Capítulo 11
Franco pensó que luego de aquella noche su relación con Sarita avanzaría sin problemas, pero estaba muy equivocado. Se dio cuenta que las cosas no iban como él pensó cuando al séptimo día de enviarle rosas aún no sabía nada de ella. No quería ir a verla para evitarle problemas, pero ya no aguantaba la incertidumbre, tenía que hacer algo, y por eso decidió llamarla. Buscó el número en las pertenencias de sus hermanos, y marcó desde su oficina para no ser molestado. Mientras esperaba a que alguien atendiera la línea notó como las manos le sudaban un poco, nervioso de escuchar después de tantos días a la mujer que no podía quitarse la cabeza.
—Haciendo Elizondo, habla Dominga.
—Buenos días. ¿Se encuentra Sara Elizondo? —preguntó haciendo su voz más profunda de lo que realmente era para evitar ser reconocido.
—¿Quién la llama?
—El que le envía flores. —Franco sonrió para sí mismo cuando escuchó la expresión de reconocimiento en el otro lado de la línea.
—La busco de inmediato —respondió emocionada la empleada.
Esperó un par de minutos a que alguien le volviera hablar, pero cuando Sarita dijo su nombre, cada segundo valió la pena.
Hasta que se dio cuenta que ella estaba molesta.
—Deje de enviarme flores, ¿Quiere?
—Se las envié como un agradecimiento por todo lo usted hizo por mi, ¿Qué tiene de malo?
—Con las primeras fue suficiente. No necesita seguir con eso.
—Las otras se las mandé por gusto. ¿Pasa algo? Te escucho molesta.
—¿Que si pasa algo? —La castaña resopló lo suficientemente fuerte como para que Franco escuchara por el teléfono—. Ya basta de esta farsa, Franco. No envíe más flores, ni me busque más. Yo sé que usted está acostumbrado a que las mujeres caigan rendidas a sus pies, pero yo no. Puede ir y burlarse de quien quiera, jactarse que la indómita de Sara Elizondo cayó en su jueguito como una estúpida, pero nunca más, Franco Reyes. ¿Me oyó? Deje de molestar.
—Sara, escúchame. No sé porqué tienes esas ideas en la cabeza, pero tú para mi no eres ningún juego.
—Ya me enteré de sus andanzas, así que no puede engañarme.
—Saaraa… —exclamó frustrado.
—Y no vuelva a llamar.
Eso fue lo último que escuchó antes de que la línea se cortara. Lo único que se preguntaba era qué había ido mal, porqué Sara volvió a desconfiar así de él cuando lo único que hacía era tratar de demostrarle que la quería de verdad. No tenía sentido. Nada de lo que estaba pasando tenía sentido. Sabía que Sara tenía sus dudas, que desconfiaba de él. Pero en las últimas semanas la castaña pareció darle su voto de confianza. «Algo debió pasar con Sarita. No hay otra explicación».
Pero por más que intentó averiguar algo, nada le hacía sentido. Había escuchado decir a Jimena que después de la fiesta estuvo muy rara con todos, pero contenta. De echo eso había sido lo extraño, la sonrisa que llevaba en el rostro todos los días, sin mencionar las flores que recibió por una semana seguida. Pero luego, de un día para otro, pareció volver a su persona de siempre, incluso más enojona que de costumbre. La sonrisa se le había ido del rostro para dar paso a la Sarita rígida y estricta que todos conocían. Si las hermanas Elizondo no tenían explicación para su cambio en actitud, menos las tendría él.
Llamó muchas veces, por supuesto, pero Dominga siempre le decía que Sarita no quería hablar con él y que por favor dejara de llamar. No lo quedaba de otra, tendría que verla cara a cara y hablar con ella. Porque no estaba ni tibia si pensaba que eso había sido todo. No, señor.
Pero del dicho al hecho, mucho trecho dicen por ahí. Sarita se volvió un fantasma, uno tan elusivo que ni su nombre se escuchaba cuando Jimena y Norma visitaban la hacienda. Al parecer se había enfocado en el trabajo, y con suerte la veían en las comidas. Jimena, que dormía con ella en la misma habitación, poco más podía contarle además de ser la primera en levantarse y la última en acostarse.
