Capítulo 9
El beso fue desmedido, salvaje. Toda la tensión que habían acumulado en estos meses se dejó ver. Franco la tomó de la cintura como siempre hacía en su necesidad de tenerla pegada a él, mientras Sarita se aferraba a su cuello como si la vida le dependiera de ello. Por primera vez la castaña tenía la mente totalmente en blanco, entregándose a sus sentidos para disfrutar lo que estaba ocurriendo.
Se besaron como nunca lo habían hecho, en un acto dulce pero apasionado, cargado de emociones que no se habían atrevido a demostrar con anterioridad. La espalda de Sarita pronto estuvo pegada al vehículo, las caderas de Franco aprisionándola contra la puerta. Sus cuerpos actuaban por si solos, como buscando al otro, desesperados. Nada era suficiente, sus manos buscaban piel desnuda, y en esa búsqueda es que Franco terminó con la camisa fuera del pantalón, las manos de la castaña acariciando por debajo de la prenda el abdomen tonificado del rubio.
Franco la tomó del cuello necesitado por sentirla cerca, por nunca separar sus labios de los de ella. Necesitaba a Sarita como si de aire se tratara, pero por más que juntaba sus cuerpos, no lograba satisfacer esa sed que su boca le provocaba. La abrazó más fuerte, su pelvis buscó más contacto pegándola aún más al carro lo que ocasionó que Sarita gimiera en el beso. Franco enloqueció al escucharla.
—¿Franco, es usted? —La voz de Eva hizo que se separaran apenas unos centímetros, pero con alerta en sus miradas.
Franco sabía que Sarita ahora saldría corriendo, por lo que actuó antes que ella. La tomó de la mano, y rápidamente la llevó hasta donde los focos no iluminaban, a tan solo unos pasos del umbral del portón que conducían a la casa. Escuchó atento los pasos de Eva, quien no se atrevió a caminar muy lejos de la entrada, y suspiró de alivio cuando se oyó el cerrar de la puerta.
—Sara, por favor no te vayas.
—Ya es tarde, Franco.
—Por favor… —La volvió a besar para hacerla olvidar la hora, para tratar de convencerla a que se quedara un rato más. Pareció funcionar.
Sarita lo besó de vuelta sin ganas de irse. Lo tomó con ambas manos de las mejillas, y acercó sus bocas aun más. Pelearon por tener el control, sin dan tregua al otro. Franco pronto cambió el rumbo, despegó su boca de los labios hinchados y enrojecidos de la castaña, y descendió por su mandíbula para finalmente besar su cuello con besos húmedos. Succionó un poco obteniendo de vuelta un gemido que lo volvió a poner loco, y no pudo evitar atraerla hacia él desde las caderas, frotando, sin querer, el bulto que se escondía en sus pantalones. Sarita volvió a gemir al sentirlo, y sus caderas con voluntad propia buscaron hacer contacto una vez más.
—Sara, sube conmigo —susurró Franco sin parar de besar su cuello. Uno de sus brazos la rodeó por la cintura, llevando su mano hasta el trasero de ella.
—No, no. No puedo.
—¿Por qué no? —El rubio volvió a juntar sus pelvis, totalmente entregado a sus bajos instintos.
—Juan está dentro. Y Eva… está despierta. Podrían… ¡Deja de distraerme! No puedo pensar con tu boca haciendo eso.
—Pero quieres —afirmó él sin hacerle caso a la petición de la mujer—. Quieres subir conmigo y continuar esto.
Sarita sopesó sus opciones. Sería la reina de las mentirosas si dijera que no quería, pero ella no era así. Le habían enseñado a ser desconfiada de los hombres, de sus intenciones, y le repitieron hasta el cansancio que debía entregarse solo al hombre que llamara esposo. ¡Pero lo deseaba con tanta fuerza! Su cuerpo se deshacía ante las caricias de Franco, y las rodillas le fallaban cada vez que sus labios se unían en esa danza que venían creando desde hace un tiempo.
