Capítulo 6
Franco la besaba como nunca la había besado. La tenía acorralada contra la pared, una mano la sujetaba de la nuca, mientras la otra le tocaba el trasero sin vergüenza alguna, atrayéndola hacia su cuerpo. Sus labios no le daban tregua, el aire comenzaba a faltarle pero ni loca soltaría aquella boca que tanto le gustaba. Por su parte las manos de Sarita acariciaban el pecho desnudo del ojiazul, disfrutando de los marcados músculos que allí encontraba.
No sabía cuánto tiempo llevaban devorándose la boca, ni recordaba como llegó a esa situación, pero no se quejaría por nada del mundo. Lo estaba disfrutando como nunca, decidida a finalmente dejarse llevar por el deseo que ese hombre le provocaba.
La ropa empezaba a sobrar, por lo que pronto cada prenda tocó el piso. De un momento a otro se hallaban sobre la cama, desnudos, tocando todo lo que alcanzaban, Franco sobre Sarita acomodado entre sus piernas. Pero la castaña tenía otros planes, y en un movimiento rápido giró sus posiciones. Ni siquiera le dio tiempo a Franco de reaccionar antes de acomodarse sobre su miembro erecto, el cual fue recibido con gusto dentro de la humedad de ella.
—Sara…— gimió el hombre al ser envuelto por suaves paredes, sus manos posándose directamente en las caderas de su amante.
—Te mostraré que tan buen jinete puedo ser. —Las manos de Sarita se apoyaron sobre el pecho del rubio para mayor equilibrio, y sus caderas empezaron con un vaivén tortuoso, lento, pero placentero.
Franco no dejaba de mirar a semejante fiera. Como a pesar de que el placer le hacia querer cerrar los ojos, ella luchaba contra ese instinto y no le desviaba la mirada. Como sus pechos, aunque pequeños, seguían el ritmo de su cuerpo. Y como su propio miembro se perdía entre las piernas de Sarita. Dichas piernas se aferraban a las caderas del rubio, cada vez con más fuerza a medida que la velocidad aumentaba.
Sara estaba en la gloria. Su clítoris rozaba con el cuerpo de Franco cada vez que bajaba, lo que la hizo acortar las embestidas para su propio placer. Se mordió el labio para evitar hacer un escándalo, pues todo su cuerpo le pedía gritar lo bien que lo estaba pasando.
—Quiero escucharte, Sara. —Franco liberó el labio inferior de la castaña pasando su pulgar por encima. Ella no perdió oportunidad para lamerle el dedo y luego introducirlo en su boca.
El que gimió fue él. Aunque Sara lo imitó a los segundos, cuando la otra mano de Franco subió hasta uno de sus senos para pellizcarle un pezón. Escucharla lo enloquecía, necesitaba más, le urgía que Sara apurara sus movimientos. Pero ella no tenía apuros.
Franco volteó sus posiciones una vez más, y tal como hizo ella, no perdió tiempo en embestirla. Una, dos, tres veces. Su ritmo era mucho más apresurado, más potente, que el que había dictado Sarita hace tan solo unos momentos. La mujer no pudo callarse más los gemidos, lo que incitó más al ojiazul, entrando en un ciclo de placer que subía y subía, la cima cada vez más cerca.
—Franco… Franco, me vengo. ¡Franco!
Los ojos de Sarita se abrieron de golpe cuando su cuerpo alcanzó el orgasmo. El corazón le latía a una velocidad inexplicable, su respiración estaba tan agitada como si hubiese corrido una maratón, tenía el flequillo pegado en la frente, y su propia mano se encontraba entre sus piernas. Al notar esto último, la retiró de inmediato de forma brusca.
«¿Qué acabo de soñar?»
.
—¿A dónde van ustedes dos con Juan David? —Norma y Sarita bajaban las escaleras de su casa junto al infante listas para salir cuando Gabriela las interrumpió. Hoy era viernes, lo que significaba que Norma y Juan tendrían su cita.
—Decidimos cenar afuera, salida de hermanas —mintió rápidamente Sarita.
—¿Sin Jimena?
—La invitamos, pero no estaba de humor. —Las hermanas siguieron caminando hasta la puerta de entrada cuando Gabriela volvió a hablar.
—¿Y tú Norma, tan arreglada? —Norma se giró cansada de la conversación.
—¿Acaso no puedo querer verme bien porque sí? —Fue todo lo que le dijo antes de dirigirse a su hermana—. Vamos, Sarita.
—Nos vemos más tarde, mamá —se despidió la mayor de las hermanas.
Cuando se subieron al carro de Sara ambas soltaron un suspiro de alivio. Sarita miró a Norma y rió, no porque la situación fuera graciosa, sino porque nunca le había mentido con tal descaro a su mamá.
