Capítulo 19
—Debo irme —le dijo Sarita entre besos a Franco. Se encontraban en su lugar, las rocas de siempre.
—Noo. Nadie te va a decir nada si llegas tarde. Tu mamá anda de viaje con Fernando, tus hermanas igual con mis hermanos...
—El abuelo va a preocuparse. Además va a anochecer ya.
—¿Y si te rapto? —Franco, en un movimiento rápido, la agarró y la subió a su hombro.
—¡Fraancoo! —exclamó Sarita con sorpresa, escapando de su boca una risa al final. El rubio no se dio por aludido, y caminó hasta su caballo aún con la castaña al hombro—. ¡Franco, bájame!
—Solo si aceptas venir a cenar conmigo. Yo cocino.
—¿Y qué vas a decirle a Eva y Quintina, mmh? —Entonces el ojiazul bajó a Sara con cuidado, agarrando su cintura cuando tenía ya ambos pies sobre la tierra.
—Que tienen el resto de la tarde libre, que no se aparezcan por la casa.
—¿Y crees que eso las mantendrá afuera?
—Si lo pido seriamente, sí. Además podría cerrar todo desde dentro, si eso te deja más tranquila.
—No lo sé...
—Por favor, Sarita. —Franco besó su boca para ayudar a su causa—. Mira, llegamos ahora a caballo, a mi no me molesta que Eva o Quintina te vean allí, deja terminar —agregó antes que Sara pudiera intervenir, callándola con su pulgar en los labios—. Pero como sé que quieres que tus hermanas se enteren primero, podemos esperar afuera, hasta que el movimiento en la haciendo disminuya. Guardamos los caballos en las pesebreras, y te meto a hurtadillas a mi casa, como un adolescente. Hablo con Eva y Quintina mientras tú te escondes en mi habitación.
—Aah, ya sé hacia donde va esto, señor Reyes. —Sarita le sonrió con cara de "es un descarado".
—No hay doble intenciones aquí, Sara. Aunque si hay besos en el panorama, pues quien soy yo para quejarme —le dijo sonriendo coquetamente, para terminar sus palabras con un beso—. ¿Qué me dice?
—¿Y después cómo vuelvo a mi hacienda?
—Te voy a dejar en mi carro y mañana te llevo el caballo. Así tengo una excusa para verte dos días seguidos.
Sara lo miró a los ojos, y lo que vio ahí era innegable: ansias, esperanza, y por sobretodo amor. Se mentiría a ella misma si dijera que el plan no la tentaba, además era verdad que sólo debía preocuparse de su abuelo, el cual estaba en buenas manos con Dominga.
—¿Tal vez unos besos más podrían convencerme? —preguntó sonrojándose. A Franco se le iluminó el rostro, y con la sonrisa más grande que Sara jamás le había visto, la tomó de la cintura y la giró en el aire. Cuando los pies de la castaa tocaron tierra una vez más, el rubio la besó con fervor.
—Sara, me haces el hombre más feliz de la tierra. Ahora vamos, antes que nos pille la noche.
Cada uno subió a su caballo y empezaron un trote hacia la hacienda Reyes. Sara miró por encima de su hombro, y sonriendo con picardía a Franco, quien no le quitaba los ojos de encima, incentivó a su caballo a apurar el paso hasta galopar. Franco hizo lo mismo con su caballo, pero no podía negar que Sara era mucho mejor jinete que él. Le encantaba verla así, pelo al viento, sujetándose el sombrero con una mano y manipulando las riendas con la otra, libre por los predios. Claramente los caballos eran lo suyo, y no le sorprendía que sus peones la trataran con el respeto que le dan, pues no sólo era la patrona, sino también una conocedora del asunto. Esta mujer definitivamente lo traía de cabeza.
Sarita se detuvo cientos de metros antes de alcanzar las pesebreras de los Reyes, y cuando Franco se detuvo a su lado, preguntó:
—¿Crees que ya terminaron el trabajo de hoy? —el rubio miró su reloj, y luego el cielo.
—Probablemente. Y si queda alguien, debe ser Fermín revisando por última vez que todo esté bien en las pesebreras. Podemos esperar aquí unos minutos, si quieres. —Sarita le sonrió en agradecimiento a esa oferta, y girando el caballo hacia el oeste miró lo que quedaba de atardecer.
Una vez más Franco se quedó observándola, y no podía creer lo afortunado que era. Sarita era una mujer increíble, fiera, apasionada, hermosa. Podría estar todo el día nombrando las cualidades que hacían amarla. En un momento la castaña miró hacia el lado, y encontrando la mirada del rubio, le sonrió como llevaba haciendo toda la tarde. A Franco el corazón le dio un vuelco en felicidad, pues esa sonrisa era solo para él y lo sabía.
