Capítulo 3
Luego de aquel beso Sarita evitó cualquier posible encuentro con Franco. No sabía que pensar de ese día. Era consciente que siempre le había atraído el ojiazul, aunque se lo negara así misma desde el primero momento que se dio cuenta, así como también era consciente que el beso fue espectacular. Suave, tentativo, explosivo. Allí donde él la tocó, su piel prendió como si de brasas ardientes se tratara. Aún cerraba los ojos y recordaba sus labios sobre los de ella, su lengua tratando se abrirse paso, sus brazos fuertes atrayéndola más hacia su cuerpo.
Pero no podía seguir pensando en eso. Franco seguramente la besó para molestarla, porque eso era lo único que sabía hacer ese hombre. Además siempre le dice lo fea e insípida que es. ¿Qué otra razón podría haber ahí? Alterarla más de lo que estaba. «Seguramente aún debe estar riéndose de mi».
La castaña volvió a concentrarse en sus deberes matutinos.
Franco en su hacienda hacía algo parecido: pensar en ese beso. Cómo se equivocó con Sara Elizondo. La mujer no era nada de lo que él le decía, y lo sabía desde hace tiempo. De echo, la pensaba una mujer extraordinaria y hermosa. Ahora que conocía el sabor de sus labios, su boca era todo en lo que pensaba.
Decidió dar una vuelta por los potreros, y la posibilidad de ver a la mayor de las hermanas era la única razón de aquella decisión. Aunque Juan y Oscar pensaran que era para supervisar el trabajo de los vaqueros.
Cuando llegó a la cerca, no se decepcionó. Allí estaba ella, con sus jeans ajustados, blusa a cuadros, y fuego en la mirada. Iba con otros vaqueros, seguramente rondando los terrenos, pero sus ojos estaban fijos en él. Cuando se acercaron más, Franco notó como Sarita se mojaba los labios con la lengua de manera inconsciente, y no pudo evitar las ganas que le entraron de morder esa boca. Definitivamente Sara lo deseaba tanto como él a ella. Estaba seguro que si se acercaba lo suficiente, vería las pupilas de la castaña dilatadas, tal cual las tenía ese día de su primer beso.
Franco quiso bajarse del caballo y acercarse, pero Sara dio media vuelta en el caballo y le gritó al resto de su grupo que ya era hora de marcharse. El rubio maldijo entre dientes. Sabía que las cosas con Sara no se darían tan fácil, pero en su interior tenía la esperanza de que dejara de ser tan terca por cinco minutos.
Después de eso no la volvió a ver sino un par de semanas luego del beso. Y para seguir con las costumbres, se reencontraron para pelear.
—¿Qué le pasa, doña Sara Elizondo? —le dijo con algo de sorna pero ojos coquetos. La castaña no titubeó al mirarlo a los ojos y responderle.
—El fuego molesta a mis caballos.
—Pues aléjese.
—El humo es el que molesta, y ese es el que pasa a nuestros terrenos. Así que o lo apaga o soy capaz de demandarlos. —La amenaza fue acompañada con un par de pasos hacia adelante, pasos que Franco imitó hasta que ambos quedaron agarrados al cerco, cada uno por el lado de sus terrenos.
—Entonces yo creo que tendrá que demandar al aire, ¿Cómo la ve?
—Si usted cree que puede hacer y deshacer como le plazca, —Sarita entonces lo agarró de la corbata y tiró de ella hasta que sus rostros quedaron frente a frente—, está muy equivocado, Franco Reyes.
—¿Y qué hará al respecto? —susurró él, nuevamente tentado con la boca de la castaña. Sus ojos se desviaron a los carnosos labios por menos de un segundo, lo suficiente para que Sarita lo notara.
—No se burle de mi.
—Sara…
—¿Señorita Sara? —La voz de Olegario provocó que ambos volvieran a la realidad. La mayor de las Elizondo soltó la corbata del rubio con un movimiento brusco, casi empujando al hombre.
—Ya me oyó, zarrapastroso — gritó Sara caminando hacia su caballo—. Tiene hectáreas de tierra a su disposición, perfectamente podría quemar pastizal lejos de aquí, que es donde mis pesebreras están más cerca.
—Escúcheme, princesita disfrazada de mugroso peón. Si piensa que puede venir a quejarse por cualquier niñería puede irse al mismísimo infierno. —Sara entonces no lo pensó dos veces, tomó del suelo una plasta de animal y se la lanzó al ojiazul. Si no hubiese sido por Juan que lo agarró, hubiese cruzado la cerca y se hubiera acriminado contra la castaña.
—¿Quién es el mugroso ahora? —Sara sonrió con satisfacción, y como muchas veces hacía, de un brinco se subió al caballo. Franco no supo si seguir enojado o aplaudirle. Lo enloquecía verla hacer eso.
Sarita no volvió a aparecer por los potreros en varios días. De echo, sorprendentemente la siguiente vez que Franco la vio fue en la hacienda que compartía con sus hermanos, acompañada de Norma y Jimena.
Franco venía de la oficina, y no tardó en notar que en el lugar donde siempre estacionaba su jeep había otro vehículo: nada más ni nada menos que el todoterreno de Sarita. El corazón le dio un vuelco. Agarró su maletín y se dirigió al interior de la casa.