Ya no llevaba a Juan David, ahora que Jimena y Oscar se reconciliaron de nuevo -para siempre según ellos-, la morena era la encargada de aparecer con su sobrino cuando Norma no podía. La situación lo estaba matando y ya no sabía que hacer, llevaba tres semanas sin verla y necesitaba tenerla entre sus brazos, besarla y que lo mirase con esa ternura que él sabía que poseía.
Así que decidió ir a verla. Al demonio quien se enojara, si le generaba problemas, o si lo echaban a punta de disparos. Iba a hablar con Sarita así fuera lo último que hiciera en esta vida.
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Olegario corría por los corrales buscando a su patrona, pero no podía encontrarla en ningún lado. Hace unos minutos un vaquero llegó galopando a toda velocidad con noticias alarmantes, pero para nada nuevas: los Reyes estaban botando la cerca y corriéndola hacia los terrenos de los Elizondo sin pudor alguno. O al menos uno de ellos estaba allí. No tenía más detalles, pero le urgía avisarle a Sarita para que ella misma se encargara del asunto.
La encontró dentro de la casa, revisando papeles en la oficina. Cuidando que nadie más estuviera presente, avisó su llegada tocando la puerta abierta y apenas la mayor de las hermanas levantó la vista, habló.
—Disculpe, señorita Sara —dijo sacándose el sombrero—. Tenemos un asunto en los potreros.
—¿Qué tipo de asunto? —Sarita se paró de la silla, curiosa.
—Es sobre el cerco. Al parecer lo están botando para correrlo hacia sus terrenos.
—¿¡Otra vez!?
Sarita no esperó más y salió de la oficina hecha una furia, Olegario detrás de ella siguiéndole el paso. Llegaron a las caballerizas, y como sus empleados conocían muy bien a su jefa, la esperaban con el caballo ensillado listo para montar. Como siempre hacía cuando estaba molesta se subió de un salto sin pensar, y empezó la marcha a paso rápido, pasando a galope unos metros más allá, esta vez Olegario apenas y le siguió el ritmo.
—¿¡Qué cree que está haciendo, señor Reyes!? —gritó de inmediato luego de bajarse del caballo.
—¿Acaso no me ve? Corro la cerca. —respondió Franco sin parar de quitar palo tras palo.
—¿¡Pero quién se cree que es!?
—Si esta es la única manera de verte, entonces vendré todos los días hasta que hables conmigo.
—Deténgase. ¡Deténgase ya!
—¿Me vas a escuchar? —Recién en ese momento el rubio levantó la cabeza para mirarla.
—Lo único que voy a hacer es llamar a la policía. Este tema lo tratamos de manera legal, y usted está incumpliendo la ley. Así que déjese de juegos y vuelva por donde vino.
—Sara… —Franco tiró el palo que tenía en la mano y cruzó la delimitación de ambos terrenos, provocando que Sarita diera un par de pasos hacia atrás.
—No se acerque más, se lo advierto. —Pero Franco la ignoró y siguió avanzando hasta acortar la distancia, quedando frente a frente.
—La única forma que me detenga, es si hablas conmigo. ¿Qué pasó? ¿Por qué de repente vuelves a mirarme con odio? Pensé q-
—No hables —rogó ella mirando hacia atrás, notando que Olegario también había bajado del caballo y se encontraba apenas unos metros de ellos—. Tú sabes bien lo que hiciste. No me busques más porque no quiero saber nada de ti.
—Sara, de seguro aquí hay un mal entendido. No sé de que hablas.
—¡Ya basta! ¿Hasta cuando vas a seguir con esto, con las mentiras?
—Sara, por favor dime qué es lo que crees saber, porqué crees que miento. Lo único que he hecho ha sido amarte… —La cachetada que recibió se escuchó hasta los rincones más alejados de esos terrenos. Franco la miró choqueado, con una de sus manos en la mejilla que había sido golpeada.
—No me hables de amor. ¿Qué va a saber un mujeriego como tú de eso? —A Sarita se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se rehusaba a derramarlas—. Vuelve a tu hacienda, vuelve a tu vida, y recuerda este día como el día en el que Sara Elizondo te rechazó.