El sol estaba a punto de esconderse por completo cuando Sarita decidió arriesgar una vuelta a las caballerizas. Para su suerte no había nadie, y tomándose su tiempo ambos arreglaron sus caballos. Siguiendo el plan, en silencio se acercaron a la casa y ahí Franco logró llevar a Sarita hasta su cuarto sin problemas. Hablar con Eva y Quintina fue una historia distinta.
—Pero don Franquito, ¿No quiere que le prepare algo para cenar? Apuesto que no ha comido nada desde el almuerzo.
—No, Quintina. Ya le dije que tiene libre el resto de la noche. Tú igual Eva. Quiero estar solo en casa. Aprovechar que los ruidosos de mis hermanos están en Santa Clara. Ustedes también deberían, ¿y saben qué? Tienen el fin de semana libre. No las quiero ver hasta el lunes.
—Ay Franco, todo el fin de semana es mucho, ¿Qué se supone que haga?
—No lo sé, Eva. Salir por ahí, dormir hasta tarde. Le diré a Manolo y Miguel que a donde ustedes quieran ir, ellos las lleven. Podrán usar el jeep, yo usaré el carro de Oscar.
—Pero...
—¿Qué debe hacer un hombre para que se le cumplan sus deseos? —dijo Franco al cielo, tornando los ojos.
Discutir un poco más, al parecer. Pues ni Eva ni Quintina querían desistir, pero finalmente lo hicieron. La puerta no alcanzó a cerrarse tras ellas cuando Franco ya subía las escaleras de dos en dos camino a su habitación.
—Todo despejado— dijo abriendo la puerta del cuarto. Sarita estaba sentada en su cama, recorriendo el lugar con la mirada, tranquila pero con ojos tristes—. ¿Estás bien?
—Siento que tengas que llegar a esto para que podamos pasar tiempo juntos en un lugar que no sea la mitad de la nada. Y sé que es mi culpa.
—Oye, no. No te sientas así. Si bien no es lo ideal, yo haría lo que fuera por ti, Sara.
—Lo sé —respondió bajito la castaña, desviando la mirada al suelo—. Y me apena no ser capaz de lo mismo. Yo sé que mis hermanas no van a juzgarme, pero me siento una hipócrita, todo este tiempo rechazando sus relaciones con tus hermanos, y mírame ahora —Sara lo miró a los ojos y no pudo ocultar sus verdaderas emociones—, pensando en ti todo el tiempo, anhelando tus besos cuando no los tengo. —Franco le tendió una mano, la cual Sarita tomó sin vacilar, y la jaló suavemente hacia él. Envolvió sus brazos alrededor de ella, y enterró su rostro en su cuello.
—Cuando estés listas, yo también lo estaré. Y ese día, le gritaré al mundo que amo a Sara Elizondo y que ella me ama de vuelta. —A la castaña se le llenaron los ojos de lágrimas de emoción, y sin pensarlo se aferró al cuerpo de él como si la vida le dependiera de eso.
—Yo sí te amo, ¿sabes?
—Lo sé. Pero ahora que lo me lo has dicho, creo que nunca me cansaré de escucharte repetirlo.
Eventualmente bajaron a la cocina y Franco cumplió su promesa, cocinó mientras Sara daba aviso en su hacienda que llegaría más tarde. La cena fue algo sencillo, doméstico incluso. Y Sara no podía quejarse, el ojiazul no lo hacía nada mal como chef.
Del comedor pasaron al sofá. Siguieron bebiendo el vino que Franco había abierto para la cena mientras el rubio le contaba a Sarita las últimas actualizaciones de sus negocios.
—¿Cómo me equivoqué tanto contigo, Franco? —preguntó Sarita cuando Franco terminó su historia. Ambos se encontraban compartiendo el mismo sofá, Sarita apoyando su espalda contra el rubio que la abrazaba por los hombros.
—¿A qué te refieres?
—A todo lo que pensaba de ti, todas esas cosas que te llamé. Me equivoqué contigo y tus hermanos.
—Eso quedó en el pasado. Yo también me equivoqué contigo, y te traté horrible. Creo que podemos decir que estamos a mano, ¿no cree?
Sarita giró la cabeza para mirar a Franco, y no alcanzó a decir nada cuando los labios de él ya estaban sobre los suyos.
Ese beso tenía como intención calmar a Sarita. Partió lento, suave, solo labios acariciándose. Pero sus cuerpos se extrañaban desde hace tiempo, y no bastó mucho para que la lengua de Sarita pidiera entrar, lamiendo el labio inferior de Franco. Él le concedió el permiso sin chistar, y cuando sus lenguas se tocaron ambos lanzaron un gruñido.
