Capítulo 8

Luego de la discusión con Franco y de subirse al carro, encendió el motor enrabiada, maldiciendo a ese hombre insufrible y a si misma, y ahí es cuando notó algo raro. Algo más que raro, de echo. Prestó atención sin saber muy bien qué estaba mirando, pero cuando vio el arma, y cómo subían a Franco a un carro desconocido, no dudó en actuar.

De lo apurada que salió, voló un espejo lateral pero nada le importó. Iba más preocupada de no perder de vista el otro vehículo, mientras se preguntaba qué era exactamente lo que estaba ocurriendo. Iba con la adrenalina al cien, los nervios olvidados en el fondo de su mente.

—Madre mía, ¿Dónde lo llevan? ¿Qué es lo que pretenden hacer con Franco?

Preguntas como esas pasaron por su cabeza durante todo el trayecto, el cual se le hizo eterno. No sabía qué pensar del asunto, porqué a Franco de todas las personas. «¿En qué se habrá metido esta vez?». Esto debía tener una explicación lógica, y ya la iba a escuchar el mujeriego ese cuando lo sacara de ahí. Porque lo iba a sacar a toda costa, cueste lo que cueste.

Una vez detenido el motor, no dudó en tomar el rifle que traía en los asientos traseros. Si esos tipejos se atrevían a amedrentar con armas de fuego, ella no se quedaría atrás. Con sigilo se asomó a la puerta, y desde ahí fue testigo de la paliza que le dieron a Franco. Aguantó dos segundos antes que se le revolviera el estómago. Sin dudar un momento más, entró con el arma en mano y sin titubeos apuntó al par de mañosos.

Entró con escándalo, disparando como primera cosa para anunciar su llegada.

—¡Quietos ahí! —Franco quedó tieso de la sorpresa. Esa voz solo podía pertenecer a una mujer, y era la misma que le robaba el sueño. Nunca se había alegrado tanto de estar en presencia de Sara. Aunque la felicidad no le duró mucho, pues esos tipos eran peligrosos y ahora la castaña podría correr peligro. Uno de ellos sacó una pistola, y Sarita disparó con puntería perfecta para quitarle el arma de la mano sin hacerle daño—. Si no quieren que les vuele la cabeza, arrojen sus armas al piso.

—Que puntería, ¿No, señorita?

—¡Arrojen sus armas al piso! Y usted quítese el cuchillo que lleva en la pierna. Y no intenten nada porque los lleno de plomo. —Los hombres hicieron como les ordenaron, y cuando estuvieron desarmados, Sarita los obligó a ponerse contra la pared.

Con una mano aún en el rifle, usó la que tenía libre para agarrar el cuchillo y liberar a Franco que estaba metido en un saco. Cuando por fin le vio la cara, se aseguró que no tuviera heridas en la cabeza, mientras Franco solo la miraba entre nervioso y admirado. Estaba terminando de desatarlo cuando esos estúpidos intentaron atacarla una vez más, y Sarita no dudó en volver a disparar como advertencia.

—¿Usted cree que yo estoy jugando, imbécil?

Franco estaba enamorado. Sí, tuvo esa epifanía en la mitad de su rescate. Sarita era una mujer valiente, decidida, y no vacilaba en arriesgarse por los que amaba. Y aquí es cuando Franco se dio cuenta que Sara lo correspondía. Porque ¿Quién en su sano juicio haría algo así? Perfectamente pudo haber llamado a la policía en vez de seguirlos a la mitad de la nada. Escucharla entrar en su ayuda, verla tan segura enfrentarse a esos delincuentes sin dejarse amedrentar o intimidar. Sarita era de otro planeta. Y sería un imbécil si la dejaba ir así como así.

—Sara, no quiero que corra más peligros — dijo el rubio cuando sus secuestradores se hallaron inmovilizados, tal cual lo habían dejado a él—. Así que deme el arma y vámonos, antes que vengan otros matones. —Para su sorpresa Sarita dejó que le quitara el rifle, y dicha sorpresa aumentó cuando le tomó la mano, pues esperaba ser rechazado y ocurrió todo lo contrario. La castaña lo recibió sin chistar y hasta le dio un apretón.

Salieron camino a la hacienda Reyes lo más rápido que Sarita pudo, evitando así encontrarse con las personas que supuestamente llegarían luego. Rompió una que otra ley de tránsito, pero lo importante era que ya estaban a salvo. O al menos más a salvo que hace unos minutos.

—¿Quiénes eran esos tipos, Franco? —preguntó Sarita sin dejar de mirar el camino. Sus manos, aunque ibas firmes sobre el volante, se movían de manera nerviosa.

—No tengo ni la menor idea. Nunca los había visto.

—¿Entonces por qué lo golpearon salvajemente?

—Al parecer trabajaban para alguien más. Pero tampoco sabría decirle quien me quiere ver muerto.

—Por lo visto usted debe tener más de un enemigo. Si quiere continuar vivo, le va a tocar rodearse de muchos guardaespaldas.

—A ver, ¿Usted qué cree? —preguntó Franco algo ofendido—. ¿Que yo soy mafioso? ¿Que tengo negocios importantes o que ando en cosas turbias? No. No tengo porqué tomar esas medidas.

—Ah, entonces seguramente fue por líos de faldas. Usted es un sin vergüenza y debe tener más de un cuento con una mujer. Yo no sé porqué corrí a salvarlo.