—¿Sara? —dijo Franco, buscándole la mirada para comprobar que sus palabras habían sido la verdad. Sarita lo miró de vuelta, siendo eso todo lo que necesitaba para decidirse a cometer, lo que más adelante consideraría, la locura más grande de su vida.
—Sí, sí quiero. Pero no en tu habitación. Así que es mejor que se te ocurra otro lugar, Franco Reyes, de otra forma, lo más sensato es que me marche.
El cerebro de Franco entró en cortocircuito pero por apenas unos segundos, pues rápidamente agarró a Sara de la muñeca y empezó a caminar hacia el patio de su hacienda decidido a encontrar un lugar decente.
No caminaron ni un minuto cuando a lo lejos vieron a alguien acercarse. Sarita, que se dio cuenta de esto primero, jaló de Franco hacia las caballerizas, entrando en el primer corral que vio desocupado. Se escondió lo más rápido que pudo, mientras Franco miraba disimuladamente para ver quién andaba por ahí tan tarde.
—¿Qué diantres hace Juan por aquí a esta hora?
—Shh. Cállate, Franco —susurró bajito la castaña. El ojiazul se giró hacia ella, y no pudo evitar reír ante la situación. Parecía un sueño todo aquello, uno con un final, que aunque cómico, no era el que él quería—. ¿De qué te ríes?
—De nuestra situación. No puedo creer que siempre logren interrumpirnos.
—Tal vez es una señal.
—No, no. —Franco se acercó urgido, deseando con todo lo que tenía que Sarita no decidiera irse—. Sara, podemos parar si quieres, pero por favor no veas esto como un mal augurio. ¿Qué debo hacer para que confíes en mi? ¿Cuándo vas a-?
—Franco —interrumpió Sara—. Ya cállate.
Acto seguido tiró de su camisa y lo besó antes de arrepentirse de todo. Ya había tenido suficientes monólogos internos como para seguir dándole vueltas y vueltas al asunto. Hoy había decidido no tener reparos, y nada le impediría disfrutar de ese momento.
Entonces recordó los golpes que le habían dado a Franco.
—Tus costillas… —dijo con la respiración agitada luego de separarse de sus labios.
—No duelen nada. Tú me quitas todos los males, Sara.
Juntaron sus bocas una vez más, esta vez en un ritmo más calmado. Ya no estaban envueltos en el frenesí de hace unos momentos, sus labios se acariciaban de manera suave, sintiendo cada milímetro, disfrutando cada toque, cada suspiro.
El echarpe de Sarita cayó al suelo junto con la chaqueta del rubio, uniéndoseles a los pocos segundos la camisa de éste último. Sin dejar de besarla, Franco soltó su peinado y enredó sus dedos en esa cabellera que olía siempre tan bien. Le encantaba su aroma, una mezcla entre campo y algo dulce que no sabía ni siquiera como empezar a describir, pero que siempre lograba distraerlo. Así es como terminó con su rostro enterrado en el cuello de la castaña, buscando ese olor tan propio de ella. Le besó esa parte de su anatomía con lentitud, tomándose todo el tiempo del mundo. Con cada beso bajaba un poco más, y cuando se topó con su collar, pasó directo a sus clavículas a la vez que sus manos buscaban el doblez de su vestido. Necesitaba tocar su piel, acariciar cada centímetro de su cuerpo y hacerla suspirar. Estaba ansioso por escucharla, pero Sarita se lo estaba poniendo difícil, mordiéndose el labio para evitar emitir sonido.
—Sara, deja escucharte. Te lo imploro. —Pero Sarita negó con la cabeza.
A partir de ese momento Franco se convirtió en un hombre con una sola misión: haría enloquecer a la castaña hasta que no pudiera controlar lo que saliera de su boca. Y empezó con lo que ya sabía sobre el cuerpo de Sara. Succionó con suavidad ese lugar donde el cuello se une con el hombro, mientras su mano subía por el muslo de ella hasta llegar a su trasero. Oh, cuánto no fantaseó con ese trasero. Parecía un sueño tener al fin la oportunidad de darle la atención que se merecía. «Ni Miguel Ángel podría esculpir semejante perfección». La agarró de allí para atraerla de manera brusca hacia su cuerpo, y aprovechando que el vestido ya lo tenía prácticamente por las caderas, metió una de sus piernas entremedio de las de ella. Pero solo consiguió agitar la respiración de Sarita.