La posición en la que estaban originalmente les quedó incómoda, Sarita giró su cuerpo lentamente según iba avanzando el beso, y solo buscando saciar su sed de él, terminó sentada a horcajadas sobre Franco.
Él ni tonto ni perezoso aprovechó la posición, y despegando su boca de la de ella, empezó a besarle el cuello partiendo justo debajo de su oreja. Sabía que esa zona la dejaba sin aliento, y sonrió satisfecho cuando ella empezó a respirar más rápido y forzado. La agarró fuerte de la cintura, atrayéndola más hacia él si es que era posible, y besó más abajo, justo por donde le pasaba el pulso. La castaña lo tenía agarrado del cuello, pidiendo sin palabras que continuara con lo suyo. Pronto otras partes de sus cuerpos entraron en acción, siendo las caderas de Sarita las primeras en moverse por instinto buscando algo más. Franco incitó el movimiento agarrando con ambas manos el trasero de ella aún besando su cuello. Gruñó por lo bajo cuando su miembro rozó el centro de Sara.
La situación escaló rápidamente. De repente Franco se halló con la camisa desabrochada, las manos de Sarita le recorrían el pecho, la espalda, y lo que alcanzaban en realidad. La castaña reclamó sus labios una vez más con un beso frenético, húmedo y desesperado. Las manos de Franco hicieron lo propio con la blusa de Sara, soltando los dos únicos botones que sujetaban ambos lados de dicha prenda para luego agarrar a la castaña desde la nuca, solicitando espacio para volver a besar su cuello. Sus besos bajaron poco a poco hasta llegar a sus pechos. Saboreó la piel que ahí tenía disponible, pero quería más. Necesitaba más.
—Sara, dime que me detenga. De otra forma no lo haré. —Ella lo miró a los ojos, y con la respiración entrecortada le respondió.
—No quiero que te detengas.
Solo eso bastó para que Franco terminara de perder la cabeza. La volvió a sujetar del trasero, y con una fuerza que no sabía que tenía, se levantó del sofá con ella en brazos. Sarita pegó un grito de sorpresa, que concluyó en una risa incrédula, y con ayuda de sus piernas se sujetó a él.
Como un hombre desesperado Franco la llevó escaleras arriba con un único destino en mente: su habitación. Ahora que tenía el permiso de Sara, nada ni nadie podría impedir que la volviera a tener. Había soñado con este momento muchas veces como para dejarlo ir.
Sin cuidado pateó la puerta del cuarto, y una vez dentro, depositó a Sara en el suelo con delicadeza.
—Hola. ¿Está sola? —El rubio le sonrió con picardía antes de volver a besarla.
Sara le devolvió el beso con gusto y terminó de sacarle la camisa para luego seguir con su propia blusa. Franco no perdió oportunidad, y al primer intento desabrochó el sujetador de Sara, que terminó en el suelo con el resto de las prendas.
Sin parar de besarla, llevó una mano a la cadera de la castaña, y la otra a su pecho derecho, estimulando su pezón. Éste se irguió al primer tacto, apreciando la atención. Sarita por su parte intentaba desabrochar la hebilla del cinturón de Franco sin éxito, pues lo que le estaba haciendo el rubio la desconcentraba de su misión.
—Deja ayudarte con eso. —le dijo él. Sarita retiró sus manos del pantalón del rubio, y él en vez de ir a por su propio cinturón, fue a por el de ella.
—Oyeeee. —Franco solo rió.
El ojiazul siguió con el botón de los jeans y luego el cierre, y mirándola a los ojos, descendió por su cuerpo para sacarle los pantalones. Cuando los tenía por las rodillas, él se volvió a erguir y la empujó suavemente hasta el borde de la cama, donde Sarita se sentó para que Franco pudiera sacarle las botas.
Cuando Sarita se halló solo con las bragas puestas, Franco hizo lo mismo con su propia ropa, pero esta vez sacó todo. El rubio se paró frente a Sara orgulloso, su miembro erecto acaparando toda la atención. La castaña no pudo evitar sonrojarse, y a Franco le pareció la visión más perfecta que sus ojos habían visto: Sarita casi desnuda en su cama, apreciando la desnudez de su amante con las mejillas rosadas.
Se acercó hasta ella, y con su propio cuerpo la instó a recostarse sobre la cama. Volvieron a unir sus labios, los besos ya no tenían nada de inocentes, en cambio, retomaron el ritmo que habían creado en el sofá. Con manos ágiles Franco deslizó las bragas de Sara por sus muslos hasta deshacerse de la prenda, pero antes que pudiera volver a posicionarse entre sus piernas, Sarita lo detuvo con una mano sobre su pecho y sin decir nada giró sus posiciones, quedando ella sobre él sentada un poco más arriba de sus caderas, la erección del ojiazul rozando sus nalgas.