Sin más se dio la vuelta y volvió junto a Olegario. Cuando Franco hizo el ademán de acercarse, el vaquero dio unos pasos al frente dejando claro que no le permitiría otro encuentro, y que Sarita no andaba sola. El rubio entendió la indirecta y se quedó parado allí, viendo como ambos se alejaban a caballo.
Le dolió verla así, vulnerable y por su culpa. Aunque no le quedaba claro qué es lo que había hecho, de echo quedó más confundido que antes. Claramente Sarita pensaba que la había seducido en un juego cruel de su parte, pero ¿Quién podría haberle metido esas cosas en la cabeza, si nadie más sabía lo de ellos? La única persona que podía resolver sus dudas, era la misma que se negaba a hablarle. ¿Qué iba a hacer ahora?
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La siguiente vez que la vio fue semanas después de la discusión en la cerca. Quince días para ser exactos. Él y Juan habían ido hasta los potreros a ver el avance de uno de los caballos más tercos que tenían, y aunque siempre iba a esa parte de sus terrenos con la esperanza de verla, la verdad es que cada vez quedaba decepcionado.
Pero ese día, ese día los dioses parecieron escucharlo, porque no acababa de llegar con sus vaqueros, cuando divisó a Sarita en el horizonte cabalgando a toda velocidad hasta donde se encontraban sus propios vaqueros junto a Fernando.
La situación no era la óptima, es cierto. Al otro lado de la cerca, los empleados de las Elizondo se hallaban discutiendo con el caradura de Escandón, y era muy probable que Sarita viniera a resolver el asunto. Pero al menos podría verla desde lejos y admirar la fiera que era esa mujer. Se bajó del caballo al mismo tiempo que lo hizo ella, y la miró atento. Escuchó como discutía con su ex-cuñado, como se decían que estaban hartos del otro y que si Sarita no autorizaba algo en la hacienda, pues entonces no se hacía. Se sintió orgulloso de ella, siempre tan leal con sus empleados que nunca dudaba en defenderlos y en mostrase firme ante cualquiera que pusiera en duda su autoridad. Sonrió sin darse cuenta. Esto hasta que vio el golpe que le dio Sarita al estúpido ese. No porque tuviera algo malo, ese mal nacido se lo tenía merecido, sino por el rostro de Fernando cuando éste volvió a mirar a la mayor de las hermanas.
Su expresión era algo maníaca, cegado por la ira y la humillación de ser golpeado por una mujer en frente de "sus" empleado. Franco vio como la agarró de la blusa, y su corazón se aceleró con miedo cuando Fernando la tiró al suelo sin piedad. Aún no decidía si meterse o no en esa pelea, considerando su frágil -o nula- relación con Sarita, pero cuando Fernando empezó a sacarse el cinturón para pegarle, Franco se enfureció.
Corrió sin pensar, saltó la cerca con agilidad y de sorpresa le cayó al cobarde con el puño cerrado, tirándolo al suelo de ese solo golpe. Expresiones de sorpresa se escucharon al rededor, pero Franco las ignoró.
—¡Rata asquerosa!
—¡Franco, por favor no intervengas en este asunto! —gritó Sara interponiéndose entre él y Escandón.
—¡No voy a permitir que te falte el respeto y menos frente mío! —El otro hombre se paró y no dudó en volver a tirar a Sara al piso, quitándola del medio para intentar pegarle al rubio de vuelta.
Franco se enfureció más cuando escuchó la queja de Sarita al tocar tierra, por lo que no dudó en golpear de nuevo al abusivo de Fernando. En un momento ambos cayeron al suelo, en una lucha de poder y fuerza que terminó cuando Juan decidió involucrase para defender a su hermano.
—¡Por favor no más! ¡Ustedes no tienen ningún derecho a pisar nuestros terrenos!
—Por defenderte soy capaz de pisar el mismísimo infierno. ¡Que no te falte el respeto! —El ojiazul intentó tirarse sobre Fernando una vez más, pero Sara lo tomó del brazo y lo giró hacia ella.
—Franco, ¡Franco! Regresa a tus terrenos. —La cara con la cual lo miraba Sarita era una llena de preocupación, y el corazón de Franco se llenó de esperanzas una vez más al notarlo. Sara se preocupaba por él y su bienestar, y eso era todo lo que él necesitaba para no rendirse en su misión de recuperar su confianza.
