusivamente al médico. Revisé la lista con esmero intentando ver algo que me llamase la atención, tratando quizá de reconciliar los nombres de aquellas mujeres con personas de la calle, de carne y hueso que, pese a estar privadas de libertad, no dejaban de ser individuos que contaban con seres queridos que les aguardaban. Me sentía concentrada hasta el momento en que la funcionaria me interrumpió.

- No se confíe por el hecho de que no estén aquí las asesinas. –dijo con voz vacilante– La mayoría son fáciles de llevar, pero no todas.

Alcé la vista mirando con atención a aquella mujer que asintió con la cabeza para corroborar sus palabras. Sentí que quería advertirme de algo, pero, o bien no se atrevía a ello o no consideraba que yo lo mereciera.

- ¿Sucede algo con alguna de las mujeres de las que me tendré que hacer cargo? –le pregunté con tacto– ¿Algo que yo deba saber? –la alguacil miró a su espalda, hacia la puerta cerrada de la enfermería, como verificando que nos hallábamos solas, después dirigió sus ojos de nuevo hacia mí.

- Incluso aquí hay rangos, ¿entiende? –me explicó– Estas alimañas son la escoria de la sociedad. Son perras. Pero hasta entre perras, siempre hay una que es más fiera que las otras.

- ¿Se refiere a una especie de… líder? –tanteé, con más curiosidad que nerviosismo. La funcionaria asintió con la cabeza una sola vez.

- Corren rumores. Se oyen cosas. Se dicen comentarios. –continuó, bajando el tono– Yo no lo sé con seguridad, no paso tanto tiempo cerca de ellas. Solo puedo decirle que vigile su espalda. Esto es muy diferente a cualquier otro trabajo que haya hecho.

Asentí con la cabeza, confundida. ¿Estaba intentando asustarme o tenían aquellas palabras algo de veracidad? ¿Cómo esperaban conseguir ayuda si trataban de espantar a la única persona que se había presentado voluntaria para el puesto?

- ¿Quién es? –le pregunté.

La alguacil dio un paso hacia mí, escrutando mi mirada, quizá sorprendida de mi osadía. Negó con la cabeza. No iba a darme esa información.

- Aquí se refieren a ella como… la Jefa. La conversación cesó en ese punto.

Con su actitud, la funcionaria dejó claro que no pensaba abrir de nuevo la boca para tratar ese asunto ni cualquier otro. Me dejó colocar la enfermería adecentando la camilla central donde debían sentarse las presas en espera de su dosis contra la gripe, sin hacerme ningún comentario más. La información pululó por mi mente apenas unos minutos antes de centrarme en mis labores con los cinco sentidos. Cuando todo estuvo listo, di el aviso y otra de las encargadas procedió a abrir las celdas en orden, dejando que las presas accedieran a la improvisada sala de espera antes de entrar a la consulta. Estiré la bata con gestos mecánicos, aparté la coleta hacia el lado y carraspeé. Comencé a llamar por sus nombres y apellidos a todas las reclusas. Sorprendiéndome en muchas de las ocasiones. Los nombres podrían haber pertenecido a cualquiera, pero los aspectos de aquellas mujeres a menudo, no les hacían justicia. Muchas imponían respeto, otras temor, lástima o preocupación. Los estados en que se encontraban variaban mucho, yendo desde la práctica desnutrición, a consecuencia del sufrimiento o el arrepentimiento por su estado actual, a la vigorexia como fruto de fuertes y duros entrenamientos. Algunas estaban aseadas, en tanto que otras parecían provenir de un basurero. Había dientes carcomidos, brazos tatuados y caras con cicatrices. Lo único que parecían tener en común era que, al entrar a la enfermería, sonreían y lanzaban comentarios mordaces que pretendían ser sarcásticos o simpáticos. Como aquella era una actitud que esperaba, yo me limitaba a dar los buenos días y a explicar el procedimiento a seguir en cuanto a la inyección. La funcionaria no se separaba de mi lado, haciéndome señas cada vez que yo hablaba más de lo necesario. Por lo visto, mis instrucciones debían ser clavar las agujas con la mirada puesta en el suelo y luego darles la espalda a la espera de que se marcharan. Aunque en alguna ocasión me sentí tentada a hacerlo, seguí adelante con las explicaciones y los tratos correctos, a pesar de la incomodidad que algunas groserías me provocaban. Cuando cruzaban la puerta saliendo al pasillo y con toda probabilidad rumbo a sus celdas, yo podía oírlas hacer comentarios a sus compañeras, entre risotadas y bromas fuera de tono. «Joder con la enfermerita, por esa me dejaba yo poner hasta la inyección letal.» «Me quedan tres años y doce días, ¿crees que me esperará?» «Yo sí que se la clavaba a ella, pero sin que se quite la bata.» Aunque la alguacil hizo sonar su porra contra la puerta abierta para llamar al orden, yo decidí hacer oídos sordos a los comentarios. Me habían entrevistado en las dependencias carcelarias tres veces antes de confirmarme que tenía el trabajo, y en dos de las ocasiones tuve que cruzar un pasillo con celdas a ambos lados. Había oído cosas mucho peores, y no solo insultos, también lamentos y ruegos. Las voces de las mujeres siguieron como telón de fondo mientras yo tiraba el último par de guantes usado y consultaba la cantidad de dosis que me quedaba en la nevera portátil. No obstante, en un momento determinado, la última celda quedó abierta, y pronto, los murmullos de la salita contigua se extinguieron por completo.