La castaña se movió tentativa, y con orgullo vio a Franco cerrar los ojos extasiado a la vez que la apretaba más de las caderas para no perder el control.
—Sara… —gruñó el rubio.
—¿Qué? —respondió ella sin dejar de moverse—. ¿No te gusto arriba tuyo?
—Me estás matando. Por favor… móntame como Dios manda.
Sarita obedeció gustosa. Levantó su cuerpo unos centímetros, y sin saber de dónde sacó tanta osadía, tomó el miembro de su amante y lo acomodó en su entrada. Lentamente se dejó caer, dándole tiempo a su cuerpo de acomodarse por completo antes de empezar con un vaivén que dejó a Franco en la estratósfera. Su cuerpo se movía a puro instinto, a veces cambiando el ritmo o simplemente rotando sus caderas en un movimiento circular en vez de solo subir y bajar. Franco se dejó hacer, admirando aquella fiera que tenía encima, sus labios entreabiertos, su millar de pecas, cómo su cabello se movía al mismo tiempo que su cuerpo. De repente no pudo resistirlo más e incorporándose la agarró de la nuca para besarla como un salvaje, ahora ambos sentados, Franco sobre la cama y Sara sobre él sujetándose a sus hombros para no perder el equilibrio.
La cama empezó a crujir con el movimiento, pero para ambos solo existía el otro, entregados por completo al momento que estaban viviendo. La boca de Franco devoraba uno de los pechos de Sarita, su lengua jugando complacida en aquella zona a la misma vez que lentamente empezaba a tocarla entre las piernas. El cuerpo de Sara respondió de inmediato complacido de tanta atención, sus caderas perdieron el ritmo por completo buscando más y más.
—Franco, Franco mírame —pidió con un hilo de voz mientras jalaba de su cabello desde la nuca. El susodicho obedeció, y cuando sus miradas se encontraron Sarita creyó desfallecer. Un hormigueo la recorrió desde el mismo lugar donde sus cuerpos se unían hasta la punta de los dedos, y de un momento a otro, como si se tratara de una explosión, un calor fulminante la invadió por completo. Lanzó un grito ahogado al aire y sus ojos se cerraron con fuerza a la vez que cada músculo de su cuerpo se tensaba.
Franco volvió a cambiar sus posiciones sin perder ni un segundo, recostando a Sara sobre la cama para quedar encima de ella una vez más. Le pasó un brazo por la cintura y tomándola del trasero unió sus caderas con fuerza, embistiéndola salvajemente al borde de su propio orgasmo. Sara envolvió sus piernas al rededor de las caderas del rubio de manera automática sin saber muy bien cómo, pues sentía su cuerpo como hecho de gelatina. Aun así cada terminación nerviosa de su cuerpo seguía respondiendo a Franco, cada caricia se sentía como un shock eléctrico, y cuando sus labios se encontraron por milésima vez, una llama volvió a nacer en el centro de Sarita, expandiéndose a una velocidad abismal.
—Mierda, Franco. Ni pienses en parar.
Dos estocadas más fue todo lo que les bastó. Ahogaron sus gemidos en la boca del otro, Franco agarrado fuertemente al cubrecamas con una mano mientras que la otra apretaba igual de fuerte el cuerpo de Sara.
Cuando sus respiraciones se normalizaron un poco, el rubio se salió de encima y se recostó al lado de su amada, abrazándola por la cintura de inmediato para no perder su calor. Sara le acarició el cabello aletargada, aún con los ojos cerrados y espasmos recorriendo su cuerpo.
—Ven, acostémonos entre las sábanas —dijo Franco con la voz ronca.
—No creo poder pararme. De echo, no creo poder moverme. —El ojiazul de todas formas se paró de la cama y abrió las tapas hasta donde el cuerpo de Sara se lo permitió. Con suavidad la empujó hacia las sábanas y cuando lo logró, se acostó a su lado, cubriéndolos a ambos antes de volver a abrazarla.
A Sarita se le cruzó por la cabeza que terminarían durmiéndose si no lograba hacer reaccionar a su cuerpo pronto, pero había terminado tan agotada que ni siquiera esa preocupación logró que se moviera. Y efectivamente, ni cinco minutos después, ambos se rindieron ante los brazos de Morfeo juntos por primera vez.
Olvidé por completo actualizar en este sitio XD (También subo esta historia a Wattpad)
