Capítulo 10
Cuando Dominga llegó con ese arreglo de rosas a Sarita se le olvidó todo el mal rato que Fernando le estaba haciendo pasar. Se moría de ganas de leer la tarjeta, por lo que dejó a su ex-cuñado hablando solo y partió a su habitación buscando privacidad.
"Nunca voy a olvidar lo que hiciste por mi.
Te debo la vida.
Con toda sinceridad,
F"
Ahora se sentía mal por haberse ido de esa forma. Sí, había dicho que era tarde y que esa era su razón para irse así de rápido. Y eso había influido, es cierto. Pero la verdad es que no podía evitar pensar en el historial de Franco y eso la llenaba de inseguridades y dudas, y probablemente se estaba pasando un montón de películas que no eran la verdad, pero sinceramente no lo podía evitar. Nunca había sentido algo tan intenso por otra persona, y de todos los hombres tenía que sentir cosas por Franco, un hombre que trató de engañar a su familia, que había tratado de seducir a su propia hermana, y que desde el minuto uno no hizo más que tratarla mal. «Aunque para ser justos, yo lo trataba igual o peor».
Sarita estaba confundida y contrariada y no sabía qué hacer al respecto. Estaba claro que no podía resistirse a ese hombre, lo de anoche era prueba suficiente. Sin contar todos esos besos que se dejó robar. Porque sí, se dejó completamente. Incluso se aparecía frente a él sabiendo lo que podía pasar. Y Franco no era otra cosa además de consistente con su comportamiento. Porque independientemente de la situación, independientemente de donde se hallaran, siempre fue honesto con sus deseos. De echo, desde que se habían vuelto a ver con el tema de la cerca, Franco parecía no haber tenido líos de faldas. De ser así Sarita se hubiese enterado por Jimena, que nunca demoraba en ponerla al día con los asuntos de los Reyes.
Se sentía como una estúpida. Todo el mundo tenía derecho a tener un pasado, y Franco no quedaba exento de aquello. Sus inseguridades estaban infundadas y recién se daba cuenta de eso. «Qué tonta fui». ¿Pero cómo podría ir a donde él y decirle que lo sentía? No se sentía capaz. Sentía que la situación la superaba y se moría de la vergüenza de solo pensar en aparecerse en su hacienda.
Así fue como Sara dejó pasar los días, y con cada nuevo amanecer, un nuevo arreglo de rosas se sumaba a la colección. Iba por el tercero cuando notó que la sonrisa que se le escapaba ni su mamá o Fernando eran capaces de borrársela. Tal vez Franco era más paciente de lo que creyó, y si de verdad estaba interesado en ella, tal vez esta era su forma de demostrarle que la esperaría lo que fuera necesario.
«No puedo estar toda la vida a la defensiva. Si voy a sufrir de cualquier forma, ¿Por qué no arriesgarme?»
Pero por supuesto que cuando decidió a ir a hablar con Franco y ser honesta, Fernando tenía que darle más problemas que nunca. No le bastaba con querer cambiar a los trabajadores que tenían, sino que también ahora decidía sobre el destino de los caballos. O más bien eso intentó, porque sobre el cadáver de Sara iban a vender a sus mejores ejemplares.
Dos días más pasaron en los cuales solo se dedicó a pelear con el caballero ese y su mamá, pero finalmente había convencido a Gabriela de no vender ni uno solo de sus caballos. A diferencia del asunto de los empleados, que ya era batalla perdida.
A penas la dejaron sola un momento, le avisó a Olegario que estaría afuera de la hacienda por lo que restaba de tarde. Se subió a su todoterreno y manejó hasta la hacienda Reyes con la sonrisa en el rostro, recordando todos esos besos que compartieron, y por supuesto que la noche que pasaron juntos no podía faltar en su memoria. Se sonrojó ante su falta de vergüenza. Aún no podía creer que se haya entregado a Franco en las caballerizas, a escondidas como adolescentes.
Seguía sonriendo para sí misma cuando llegó a la hacienda vecina. Iba tan distraída que no notó un carro desconocido estacionado un poco más adelante de donde dejó el suyo. Se bajó algo nerviosa, pensando en las palabras exactas que le diría a Franco, cuando alguien salió de la casa. Apenas sintió pasos levantó la mirada esperando encontrarse con el rubio, pero para su sorpresa, no era nada más ni nada menos que Rosario Montes.