- Ya ha terminado, ¿verdad? –me preguntó la alguacil con brusquedad.

- No, aún queda una. –contesté, haciendo memoria y recordando mis notas.

- Es tarde. Puede dejarlo para otro momento. Dé el aviso y que vuelvan todas a sus catres. –insistió, con un extraño nerviosismo– Si han aguantado tanto tiempo sin morirse de un catarro, no va a pasarles nada por una noche más.

Con mirada serena, preparé la dosis pertinente y sostuve en mis manos el algodón impregnado en alcohol. Ya me había puesto el par de guantes limpios y miraba alternativamente a la alguacil, la silla vacía y la puerta que daba a la silenciosa sala de espera. Si pensaba que en mi primer día iba a caer en mala praxis ignorando a una de las presas cuando mis órdenes claras habían sido vacunarlas a todas, es que aquella mujer no sabía con quién estaba tratando.

- No lo puedo dar por terminado, le he dicho que falta una.

En vista de que la mujer parecía petrificada, dejé el instrumental sobre la bandeja plateada y volví a la mesa, recogiendo la lista y consultándola. Leí el nombre y lo memoricé durante unos segundos, antes de levantar la voz y mirar hacia fuera, esperando que del otro lado se me oyese con claridad.

- Fate Testarossa. –anuncié.

Sorprendida, fui consciente de que la alguacil había dado varios pasos atrás hasta caer sentada sobre la silla que había usado para inyectar a las presas, como si de pronto las fuerzas la hubieran abandonado. Me miró como si acabara de decidir que yo era un caso perdido. De la sala contigua no llegó el mínimo sonido, ¿pero qué demonios pasaba? Si aquello era algún tipo de broma o novatada no estaba dispuesta a caer en el juego. Mi trabajo era serio, y de llevarlo a cabo de forma correcta dependía la salud de unas personas cuyas circunstancias eran ya lo bastante precarias como para además añadir alguna enfermedad contagiosa, por leve que esta pudiera ser. Con voz clara, repetí la llamada. El silencio de fuera se hizo aún más denso a medida que unas pisadas se aproximaron a la puerta. Me giré de espaldas, cogiendo la última jeringa y el botecito con la dosis, midiéndola con pulcritud. Una vez la inyección estuvo lista para ser usada, cogí el algodón humedecido en alcohol y me puse de frente. Entonces, ella entró.