—Bueno, lo peor ya pasó. Ahora relájate, que llegaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Al llegar a la hacienda de los Reyes, los hermanos se encontraban esperándolas afuera. Sara detuvo el vehículo y Juan se acercó para abrirle la puerta a Norma, quien iba de copiloto. Cuando la mujer bajó, agarró las solapas de la chaqueta de su hombre, y le plantó un beso en los labios, sorprendiéndolo.
—Lo siento, no quise esperar hasta el final de esta noche.
—Puedes besarme cuando quieras. —Los tortolitos se miraron tiernamente, y Oscar no pudo evitar molestarlos.
—¿Se quedarán ahí toda la noche o qué? A lo mejor tuvimos que echarle una arregladita al cuarto de Juan en vez de hacer reservas en un restaurante. —Franco rió mientras le daba un codazo a su hermano. Sarita rodó los ojos, porque por supuesto que Oscar diría algo así.
—No te pases, Oscar —dijo Juan con tono amenazante. Norma solo sonrió y volvió a llamar la atención del grandote.
—¿Vamos?
Cuando el par ya iba en camino, el resto del grupo entró a la casa, Sarita con Juan David en brazos seguida de Franco que acarreaba el bolso de bebé, y quien no dejaba de observarla. El hombre admitía que no podía despegar la vista de la retaguardia de la castaña, pues llevaba puesto esos jeans que se adherían a su cuerpo como una segunda piel. Llegó a tropezarse de lo distraído que iba.
—¿Está bien? —preguntó Sarita.
—Sí, sí. Iba mirando para otro lado, eso es todo.
Llegaron a la sala de estar y Sarita dejó al niño sobre la alfombra, doblando su cuerpo en vez de flectar las rodillas. Los ojos de Franco casi se salen de sus cuencas al darse cuenta que debajo de esos pantalones que tanto le gustaban solo podría ir una tanga, pues no vio marcas de ropa interior. «Ay, señor. Ayúdame a sobrevivir esta tarde».
El ojiazul sintió un empujón que solo pudo provenir de su hermano. Lo miró con el ceño fruncido, hasta que notó que Oscar lo miraba con sorna, moviendo sus cejas en un gesto que sugería saber lo que pasaba por la mente del menor de ellos.
—¿Podemos mover la mesa de centro? Juan David podría pegarse, y además así tendría más espacio. —La voz de la mujer los sacó de su conversación silenciosa. Oscar actuó con rapidez, yendo hasta dicha mesa y moviéndola hacia una de las paredes—. Gracias.
—No hay qué, cuñadita. Y hablando de lazos familiares, ¿Jimena?
—Lo siento, Oscar. Traté de convencerla, pero mi hermana es muy obstinada. Tal vez la próxima vez tenga más suerte.
—Ay, morenita. ¿¡Cuándo dejarás de torturarme!? —Sarita solo le dio unas palmaditas en el hombro en consuelo. Tardó unos segundos en darse cuenta de la familiaridad con la que actuó, pero para su fortuna ni Oscar ni Franco habían reparado en aquello.
—Franco, el bolso —pidió la castaña. El nombrado se lo pasó sin decir nada, y Sarita se puso a buscar algo luego de pasarle unos juguetes a su sobrino—. ¿Dónde está la cocina? Ya va siendo la hora de su leche.
—Páseme eso. Se lo encargo a Quintina.
—Prefiero hacerlo yo. Juan David es algo quisquilloso con su leche.
Así fue como Franco y Sarita terminaron juntos en la cocina, solos. Situaciones como esa era lo que quería evitar Sara, pues ahora que no había distracciones nada la detenía en recordar el sueño de esa mañana. De echo, había evitado mirarlo desde que llegó. Pero ahora notaba los botones desabrochados de la camisa, y un flashback de sus manos apoyadas sobre su pecho le llegaron a la mente. Sus manos sobre sus caderas, cómo la apretaban cada vez que se movía sobre él.
—¿Estará bien el agua a esta temperatura? —Por suerte el ojiazul la sacó de su burbuja lujuriosa, aunque escuchar su voz solo la hacía recordar como el Franco de su subconsciente llamaba su nombre.
—Si quiere vuelva con su hermano. Puedo encargarme de esto yo misma.
—Si no le molesta, quisiera aprender los gustos de Juan David, así la siguiente vez no tendrá que hacerlo todo usted —dijo Franco acercándose peligrosamente. La mujer dio un paso hacia atrás, tratando que no se le notara el nerviosismo ante su cercanía. Pero Franco la había notado rara desde que salieron de la otra habitación—. ¿Le pasa algo?
—No.
—¿Y por qué se aleja de mí?