Venía algo desarreglada, y con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Sarita la miró con cautela. No le gustó nada toparse con esa mujer ahí, de todos los lugares posibles. La cantante la miró de vuelta, primero con recelo y luego con curiosidad.
—Buenas tardes. ¿Viene a ver a Franco?
—Mis asuntos no son de su incumbencia, señorita… —Sara dejó en el aire el final de la frase, fingiendo no saber de quién se trataba.
—Rosario Montes, ¿Y usted es?
—Sara Elizondo. —La más alta pareció reconocer el nombre de inmediato. Sarita supuso que reconocería el apellido, pues su hacienda tenía prestigio en la zona. Pero lo que realmente reconoció Rosario fue el nombre de pila, pues hace apenas unos minutos había escuchado a Franco decir ese nombre justo antes de irrumpir en su oficina, en lo que parecía ser un pedido de flores. Sonrió más ampliamente ante la situación. Se le acababa de presentar una oportunidad de oro para al fin deshacerse de la competencia.
—¿Usted trabaja aquí? Le pregunto para pedirle un favor. —Sarita levantó las cejas al escuchar aquello—. No le diga a Franco que me vio salir, a él no le gusta que la gente se entere de nuestros asuntos.
Nuestros asuntos.
—¿Y qué asuntos serían esos? —La cantante rió deliberadamente.
—Usted ya sabe. ¿O me va a hacer decirlo en voz alta? —Su rostro dejaba claro a qué tipo de asuntos se refería, y el guiño que agregó junto a sus palabras confirmó el tema en cuestión.
Sarita quedó estupefacta. Todos sus temores acababan de ser confirmados, y de la peor manera. Se regañó por ser tan ingenua. Volvió a mirar a la otra mujer y ni quiso pensar en el porqué venía despeinada, podía imaginárselo sin que le dieran más detalles.
—Entonces, ¿Podría guardarme el secreto? Si esto llegara a oídos de mi esposo, no sé de qué sería capaz él. Por favor, no me juzgue. Ya sé que está mal lo que le estoy haciendo, pero de mujer a mujer, a veces una no está satisfecha en el matrimonio. Usted me entiende, ¿No? Tuve que decirle a Franco que me dejara de enviar tantas flores. ¡Ya no sé como justificar tanto regalo!
—No se preocupe. —Interrumpió Sarita asqueada de escuchar—. No diré nada, puede irse tranquila.
—Muchas gracias. Y sí, mejor me voy yendo. Mi esposo se estará preguntando donde estuve toda la mañana. —Rosario volvió a reír con complicidad—. Hasta luego.
Sin más la cantante se subió a su carro y se fue de esa hacienda sonriendo con maldad. Franco Reyes se arrepentiría de rechazarla, y si para eso tenía que destruir a terceros, pues estaba dispuesta a hacerlo. Ese hombre sería suyo y de nadie más.
Sarita por su parte quedó inmóvil por lo que pareció una eternidad, sumergida una vez más en el vórtice de inseguridades que la perseguía desde hace un tiempo. No podía creer el descaro de Franco. Hace menos de una semana la tenía entre sus brazos, susurrándole falsas promesas al oído, y hoy hacía lo mismo con otra mujer. Quiso golpearse a sí misma. «¿¡Cómo fui tan estúpida!?». Las lágrimas se empezaron a acumular en sus ojos, el pecho se le apretó de la rabia, y las ganas de gritar aumentaban con cada segundo.
Se devolvió hasta el todoterreno caminando con ira y paso firme. Ni siquiera pensó en ponerse el cinturón de seguridad cuando ya echaba marcha atrás para salir lo más rápido de esa asquerosa hacienda. Llevaba un par de kilómetros conduciendo cuando tuvo que detenerse por su propia seguridad. Las lágrimas le nublaban la vista antes de deslizarse por sus mejillas, y ya se le estaba dificultando respirar entre tanto sollozo. Golpeó el manubrio un par de veces al pensar en Franco. Había logrado engañarla, pero nunca más. Sarita juró en ese momento, por todo lo que le es preciado, que nunca más caería en las redes de ese hombre, y en las de ningún otro.