Volvió a devorar su boca, su lengua abriéndose paso a través de los labios de la castaña en una sensual exploración, y la acorraló contra los bloques de heno que se hallaban en el corral, sentándola sobre éstos. Sus manos empezaron su propia exploración, una mucho más suave e incitadora, no solo para enloquecer a Sarita, sino también, para su propio deleite.
Sara no aguantaba más, su cuerpo y mente estaban embriagados de pasión y deseo, apenas estaba lo suficientemente consciente como para guardarse los gemidos que querían escapar de su boca, y dudaba ser capaz de seguir guardándolos por mucho tiempo. Sentía la piel ardiendo, como si fuera acariciada por las llamas mismas. Cada terminación nerviosa de su cuerpo estaba en alerta, deseosas por sentir las manos del rubio, esas manos toscas por el trabajo que muchos años tuvieron que realizar, manos que tanto placer le traían en sus sueños.
Sus caderas buscaron contacto al recordar dichos sueños, y su garganta emitió ese sonido que tanto le gustaba a Franco. El ojiazul respondió de la misma forma, con un gemido gutural que nació en lo más profundo de su ser, liberando su lado más primitivo.
Las manos de Franco siguieron su ruta, una a cada lado del torso de Sarita, subiendo cada vez más su vestido. Cuando llegaron a la curvatura de sus senos, gruñó cual cavernícola. No llevaba sujetador, y darse cuenta que había andado sin uno toda la noche lo hizo perder la cabeza. Aun así no atacó de inmediato. En vez de eso, recorrió con sus pulgares la curvatura, acercándose milímetro a milímetro a sus pezones.
Claro que no sabía que la paciencia de Sara tenía límites bien bajos en ese momento, por lo que cuando la castaña agarró una de sus manos por la muñeca y la colocó sobre uno de sus pechos, Franco quedó sorprendido. Pero de la mejor manera. No perdió tiempo, y empezó un suave masajeo que lo recompensó con un hermoso gemido. Podía sentir en la palma de su mano como el pezón de Sarita se contraía aún más de lo que ya estaba, y se le hizo agua la boca del deseo de pasar su lengua por ahí mismo.
Así que empezó a quitar la única prenda que lo separaba del objeto de sus deseos, tironeando el vestido pero sin lograr su cometido. Sarita, sabiendo lo que quería Franco, llevó sus manos hacia atrás buscando el cierre. Aunque demoró un poco en encontrarlo, finalmente lo logró y Franco por fin pudo deshacerse del estorbo.
Su boca no dudó en acercarse a devorar la piel expuesta, como un hombre hambriento, mientras Sarita se dejaba hacer y lo incentivaba agarrándolo de la nuca, pidiéndole sin palabras que no se detuviera. Ya no escondía su placer, porque no podía ni tenía ganas. En cambio le dio en el gusto, y dejó escapar por sus labios cuánto lo estaba disfrutando.
Franco bajó por su estómago, aún con la mano de la castaña agarrada a su cabellera, y cuando llegó a su intimidad, la besó por encima de la ropa interior. Con lentitud quitó cada una de sus botas, y cuando sus manos recorrieron el camino de vuelta para quitar las bragas negras, Sarita cerró las piernas de golpe.
—Te sobra algo. Varias cosas, diría yo —dijo ella entre jadeos.
Franco le sonrió de medio lado, y mientras se quitaba sus propias botas con los pies, desabrochó su cinturón para seguir con el botón de su pantalón y luego el cierre. Quedaron en iguales condiciones, y Sara al mirar la excitación de Franco se mordió el labio. ¿Por qué demonios se había negado a esto tanto tiempo? Eso era lo único que su cerebro le gritaba.
Se volvieron a besar, sus cuerpos tocándose piel con piel como deseaban hace tiempo. Las caderas de ambos buscando entrar en juego, provocando un roce de lo más sensual, hasta que Sarita no aguantó más y empezó a tironear de los boxer de él. Franco entendió la indirecta, y terminó de desvestirse por completo mientras Sarita hacía lo mismo con su propia ropa interior.