No encontró a nadie.
Extrañado dejó sus cosas en el sofá, y mientras se quitaba la corbata se dirigió al patio. Al rededor de una mesa encontró a sus hermanos acompañados de dos de las hermanas Elizondo, y ninguna era la que buscaba.
—¿Cuál es la ocasión? —preguntó con una sonrisa. Finalmente las relaciones de sus hermanos iban como debían, y cada vez era menos extraño encontrar a las dos hermanas en allí.
—Ninguna en especial, hermanito —respondió Oscar—. Celebrando a la familia, celebrando que finalmente podemos ver a nuestro sobrino.
—Me alegro que al fin hayan solucionado sus problemas. Y me encanta tenerlas aquí, en nuestra casa. Ya saben que son bienvenidas cuando quieran.
—Bueno, Franco —dijo Jimena poniéndose de pie—. Así como van las cosas en nuestra hacienda, es muy probable que nos veas seguido.
—Deja adivinar. Fernando Escandón.
—Así es. Esta vez se tomó más atribuciones de las que debía, y empujó a Sarita. Estoy segura que de no ser por Norma, ese desgraciado le hubiese pegado.
—¿¡Y Sara está bien!?
—Sí, sí. Anda viendo el nuevo caballo.
—¿Aquí? —Los ojos de Franco se iluminaron cual faroles, y su corazón dobló el ritmo.
—Yo sé que ustedes no se llevan bien, pero con Jimena no quisimos dejarla sola, Fernando puede ser impredecible.
—Norma, no es problema. Las tres son bienvenidas siempre. Si me disculpan, iré… iré a cambiarme de ropa.
El rubio efectivamente fue a sacarse el traje que llevaba puesto y lo cambió por algo más cómodo. Aunque todo el tiempo que demoró, pensó en la castaña. No entendía que le estaba pasando, porqué desde el beso no ha podido dejar de pensarla. Ni siquiera entendía porqué la besó en primer lugar. Pero Franco era una persona que no se dejaba intimidar por sus emociones e instintos. Más bien fluía con ellos. Y eso mismo lo llevó a visitar el picadero donde sabía que entrenaban al nuevo semental.
—¿Qué tal nuestra última adquisición? —Sarita se sobresaltó al escuchar a Franco, pues la castaña se encontraba de espalda a él.
—La verdad, está bellísimo. Tiene un porte y gracia envidiable. —Respondió ella sin darse la vuelta. Franco llegó a su lado y se apoyó en la cerca igual que ella.
—Lo escogió Juan.
—Lo sospeché. Usted no tiene idea de caballos, mucho menos podría escoger uno de este calibre.
—Lo sé. —Sara esta vez se dio vuelta de golpe a mirarlo, con la sorpresa en el rostro. Su comentario iba mal intencionado, porque esa era la dinámica que compartía con Franco. ¿Acaso no se insultaban cada vez que se encontraban? Pero este tipo de respuesta de parte del ojiazul no era para nada común.
Se quedaron en silencio después de eso. Ambos admirando, pero distintas cosas. Franco miraba el caballo palomino que relinchaba cada vez que se le daba una orden, mientras que Sara miraba de reojo a Franco, como sonreía cada vez que el entrenador lograba algo positivo con el caballo. Como seguía a la bestia con los ojos mientras ésta daba vuelta y vuelta al rededor del corral. Como a veces dirigía su mirada levemente a la derecha para verla a ella y sus ojos azules se le quedaban mirando. En esos momentos trataba de disimular, pero Franco estaba más en sintonía con ella de lo que quisiera admitir, y cuando la pilló por tercera vez mirándolo, se giró por completo, abiertamente buscando la atención de la castaña.
—Sara…
—¿Mmh?
—Sara, míreme. —Pero ella no cedió. Franco entonces la agarró suavemente por el mentón, y giró su rostro hasta quedar frente a frente. La castaña tragó en seco de puro nerviosismo—. Quiero besarla de nuevo —susurró él finalmente.
—No sea bobo — refunfuñó ella, dándose la vuelta para emprender el camino de vuelta al patio. Franco rápidamente la siguió, y cuando estuvieron lejos de los vaqueros la detuvo.
—Tu cuerpo no miente, Sara. Sé que también quieres. Ahora mismo lo veo en tus pupilas.
—No se burle de mi, Franco. No sé que cree ver, pero deseo no es. —Aun así la castaña no tomó distancia, y mucho menos trató de irse de allí. Su mirada nunca se desvió de los ojos del rubio, y Franco tampoco se acobardó ante los ojos penetrantes de Sarita.
Se quedaron así unos momentos, hasta que Sara se cansó de aquel encuentro y continuó su marcha de vuelta hasta donde se encontraban sus hermanas. Por fuera lucía decidida, pero por dentro su corazón latía desbocado y su estómago parecía dar un sin fin de volteretas.
Franco quedó ahí parado, mirando como Sarita se retiraba sin mirar hacia atrás y a paso rápido. No la siguió como haría cualquier otro día, pues algo en su interior le dijo que debía ser paciente. Y si eso significaba ceder hoy para ganar la siguiente batalla, entonces gustoso esperaría un poco más.