—Mire, si está arrepentida por el favor que me hizo, déjeme allá para que me maten. Pegue la vuelta y déjeme donde me encontró.

—¿Qué tal este? —La castaña lo miró incrédula—. Después del trabajo que me costó sacarlo de allí. No, no está ni tibio Franco. Usted no sabe la angustia y el susto que yo me llevé.

—Yo no la vi angustiada ni con mucho susto. —Al recordar a Sarita con el rifle en mano el rubio sonrió para sí mismo—. Yo me asusté cuando le disparó a esos tipos, pensé que iba a matarlos.

—Sí, en ese momento era capaz de hacer cualquier cosa. Ay, pero ahora estoy que tiemblo. No sé como fui capaz de hacer eso.

—¿Quiere que le ayude a manejar? —Ni tonto ni perezoso, Franco hizo contacto físico con su castaña favorita tocándole el hombro en un gesto amable. Pero dicho gesto tuvo el efecto contrario, pues Sarita pareció ponerse más nerviosa de lo que ya estaba.

—No, tranquilo —respondió la mujer quitando la mano de su hombro—. Tranquilo. Ya estamos cerca de su casa y lo dejaré allí sano y salvo.

El resto del trayecto lo recorrieron en silencio. En un momento Franco reconoció los alrededores, finalmente oriéntandose. Sarita tenía razón, el lugar donde había sido llevado no estaba muy lejos de su hacienda. De vez en cuando el rubio miraba hacia el costado, cuidando que Sara no perdiera la calma entre tanta emoción que esa noche les había dado, pero aunque Sarita se viera nerviosa la histeria no la había invadido. Cada día Franco se admiraba más de ella. ¿Cómo había sido tan ciego? No haberse dado cuenta que lo que verdaderamente sentía hacia ella era algo más que deseo o curiosidad.

Pero ahora lo tenía claro. Estaba enamorado de Sarita y tuvo que vivir una situación de vida o muerte para darse cuenta. Su problema ahora era que Sara le creyera. Porque aunque ahora mismo le profesara su amor, lo más seguro era que pensara que él quería seducirla con otros fines, o como le había dicho más de una vez en el pasado, que se estaba burlando de ella.

—Bueno, ya hemos llegado. ¿Qué está esperando para bajarse? —Sarita recién miró al ojiazul, y se dio cuenta que su silencio no solo era reflexivo como ella creía. En su rostro vio dolor y preocupada notó como se sujetaba el torso—. ¿Se siente mal? —preguntó saliendo del carro—. A lo mejor tuvimos que ir al hospital, en vez de venir a su casa. —Franco sonrió ante la preocupación de Sara.

—Solo… solo estoy un poco adolorido, nada más. Mire, no me gustaría dejarla sola después de lo sucedido. ¿Puedo acompañarla?

—No se preocupe por mi. Lo importante ahora es que usted hable con sus hermanos y avise a la policía. Sin duda esos hombres volverán a buscarlo, y ya se dio cuenta que son capaces de cualquier cosa. Ahora déjeme ayudarlo.

—Puedo bajar solo. Además soy muy pesado para apoyarme en usted, ¿No cree? —Franco salió del vehículo con cuidado, porque aunque estaba exagerando para recibir la atención de su acompañante, la verdad era que sí le dolían un poco. Para su sorpresa, Sarita apenas se movió unos centímetros, por lo que cuando apoyó los pies en la tierra quedaron frente a frente—. Se preocupa mucho por mi, ¿No?

—No se haga ilusiones. Lo hubiese hecho por cualquiera.

—No se mienta, Sarita. Usted solo se pone así, como una fiera, por la gente que aprecia. Algo bueno debí hacer para ganarme un puesto en esa lista. —Sarita decidió que no ganaba nada negando las palabras de Franco, pues eran totalmente ciertas. En cambio le sonrió con tristeza, algo resignada con la situación. En su cabeza aún creía que esos sentimientos de amor era unilaterales.

—Que tenga buena noche, Franco. —Antes que la castaña pudiera alejarse, le tomó el rostro con ambas manos y la miró a los ojos. Lo que vio le dolió en el alma: un millar de dudas, y lágrimas sin derramar. En ese momento se prometió que haría todo lo que tuviera a su alcance para borrar esa mirada de sus ojos, para hacerle ver que la quería en serio y que a pesar de todos los conflictos del pasado, él estaba decidido a luchar por ella.

—Sara, ¿Cómo le hago creer en mis palabras? Usted es una mujer extraordinaria, fuerte y valiente. Todo lo cruel que alguna vez le dije, nunca lo creí en serio. Tiene que creerme, por favor.

—Franco…

—¿Hasta cuando va a seguir con esto, pretendiendo que entre nosotros no hay nada? ¿Acaso no lo siente?

—Lo sé, lo sé. Pero usted no me genera confianza.

—Entonces deje ganarme su confianza. Deme una oportunidad, y Sarita, le juro que haré todo lo posible para demostrarle que mis sentimientos son sinceros.

Franco esperó paciente mientras Sarita lo observaba con detenimiento. La castaña estaba en un debate interno, su mente dividida en dos. Pero finalmente esa voz que le decía "¡Hazlo!" ganó la batalla.

—No sé en qué me estoy metiendo. —Susurró, y sin más lo besó.