Se miraron a los ojos unos segundos, ambos sin terminar de creer que se encontraban ahí, en ese momento tan íntimo pero que parecía ser el rumbo correcto de su relación. Quién diría que tanta pelea terminaría en un encuentro de este nivel. Ciertamente ninguno de los dos.
Sin pensarlo más, ambos acortaron la distancia uniendo sus bocas una vez más, labios enrojecidos y sensibles volviendo a esa danza que ya tan familiar se sentía. Sarita abrió sus piernas para recibir al rubio entre ellas, y éste último no dudó en agarrarla de uno de sus muslos y recostarla sobre el heno, su otra mano yendo directamente a la intimidad de la castaña, comprobando que estuviera lista para lo que venía. Gruñó al sentir su humedad, y no resistió introducir dos de sus dedos en ella, curvándolos en la zona precisa. El sonido que emitió Sarita nació desde esa misma zona y se elevó hasta su garganta, donde cobró fuerza y avanzó hasta sus labios, que no dudaron en liberar aquella expresión de placer que se perdió en la boca de él. Franco disfrutó unos momentos la estrechez de ella, pero mientras más la escuchaba, su miembro más se quejaba. Cuando escuchó la queja de Sarita al retirar sus dedos casi se arrepiente, pero continuó de todas formas, y acomodando su erección en la entrada de la castaña, la miró a los ojos una vez más antes de empezar a introducirse en ella.
Ambos se perdieron en las sensaciones que esa nueva intimidad les entregó. Franco, seguro de que no duraría mucho si proseguía con sus movimientos, se detuvo una vez entró por completo y buscó la mirada de Sarita con ese océano que eran sus ojos. La castaña tenía las pupilas dilatadas por completo, sus ojos rogándole que siguiera, y quién era él para negarle algo. Se movió con lentitud, atento a cada respuesta de ella quien no le quitaba los ojos de encima, como provocándolo. Ninguno desvió la mirada del otro, mirarse a los ojos tenía un efecto hipnótico y erótico que acrecentaba eso que estaban sintiendo.
El ritmo se aceleró, no solo Franco incrementó la velocidad de sus estocadas, Sarita hizo lo propio encontrándolo a medio camino, mientras se aferraba a su cuello para estabilidad. Los sonidos que emitían sonaban como orquesta sinfónica en sus oídos, tan sincronizados y afinados uno con el otro que la escena parecía una verdadera obra de arte.
Se tomaron su tiempo, disfrutaron esa sincronía y cercanía que crearon en un lugar insólito, pero que aún así se sentía perfecto para ellos. Las caricias iban y venían a la par con el vaivén de sus cuerpos, sudor se formó en cada centímetro de piel, se hallaban en un trance del que nunca querían salir. Pero todo tiene su fin.
Ambos se dieron cuenta que se acercaba ese momento fulminante. Sara lo hizo cuando notó la falta de ritmo en el rubio, y él, cuando Sarita cerró los ojos y extendió su cuello hacia atrás. Franco no perdió oportunidad y le besó el pulso, desesperado, como si no hubiera un mañana. La mordió con suavidad, lo justo para acelerar ese orgasmo que no tardaba en llegar, y no solo escuchó cuánto lo disfrutaba la castaña, sino que también lo sintió al rededor de su miembro, el cual fue aprisionado por las palpitaciones de esas paredes en las cuales se hallaba.
—Franco… —susurró entre gemidos Sara—… más.
Le dio más de todo. Más besos, más caricias, más fuerza. Sus piernas estaban a nada de fallarle, pero se mantuvo firme a pura fuerza de voluntad alimentado por el gemido ahogado final de Sarita, mientras él mismo se rendía al placer y entraba al paraíso junto con ella.