—No hago tal cosa. —Sarita se obligó a no moverse de donde estaba y a mirarlo a los ojos desafiantemente solo para demostrarle a Franco que no le pasaba nada, aunque fuera una gran mentira. El rubio no dijo ni una palabra más, solo la miró fijamente logrando ponerla más nerviosa. De repente los ojos de ella se desviaron hacia abajo, nuevamente posándose en el poco pecho que la camisa de Franco dejaba ver, y al volver a recordar parte del sueño, se mojó los labios con la lengua inconscientemente.
«¿Acaso es… deseo lo que veo?»
Sin pensarlo dos veces, Franco la agarró de la nuca y la atrajo a su boca en un beso explosivo. Esta vez Sarita no opuso resistencia, pues llevaba todo el día pensando en él, en sus besos, sus caricias, en cómo le haría el amor si se lo permitiese. En cambio, se aferró a su cintura con fuerza mientras le devoraba la boca. Ante tal respuesta tan efusiva, Franco pareció besarla con más ganas. Le mordió el labio inferior, lo que provocó un quejido mezclado de placer y dolor en la castaña. Cuando el aire pareció faltarle, le besó la comisura de los labios, luego la quijada y de ahí descendió hasta su cuello.
Sarita respondió apretando más fuerte los puños, que aún se encontraban agarrados a su camisa, y suspirando con erotismo. Quien diría que la boca que tanto insulto le gritó, sería la misma que la haría sentir tanto gusto con unos pocos besos. Claramente Franco sabía lo hacía, manejaba esos labios de tal manera que si no fuera por Quintina que anunciaba su llegada a la cocina, Sarita se hubiese entregado ahí mismo.
—¿Don Franco? —Sara se soltó lo más rápido que pudo antes que Quintina pudiera verlos en esa situación. Recogió el biberón que aparentemente había soltado para entregarse a otras actividades, y se alejó unos pasos de donde Franco quedó parado—. Ay, señorita Sara. No sabía que usted estaba en la hacienda.
—¿Qué tal, Quintina? —Fue todo lo que respondió, mirándola brevemente a la cara antes de darle la espalda y pretender revisar la temperatura del agua.
—Me alegra tanto que haya venido con Juan Davicito. Ese niño está cada día más hermoso.
—A su tío Franco tenía que parecerse —dijo el menor de los Reyes sentándose en una silla, y así ocultar la mitad inferior de su cuerpo para no darle una sorpresa a Quintina.
—¿Por qué no me pidieron que preparara eso? —preguntó la mujer al notar lo que hacía Sara, quien no había perdido tiempo en seguir con su misión original.
—Pues porque Juan David es un rey en más de un sentido, y le gusta su leche preparada de cierta manera. O eso dice Sarita. —La nombrada asintió, afirmando las palabras del rubio.
—No se preocupe, Quintina. Estamos bien aquí. Ya casi termino. — Agitó el biberón con vigor, y una vez testeado el sabor y temperatura final de la preparación se puso a ordenar las cosas que había usado.
—Deje ahí, Sara. Lo mínimo que puedo hacer es guardar las cosas ya que no me dejó ayudarla.
—Vayan los dos, que para eso estoy yo aquí. —Quintina se acercó al par y con un movimiento de manos los incentivó a marcharse de la cocina. Franco se acomodó el pantalón lo más disimulado que pudo ser, y salió tras Sarita.
Llevaban unos metros caminados cuando Sarita se giró para encararlo.
—Deje de hacer eso.
—¿Qué cosa?
—Besarme así.
—¿Así cómo? —la mujer cerró los ojos en un gesto impaciente. Franco, como se estaba acostumbrando a hacer, la acorraló a la pared—. ¿Así como le gusta? —Se acercó a su cuello, y con su nariz lo rozó suavemente, plantando un beso húmedo justo detrás de su oreja cuando llegó allí.
—Franco, ya basta. Por favor.
—¿Por qué se resiste?
—Porque usted es un mujeriego. —Este hecho hizo que Sara volviera a si misma, y con la mano libre que le quedaba lo empujó con fuerza—. Y me niego a ser una más de su lista.
—Sara, eso no es así.
—Claro que sí. ¿Necesita que se lo recuerde? Primero la cantante de bar, luego mi propia hermana, y después la difunta Eduvina Trueba. Y esas son las que le conozco, y son todas del último año. No necesito más pruebas para saber el tipo de hombre que es usted.
Sarita no dejó que Franco respondiera. En cambio, dio media vuelta y fue a donde Oscar y Juan David se encontraban. Sabía que estaba siendo un poco injusta con él, pues había respondido gustosa sin oponerse, y no es culpa del rubio que ella no pueda resistirse. Pero como le había dicho recién, sabía el tipo de hombre que era él, y estaba segura que apenas obtuviera lo que estaba buscando de ella, la dejaría por su siguiente conquista.
«No le daré la satisfacción. No, señor».