Solo quedó el sonido de sus respiraciones agitadas. Franco escondía su rostro en el cuello de la castaña y de vez en cuando le daba tiernos besos ahí, pues a eso quedaron reducidos, sus cuerpos agotados pero sus corazones contentos. Las piernas de Sarita aún daban espasmos ante la intensidad de su orgasmo, pero no se soltaban de su posición, amarradas alrededor de las caderas del rubio. Se mantuvieron así unos minutos, aún entregándose caricias mutuamente en silencio.
Sarita abrió los ojos y miró el techo, su mente ya despejada de esa nube de lujuria que la había invadido. Sintió el cuerpo de Franco sobre el suyo, cómo aun seguía dentro de ella sin intenciones de moverse, cómo besaba su cuello y acariciaba sus costados con delicadeza. Pero no logró disfrutar mucho más del momento. A su cabeza llegaron imágenes de esa cantante de bar, de cuando lo pilló con su hermana en su propia hacienda, y amablemente su cerebro también le recordó el origen de la fortuna de los Reyes. De un segundo a otro volvió a recordar los "valores" bajo los cuales la habían criado y se preguntó qué diría su mamá si la viera ahí, en los brazos de, nada más ni nada menos, Franco Reyes. «¿Y qué opino yo de mi misma?».
Entró en pánico.
Agarró la muñeca de Franco para mirar la hora en su reloj, y se espantó al ver que no faltaba mucho para el amanecer. Ahora sí el pánico la invadió por completo, y bruscamente buscó alejar a Franco de su cuerpo.
—Tengo que irme.
—No, Sara. No te vayas.
—Franco, tengo responsabilidades. Si no me ven en la hacienda cuando la gente empiece a levantarse, ¡O si me ven llegar con la ropa de ayer!
—Calma, aún faltan un par de horas para eso.
—Deja vestirme, por favor. —Franco se alejó unos pasos y vio como Sarita buscaba cada una de sus prendas sin mirarlo si quiera una vez. Mentiría si dijera que no le dolió un poco la actitud de la castaña, pero también entendía su apuro. Doña Gabriela podía ser cosa seria, y él sabia, porque lo vio muchas veces, que a Sara le daba más problema que a cualquiera de sus hermanas. Decidió vestirse también y acompañarla hasta su carro.
Una vez estuvieron en la entrada de la hacienda, Sarita no supo cómo actuar. Tenía la cabeza toda confundida, dividida entre lo que estaba sintiendo, lo que sabía sobre el hombre que tenía al frente, y también lo que se esperaba de ella. ¿Le había gustado? Sí. ¿Se arrepentía? No. ¿Había sido lo correcto? No lo sabía. La voz de Franco la sacó de sus pensamientos.
—Gracias. Por ayudarme y salvarme la vida.
—No hay de qué. Tiene que cuidarse, Franco. Vaya a la policía y denuncie a esos tipos.
—No me trates de "usted", Sara. —La castaña se lo quedó viendo unos segundos, decidiendo si ceder o no ante la exigencia del ojiazul.
—Hasta luego, señor Reyes — finalmente dijo solo para molestarlo. Franco rió ante sus palabras, y Sarita sonrió al verlo.
—Espero verla pronto, señorita Elizondo.
Sarita llegó a su hacienda cuando el cielo empezaba a aclararse. Aparcó el todoterreno en su lugar de siempre y rápidamente corrió hasta el interior de la casa. Con el menor ruido posible logró llegar hasta su cuarto sorprendiéndose de encontrar a Jimena despierta.
—Mañana te cuento todo —dijo sin esperar a ser regañada, entrando al baño para escapar de las insistencias de su hermana.
Se miró al espejo y vio el desastre que era su persona. El vestido arrugado, pelo revuelto, labios hinchados y aún enrojecidos de tanto beso. Aún así, sonrió al verse. Era primera vez que se revelaba no solo contra el sistema arcaico en el cual había crecido, sino contra ella misma. Porque toda su vida fue parte de ese mismo sistema, y había intentado que sus hermanas se unieran a él así como lo había hecho ella. Pero ahora se daba cuenta de las falencias de aquello, y si había algo que podía agradecerle a Franco, era el hecho de haberla ayudado a salir de su burbuja de falsa moral.
Dios, ¿Qué iba a hacer con Franco?
